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Juego secreto A grandes males, grandes remedios: eso es lo que pensó Honor Cabot, hijastra mayor del rico conde de Beckington, cuando comprendió que su familia iba a terminar en la ruina. El conde había muerto, y sus hermanas y ella se encontraban a punto de perder su lujoso hogar y una posición social envidiable a manos de su hermanastro y de la arribista de su prometida. George Easton, hijo ilegítimo de un duque, estaba acostumbrado al riesgo y a los escándalos; pero Honor y él habían puesto en marcha un juego de seducción que ponía en peligro su reputación y su corazón, respectivamente. Y, cuando el deseo hizo acto de presencia, amenazando con cambiar las normas de su juego secreto, se dieron cuenta de que las apuestas podían ser demasiado altas. Trampa a un caballero Un plan desesperado... Grace Cabot y sus hermanas estaban a punto de perder su status en la alta sociedad londinense, así como de perder los lujos de los que habían disfrutado hasta el fallecimiento del conde de Beckington. La situación no podía ser más problemática, así que a Grace se le ocurrió la idea de seducir a un rico vizconde de tal forma que se viera obligado a pedirle el matrimonio. Pero su plan dio un giro inesperado cuando Grace se equivocó de hombre y terminó en brazos del conde de Merryton. Placer prohibido Cuando un hombre con una misión encuentra una bella aunque improbable aliada, la seducción y la aventura son inevitables. La gente ya no hablaba de las hermanas Cabot. Sus descabellados planes para evitar la ruina habían caído en el olvido, y todo iba bien hasta que la dócil y tranquila Prudence se vio envuelta en un escándalo que dañó su reputación y le cerró las puertas de la alta sociedad. Sin embargo, ahora estaba decidida a vivir su propia aventura. Y, cuando un estadounidense irresistible le pidió que lo ayudara a cumplir una misión, Prudence fue incapaz de rechazarlo.
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Seitenzahl: 1048
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
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28036 Madrid
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.
E-pack HQN Julia London 1, n.º 309 - junio 2022
I.S.B.N.: 978-84-1105-851-3
Créditos
Índice
Juego secreto
Carta de los editores
Carta de la autora
Dedicatoria
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Si te ha gustado este libro…
Trampa a un caballero
Los editores
Dedicatoria
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Placer prohibido
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
La pasión y el escándalo se dan cita en Juego secreto. Una historia sobre cuatro hermanas decididas a salvarse de la ruina.
Honor, la mayor de las hermanas Cabot, ha ideado un peligroso juego para no renunciar a los privilegios que le otorga ser miembro de la aristocracia, aunque quizá esté dispuesta a romper todas las normas cuando el verdadero amor se cruce en su camino.
Julia London explora las intensas relaciones que surgen entre los protagonistas con gran maestría, dando forma a una novela de amor tierna, vibrante y emotiva, donde no falta el humor, la sensualidad y el erotismo.
Los personajes secundarios, magistralmente construidos, ayudan a retratar las costumbres y convencionalismos de la sociedad inglesa de la época de la Regencia.
Estas son seguramente las razones de por qué la lectura de Juego secreto resulta absorbente. Un relato, sin duda, para recomendar.
Feliz lectura
Los editores
Querido lector:
¡Estoy encantada de presentarte Juego secreto! Este es mi primer libro para la colección HQN, pero he escrito muchas novelas románticas; que, en su gran mayoría, se desarrollan en la época de la Regencia. Adoro la pompa de aquellos años y la preocupación por las apariencias que obsesionaba a la alta sociedad. Pero la condición humana es como es, y siempre hay quien no quiere vivir según las normas, quien rechaza que le impongan normas y quien se atreve a rebelarse contra las normas.
En la serie de las hermanas Cabot, presento a cuatro mujeres jóvenes y privilegiadas que aspiran a un buen matrimonio y poco más. Pero, cuando su suerte empieza a cambiar, las cuatro deciden romper las normas que las constriñen y definir la felicidad en sus propios términos. Sin embargo, eso no es tan fácil si se ha crecido en un mundo de lujos, sin muchos más conocimientos que hacer bordados. En tales circunstancias, puede que el intento de romper las normas termine verdaderamente mal.
Espero que disfrutes tanto de las hermanas Cabot y de sus travesuras como yo disfruté al escribirlas.
Feliz lectura,
Julia London
A mi madre, que alimentó en mí el amor por los libros y por la lectura desde mi más tierna edad.
Todo empezó en la primavera de 1812, al sur del Támesis, en un garito de un barrio londinense que tenía fama de estar infestado de ladrones, Southwark.
Nadie entendía cómo era posible que la vieja estructura, cuya construcción original se remontaba a la época de los vikingos, se hubiera puesto de moda entre los caballeros de alcurnia. Pero, noche tras noche, salían de sus mansiones de Mayfair, subían a carruajes con hombres armados hasta las cejas, entraban en el local y se jugaban cantidades verdaderamente escandalosas de dinero.
Sin embargo, el juego no era la única atracción de aquel lugar de techos altos, maderas nobles y anchas cortinas de terciopelo granate. Cuando algún caballero se cansaba de perder, podía buscar la compañía de alguna meretriz y disfrutar de sus favores en cualquiera de las muchas y fastuosas habitaciones que estaban a su disposición.
Una noche particularmente fría, cuando solo faltaba un mes para el comienzo de las fiestas primaverales que se habían convertido en rito de aristócratas y acaudalados, se produjo un hecho no del todo insólito: un grupo de jóvenes se dejó convencer por las sonrisas y súplicas de las cinco debutantes que iban con ellos. Estaban empeñadas en ver el garito, y los jóvenes no se pudieron negar.
Fue un acto tan arriesgado como estúpido, porque ponía en peligro la reputación y hasta la seguridad física de las debutantes. Pero quisieron entrar de todas formas, y fue allí donde George Easton vio por primera vez a la señorita Honor Cabot.
Al principio, George no reparó en el escándalo que se había organizado en la puerta. Estaba completamente concentrado en su partida con Charles Rutherford, a quien pretendía ganar treinta libras esterlinas. Y no se dio cuenta de nada hasta que Rutherford dijo:
–¿Qué diablos...?
George se giró entonces y vio a las bellas y alegres jovencitas, enfundadas en capas con capuchas, que reían y reían mientras los hombres de la sala las miraban con deseo.
–Maldita sea... –dijo en voz baja.
Indignado, dejó las cartas sobre la mesa y se levantó tan bruscamente que estuvo a punto de tirar a la meretriz que descansaba sobre sus rodillas.
–¿Qué demonios están haciendo? –preguntó Rutherford, con la vista clavada en los recién llegados–. ¿Cómo pueden ser tan inconscientes? ¡Esto es inadmisible! ¡Sáquenlas ahora mismo de aquí!
Uno de los tres jóvenes que acompañaban a las debutantes alzó la barbilla y replicó:
–Tienen tanto derecho a estar en este sitio como usted, señor.
George se dio cuenta de que Rutherford estaba a punto de sufrir un infarto, de modo que decidió intervenir.
–Entonces, que se sienten y jueguen –dijo–. De lo contrario, perturbarán la paz y la tranquilidad de los caballeros presentes.
–¿Que jueguen? –bramó Rutherford, con los ojos casi fuera de las órbitas–. ¡Ni siquiera sabrán jugar!
–Yo, sí –declaró una.
George escudriñó a las jovencitas, intentando descubrir cuál de ellas había hablado. Pero no añadió nada más, y se quedó con las ganas.
–¿Quién ha dicho eso? –preguntó Rutherford.
Ninguna de las jovencitas se movió. Se quedaron mirando al banquero y, cuando ya parecía que Rutherford iba a seguir despotricando, una de ellas dio un paso adelante.
George se quedó anonadado con la intensidad de sus ojos azules, la longitud de sus oscuras pestañas y el color azabache de su pelo, que enmarcaba una cara blanca como la nieve. No esperaba tanta belleza en un lugar como aquel.
–¿Señorita Cabot? –dijo Rutherford con incredulidad–. ¿Qué rayos está haciendo aquí?
La joven juntó sus manos enguantadas e hizo una reverencia, como si se encontrara en un salón de baile de Mayfair.
–Mis amigos y yo hemos venido a ver personalmente el establecimiento que está tan de moda entre los caballeros de Londres.
Rutherford pareció alarmado, como si se sintiera responsable de aquella ruptura inadmisible de las normas de etiqueta.
–Señorita Cabot... Este no es lugar para una dama tan virtuosa como usted.
–Discúlpeme, señor, pero no entiendo que un lugar pueda ser adecuado para un hombre virtuoso y no lo sea para una mujer virtuosa.
George soltó una carcajada sin poder evitarlo y dijo:
–Tal vez sea porque no hay ningún hombre virtuoso.
Los ojos azules de la señorita Cabot se clavaron en George, que sintió una punzada extraña en el pecho.
–¿Están jugando al treinta y uno? –preguntó ella.
–Sí –contestó George, sorprendido ante el hecho de que lo hubiera reconocido–. Si quiere unirse a nosotros, estaremos encantados.
Rutherford sacudió la cabeza. Se había quedado pálido de repente.
–No, nada de eso. Lo siento mucho, señorita Cabot, pero no puedo permitir que continúe con este disparate. Debe volver inmediatamente a casa.
La señorita Cabot pareció decepcionada, pero George intervino en su defensa.
–Si mi amigo no puede permitirlo, lo permitiré yo –declaró–. ¿Con quién tengo el gusto de hablar?
–Con la señorita Cabot, de Beckington House.
George supo que era la hija del conde de Beckington, y también supo que lo había dicho con intención de impresionarlo. Pero no lo había conseguido.
–Yo soy George Easton, de Easton House.
Las amigas de la joven soltaron unas risitas, pero ella se limitó a sonreír y a decir:
–Un placer, señor Easton.
–Lo mismo digo, señorita. Pero me temo que esto no es un salón de Mayfair. Aquí jugamos con dinero... ¿Lleva algo encima?
–Por supuesto.
Ella le ofreció su bolso de mano.
–Será mejor que guarde eso –le recomendó George–. Tras los pañuelos de seda y las lustrosas botas que ve a su alrededor se oculta una legión de ladrones.
Uno de los caballeros que estaban escuchando su conversación, dijo:
–Puede que seamos unos ladrones, pero al menos no malgastamos nuestra fortuna en barcos que se hunden.
Varios hombres rompieron a reír, pero George hizo caso omiso. Se había hecho rico a base de astucia y trabajo duro, y era consciente de que lo envidiaban.
–Siéntese, por favor –George le ofreció una silla–. Aunque me extraña que una mujer tan joven domine los matices de un juego como el treinta y uno.
Ella se sentó y preguntó, arqueando una ceja:
–¿Ah, sí? Y dígame, ¿qué edad hay que tener para jugar?
La señorita Cabot lo miró con toda tranquilidad, y George se dio cuenta de que no se sentía intimidada ni por el ambiente del local ni por él mismo.
–Oh, yo no soy quien para juzgarlo –replicó, diplomáticamente.
–Easton... –dijo Rutherford, en tono de advertencia.
George no le prestó atención. Su amigo estaba preocupado porque sabía que él no jugaba con las mismas normas que los aristócratas presentes. Y porque también sabía que no era de los que desperdiciaban la oportunidad de pasar un rato con una mujer tan bella.
–¿Está preparada para perder todas las monedas que tiene?
Ella soltó una carcajada.
–No tengo intención de perderlas todas.
Los caballeros que estaban cerca rompieron a reír, y un par se acercaron a mirar.
–Siempre hay que estar preparado para perder... –observó George.
La señorita Cabot abrió su bolso de mano, sacó unas cuantas monedas y sonrió orgullosamente. George se dijo que sería mejor que no se dejara engañar por aquella sonrisa; al menos, mientras jugaran a las cartas. Y Rutherford, que los había estado mirando con desconcierto, se sentó a regañadientes.
–¿Le parece bien que baraje yo? –preguntó George.
–Sí, por favor –ella se quitó los guantes y los dejó perfectamente doblados junto a sus monedas–. ¿Saben que no había estado nunca al Sur del Támesis? Llevo toda la vida en Londres y no había venido... Es asombroso.
–Sí que lo es –George empezó a repartir–. La primera apuesta es suya, señorita.
Ella miró las cartas que le había dado y puso un chelín en mitad de la mesa.
–Un chelín no le llevará muy lejos en este juego... –comentó George.
–Pero está permitido, ¿no?
George se encogió de hombros.
–Sí.
–Entonces, no hay problema.
Rutherford fue el siguiente en apostar y, mientras lo hacía, una de las meretrices se acercó, se sentó en su regazo y miró a la joven.
–Oh... –dijo la señorita Cabot, como si acabara de notar que era una prostituta.
George lo encontró tan divertido que le preguntó en voz baja:
–¿Se ha asustado?
–Un poco –le confesó–. La había tomado por una camarera... Pero es muy guapa, ¿no cree?
George miró a la mujer que se había sentado en las piernas de Rutherford. Era indiscutiblemente atractiva, pero no guapa. Allí solo había una mujer guapa, y estaba jugando con ella.
Echó un vistazo a sus cartas y, al ver una pareja de reyes, hizo su apuesta y pensó que iba a ser una victoria muy fácil. Justo entonces, apareció un criado con un plato de comida y, tras dejarlo en la mesa, se fue.
Ella lo miró con curiosidad, y George dijo:
–Señorita Cabot...
–¿Sí?
–Le toca.
–Ah, discúlpeme...
Ella volvió a mirar las cartas y añadió otro chelín a la puesta inicial.
–Dios mío, ya tenemos dos chelines. A este ritmo, terminaremos de jugar al amanecer –ironizó George.
Los ojos azules de la señorita Cabot brillaron con humor, y él se recordó que tampoco debía dejarse engañar por unos ojos bonitos.
Cuando le tocó volver a apostar, ella puso dos chelines. Y uno de los chicos que la habían acompañado en aquella aventura soltó una risa nerviosa y dijo:
–Tenga cuidado, señorita, o lo perderá todo en la primera mano...
–Dudo que haya mucha diferencia entre perderlo en una y perderlo en seis, señor Eckersly –replicó con alegría.
George terminó por ganar la primera mano, como ya suponía. Pero ella no pareció contrariada en modo alguno.
–Debería haber más juegos de apuestas en las reuniones sociales, ¿no les parece? –preguntó, dirigiéndose a los que estaban mirando–. Es mucho más divertido que jugar por nada.
–Solo si se gana –puntualizó uno de los caballeros.
–Y, especialmente, si juegas con el dinero de tu padre...
El comentario de la señorita Cabot hizo las delicias de los presentes, que ya formaban una pequeña multitud.
La situación se repitió durante los minutos posteriores. De vez en cuando, ella hacía comentarios que arrancaban carcajadas y apostaba algún chelín. George no estaba precisamente acostumbrado a jugar por tan poco dinero, pero disfrutó mucho con la joven. No se parecía en nada a la mayoría de las debutantes. Era atrevida, astuta y juguetona. Disfrutaba de sus pequeñas victorias y hasta debatía sobre sus cartas con la persona que tuviera al lado.
Pero, al cabo de una hora, el contenido de su bolso de mano se había reducido a veinte libras esterlinas.
Justo entonces, preguntó:
–¿Qué les parece si aumentamos las apuestas?
–Si se lo puede permitir, yo no tengo ningún problema –contestó George.
–En ese caso, me jugaré las veinte libras que me quedan.
George rio, pensando que pecaba de ingenua.
–Pero eso es todo lo que tiene... –dijo–. ¿Qué va a hacer si la apuesta sube de veinte?
Ella lo miró con un destello de desafío en los ojos.
–Bueno, estoy segura de que un caballero como usted aceptaría un pagaré.
George sonrió.
–Creo que está cometiendo un error, señorita Cabot –intervino uno de los jóvenes–. Deberíamos volver a Mayfair.
–Agradezco su preocupación, pero insisto –dijo, sin apartar la vista de George–. ¿Me concederá ese deseo, señor Easton? ¿Aceptará un pagaré?
George nunca habría rechazado la petición de una dama y, mucho menos, de una tan fascinante como aquella; así que dijo:
–Por supuesto que sí.
La noticia de que George Easton estaba dispuesto a aceptar un pagaré de la señorita Cabot se extendió rápidamente por el establecimiento, y aumentó la cantidad de personas que se habían congregado a su alrededor. Todos querían disfrutar del espectáculo, pensando que la debutante iba a perder hasta la camisa ante el famoso y auto proclamado hijo bastardo del difunto duque de Gloucester.
Las apuestas fueron subiendo, hasta que Rutherford se retiró para evitar que una jovencita le debiera dinero; pero hasta el propio George se sintió culpable cuando llegó a cien libras esterlinas. Por mucho que le divirtiera la actitud de la señorita Cabot, una típica aristócrata de Mayfair que no sentía ningún reparo en jugarse el dinero de su padrastro, no ardía en deseos de causarle un problema.
–La apuesta está en cien libras, señorita. ¿Seguro que su padrastro le dará tanto dinero si pierde la partida?
–Hace preguntas demasiado personales, señor Easton –respondió con sorna–. Quizá sea yo quien deba preguntar si tiene usted cien libras para pagarme.
La gente rompió a reír y él, que estaba encantado con su atrevimiento, sacó un puñado de billetes y le guiñó el ojo.
–Claro que las tengo.
Ella pidió un papel, redactó un pagaré por valor de cien libras y lo firmó.
Momentos después, George enseñó su mano. Tenía unas cartas tan buenas que la señorita Cabot solo las podía superar si llevaba un trío.
–Vaya, es impresionante... –dijo ella, aparentemente sorprendida–. Jamás lo habría imaginado.
–Llevo mucho tiempo jugando a esto –declaró él.
–No lo dudo.
Ella lo miró a los ojos y le dedicó una sonrisa tan triunfante y llena de satisfacción que George supo que aquella jovencita le había ganado.
La señorita Cabot puso sus cartas sobre la mesa, causando una sucesión de aplausos y suspiros de asombro entre la concurrencia. Efectivamente, llevaba un trío. Tres dieces, más que suficiente para ganar.
–¿Le importa? –le preguntó a George, mirando el dinero.
–En absoluto...
Ella alcanzó todos los billetes y monedas, sin dejar ni un chelín. Luego, los guardó en su pequeño bolso de mano, dio las gracias a George y a Rutherford por haber permitido que jugara con ellos y, tras ponerse los guantes y la capa, se despidió y se marchó tranquilamente con su grupo de amigos.
George se la quedó mirando mientras daba golpecitos en la mesa. Era un jugador experto, pero una debutante le acababa de ganar.
Y fue entonces cuando empezó el problema con Honor Cabot.
La velada musical de lady Humphrey, que se celebraba todos los años, no era un acto como los demás: era el acto por excelencia; al menos, para las damas que tenían ambiciones en lo relativo a la moda. Y todos los años, una de aquellas damas destacaba sobre todas las demás.
En 1798, lady Eastbourne se había presentado con un vestido sin mangas tan atrevido que se habló de él durante meses. En 1804, la señorita Catherine Wortham asombró a la concurrencia con unas faldas de muselina, sin forro debajo, que dejaban ver sus piernas. Y, en la primavera de 1812, fue Honor Cabot quien deslumbró a todo el mundo con una prenda increíblemente ajustada que tenía un increíblemente generoso décolletage.
Era de seda, y hasta la última de las damas supo que le debía de haber costado una fortuna, porque además de su ingente cantidad de bordados y de los muchos abalorios que colgaban del dobladillo, procedía de la capital de Francia, que estaba en guerra con Gran Bretaña. Pero eso no les impresionó tanto como lo bien que le quedaba.
El azul de la tela enfatizaba el azul de sus ojos y se reflejaba en las minúsculas cuentas de cristal que decoraban su pelo, negro como la noche. No parecía haber mejor complemento para aquella mujer de piel clara, pestañas largas, labios de rubí y carácter alegre que reía encantada con sus muchos amigos y admiradores masculinos. Cualquiera habría dicho que era la personificación de la belleza.
Además, Honor Cabot tenía fama de forzar los límites del comportamiento recatado que se esperaba en una debutante. Todo el mundo se había enterado de su reciente aventura en Southwark y, naturalmente, aquella aventura la había convertido en una especie de heroína a ojos de la inmensa mayoría de los caballeros.
Pero aquella noche, cuando salieron a pasear por Hanover Square para cenar después en la mansión de lady Humphrey, no fue su exquisito vestido lo que alimentó conversaciones y chismes, sino su sombrero.
Según lady Chatham, que se jactaba de ser experta en sombrerería, aquella obra de arte se había creado nada más y nada menos que en la mejor tienda de sombreros de Londres, la Lock and Company, situada en Saint James Street. Era de crespón negro y satén azul, y en uno de los lados formaba un pequeño abanico, sujeto con una aguamarina, del que surgían dos largas plumas de faisán que, también según lady Chatham, procedían de la India.
Cuando la señorita Monica Hargrove vio el precioso sombrero de Honor Cabot, estuvo a punto de sufrir un soponcio; y se extendió la voz de que había surgido algún problema entre las dos. De hecho, se extendió tan deprisa que llegó a Grosvenor Square, la plaza donde se alzaba la mansión del conde de Beckington, antes de que la propia Honor regresara.
Honor no era consciente de ello cuando entró en el domicilio de su familia. Subió por la escalera, se dirigió a su dormitorio y, una vez dentro, de despojó del sombrero, se quitó el maravilloso vestido que le había hecho la señora Dracott y se quedó dormida sin más. Pero, al cabo de lo que ella creyó un rato, algo la despertó. Y, al abrir los ojos, se encontró ante su hermana Mercy.
–¿Qué pasa? –preguntó, sobresaltada.
–Augustine quiere verte.
La niña, de trece años de edad, la miró con detenimiento. Mercy era de cabello oscuro y ojos azules, como ella; pero Grace y Prudence, que tenían veintiuno y dieciséis años respectivamente, eran rubias y de ojos marrones.
–¿Augustine? –Honor bostezó y miró el reloj, que marcaba las once y media de la mañana–. ¿Y qué quiere?
Mercy se sentó en la cama.
–No lo sé –dijo–. Por cierto, tienes unas ojeras terribles...
Honor gimió.
–¿Hemos tenido alguna visita hoy?
–Solo la del señor Jett, que te ha dejado su tarjeta.
Honor frunció el ceño. El pobre señor Jett seguía sin asumir que no tenía ninguna oportunidad con ella. La doblaba en edad, lo que quería decir que tenía cuarenta y cuatro años, y tenía unos labios tan anchos que le resultaban desagradables. Además, ella no estaba de acuerdo con la tradición según la cual una mujer de su posición debía aceptar a cualquier hombre de fortuna y status social comparable al suyo.
Desde su punto de vista, la atracción física y la compatibilidad emocional eran mucho más importantes. Pero solo se había acercado a ellas en el año de su debut en sociedad, cuando se encaprichó completamente con lord Rowley, un joven, guapo y atractivo caballero que la hacía sentirse la mujer más deseable del mundo. Incluso se había convencido de que le iba a ofrecer el matrimonio. Y quizá se lo hubiera ofrecido si Delilah Snodgrass no se hubiera interpuesto en su camino.
Aún recordaba el día en que le dieron la noticia de que se iba a casar con ella. Estaba tomando el té con Grace y unos amigos suyos, y su hermana se vio obligada a inventarse una excusa y justificar su actitud cuando ella se levantó de repente y se fue a casa sin más. Rowley le había partido el corazón, y tardó semanas en sobreponerse de aquel desengaño.
¿Cómo era posible que hubiera interpretado tan mal la situación? ¿No era cierto acaso que la cubría de halagos cada vez que podía? ¿No era verdad que le había susurrado al oído su deseo de besarla en los labios? ¿No habían dado largos paseos por el parque, hablando sobre sus esperanzas y sueños?
Un día después de recibir la deprimente noticia, se encontró con lord Rowley por casualidad; y estaba tan enfadada, tan fuera de sí, que rompió todas las normas de etiqueta y formuló la pregunta que la estaba volviendo loca: por qué no le había ofrecido el matrimonio.
–Lo siento, señorita Cabot –replicó él, sorprendido–. No sabía que albergara unos sentimientos tan intensos hacia mí...
–¿Que no lo sabía? –replicó ella, desconcertada ante su sorpresa–. ¡Pero si vino a verme varias veces...! Paseamos por el parque, hablamos del futuro...
–Sí, bueno –dijo él, incómodo–. Tengo muchas amigas con las que he paseado y mantenido conversaciones interesantes, pero no sabía que sus sentimientos hubieran sobrepasado el marco de la amistad. No me lo dio a entender.
Honor se quedó atónita. ¡Por supuesto que no se lo había dado a entender! La habían educado para ser una dama correcta y decente, a esperar que el caballero en cuestión diera el primer paso.
–Pero debo admitir que, de haberlo sabido –continuó lord Rowley–, no habría cambiado nada. Nuestro matrimonio no habría sido... adecuado.
–¿Adecuado? –preguntó ella, incapaz de creer lo que oía.
–Discúlpeme, señorita Cabot; pero, como heredero que soy de un conde, estoy obligado a casarme con una mujer de mayor categoría que la hijastra de Beckington. Estoy seguro de que lo comprenderá.
Honor lo comprendió perfectamente. Para Rowley, al igual que para la gran mayoría de los caballeros de Mayfair, el matrimonio no era un contrato que se firmaba por amor, sino por conveniencia social. Y también comprendió que ella no le había importado nunca.
Había pasado mucho tiempo desde entonces, pero Honor no se había recuperado completamente de aquel desengaño. De hecho, se había prometido a sí misma y le había prometido a sus hermanas que jamás, bajo ningún concepto, se volvería a poner en esa posición.
Miró a Mercy, que aún seguía en su habitación y dijo:
–Dile a Augustine que bajo enseguida.
–De acuerdo, pero no tardes mucho. Está muy enfadado contigo.
–¿Por qué? ¿Qué he hecho yo?
Su hermana se encogió de hombros.
–No lo sé. Solo sé que también está enfadado con mamá –respondió–. Por lo visto, avisó a mamá de que los Hargrove iban a venir a cenar; pero ella afirma que Augustine no se lo dijo... y ahora no se dirigen la palabra.
–Oh, no... ¿Y qué pasó al final con los Hargrove?
–Que vinieron a cenar y, como no había nada preparado, tuvimos que comer pollo frío –contestó Mercy–. Bueno, será mejor que me vaya.
Mercy salió de la habitación, y Honor se levantó de la cama.
A pesar de las circunstancias familiares, sentía un gran afecto por Augustine. Su hermanastro era un chico de veinticuatro años, más o menos de su altura y algo grueso. No le gustaban la caza ni los paseos, y prefería leer o ir al club y debatir con sus amigos sobre maniobras navales; debates que luego detallaba exhaustivamente durante las cenas.
Pero, por muy aburrida que fuera su existencia, Augustine Deveraux, vizconde de Sommerfield, era un hombre bueno, amable y considerado. Tan bueno como tímido con las mujeres, y con el agravante de ser de carácter débil. Durante años, Honor y Grace lo habían manipulado a su antojo. Aunque eso cambió cuando se enamoró de Monica Hargrove y la convirtió en su prometida.
Desgraciadamente, el conde de Beckington se encontraba tan mal de salud que aún no habían podido celebrar la boda. El padrastro de Honor se estaba consumiendo poco a poco, y los médicos no le daban más de unas semanas o, como mucho, un par de meses de vida.
Honor se vistió, salió del dormitorio y bajó por la escalera. Augustine y sus hermanas estaban en la salita matinal, y el simple hecho de que estuvieran juntos, algo poco corriente, la puso en guardia. Pero, al ver la comida, se animó y caminó hacia el bufé. Ni siquiera recordaba cuándo había comido por última vez.
–Buenos días –dijo animadamente.
–¿A qué hora llegaste a casa, si no es indiscreción? –pregunto Augustine con voz tensa.
–No muy tarde –respondió, mientras se servía un plato–. Tenía intención de regresar antes, pero lady Humphrey se empeñó en echar una partida al faro, y lo encontré tan apasionante que...
–¿Al faro? ¡Es un juego de tabernas! –la interrumpió, indignado–. ¿Es que no te preocupa nada tu imagen?
–Por supuesto que me preocupa.
Augustine frunció el ceño.
–¿Ah, sí? Y dime, ¿qué caballero se querría relacionar con una joven que se dedica a jugarse la fortuna de su padrastro en garitos de mala muerte?
Ella miró a Augustine con cara de pocos amigos.
–¡No me jugué la fortuna del conde, Augustine! Me jugué mi dinero, y gané.
Honor no estaba dispuesta a disculparse por ser buena en las cartas. Ya había pasado un mes desde su partida con George Easton, pero todavía se enorgullecía de haberle ganado cien libras esterlinas delante de todo el mundo y en uno de los peores locales de Southwark.
–¿Y qué? –insistió Augustine–. ¿Crees que eso mejora tu reputación?
Prudence intervino de repente, y para interesarse por algo que no tenía nada que ver.
–¿Cómo fue la velada de anoche? –preguntó con ansiedad–. ¿Qué tal la música? ¿Quién estuvo? ¿Cómo eran los vestidos?
–¿Los vestidos? –preguntó Honor, que se sentó a la mesa con un plato lleno de queso y biscotes–. Ni me fijé... Supongo que serían como siempre, con muselinas, encajes y esas cosas.
–¿Y qué me dices de los sombreros? –se interesó Augustine, con tono de desconfianza.
Honor dudó un momento, pero lo miró a los ojos y sonrió.
–Sinceramente, solo me acuerdo del mío.
–¿Lo ves, Augustine? Yo tenía razón... –declaró Grace, triunfante–. Era imposible que Honor le hubiera robado el sombrero a Monica.
–¿Cómo? –preguntó Honor, asombrada.
–Honor puede llegar a ser muy irritante, pero no tiene ni un gramo de deshonestidad –continuó Grace, hablando como si su hermana no estuviera presente–. En todo caso, su defecto es exactamente el contrario... Que es demasiado honrada.
–¿Es que se puede ser demasiado honrada? En mi opinión, o se es honrada o no se es –observó Prudence.
–Me refería a que a veces es excesivamente sincera, a que carece de discreción –puntualizó Grace.
–Oh, muchas gracias –dijo Honor con ironía–. Eres muy amable.
Grace parpadeó con inocencia fingida.
–No dudo que Honor sea sincera –dijo Augustine–, pero la señorita Hargrove no le anda a la zaga en ese aspecto. Y no me habría dicho lo que me ha dicho si no fuera verdad.
Honor tuvo que morderse la lengua para no decir que había muchas cosas de la señorita Hargrove que Augustine desconocía. A fin de cuentas, ella la había tratado desde su infancia, cuando sus respectivas madres contrataron a un profesor para que les diera clases de baile. Pero el profesor resultó ser un cretino que se encaprichó de Monica y, como siempre le daba los mejores papeles en las galas, alimentó una animadversión entre ellas que había empeorado con el paso de los años.
–Monica es capaz de contarte cualquier tontería si sirve para que la veas a ella con mejores ojos y a mí, con peores –alegó.
–Entonces, ¿niegas que la señorita Hargrove encargó un sombrero en la Lock and Company y que ese mismo sombrero estaba anoche en tu cabeza? –la acusó–. Pobrecilla... debió de ser terrible para ella.
Mercy, que estaba pasando las páginas de un libro sin prestarle ninguna atención, rompió a reír. Pero se detuvo en seco por la mirada que le lanzó Grace antes de decir:
–Estoy segura de que solo ha sido un malentendido.
Augustine sacudió la cabeza.
–No. La señorita Hargrove me ha contado que habló con Honor anoche, que Honor negó que fuera el mismo sombrero y que, cuando le mencionó que había pagado una pequeña fortuna por el encargo, nuestra hermanita dijo: «No es para tanto, querida». ¿Es que no es obvio? ¡Eso equivale a confesar que le robó el sombrero!
–Es cierto que dije eso, pero solo me refería a que no me había costado tanto.
Él se quedó tan confuso que solo fue capaz de decir:
–Honor...
–Te estoy diciendo la verdad, Augustine. Piénsalo un momento, por favor... –dijo con paciencia–. ¿Cómo podría ser suyo ese sombrero si el dependiente me lo vendió a mí y, además, estaba en mi cabeza? Si no me crees, pregunta en Lock and Company.
Su hermanastro guardó silencio, más desconcertado que antes.
–No quiero menospreciar a tu prometida, Augustine –prosiguió Honor–. Me gustaría que fuéramos amigas... Sin embargo, en ocasiones como esta, tengo dudas sobre sus verdaderas intenciones.
–¡Sus intenciones son puras! –exclamó Augustine–. No hay mujer más dulce y cariñosa en todo Londres... Te ruego que dejes de robarle los sombreros. Y, si es verdad que no se lo robaste, que dejes de comprar las cosas que le gustan.
Grace miró a Augustine con exasperación, como si no creyera lo que estaba diciendo.
–Está bien, tienes mi palabra –dijo Honor con solemnidad–. Te prometo que nunca le robaré los sombreros.
Prudence soltó una risita, pero tuvo el buen tino de refrenar las carcajadas.
–No quiero que os llevéis mal –dijo Augustine–. Eres mi hermanastra y ella, mi futura esposa. Además, me molesta que la gente cuente historias sobre vosotras. No es bueno para la salud de papá.
–En eso tienes razón... ¿Qué tal se encuentra el conde esta mañana?
–Agotado. He ido a verlo hace un rato y me ha pedido que echara la persiana, porque había pasado mala noche y quería dormir.
Augustine se levantó de la silla, se tiró del chaleco hacia abajo y se quitó la servilleta que se había colgado del cuello.
–Y ahora, si me excusáis...
–Hasta luego, Augustine –dijo Grace con calidez.
–Hasta luego... –se sumó Honor.
Grace se giró entonces hacia Prudence y Mercy y dijo:
–Será mejor que os arreglen el pelo. Cuando terminemos de almorzar, iremos a montar con mamá.
–¿Puedo montar en el alazán? –preguntó Mercy.
–Eso se lo tendrás que preguntar al señor Buckley.
En cuanto se quedaron a solas, Grace miró con recriminación a Honor, que siguió comiendo como si no se hubiera dado cuenta.
–¿Se puede saber qué has hecho esta vez? –preguntó en voz baja.
–Nada...
Grace arqueó una ceja. La sonrisa de su hermana la delataba claramente.
–Te aseguro que me limité a comprar un sombrero –insistió Honor.
–Entonces, ¿por qué está tan enfadada Monica?
Honor sonrió esta vez de oreja a oreja.
–Supongo que lo está porque... lo había encargado ella.
Tras un momento de pasmo, Grace estalló en carcajadas.
–¡Dios mío...! ¡Eres incorregible!
–Eso no es cierto. Soy absolutamente corregible.
–¡Honor! –protestó, sin dejar de reír–. Convinimos que no disgustarías más a esa mujer.
–Oh, vamos... ¿Qué importancia tiene un sombrero? Lo vi en el escaparate de la Lock and Company, y me detuve a admirarlo. El dependiente me contó que era un encargo de la señorita Monica Hargrove, pero que ya había transcurrido un mes desde entonces y que todavía no había pasado por allí. ¿Qué podía hacer? El pobre sombrero estaba languideciendo en aquel lugar y, sinceramente, no iría bien con la tez de Monica.
Grace no dijo nada.
–Además, ni siquiera lo había pagado, así que el dependiente estuvo encantado de vendérmelo a mí.... Esa mujer es muy desagradable. ¿Sabes lo que me dijo anoche? Que, cuando se case con Augustine, se encargará de que me eche de casa y me envíe a un pueblucho de los montes Coswolds, donde no necesitaré sombreros.
Grace soltó un grito ahogado.
–¿A los Coswolds? ¡Dios mío, eso es peor que enviarte al Sáhara...! ¿Ves lo que has hecho? Ya sospechábamos que tenía intenciones funestas en lo relativo a ti, y tu broma solo ha servido para empeorar las cosas.
–¿Crees que Monica podría manipular a Augustine hasta ese extremo? ¿Crees que no le importamos?
–¡Claro que lo puede manipular! –declaró con firmeza–. Y, en cuanto a nosotras, no dudo que nos quiera sinceramente.... Pero, ¿qué pasará cuando el conde muera? ¿Piensas que Monica está dispuesta a compartir Beckington House o incluso la casa de campo de Longmeadow con nosotras?
Honor suspiró. Sabía que, en una sociedad como aquella, no había esperanza alguna de que el nuevo conde de Beckington mantuviera en su casa a sus cuatro hermanastras y a la tercera esposa de su difunto padre.
–¿Y qué será de Prudence y Mercy? ¿Qué será de mamá?
Sus perspectivas no eran precisamente halagüeñas. Obviamente, su madre tendría muchas dificultades para encontrar un marido que quisiera cargar con cuatro hijastras solteras, lo cual incluía pagar sus dotes. Y, para empeorar las cosas, ellas tenían muy poco dinero. Dependían completamente del conde.
Sin embargo, ese no era el único problema. Honor era consciente de que la gente les daría la espalda si llegaban a saber lo que Grace y ella ya sabían: que su madre estaba perdiendo la cabeza.
Su trastorno había empezado dos años antes, estando en Longmeadow. La calesa en la que viajaba sufrió un accidente y volcó, y aunque la condesa no sufrió daños físicos, no volvió a ser la misma de antes. Se le olvidaban las cosas. Tenía lagunas incomprensibles. Y, en cierta ocasión, mientras Honor hablaba con ella, afirmó haber visto a su hermana en Vauxhall, como si su hermana siguiera viva.
Y, desgraciadamente, su estado empeoraba poco a poco. A veces estaba perfecta, como si no le pasara nada; pero otros días se encontraba tan mal que repetía tres o cuatro veces la misma pregunta o comentario en el espacio de unos pocos minutos.
–Y no necesito recordarte que el conde no se levanta de la cama desde hace dos días –declaró Grace.
–Lo sé, lo sé... –dijo Honor con tristeza–. Pero puede que haya una solución.
–¿Cuál?
–Que Monica no se case con Augustine y que, en consecuencia...
–Pero se va a casar con él –la interrumpió–. Augustine está loco por ella. Corre tras sus faldas como un perrito.
–Ya, bueno... ¿Y que pasaría si se sintiera atraída por una presa mayor, es decir, por un hombre con una fortuna más grande?
–¿Cómo? –preguntó Grace, perpleja.
–Supón que pierde el interés por nuestro hermanastro. Si el conde fallece, es evidente que Augustine la llevará al altar tan pronto como pueda. Pero si no se casan pronto, tendríamos tiempo de arreglar las cosas.
–Olvidas que Augustine está enamorado de esa mujer.
–No, no lo olvido. Pero el amor es tan fugaz... Al cabo de un tiempo, se olvidaría de ella y se buscaría otra.
–¡Estás hablando de Augustine! –dijo Grace con incredulidad–. Monica Hargrove es la primera mujer que se interesa por él. Y, a pesar de ello, tardó varios años en dirigirle la palabra.
–Sí, eso es cierto –dijo Honor–. Solo intento encontrar la forma de retrasar su matrimonio.
–¿Hasta cuándo?
–Aún no lo sé –admitió.
Grace la miró durante unos segundos y sacudió la cabeza.
–Eso es ridículo... Monica no dejará escapar su presa. Si Augustine se volviera ciego y mudo de repente, le daría lo mismo. Pero yo tengo un plan mejor.
–¿Un plan? –preguntó Honor con escepticismo.
–Sí, que nosotras nos casemos antes. Que nos casemos enseguida –contestó–. De ese modo, nuestros maridos no tendrán más remedio que hacerse cargo de nuestras hermanas y de nuestra madre.
–¿Quién está siendo ridícula ahora? ¿Crees que podemos encontrar marido con tanta facilidad como quien chasca los dedos? Además, ¿con quién nos podríamos casar?
–Bueno, está el señor Jett y...
–¡No! –bramó Honor, horrorizada–. Tu plan no tiene ni pies ni cabeza. En primer lugar, no tenemos nada que ofrecer y, en segundo, no tengo intención de casarme tan joven. Me niego a que uno de esos tipos me arrastre a una casa de campo, lejos de la civilización...
Grace la miró con sorpresa.
–¿Es que no te quieres casar? ¿No quieres tener hijos? ¿No quieres estar enamorada?
–Por supuesto que quiero –respondió, aunque no sentía el menor deseo de perder su libertad–. Pero no estoy enamorada de nadie y no me voy a atar a un desconocido por conveniencia... Además, rechazo la idea de que las mujeres no podamos hacer otra cosa que casarnos y tener hijos. Deberíamos ser libres. Poder elegir y hacer lo que creamos oportuno... Como cualquier hombre.
–Estoy de acuerdo contigo, pero te recuerdo que Prudence y Mercy dependen de nosotras. Y, por otra parte, sé que no desconfiarías tanto de las relaciones amorosas si lord Rowley no te hubiera rechazado.
–No se puede decir que me rechazara –replicó Honor–. De hecho...
Grace alzó una mano para interrumpirla.
–No pretendía ofenderte. Sin embargo, sabes que tengo razón. Desde aquel asunto, no permites que ningún hombre se acerque a ti.
Honor abrió la boca para discutírselo, pero su hermana siguió hablando.
–Sea como sea, estamos de acuerdo en que tenemos que hacer algo.
–Sí, eso es indudable, así que me voy a encargar de que Monica ponga sus ojos en otra persona. Y creo que conozco a la persona adecuada.
–¿Quién?
Honor sonrió.
–¡George Easton!
Grace se quedó sin habla durante unos segundos.
–¿Es que te has vuelto loca?
–En absoluto. Es el hombre perfecto.
–¿Estamos hablando del mismo George Easton al que le ganaste cien libras en un antro de Southwark?
Honor asintió.
–El mismo que viste y calza.
Grace hizo un ruido que estaba entre el asombro y la desesperación. Luego, se levantó de la silla, dio unos pasos y, tras girar en redondo, cruzó los brazos sobre el pecho y miró fijamente a su hermana.
–Veamos si lo he entendido bien... ¿Te refieres al hombre que afirma ser hijo bastardo del difunto duque de Gloucester? ¿El hombre que amasa fortunas con la misma facilidad con que las pierde?
–Sí –contestó, cada vez más segura de su idea–. Es guapo, es sobrino del rey y, actualmente, tiene los bolsillos llenos de dinero.
–¡Pero no tiene contactos sociales de verdad! ¡Ni apellido! –objetó Grace–. Es posible que sea hijo del difunto duque, pero el difunto duque no lo reconoció como tal. Y en cuanto al duque actual, odia tanto a Easton que ha prohibido que pronuncien su nombre delante de él... Por Dios, Honor... Monica Hargrove no renunciará al título de condesa de Beckington para estar con ese hombre.
–Puede que sí –insistió–. Si la seducen bien.
Grace parpadeó y se volvió a sentar.
–Esa idea es tan ridícula como peligrosa. Prométeme que no harás nada indigno.
–¿Indigno? No pretendo que la engañe con promesas de matrimonio. Solo quiero que la seduzca –se defendió–, que le haga ver que la vida es algo más que dinero y status. Y, si lo consigue, no me extrañaría que Monica decida soltarse un poco el pelo antes de casarse con Augustine... En mi opinión, es un plan brillante.
–El mío es mejor. Y si tú no te quieres casar, me casaré yo.
–¿Ah, sí? ¿Es que te han pedido el matrimonio y no me lo has contado?
–No, no me lo ha pedido nadie. Aunque creo saber cómo podría encontrar un marido.
–¿Cómo?
–Eso no importa en este momento –contestó–. Pero prométeme que no harás nada estúpido.
–Está bien, como tú quieras... Te lo prometo.
A decir verdad, Honor tenía intención de cumplir su promesa. De hecho, siempre tenía intención de cumplir sus promesas.
Pero aquella tarde, y por simple casualidad, se encontró con George.
Finnegan, que era su mayordomo, ayuda de cámara, camarero y cochero, le había preparado la chaqueta de color tostado, el chaleco marrón y un pañuelo oscuro que iba a juego. Y, además de preparárselos, se los había dejado donde él pudiera verlos: justo delante de la jofaina, bloqueando la vista del espejo y de las brochas, navajas de afeitar y gemelos que George siempre dejaba allí.
Durante mucho tiempo, George se había contentado con tener un par de criados, una cocinera y un ama de llaves; pero su amante, lady Dearing, había insistido en que contratara a Finnegan después de que su esposo lo despidiera. Según le contó, habían prescindido de sus servicios por problemas de presupuesto; y, como George había tenido muchos problemas de presupuesto a lo largo de sus treinta y un años, se apiadó de él y lo contrató.
Pero, semanas más tarde, descubrió el motivo real que le había costado su empleo: que Finnegan también había sido amante de lady Dearing.
Aquello le pareció increíble. Sabía que la arpía rubia era una mujer extraordinariamente lasciva, pero no sabía que lo fuera tanto como para acostarse con el ayuda de cámara de su marido. Sin embargo, cuando lo descubrió, George ya se había acostumbrado a Finnegan, así que renunció a su amante y se quedó con él.
Acababa de vestirse cuando Finnegan apareció en la puerta, sombrero en mano.
–¿Qué es eso?
–Su sombrero.
–Ya sé que es mi sombrero. Pero, ¿por qué me lo has traído?
–Porque tiene una cita con el señor Sweeney –respondió–. Y, cuando termine con él, debe ir a los establos de Cochran... Le recuerdo que invitó a montar a las señoritas Rivers y Rivers.
George entrecerró los ojos.
–¿Yo las invité a montar? ¿Y cuándo hice eso?
–Según parece, anoche. El lacayo de los Rivers se presentó con una nota de las señoritas, en la que decían que aceptaban su amable invitación.
Finnegan sonrió. Pero, como de costumbre, George no supo si era una sonrisa cortés o una sonrisa sarcástica.
En cualquier caso, no recordaba haber invitado a nadie. Pero cabía la posibilidad de que hubiera bebido más de la cuenta la noche anterior, durante su visita al Coventry House Club. Era un establecimiento para caballeros como él, frecuentado por hombres de negocios y aristócratas que, al igual que él, amaban el whisky, el tabaco y los juegos de naipes.
Además, Tom Rivers, el hermano de las señoritas Rivers y Rivers, también había estado en el Coventry House. Y, aunque no recordaba gran cosa de lo sucedido, recordaba que habían reído y bebido mucho.
–Maldita sea... –dijo en voz baja.
Tras aceptar el sombrero, bajó por la escalera alfombrada de la mansión de Mayfair que había comprado discretamente al duque de Wellington. El duque no se la quería vender a un hombre como él, es decir, al hijo bastardo de otro duque que, además, contaba con la enemistad declarada de su hermanastro, pero necesitaba dinero. Y George tenía dinero de sobra.
La casa era espectacular, incluso para un lugar tan caro y elegante como Audley Street. La escalera parecía curvarse sobre la enorme lámpara de araña que decoraba el techo del vestíbulo, cuyas paredes, tapizadas de seda, estaban decoradas con paisajes y retratos que había adquirido el propio Wellington.
De vez en cuando, George miraba los retratos y se preguntaba si alguno de aquellos hombres era antepasado suyo. Aunque, de todas formas, carecía de importancia. Por mucha sangre azul que tuviera, nadie quería saber nada del hijo de un duque y una doncella a la que, además, su amante había despedido tras descubrir que se había quedado embarazada.
Ya se dirigía a la salida cuando Barns, el lacayo, llevó la mano al pomo de la puerta y se la abrió. Pero hasta ese detalle era cosa de Finnegan, el único hombre del mundo que trataba a George como lo que era, bisnieto de un rey y sobrino de otro.
Sin embargo, no estaba seguro de que le agradara. A decir verdad, prefería abrir las puertas él mismo. Y también prefería ensillar sus caballos, algo que se le daba particularmente bien porque había trabajado de niño en las caballerizas reales, mientras su madre se dedicaba a limpiar cacerolas.
–Gracias, Barns.
Su caballo estaba esperando en la calle delante de la casa. George miró al chico que lo vigilaba y le lanzó un cuarto de penique, que el chico alcanzó al vuelo y se guardó en el bolsillo mientras le daba las riendas.
–Buenos días, señor...
Cuando el muchacho se fue, él se puso el sombrero y montó. Quince minutos después, entró en las oficinas de Sweeney and Sons.
Sam Sweeney, su abogado, lo recibió con una enorme sonrisa.
–¿Se puede saber qué ocurre? –preguntó George, mientras le daba el sombrero a una empleada.
–Nada malo, señor Easton –respondió Sweeney, que estrecho su mano con alegría–. Pase, por favor... Tengo grandes noticias.
–¿Ha aparecido el barco? ¿Ha llegado a Londres?
–No exactamente.
El señor Sweeney lo acompañó al interior de su despacho, donde lo invitó a sentarse en un sillón de cuero. George aceptó el ofrecimiento y, a continuación, dijo:
–¿Y bien? ¿Qué noticias son esas?
–He hablado personalmente con el capitán de un navío que acaba de atracar en el puerto de Londres, el St. Lucía Rosa. Me ha informado de que Godsey y su tripulación llegaron a la India como estaba previsto y, que según le dijeron, tenían intención de zarpar hacia Inglaterra siete días después –respondió–. Eso significa que el Maypearl debería llegar a Londres esta misma semana.
George se sintió inmensamente aliviado. Había invertido gran parte de su fortuna en aquel barco y, si se había hundido, tendría que empezar de cero otra vez.
–Además, no debemos olvidar que Godsey es un capitán con mucha experiencia –le recordó Sweeney.
George confiaba plenamente en Godsey, con quien mantenía una relación profesional que había empezado años atrás, cuando quiso invertir el dinero que le había dejado en herencia el duque de Gloucester. Aquella suma era el único reconocimiento que había recibido de su padre. Y ni siquiera era muy generosa; solo lo justo para aliviar la conciencia de un hombre que se sentía culpable.
Casi toda la herencia había terminado en manos del hijo mayor del duque, William, el hermanastro de George, el hombre que le había prohibido poner un pie en ninguna de sus propiedades londinenses. George solo lo había visto una vez, pero le disgustaba que lo acusaran de ser un estafador y un granuja, así que tomó la decisión de labrarse un nombre y conseguir su propia fortuna.
El barco de Godsey era una de sus inversiones más ambiciosas. Importar algodón de la India implicaba un riesgo considerable, pero se había acostumbrado a asumir riesgos. Y, a medida que su riqueza aumentaba, también aumentaba su confianza en sí mismo.
Al final, se había convertido en un hombre al que las mujeres miraban con deseo. Pero George no cometía el error de encapricharse con ninguna. Disfrutaba de su compañía, les daba lo que querían de él y las mantenía a distancia. Porque había aprendido una cosa: que hiciera lo que hiciera en la vida, nunca sería más que un hijo bastardo.
George era consciente del lugar que ocupaba en el mundo. Y esperaba que ese lugar se extendiera pronto al negocio del algodón.
La guerra con Francia había permitido que los hombres como él abrieran vías comerciales que hasta entonces les estaban vedadas. Dos años antes, había cerrado un acuerdo con un hombre de negocios de la India, para importar algodón a las Islas Británicas. Por supuesto, era una aventura peligrosa y con grandes posibilidades de acabar en desastre. Pero a George no le preocupaba el peligro; de hecho, se crecía con él.
Al principio, se sintió eufórico. El primer cargamento de algodón llegó sin problemas, y obtuvo unos beneficios tan altos que decidió comprar un barco, contratar una tripulación y organizar otro viaje a la India. Sin embargo, eso era mucho más arriesgado que su anterior empresa. El barco se podía hundir. O podía terminar en manos de piratas. Y hasta cabía la posibilidad de que la tripulación lo traicionara y se quedara con el algodón.
Pero tampoco le preocupaba. Si al final aparecía, sería un hombre mucho más rico. Y si no, buscaría otra cosa y volvería a empezar.
Sweeney y él se pusieron a hablar sobre el cargamento, y sobre lo rápido que lo iban a vender. George se marchó mucho más contento que al principio y, al llegar a Cochran, descubrió que las señoritas Eliza y Ellen Rivers ya lo estaban esperando.
Se encontraban en compañía de una mujer de aspecto poco amistoso. George supuso que sería su carabina, y le pareció divertido porque las dos hermanas eran unas adolescentes y él, un hombre de treinta y un años.
–Dios mío... No sabría decir cuál de ustedes es más bella.
Las jovencitas rieron, y a él le encantó el sonido de su risa, tan fresca como la primaveral mañana.
Cuando montaron, George las llevó a Rotten Row, la pista que estaba al sur de Hyde Park. Durante el paseo, descubrió que les encantaba interrumpirse y que, frecuentemente, una terminaba la frase que había empezado la otra, lo cual complicaba sobremanera la conversación. Y ya estaba calculando el tiempo que tardarían en regresar a Cochran cuando vio una mancha azul que galopaba hacia él.
Momentos más tarde, descubrió que la mancha azul era una mujer; y pensó que tal vez galopaba tan deprisa porque el caballo se le había desbocado. Pero no era una damisela en apuros, sino una vieja conocida, que se detuvo ante ellos y sonrió.
–Buenas tardes, señoritas.
George se quedó tan sorprendido como sus acompañantes. Era Honor Cabot.
–Señor Easton... –continuó la recién llegada, fingiendo que no lo había reconocido–. Me alegro de volver a verlo.
–Lo mismo digo, señorita. Aunque nos ha dado un buen susto.
–¿Ah, sí? Lo siento, pero no era mi intención. Solo pretendía que mi yegua se desperezara un poco... –Honor se giró hacia las jóvenes–. ¿Qué tal están sus padres?
–Muy bien –contestó una de ellas.
Honor sonrió de nuevo y volvió a mirar a George.
–Ah, ahora que me acuerdo... Tengo entendido que está invitado a tomar el té de las cinco en la Gunter Tea Shop, con mi hermano, lord Sommerfield.
George no estaba invitado a tomar el té con nadie. Y si Sommerfield lo hubiera invitado, habría rechazado la invitación; nunca se había llevado muy bien con los hombres que detestaban los deportes. Pero se limitó a mirarla con curiosidad, preguntándose cómo era posible que se hubiera confundido.
–Me preguntaba si sería tan amable de darle un mensaje de mi parte –prosiguió Honor–. No he tenido ocasión de hablar con él.
–Bueno, yo...
–Si no es una molestia –lo interrumpió–, dígale que pasaré a buscarlo a las cinco y media, en el carruaje del conde. No quiero interrumpir su reunión...
Él abrió la boca para decir que se había confundido, pero ella siguió hablando.
–No lo olvide, por favor. A las cinco y media, en el exterior del establecimiento. Y muchas gracias por ayudarme.
George tuvo la sospecha de que la señorita Cabot se había inventado una historia sin más objetivo que quedar con él. Y, aunque no era algo que estuviera precisamente bien visto en una joven, sintió curiosidad.
–Estaré encantado de darle su mensaje. A las cinco y media. No lo olvidaré.
Ella sonrió.
–Gracias de nuevo.
Segundos después, Honor dio media vuelta y se marchó por donde había llegado. Entonces, Eliza Rivers miró a George y preguntó:
–¿Es amigo de la señorita Cabot?
–Me temo que no. Solo nos hemos visto una vez –contestó, sin dar más explicaciones–. ¿Seguimos con nuestro paseo?
Obviamente, George no les podía decir que se habían conocido en una casa de juegos de Southwark; como tampoco les podía decir que aquella señorita de aspecto inocente le había ganado cien libras esterlinas.
Y odiaba perder.
Particularmente, ante una mujer atractiva.
Y, sobre todo, delante de medio Londres y por culpa de haber estado más atento a su apetecible décolletage que a las cartas.
No tenía la menor idea de lo que la señorita Cabot había tramado, pero tenía intención de estar en esa tetería a la hora acordada. Se había arriesgado mucho para quedar con él, a solas y sin testigos.
Era una tentación que ningún hombre habría rechazado. Y George Easton, menos que ningún hombre.
Honor se vistió cuidadosamente para asistir a su reunión con el señor Easton. Estaba pisando un terreno peligroso, y no le quería dar una impresión incorrecta. Sobre todo, porque recordaba las miradas penetrantes y descaradas que le había dedicado en Southwark.
Necesitaba algo recatado y modesto, así que se decantó por un vestido de muselina blanca, de cuello alto y bordes aceitunados, que combinó con un sombrero, un capote y unos guantes de color verde oscuro.
Cuando terminó, se miró en el espejo e intentó no sentirse herida en su vanidad. Pero, en cualquier caso, era la indumentaria adecuada para sus pretensiones. Si alguien la veía, no sospecharía que había ido a la Gunter Tea Shop para encontrarse con un hombre. Y sin carabina alguna.
–Perfecto –dijo con una sonrisa.
Sin embargo, fue una sonrisa forzada. Como si, en el fondo de su corazón, supiera que estaba haciendo algo malo.
Metió unas cuantas monedas en el bolso de mano que le había hecho Prudence y bajó al piso inferior, evitando todos los lugares donde podía estar Grace. Luego, llamó al mayordomo de Beckington, el señor Hardy, y le pidió que hablara con el cochero para que preparara el carruaje. Y estaba esperando en el vestíbulo cuando apareció Augustine.
–Honor... –dijo, sorprendido de verla–. ¿Vas a salir?
–Sí, a tomar el té –contestó, haciendo un esfuerzo por disimular su nerviosismo–. ¿Nos veremos en la cena?
–Me temo que no –Augustine se quitó el sombrero y se lo dio a Hardy, que acababa de volver–. ¿Quieres que te cuente un secreto?
–Claro que sí. Ya sabes que adoro los secretos...
Los ojos marrones de su hermano brillaron con alegría.
–Aún no se lo he dicho a nadie, pero papá está de acuerdo en que la señorita Hargrove y yo nos deberíamos casar esta primavera.
A Honor se le encogió el corazón. Ni siquiera se le había ocurrido la posibilidad de que se casaran antes del fallecimiento del conde.
–¿Está primavera?
–Sí... ¿No es maravilloso? Cuando le expliqué a papá que la señorita Hargrove y yo estamos ansiosos por casarnos, me dijo que es una tontería que esperemos hasta después de su muerte. Y que, de hecho, le gustaría asistir a nuestra boda.
Honor intentó fingirse contenta.
–Quiero anunciar nuestro compromiso durante la fiesta de Longmeadow.
Ella asintió. Los Beckington tenían una casa de campo en Longmeadow, donde todos los años, antes de la apertura del Parlamento, celebraban una fiesta multitudinaria. Era una mansión de estilo georgiano, con más de treinta habitaciones.
–Es el mejor sitio y el mejor momento, ¿no te parece? –continuó.
–Desde luego que sí.
–Monica está un poco nerviosa, pero le he dicho que no tiene motivos para estarlo, porque mis hermanas son de lo más agradables –declaró, mirándola con intensidad.
–Y es cierto –afirmó–. Sobre todo, tratándose de la familia.
Augustine se inclinó sobre ella y dijo en voz baja:
–Tenía la sensación de que Monica pensaba que podíais ser un obstáculo para nuestra felicidad. Pero le aseguré que eso no es cierto, y se quedó más tranquila cuando le dije que, en cualquier caso, os casaréis pronto... De hecho, creo que estaría encantada de ayudaros a organizar vuestras bodas.
–No lo dudo en absoluto.
–Piénsalo, Honor. Nadie puede vivir eternamente a la sombra de su padre. Yo mismo lo he descubierto hace poco.
–Tienes razón, y no sabes cuánto me alegra esa noticia –dijo Honor, más convencida que nunca de que Monica las iba a echar de la casa–. Pero, por favor, dile a la señorita Hargrove que ella tampoco podría ser un obstáculo para nuestra felicidad.
Justo entonces, se abrió la puerta.
–Ah, es tu cochero... –dijo Augustine con una sonrisa–. ¿Quieres que felicite de tu parte a Monica?
–Faltaría más.
Augustine se despidió y desapareció en el interior de la casa, silbando. Honor miró entonces a Hardy, que seguía en la puerta y dijo:
–Que Dios nos ayude a todos.
El mayordomo asintió.
–Desde luego, señorita.
Honor vio al señor Easton en cuanto el carruaje giró para entrar en Berkeley Square. Era tan alto e imponente que habría llamado la atención de cualquier mujer. Estaba apoyado en la barandilla, con los brazos cruzados sobre el pecho y una pierna sobre la otra, mirando a la gente que pasaba.
Por supuesto, Honor ya había notado su atractivo; pero, al verlo allí, sin la tensión de la partida de cartas, entendió por qué se decía que era el hombre con más amantes de Londres.
–Jonas... –dijo, dirigiéndose al cochero–. Para delante de la tetería y abre la portezuela al caballero de chaqueta negra.
El cochero bajó la velocidad y, a continuación, detuvo el vehículo. Honor se ajustó nerviosamente el sombrero, pensando en la inminente boda de Monica y en la necesidad de encontrar una solución.
Un momento después, Jonas abrió la portezuela y el señor Easton, que seguía apoyado en la barandilla, la miró a los ojos.
–Buenas tardes –lo saludó ella, sonriendo.