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A solas con su marido Michelle Smart Lo único que quería era huir… Hasta que el deseo la paró en seco. Melodiá inacabada Jessica Lemmon Él eligió la música country
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Seitenzahl: 344
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
E-Pack Bianca y Deseo, n.º 298 - abril 2022
I.S.B.N.: 978-84-1105-800-1
Créditos
Índice
A solas con su marido
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Melodía inacabada
Prólogo
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Capítulo Quince
Capítulo Dieciséis
Capítulo Diecisiete
Capítulo Dieciocho
Capítulo Diecinueve
Capítulo Veinte
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
LAS AGUAS calmadas del Mar Egeo por el que Keren Burridge navegaba con su cúter de diez metros, el Sophia, presentaban un contraste total con la tempestad que bullía bajo su piel, la tormenta que no había dejado de crecer en su interior desde que la isla Agón apareciera en el horizonte.
La costumbre le hizo soltar el timón, tomar la crema solar y untársela por la cara y en todas las partes del cuerpo a las que alcanzaba. Se había quemado en Las Bermudas y lo doloroso de la experiencia había logrado que llevara siempre a bordo crema para el sol suficiente para un mes. A ese respecto, Keren aprendía rápido. Solo tenía que sufrir dolor una vez y hacía lo que fuera para impedir que se repitiera.
El dolor que la esperaba ese día, en cambio, era inevitable.
Una brisa la envolvió y atrapó las velas. El Sophia respondió aumentando la velocidad. Los latidos del corazón de Keren también aceleraron la suya.
Veía ya claramente lugares conocidos. El palacio real de Agón, las ruinas de un templo antaño majestuoso que databa de tres mil años atrás. Lugares que había explorado en un tiempo en el que creía que la isla sería siempre su hogar.
Veía también la imponente villa blanca situada en la cala hacia la que se dirigía. El sol naciente bailaba encima de ella, arrancándole brillos seductores. Fraudulentos.
No tenía nada de seductora. Si pudiera pasar toda su vida sin volver a ver aquella villa, lo haría contenta, pero las decisiones que se tomaban en momentos de dolor a veces acompañaban de por vida.
En el lado izquierdo de la cala, un muro de roca circular creaba un malecón pequeño, aparentemente natural. Reconoció el yate anclado allí. Era ligeramente más largo que su cúter y se usaba únicamente para transportar a su dueño al superyate anclado en el puerto deportivo principal de Agón.
Después de dirigirse a su zona de anclaje y asegurar su barco, Keren se abrochó la riñonera a la cintura y agarró los lirios rosas que había cultivado amorosamente en macetas.
Saltó descalza al muelle con los lirios en la mano.
Había llegado el momento.
El malecón terminaba en una playa inmaculada de arena blanca tan hermosa como cualquiera de las que había visitado en sus quince meses de vagabundeo por el mar. La arena fina y cálida se colaba entre sus dedos de los pies cuando caminaba por ella hacia los escalones de piedrecitas que llevaban a la villa. Cuanto más se acercaba a ellos, más le pesaban las piernas y mayor era la opresión en su pecho.
En la parte alta de los escalones había una verja ancha de metal que conectaba con un muro alto diseñado para mantener fuera a los intrusos.
La verja se abrió automáticamente, tal y como esperaba. Un ejército de cámaras de seguridad había observado todos sus movimientos desde que llegara a la caleta. Las personas sin rostro que la miraban sabían que debían dejarle entrar en cualquier momento sin hacer preguntas. Yannis había cumplido su palabra, aunque solo fuera en eso.
Los jardines de la villa eran amplios y muy bien conservados. Keren siguió la senda que serpenteaba entre la piscina y la zona de entretenimiento, negándose a permitir que los recuerdos la atenazaran o frenaran sus pasos.
El melocotonero estaba en una zona recóndita de los jardines, la única parte que no tenía vigilancia. Había crecido mucho en los casi dos años que hacía que lo habían plantado y ya era lo bastante grande para dar fruto. Los melocotones que lo cubrían empezaban a madurar. Cerca del pie del tronco había una lápida de granito tallada en forma de ángel. En ella estaban grabadas las palabras Sophia Filipidis. Keren se dejó caer de rodillas al lado de la lápida.
Había flores frescas y recientes en un jarrón. Ella añadió los lirios, bajó la cabeza y recitó una plegaria por el alma de su hija. Y a continuación le habló. Le contó los sitios en los que había estado, la gente que había conocido, las flores que había olido y los alimentos nuevos que había comido. Hablar con ella allí le resultaba muy natural, a pesar de que Sophia había vivido todo aquello con ella desde el amplio espacio que ocupaba en el corazón de Keren.
Cuando terminó de hablar, miró de nuevo el melocotonero. Lo habían elegido juntos. En la cultura china, el melocotonero es el árbol de la vida y los melocotones un símbolo de inmortalidad. Su hija no había respirado nunca por sí misma, pero su recuerdo viviría en ese árbol.
–Sabía que vendrías hoy.
El dolorido corazón de Keren dio un vuelco y cerró los ojos.
Hacía dieciocho meses que no veía a su esposo. Solo se habían comunicado a través de sus abogados.
Si se hubiera acercado a ella en alguna de sus otras visitas allí, Keren le habría recordado su acuerdo, su promesa de permitirle ir allí cuando quisiera visitar la tumba en paz y soledad.
Respiró hondo, se levantó y se volvió hacia él.
–Hola, Yannis.
Unos ojos increíblemente azules se posaron en los suyos. El corazón le latió con fuerza. Se expandió y subió hasta su garganta.
Los anchos hombros de él subieron y bajaron pesadamente, un gesto que atravesó el pecho de ella, y luego él se adelantó hasta situarse a su lado.
Guardaron silencio hasta que ella sintió una presión cálida en la mano y separó los dedos para que él pudiera entrelazarlos con los suyos y unificar por un breve momento el dolor de ambos.
Era el primer contacto que tenían desde la primera vez que habían estado en ese mismo punto despidiendo a su hija. Si Sophia hubiera sobrevivido al nacimiento, ese día habría cumplido dos años.
Keren devolvió el apretón de los dedos de Yannis y después apartó la mano con gentileza y se cruzó de brazos.
–¿Cómo estás?
Él inclinó la cabeza hacia delante.
–Bien. ¿Y tú?
–Bien.
Más silencio.
En otro tiempo habían conversado con fluidez.
Pero de eso hacía ya mucho.
Ella retrocedió un paso.
–Debería volver a mi barco.
–¿Te quedas a beber algo?
Ella se apretó los bíceps.
–No creo que sea buena idea.
–Hay cosas de las que quiero hablarte.
–Hazlo a través de los abogados –como habían hecho desde que ella lo dejara.
–No todo se puede decir a través de ellos –él bajó las manos por los pantalones y se encogió de hombros–. Ven a tomar algo. Almuerza conmigo. Hablemos. Y luego firmaré los papeles.
Keren lo miró a los ojos. Llevaba tres meses esperando que Yannis firmara los papeles que finalizarían el divorcio y fijarían el acuerdo económico.
–¿Los tienes aquí? –preguntó.
–En la caja fuerte.
¿De verdad podía ser tan fácil? ¿Una conversación y habrían terminado oficialmente?
O lo había ablandado la solemnidad del día, o se había cansado de jugar con ella.
En los dieciocho meses desde que lo había dejado, toda la magnánima generosidad que Yannis había declarado al principio que tendría con ella había acabado limitándose a lo más esencial.
Keren había aceptado la oferta inicial de él sin protestar, pero Yannis había cambiado de idea y la había dividido por la mitad. Y después la había vuelto a dividir. Y luego otra vez.
El château en Provence, la casa en Milán, el Aston Martin, el Maserati… Todo eso le había sido ofrecido y luego retirado.
Ya solo quedaba una pequeña parte del acuerdo extrajudicial propuesto por él al principio, y a ella no le importaba que lo retirara también.
No había peleado en absoluto, ni siquiera cuando su abogada se lo había suplicado diciéndole que estaba aceptando una parte mínima de lo que tenía derecho por ley.
Keren no quería luchar. Le daba igual que Yannis tuviera la satisfacción de creer que había ganado. No le importaba nada lo que dijera la ley. Solo habían estado casados catorce meses. No quería nada de él excepto el derecho a visitar la tumba de su hija.
–De acuerdo. Hablemos –dijo. Miró la lápida–. Pero no hoy –añadió con suavidad. No lucharía en un día de luto. Ese día era el día de Sophia.
O Yannis sentía lo mismo o lo entendía, porque inclinó la cabeza y dijo:
–Quédate esta noche en la caleta y nos veremos para desayunar en la terraza de la piscina.
–De acuerdo.
–¿Tienes comida en el cúter o digo que te lleven el almuerzo y la cena?
–Tengo provisiones, pero gracias –repuso ella. Quizá sí que él se había ablandado. Tal vez la conversación que quería tener fuera una ofrenda de paz. Quizá quisiera disculparse…
Una sonrisa triste curvó sus labios. Yannis no se había disculpado por nada en toda su vida.
Él volvió a asentir con la cabeza.
–Te veré por la mañana.
Keren esperó hasta que se perdió de vista para volver a la cala.
Estaba en cubierta, en la popa del Sophia, vaciando el agua de la lavadora improvisada cuando vio una figura en la playa.
Se dijo que seguramente no iría allí, pues habían acordado verse por la mañana.
Pero recordó que Yannis era así. Un hombre que había demostrado que su palabra era muy poco fiable.
Él caminó por el agua y ella hizo lo posible por ignorar su presencia.
Volvió a atornillar la base del barril en su sitio, alzó la ropa mojada y la colocó en una cesta de plástico limpia.
Aunque él estaba a bastante distancia, se sentía expuesta. Al volver al barco, había cambiado el vestido sencillo de verano de antes por un bikini amarillo y un pareo azul minúsculo que había atado alrededor de la cintura y que apenas le rozaba el trasero.
Apretó los labios con terquedad. En los catorce meses de su matrimonio, se había cambiado muchas veces de ropa porque a Yannis no le resultaba apropiada la que llevaba para ir a un lugar concreto.
–¿Qué haces?
¿Por qué la sobresaltó su voz si lo había visto nadar hasta pocos metros de ella?
–Tender ropa.
–¿Tienes lavadora?
Ella tocó con la mano su barril multiusos.
–¿Esa es tu lavadora?
–Sí. Tiene piedras en el fondo. Añades ropa, detergente y agua y empiezas a navegar. El movimiento de las olas consigue que actúe como una lavadora y mi ropa sale limpia y fresca.
No era su intención hablar tanto, pero los nervios y la necesidad de probar que la segunda aparición inesperada del día por parte de él no la molestaba lo más mínimo le habían soltado la lengua.
Miró la expresión confusa de él, expresión que le había visto muchas veces, normalmente cuando hacía algo que él no haría o que no entendía.
–¿No sería más fácil una lavadora?
–Lo dudo. Ocupa mucho espacio y utiliza mucha electricidad. Además, si se estropea, es difícil encontrar un técnico que la arregle en el mar.
Él no parecía convencido.
–¿Puedo subir a bordo? –preguntó.
Keren respiró hondo para reprimir el mal humor.
–Hemos dicho que hablaremos mañana.
–Lo sé, pero siento curiosidad por ver cómo vives. No me quedaré mucho.
Ella pensó que siempre podía empujarlo por la borda si se quedaba más tiempo del conveniente.
Sonrió de mala gana y le tiró la escalera de cuerda más próxima.
Él subió con gran facilidad y se quedó de pie en la cubierta, chorreando agua, que le caía por el vello moreno que cubría su pecho bronceado y le bajaba por el abdomen plano hasta la cinturilla del bañador corto negro.
Keren se apartó y retorció una camiseta mojada por encima de la borda, haciendo todo lo posible por bloquear la vista del cuerpo casi desnudo de Yannis. Que tenía un cuerpo fantástico era algo que ya sabía. Había estado casada con él y compartido su lecho casi todas las noches desde el día en que se conocieron…
No fue lo bastante rápida para bloquear esos recuerdos y un pulso de calor vibró en su pelvis. Agarró por reflejo la barandilla en la que se apoyaba.
La voz profunda de él sonó cerca de su oído. Demasiado cerca.
–¿Puedo ayudar?
Ella se apartó.
–No, gracias –señaló con la cabeza la escotilla abierta–. Vete a explorar.
«Explora y márchate».
–¿No quieres que me seque antes?
–Es un barco. Se moja. Simplemente no te sientes encima de nada.
Él se encogió de hombros.
–Es tu casa –dijo. Y desapareció dentro.
Keren respiró hondo, procuró relajarse y siguió con el trabajo de escurrir la ropa y colgarla en la cuerda que había preparado.
Yannis asomó la cabeza.
–Tienes un horno.
–Sí.
Él parecía impresionado. Volvió a desaparecer, pero su ausencia no duró mucho.
–También tienes frigorífico.
–¡No me digas! No me había dado cuenta.
Él le sonrió y volvió a bajar.
Entre la ropa que Keren tenía que secar había ropa interior. La idea de que Yannis la viera tendida no debería producirle cosquilleos en la piel ni ablandarle las entrañas. Solo era ropa interior, y todo el mundo la usaba. No era nada de lo que avergonzarse.
Un pulso más profundo y tembloroso la recorrió por dentro al recordar todas las veces que él le había quitado la ropa interior. En ocasiones con los dientes.
La idea de que Yannis pudiera ver esas prendas y considerarlas feas y poco seductoras fue lo que la impulsó a colgarlas en lugar de esconderlas.
¿A quién le importaba lo que él pensara? A ella no. Ya no.
Cuando terminó de tender la ropa, él seguía todavía explorando. No había una buena razón para tardar tanto.
–¿Has terminado? –preguntó ella desde la escotilla. No tenía ninguna intención de bajar allí con Yannis succionando todo el oxígeno de un espacio ya de por sí limitado.
–Estoy haciendo café –contestó él.
Keren apretó los dientes y respiró hondo. No se permitiría enfadarse todavía.
–Has dicho que no te quedarías mucho.
Si él oyó eso, lo ignoró. Su voz llegó un momento después.
–¿El café instantáneo está endulzado?
–No.
–No encuentro azúcar.
–He dicho que podías explorar, no registrar mi casa.
–¿Cómo voy a encontrar azúcar si no miro? –preguntó él con un tono de voz razonable que hizo que ella quisiera arrojarle el extintor de incendios.
–Está en el armario al lado del frigorífico, en un paquete azul y blanco que pone «azúcar». ¿Tú has hecho café alguna vez? –preguntó ella.
Yannis procedía de una familia cuyos ancestros se remontaban hasta la fundación de Agón, una familia considerada de la nobleza, una familia que contaba entre sus amigos a los miembros de la familia real Kalliakis. El propio Yannis había estudiado en el mismo internado inglés que el rey y sus dos hermanos, aunque unos pocos años más tarde. Criado en medio de riquezas, había llegado a los treinta y cuatro años sin realizar ninguna tarea doméstica.
–No creo que sea muy difícil –contestó.
Keren alzó los ojos al cielo. Abrió el toldo que proporcionaba sombra a la pequeña mesa exterior y se sentó en uno de los bancos.
Le horrorizó descubrir que le temblaban las piernas. Apretó las manos en los muslos y ordenó a sus tensos nervios que se calmaran.
La pena en la tumba de su hija y el saber que Yannis también sentiría más el dolor ese día, habían suavizado el impacto de su aparición inesperada en la villa. Pero no había nada que suavizara el impacto de su visita al barco. Ella había creído que tenía un día para prepararse para volver a verlo, pero él la había pillado por sorpresa y ella quería hacerse una pelota y aislarse del mundo. No debería sentir eso. De hecho, no debería sentir nada por él.
Se dijo que era solo por la sorpresa. Después de dieciocho meses separados, era normal que verlo de nuevo fuera un shock para su cuerpo.
Todo en su interior se contrajo cuando él salió por fin por la escotilla, agachó la cabeza al cruzar la cuerda con la ropa y se reunió con ella en la mesa.
Le pasó una taza de café y movió la cabeza con ademán confuso.
–¿Cómo puedes vivir en tan poco espacio?
–Es suficiente para mis necesidades –musitó ella.
Temerosa de mirarlo a los ojos, asustada del surtidor de emociones dolorosas que se formaban en su estómago, volvió levemente la cabeza y fijó la vista en el mar tranquilo y en calma.
–Mi barcaza es más grande que esto –él se refería al yate anclado al lado del Sophia. Keren llevaba a bordo un kayak, lo que le permitía anclar el barco en el mar, subir al kayak y remar hasta una playa sin perder tiempo.
Su pierna derecha empezó a temblar de nuevo. Cruzó los tobillos en un esfuerzo por calmarla.
–Prefiero la sustancia al estilo –musitó.
–¿Detecto una indirecta? –preguntó él.
–Pues sí, y creo que lo mejor será que termines el café y te marches. No quiero discutir contigo hoy –repuso ella. Al menos tenía control de su voz. Eso la reconfortaba un poco.
–Yo tampoco quiero discutir hoy, glyko mou.
–Pues hazme un favor y tómate el café en silencio.
Él se echó hacia atrás y bebió un trago. Su disgusto fue inmediato.
–Esto es horrible.
Keren apretó las manos alrededor de su taza y tomó un sorbo. El café era más fuerte de lo que le gustaba, pero pasable.
–No está mal –dijo.
–Es un sacrilegio para el café –él tomó otro sorbo para convencerse de lo malo que era–. Entiendo por qué se llama café instantáneo. Es instantáneamente horrible.
–¿Y por qué no te vas a tu casa y pides a un empleado que te haga uno como es debido?
–Pronto. Tu frigorífico y armarios están casi vacíos. ¿Qué vas a comer?
–Comida de la alacena.
–¿Dónde está eso?
–¿Quieres decir que no has encontrado todos los secretos de mi pobre cúter?
–¿Debo volver a mirar?
–No. Hay una alacena detrás de las escaleras de la proa. Y ahora, si no vas a terminar eso, puedes irte ya. Si vas a terminarlo, tómatelo y márchate.
–¿Quieres que me vaya?
–Sí. Y si vuelves antes de mañana, me iré yo.
–¿Y perderte nuestra conversación?
–Eres tú el que quiere hablar, no yo.
–Si no hablamos, no firmaré los papeles.
–¿Crees que me importa?
La voz de él adquirió un tono afilado.
–Creía que estabas deseando que llegara el divorcio.
Keren se las arregló para controlar su voz.
–Preferiría que fuera cuanto antes, pero si tiene que ser más tarde, será más tarde.
–Puedo no firmarlos nunca.
–Cierto –asintió ella con una frialdad en fuerte contradicción con lo acalorado de las emociones que palpitaban bajo su piel–. Pero si no los firmas, conseguiré el divorcio según la ley de Agón.
–Dentro de diez años.
–Ocho y medio –corrigió ella–. Ya llevamos dieciocho meses separados.
Se habían casado en la isla de Agón y pasado en ella su corta vida matrimonial, por lo que la disolución de su matrimonio se regía por las leyes de allí. La ley estipulaba que, si uno de los esposos rehusaba el divorcio, el matrimonio podía disolverse sin su consentimiento a los diez años de la separación.
La idea de esperar hasta entonces para ser totalmente libre resultaba insoportable. ¿Sería capaz él de aguantar tanto tiempo por despecho? ¿No le quedaba nada más con lo que atormentarla?
–¿Y cómo te han resultado estos dieciocho meses?
–Pregúntamelo mañana –Keren se levantó y apoyó una mano en la mesa para disimular la debilidad de su cuerpo–. Por favor, Yannis, vete. Tu presencia aquí me ha hecho enfadar y hoy no quiero estar enfadada. Estamos tristes los dos y no es una tristeza que podamos compartir –nunca habían podido hacerlo.
Las facciones de él se tensaron. Apretó los labios y la miró a los ojos.
Keren se preparó para un comentario mordaz por parte de él, pero este no se produjo. Yannis inclinó la cabeza.
–Te veré por la mañana –dijo.
Se levantó del banco y saltó al agua.
Cuando se perdió de vista, ella volvió a sentarse y se abrazó el cuerpo con fuerza.
KEREN se despertó con los pájaros. Sus trinos hicieron poco por calmar la agitación que se instaló en su vientre antes incluso de que abriera los ojos.
Yannis no había vuelto al barco, pero eso no importaba. La paz que ella había encontrado en su casita se había visto alterada.
Después de pasar dieciocho meses apartándolo con determinación de su mente siempre que amenazaba con entrar en ella, él había destruido esas barreras sin ningún esfuerzo y conseguido que ella ya no pudiera pensar en otra cosa.
El día que se casaron, estaba convencida de que pasarían toda la vida juntos.
Cuando se marchó, lo odiaba con la misma fuerza con que lo había amado antes. Y él también la odiaba a ella.
«Pues vete, vaca egoísta, márchate».
Esa frase de despedida, pronunciada mientras le metía el equipaje en el maletero del taxi que ella había llamado para irse la perseguía todavía.
La atormentaba porque la furia de él ante su marcha había sido algo inesperado. Después de todo, era algo que se veía venir desde tiempo atrás. También había dado un puñetazo en la pared. Cuando agarró las maletas de ella para sacarlas fuera, sus nudillos goteaban sangre.
Keren suponía que su furia se debía a que ella había terminado el matrimonio antes de que pudiera hacerlo él.
Porque Yannis sí había pensado hacerlo.
Keren, recelosa de la creciente intimidad de él con su ayudante personal, la hermosa Marla, había pirateado su ordenador portátil, cosa fácil cuando él usaba el segundo nombre de ella, Jane, y su fecha de nacimiento para todas sus contraseñas, y había encontrado páginas de divorcios en el historial de búsquedas.
Tres días después de eso, Marla había sido su acompañante oficial en una función del palacio.
Esa había sido la última gota que había acabado con su matrimonio.
La prensa de Agón había publicado una foto de Yannis y Marla juntos en esa función. Keren había creído, y de hecho seguía creyendo, las palabras de él de que no había pasado nada entre ellos, pero nunca le perdonaría la humillación ni el modo en que había intentado echarle la culpa a ella por no acompañarlo.
Entre Yannis y Marla no había ocurrido nada, pero él había querido que pasara.
Hacía tiempo que había dejado de desear a Keren.
En los seis meses transcurridos desde que Sophia naciera muerta hasta la marcha de Keren, no había hecho nada por buscar intimidad con ella. Curiosamente, aunque ya no la deseaba, su insistencia en querer saber siempre dónde se encontraba no había hecho más que aumentar. Resentía el trabajo de ella, resentía todo lo que no estuviera relacionado con él.
Ella los había liberado a los dos. Había escapado de la jaula de oro que la asfixiaba y lo había liberado de sus votos de fidelidad. Podía perseguir a Marla y a cualquier otra mujer que le apeteciera.
¿Cuántas habían estado con él desde su marcha? No tenía ni idea. No había investigado. No quería ser una de esas personas que acosaban cibernéticamente a su ex. Se conectaba a internet un par de veces a la semana para actualizar su blog y contestar preguntas de los lectores. Algunos eran más conversadores que otros. Un par de ellos en particular escribían después de cada publicación y hacían preguntas interesantes y consideradas sobre la vida en el mar y los lugares en los que había estado.
Keren también aprovechaba para escribirse con sus padres y su hermana. Y eso era todo lo que hacía en internet.
Intentaba escribir descripciones interesantes para su familia y adjuntaba fotos de los lugares a los que viajaba y los sitios que visitaba, siempre con la esperanza de inyectarles una chispa de aventura. Su familia no entendía su amor por los viajes. Sus correos electrónicos describían vidas que apenas habían cambiado desde que ella saliera de Inglaterra a explorar el mundo cuatro meses después de su dieciocho cumpleaños. En los ocho años trascurridos desde entonces, su hermana había tenido tres ascensos, se había casado y comprado una casa en la misma ciudad pequeña en la que vivían sus padres.
Su familia era como los pinzones cebra que habían criado durante toda la vida de Keren, satisfecha en su pequeño mundo y temerosa de lo que hubiera fuera de él. De niña había sentido pena por los pequeños pinzones, convencida de que odiaban la jaula, aunque fuera grande. Una vez, con ocho o nueve años, había abierto la jaula y la ventana de la sala de estar cuando no la veía nadie y los había animado a volar libres. Uno se había colocado en el alféizar de la ventana, pero eso era lo más lejos que había llegado alguno.
Keren siempre había tenido la sensación de encontrarse en el nido equivocado. Mientras los demás estaban contentos en su encierro, ella era el pájaro que miraba entre los barrotes de la jaula y anhelaba explorar, el pájaro que se deprimía en cautividad.
Al final de su matrimonio con Yannis se había sentido prisionera. Los dos habían estado atrapados.
Su barco solo tenía un espejo pequeño encima del lavabo, en el diminuto baño sin ventanas. Casi nunca se miraba en él, pero esa mañana, después de ducharse y ponerse un pantalón vaquero corto y un top de raso rojo fuerte, se descubrió estudiándose la cara. Yannis solía decir que era hermosa, pero ella siempre había pensado que tenía una barbilla demasiado cuadrada y una nariz demasiado pequeña para ser algo más que de aspecto agradable. Sí le gustaban sus ojos. Eran marrones, casi del mismo color que su cabello castaño oscuro, que llevaba recogido en un moño flojo en la parte alta del cuello. Su boca era aburrida, ni de labios anchos ni estrechos, ni grande ni pequeña.
Yannis tenía una boca hermosa de labios generosos y un color de piel moreno natural. Todo en él era hermoso. Sus ojos azules. Sus pómulos altos. La curva pícara de sus cejas oscuras. Su cabello espeso castaño oscuro que peinaba con tupé por la mañana y le caía sobre la frente antes de mediodía, o terminaba en punta de tanto meterle él los dedos. Su figura alta, que se las arreglaba para mantenerse esbelta y a la vez ancha. Yannis era una rareza, un hombre cuya belleza realzaba su virilidad en lugar de disminuirla. Era una belleza que la había atrapado en un conjuro.
Los conjuros siempre se rompían.
Era hora de afrontarlo una última vez.
Keren inhaló y exhaló despacio tres veces y saltó al malecón.
Yannis ya estaba en la terraza, protegida del sol naciente por la enorme pérgola enroscada y cubierta de flores alegres. A Keren le cosquilleó la nariz al captar su delicado aroma. Adoraba aquel olor.
Él se levantó cuando la vio acercarse. Llevaba unos pantalones cortos anchos de color marrón y una camiseta polo negra.
A ella le latía el corazón con fuerza.
Yannis le hizo señas de que se sentara.
Keren se instaló lo más lejos que pudo de él. En los embriagadores días en los que estaba enamorada siempre se sentaba lo más cerca posible. Se había ido sentando más y más lejos con cada fractura de su matrimonio.
–¿Qué quieres comer? –preguntó él.
En la mesa había jarras con zumo de frutas y agua y un briki con café.
–Lo mismo que tú –dijo ella.
La comida era lo único que tenían ya en común. Sus papilas gustativas eran increíblemente parecidas… con la excepción del café instantáneo.
Yannis hizo una seña a un empleado que ella no reconoció y le habló en un griego rápido. El hombre caminó por el lateral de la villa hasta la entrada de la cocina.
Yannis sirvió una taza de café espeso del briki y se la pasó. Ella esperó a que la dejara en la mesa antes de tomarla y dar un sorbo.
La primera vez que había probado el café de Yannis había sido una mañana parecida a aquella, después de su primera noche juntos. ¡Qué tímida y contenta se había sentido aquella mañana soleada! Tímida porque era la primera vez que se había acostado con un hombre y no sabía qué decir. Contenta porque había sido la noche más mágica de su vida. La timidez no le había dejado pedir el azúcar y la leche que solía añadir al café, pero al probarlo lo había encontrado endulzado a la perfección y de inmediato se había vuelto adicta.
–¿De qué querías hablar? –preguntó, asustada por la facilidad con que se había colado ese recuerdo en su mente.
No quería recordar los momentos felices. Dolían demasiado.
–Primero vamos a comer. Dime cómo has estado este año y medio.
–He estado bien.
Él enarcó una ceja con aire burlón.
–Me haces esperar un día para preguntarte, ¿y ahora me contestas con eso?
–La vida en el mar me sienta bien. ¿Mejor ahora?
–¿Has visto mucho mundo?
–Algo.
–¿No echas de menos estar en tierra firme?
–No.
–No cuentas mucho.
–Acepté hablar de eso que no quieres hablar a través de nuestros abogados. No acepté charlar porque sí.
–Creo que es como aprender a andar. Empieza con pasos pequeños y sigues a partir de ahí.
–Yo ya sé andar, así que avancemos porque, cuando termine el desayuno, volveré a mi barco y me iré de aquí.
–Te noto impaciente por alejarte de mí. ¿Te pone nerviosa estar conmigo?
–Sí.
–¿Y eso por qué?
–Porque sí.
–Me alegro. Eso quiere decir que todavía tengo algún efecto en ti –dijo él.
Y ella pensó que, si supiera el efecto que tenía todavía en ella, su ego se inflaría hasta alcanzar el tamaño de la luna.
Jamás le daría esa satisfacción.
En menos de una hora se habría marchado. Solo tenía que controlarse hasta entonces.
–Veo que tu ego no ha cambiado –observó.
–Sigo siendo el mismo hombre del que te enamoraste, si te refieres a eso.
A ella le dio un vuelco el corazón, pero adelantó la barbilla y dijo:
–Y el mismo hombre del que me desenamoré.
Yannis apretó los labios de un modo casi imperceptible. Volvió la cabeza al oír pasos. Había llegado el desayuno.
A Keren le sonó el estómago cuando le pusieron delante la tortilla doblada. No tenía que cortarla para saber que estaba hecha con queso y olivas. Su favorita. Y también la favorita de Yannis.
¿A cuántas mujeres más les habrían servido el desayuno debajo de esa pérgola desde que se había ido ella?
Esa idea le produjo náuseas.
Tomó el tenedor y cortó la tortilla. Se obligaría a comerla. No permitiría bajo ningún concepto que Yannis pensara que había perdido el apetito por su causa.
–¿Cómo están tus padres? –preguntó.
Imaginó a Nina y a Aristides Filipidis bailando de alegría al enterarse de su marcha. La habían tratado con una amabilidad muy suya, pero no habían aprobado su matrimonio. Una chica inglesa corriente de provincias, descendiente de una larga línea de gente corriente y con ideas propias no era la clase de persona que solía entrar por matrimonio en la familia Filipidis.
–Están bien. Esta mañana se van a Atenas. Mañana por la noche presiden una recaudación de fondos para un hospital especializado en cáncer infantil.
–¿Cuándo te reunirás con ellos?
Los padres de Yannis se dedicaban a la filantropía desde que habían pasado el negocio familiar a sus dos hijos una década atrás. Keren tenía que reconocer que recaudaban grandes sumas de dinero para obras benéficas, pero era un tipo de filantropía que a ella le resultaba incómoda. La separación cultural entre los Filipidis y ella había sido tan grande como la diferencia económica y de educación.
Ella había estado tan fuera de su ambiente en el nido de los Filipidis como en el de los Burridge, su apellido de soltera.
–No me reuniré.
Keren lo miró sorprendida y vio que la miraba fijamente. Yannis y su hermano siempre asistían a los eventos benéficos de sus padres. Siempre. Los abuelos y otros miembros de la familia también asistían. Era lo que hacían los Filipidis.
Él entendió su expresión y se encogió de hombros con indiferencia.
–Pueden arreglarse sin mi presencia por una vez. Tengo otros planes.
A ella le dio un brinco el corazón. Se llevó un trozo de tortilla a la boca e intentó masticar para alejar un dolor inesperado.
Yannis seguramente tendría planes con una mujer. Y no una amante cualquiera, sino una mujer con la que iba lo bastante en serio como para plantar a sus padres por ella.
La única vez que había hecho eso con Keren había sido en una función que había tenido lugar un mes después de que perdieran a Sophia.
Sintió un dolor añadido al pensar si sería de eso de lo que quería hablarle. Para decirle que se iba a volver a casar. Sería lo normal. Yannis necesitaba un heredero. Cinco meses después de perder a Sophia se había sentado en el lecho matrimonial de espaldas a ella y le había preguntado cuándo creía que estaría preparada para probar a tener otro bebé. Ella había salido del cuarto para no tirarle un jarrón a la cabeza, furiosa y dolida porque le preguntara eso cuando dormía todas las noches dándole la espalda.
¿Quería tener la satisfacción de verle la cara cuando le dijera que la había sustituido de un modo permanente o había conseguido inculcar un poco de humanidad a su alma y no quería que ella se enterara por otra fuente? Por el modo en que se había comportado desde que lo dejara, parecía más probable lo primero.
Buscaba el placer de hacerle algo más de daño antes de firmar los papeles del divorcio.
No le permitiría ver que sufría. Y no debería haber sufrimiento. Lo había dejado y había seguido con su vida. Había pasado tres meses aprendiendo a navegar y luego se había lanzado a la aventura de su vida y la había disfrutado.
Él odiaba que la hubiera disfrutado. Eso lo sabía. Había esperado que volviera arrastrándose. Le habría gritado al taxi que se la llevaba:
–¡Volverás!
El gran Yannis Filipidis, uno de los solteros más cotizados del Mediterráneo antes de que Keren entrara en escena, un hombre con una vida dorada, había tenido que lidiar con la indignidad de que lo dejara la esposa que debería haber dado gracias por verse elevada a las alturas de un Filipidis. Aquello tenía que haber sido horrible para su ego y hacía tiempo que ella sospechaba que esa era la causa de su comportamiento vengativo para con ella durante el procedimiento de divorcio.
–¿Y tu familia? –preguntó él con la misma cortesía que había preguntado ella, aunque solo los había visto una vez, en la boda.
Esa había sido la primera y única vez que sus padres y su hermana habían salido del Reino Unido. Keren había confiado en que el viaje sirviera para despertarles el amor por la aventura, pero les había aterrorizado viajar al extranjero. A su familia le gustaba el confort de lo conocido. Cuando ella era niña, los Burridge veraneaban todos los años en la misma cabaña de Dorset, donde hacían siempre las mismas actividades.
–Están todos bien –repuso. Y era cierto. Todos estaban contentos y sanos.
–Me alegro.
Keren comió más tortilla, consciente de la atmósfera de tensión que se formaba entre ellos. Una tensión que los envolvía como una nube invisible de rabia y rencor. Y dolor. Dolor por un amor que se había convertido en odio y unos sueños que habían terminado en polvo.
–¿Por qué te cambiaste el nombre? –preguntó él de pronto con un tono de voz más espeso que antes.
Keren lo miró.
–¿A qué te refieres?
–A tu blog.
El trozo de tortilla que ella acababa de meterse en la boca casi se le clavó en la garganta.
Se habían conocido por su blog de viajes. Al irse de su casa, ella solo se había llevado una mochila llena de ropa, su teléfono móvil, todo el dinero que había ahorrado desde los doce años y un ordenador portátil, regalo de «buen viaje» de sus aterrorizados padres. Había iniciado un blog en el primer hostal del primer país al que había llegado, Tailandia, y había empezado a escribir actualizaciones bisemanales de sus aventuras, colgando vídeos cortos y escribiendo sobre los lugares que visitaba y las actividades que realizaba. Para su sorpresa, no había tardado en tener seguidores y pronto había empezado a tener visitas suficientes para ganar dinero con eso. Con el tiempo había empezado a recibir invitaciones de relaciones públicas de todo el mundo.
A Yannis no le había gustado que siguiera con el blog después de casarse. Ni que hubiera ocasiones en las que no podía acompañarlo a lugares y funciones porque tenía otros compromisos.
–Seguimos estando legalmente casados, Keren –murmuró.
–No por mucho tiempo –susurró ella.
–Hasta que firme ese documento y un juez le ponga su sello, sigues siendo una Filipidis.
–En realidad puedo ser lo que quiera, y si hubiera llevado una vida normal, habría recuperado el Burridge el día que te dejé. Si no lo he hecho, ha sido porque tenía cosas mejores en las que ocupar el tiempo.
–Eso no te impidió cambiarlo a nivel profesional.
–Yo pensaba que te alegrarías de eso. Creía que a tu familia no le gustaría ver el gran apellido Filipidis enfangado por una vagabunda del mar.
–No finjas que lo hiciste por mí. Sé sincera por una vez y admite que lo hiciste para pincharme.
Keren no soportaba seguir con la tortilla y había dejado de importarle lo que pensara él de que rechazara comida, así que empujó el plato a un lado y se sirvió más café. Le temblaba la mano. Temblaba también por dentro.
Apretaba los dientes con tanta fuerza que casi no podía hablar.
–Cuando nos casamos quise conservar mi nombre profesional, pero tú me hiciste chantaje emocional para que tirara por la borda los cuatro años que me había costado hacerme un nombre con el blog y adoptara tu apellido. Así que sí, recuperé el mío para mí, pero no tuvo nada que ver contigo. Se trataba de reciclarme yo.
Yannis torció el rostro. Si hubiera sido un animal habría empezado a gruñir.
–Hablas como si yo te hubiera robado tu nombre.
–Tú me lo robaste todo. Desde el momento en que tuve tu anillo en el dedo, te dedicaste a cambiarme.
–Yo no hice eso.
–Sí lo hiciste. Estabas en contra… –Keren se interrumpió, empujó la silla hacia atrás y se puso de pie sin pensarlo y con tanta fuerza que volcó la silla–. Olvídalo. No voy a repetir esto. Dime ahora mismo de qué quieres hablar o me largo.
Él tragó saliva. Cerró los ojos y sus hombros subieron y bajaron al respirar profundamente. Cuando volvió a mirarla, solo su mirada acerada traicionaba que sintiera algo que no fuera indiferencia.
–Quiero que volvamos a intentarlo.
KEREN lo miró con la boca abierta y un sinfín de emociones creciendo y expandiéndose en su interior hasta que explotaron en un torrente de furia atormentada.
–Bastardo cruel y vengativo. ¿Te has tomado tantas molestias solo para jugar conmigo e introducirme en uno de tus perversos juegos?
Y ella se lo había permitido. Le había dado el beneficio de la duda y había quedado con él en vez de anticipar que solo quería torturarla más tiempo. Yannis era como un gato con un ratón entre las patas al que clavaba las uñas una y otra vez, pero sin dar nunca el golpe mortal que acabaría con su infortunio.
–No es ningún juego, glyko mou –repuso él con firmeza–. Quiero que vuelvas.
–¡Oh! Para ya. ¿Crees que soy tan tonta como para tragarme eso? ¿Y tú eres tan estúpidamente arrogante como para pensar que pueda querer volver contigo?
Los ojos azules de él se clavaron en los suyos. Yannis se levantó despacio.