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En el momento más duro de su vida, Kane Healey entendió que si se amaba a alguien había que dejarlo libre y decidió enfrentarse al futuro solo. Siendo muy joven, Rhiannon descubrió que estaba embarazada, pero Kane se había ido sin saber que había dejado atrás un magnífico milagro… Ahora tenían la oportunidad de enmendar los errores del pasado. ¿Aprovecharía Kane el baile de San Valentín para declararse a la mujer que siempre había amado?
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Seitenzahl: 181
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2007 Trish Wylie
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
El amor más hermoso, n.º 2189 - diciembre 2018
Título original: Her One and Only Valentine
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1307-074-2
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Si te ha gustado este libro…
UNA raqueta de tenis fue lo primero que encontró, aunque lo cierto es que le hubiera servido cualquier cosa. Parecía milagroso que hubiera oído el ruido con la tormenta que hacía fuera. Pero el hecho de estar pasando su primera noche en aquel caserón con la única compañía de su hija, y el grosor de aquellos muros, que amortiguaba el ruido de los truenos, habían aguzado los sentidos de Rhiannon MacNally. Estaba claro que había alguien en la casa. Lo supo con seguridad cuando llegó al último escalón y percibió un movimiento. Un escalofrío le recorrió la espalda. Ir a averiguar de quién se trataba no era probablemente la mejor idea que había tenido en su vida. Detestaba a las heroínas de las películas de terror, que siempre se metían en la boca del lobo. Pero, maldita sea, aquélla era su casa, y no estaba dispuesta a agazaparse en su dormitorio.
Así pues, pasando por alto la piel de gallina y el frío que se le colaba por los pies al contacto con el gélido suelo de pizarra, atravesó de puntillas el recibidor de espaldas a la pared, blandiendo la raqueta firmemente con ambas manos.
Se quedó paralizada, con el pulso latiéndole violentamente. Ahí estaba el ruido de nuevo, sólo que esa vez le había parecido oír claramente un traqueteo seguido de una apagada imprecación, como si alguien se hubiera golpeado contra un mueble de la cocina. Tragó saliva, se humedeció los labios con la lengua y se acercó sigilosamente hacia la puerta. Ésta se abrió justo en el momento en que acercaba la mano al picaporte. Conteniendo un grito, izó la raqueta, dispuesta a golpear a quienquiera que apareciera tras ella. La sombra se movió hacia Rhiannon y ésta, echándose a un lado, arremetió con fuerza enfilando la raqueta hacia donde consideró estaría la cintura del intruso, pero dispuesta a apuntar más abajo en caso necesario. Nada más oír el grito de dolor supo inmediatamente que se trataba de un hombre. Mascullando una maldición, él agarró un extremo de la raqueta y, torciendo el brazo de Rhiannon, la empujó contra la gélida pared.
–¡Pero qué diablos…!
Había cometido un gran error.
–¡Déjeme en paz! –protestó mientras forcejeaba con todas sus fuerzas–. He llamado a la policía; estará a punto de llegar. Así que más le vale largarse de aquí antes de que sea demasiado tarde.
Aquello era mentira. Lo cierto era que no había sido capaz de encontrar el móvil en la oscuridad, pero él no tenía por qué saberlo.
–¿Rhiannon?
El sonido de su propio nombre en un tono tan brusco y retumbante la inmovilizó. De pronto, percibió una fragancia que, tras colársele por la nariz, le atenazó la garganta. Aquel olor a canela y a algo más que le resultaba familiar y que reconoció inmediatamente.
Rhiannon conocía aquel aroma, aun después de diez años. No había conseguido olvidarlo, a pesar de sus intentos. ¡Y ahora él estaba en su casa! ¡Y la tenía atrapada contra la pared! ¡Aquello tenía que ser una pesadilla!
–¡Kane! –fue una afirmación más que una pregunta, pues sabía perfectamente quién era–. ¿Qué estás haciendo aquí?
El enorme cuerpo del hombre seguía apretado contra el de ella; su cálido aliento le hacía cosquillas en la frente. Aquel olor despertaba tantos recuerdos… Sintió rabia.
–¡Suéltame! –insistió.
–Sólo si me prometes no volver a atizarme con eso que tienes en la mano.
–Has tenido suerte de que no te diera con algo más grande y de que no apuntara más abajo. ¡Me has dado un susto de muerte! ¿Qué demonios haces aquí en mitad de la noche? ¿Cómo te las has arreglado para entrar? ¡No tienes derecho a entrar en esta casa!
Él adoptó un tono burlón.
–¿Y por qué no? A mí me han invitado a esta casa tantas veces como a ti en los últimos años. ¿Qué te hace pensar que no tengo cosas aquí que me pertenecen?
La pregunta la desconcertó durante unos instantes. Sintió una oleada de pánico en la boca del estómago y respiró hondo varias veces. ¿No se estaría refiriendo a…?
Rhiannon dejó de forcejear. Suspiró profundamente mientras intentaba ordenar sus pensamientos.
–Brookfield es mi casa. Y no puedes entrar en ella cuando te venga en gana ahora que Mattie no está. Podrías haber venido a buscar tus cosas en plena luz del día o, mejor aún, hacer que te las enviaran.
De esa manera, ella no tendría que haberlo visto.
–¿Cómo has entrado? ¿Has roto la cerradura? Porque si lo has hecho…
–Tengo una llave.
¿Desde cuándo tenía él una llave?
–Pues dámela ahora mismo. Y haz el favor de soltarme.
Hubo una larga pausa antes de que se apartara de ella. Se estremeció al notar una corriente de aire frío donde antes había sentido la calidez del cuerpo masculino.
–Ahora en serio. ¿A qué has venido? Porque yo no te he invitado.
–Tenemos que hablar –explicó él tras una breve pausa.
Rhiannon lo miró sorprendida mientras se dirigía hacia la puerta. Hablar con él en la oscuridad la desconcertaba.
–No tenemos nada de qué hablar. Y aunque lo tuviéramos, que no es el caso, existe un aparato que se llama teléfono. Podrías haberme llamado en lugar de darme un susto de muerte en mitad de la noche. A esto se le llama allanamiento de morada, ¿sabes?
–No si se utiliza una llave. Se me ha pinchado una rueda; por eso no he podido llegar antes –explicó mientras Rhiannon palpaba la pared de la cocina en busca del interruptor.
–Me habían dicho que no estarías aquí hasta dentro de una semana.
¿Qué demonios le importaba dónde estuviera ella? Frunció el ceño al ver que la luz no se encendía a pesar de haberle dado al interruptor.
–Ya he intentado encenderla yo; debe de tratarse de un apagón.
Genial. Se echó hacia un lado y se golpeó la cadera con el borde del aparador, lo que le hizo gemir de dolor. Y allí estaba Kane otra vez, sosteniéndola entre sus brazos. Le iba a hacer falta un poco de luz si quería evitar tanto contacto físico fortuito. La lluvia golpeaba los cristales de la cocina. La voz de barítono de Kane retumbó junto a su oído, en un tono ligeramente irritado.
–¿No hay velas por aquí?
–Sí –respondió sacudiendo los hombros para desasirse de él. Más le valía que hubiera. Apartándose de él, palpó el aparador, abrió uno de los cajones y comenzó a remover su contenido con fastidio. No recordaba haber visto velas o cerillas en ninguna de las cajas que había desempaquetado aquel día, que se estaba convirtiendo en uno de lo más largos de su vida. ¡Pero tenía que haber en algún sitio! Brookfield llevaba siglos ubicada en una zona aislada. No podía creerse que fuera la primera vez que se producía un apagón durante una Nochevieja tormentosa. Oyó que Kane revolvía los cajones y, durante unos minutos, ambos se afanaron en la búsqueda de las velas en silencio. Por fin Rhiannon encontró lo que buscaba.
–Aquí están.
Se oyó un traqueteo desde el otro lado de la gran estancia.
–Tengo cerillas. Quédate donde estás; ya voy yo para allá.
Ella se quedó inmóvil, conteniendo el aliento y abriendo mucho los ojos, en un intento por verlo en la oscuridad. Pero no le hacía falta percibirlo con la mirada; su fragancia lo precedía. Él encendió una cerilla y acercó la llama a la vela que ella sostenía entre sus manos. La claridad repentina le hizo guiñar los ojos. Lo observó a la cálida luz de la vela. Había envejecido, al igual que ella, pero seguía conservando la áspera belleza de antaño. Evitarlo durante todo ese tiempo no le había resultado fácil, pero de alguna manera lo había conseguido hasta el funeral de Mattie. Y aquel día había tenido cosas más importantes en las que pensar, por lo que no había tenido tiempo de fijarse en su apariencia. Ya no le importaba. Pero en ese momento, estando tan cerca de él, no le quedaba más remedio que mirarlo.
En la semioscuridad sus ojos parecían de color negro, en lugar del azul zafiro que ella recordaba, pero su mirada seguía siendo tan insondable como lo había sido antaño.
–¿Quedan más velas?
La pregunta le hizo apartar la mirada, pero la imagen de él quedó grabada en su mente. Rhiannon supo que aunque aquella vela se apagara, ella seguiría viéndolo en su imaginación: el brillo de su cabello corto y castaño oscuro, que caía en mechones cortos sobre su frente; las cejas espesas, enarcadas mientras la miraba con detenimiento, las largas pestañas que enmarcaban sus ojos; la nariz recta y esa boca sensual cuyas comisuras se curvaban hacia arriba en un gesto burlón.
Iluminando el cajón, siguió buscando velas. Finalmente, y después de aclararse la voz, le preguntó en un tono gélido:
–Bueno, ahora dime qué quieres. Cuanto antes lo hagas, antes podrás marcharte.
–Ya te lo he dicho. Tenemos que hablar. La muerte de Mattie ha cambiado las cosas.
–No tenemos nada de qué hablar –intervino ella mientras un escalofrío le recorría la espalda. Más le valía no creer de verdad que tenían algo de qué hablar. ¡Porque llegaba diez años tarde!
–Tenemos que hablar de Brookfield.
¿Cómo?
–¿Por qué? Brookfield no tiene nada que ver contigo. Mattie me la dejó a mí.
–La casa te la dejó a ti –convino en tono inescrutable–, pero yo soy el propietario del terreno. Por eso tenemos que hablar.
¿Qué querría decir con eso? La casa y el terreno iban en el mismo lote; así había sido durante generaciones. Y, aunque la tarea de hacerse cargo de la casa ella sola era abrumadora, no recordaba haber sentido tanta ilusión por nada durante años. Lo consideraba un reto al que entregarse en cuerpo y alma. Brookfield no era una simple casa; era su futuro, el de Lizzie y el suyo propio.
¡Lizzie! Rhiannon no podía permitir que Kane pasara un segundo más bajo el mismo techo que Lizzie.
Él pareció adivinarle el pensamiento.
–¿Está dormida?
¡Maldición! Lo último que quería era mantener una conversación sobre su hija con él. No se dignó a responder.
–¿Qué quieres decir con eso de que eres el dueño del terreno?
Él se encogió de hombros.
–No hay mucho que explicar. La parcela me pertenece. Mattie me la vendió el año pasado.
–¿Por qué? –preguntó sin poder ocultar su incredulidad–. A Mattie le encantaba este lugar; nunca se hubiera deshecho de él en vida.
–No en circunstancias normales –explicó él mientras encendía otra vela–. Pero había estado viviendo por encima de sus posibilidades. Los tratamientos a los que se sometió para curarse eran caros, y no me permitió que le prestara el dinero. Así que compré sus acciones de Micro-Tech y el terreno, con la condición de que nunca lo vendería sin la casa.
¡Aquello era una pesadilla de la que estaba deseando despertarse! ¿Pensaría él acaso que ella tenía dinero para comprarle la casa? Rhiannon trató de calmarse y de ordenar sus pensamientos. Pero sólo podía pensar en una cosa: no había estado en Brookfield ni siquiera un día y ya habían empezado los disgustos. Y, como era el caso con casi todos los problemas en los que se había visto envuelta a lo largo de su vida, tenían algo que ver con el dichoso Kane Healey.
–No era mi intención hablarte de esto en mitad de la noche. Se suponía que tú todavía no estabas aquí. Mañana por la mañana vendrán los de la inmobiliaria a tasar la propiedad.
–¿Has organizado todo eso a mis espaldas?
Él se encogió de hombros.
–Quería tener cifras concretas para que te pudieras hacer una idea del precio.
–Me acabo de mudar. No tengo ninguna intención de volver a hacerlo.
No sólo eso; también había dejado su trabajo y había sacado a Lizzie de su colegio, apartándola de sus amigos y del único hogar que había conocido. No podía volver a pasar por lo mismo. La única razón por la que había sido capaz de tomar la decisión de mudarse era que por fin iban a tener una casa propia.
–Pero no puedes permitirte vivir en una casa de este tamaño.
–¡Tú no eres quién para decirme lo que puedo o no puedo permitirme!
Él frunció el ceño, enojado. Las cosas no estaban yendo como él había planeado. Nunca salían como él quería cuando estaba por medio Rhiannon MacNally. Pero pensara ésta lo que pensara, él no tenía ninguna intención de complicarle la vida. Sabía que él era posiblemente la última persona con la que a ella le gustaría tratar, por no hablar de tener un negocio conjunto. A lo largo de los últimos años le había dejado claro que no quería tener nada que ver con él. Pero también estaba seguro de que ella no podía permitirse pagar por el terreno, por lo que tenía más sentido que él adquiriera la casa y que ella hiciera con el dinero lo que quisiera. Ya no sería asunto suyo. Parecía muy sencillo, pero las cosas se estaban complicando. Había sentido la presión de aquel suave cuerpo contra el suyo. Y aquello le había devuelto recuerdos que creía enterrados en su memoria. Estaba bellísima a la luz tenue de las velas, que se reflejaba en su cabello color caoba, y hacía refulgir sus ojos castaños bajo las largas pestañas. Un halo de luz la rodeaba, realzando su feminidad apenas oculta bajo la bata rosa de seda. Si hubieran sido dos personas diferentes, en otro momento y en otro lugar, la tentación de hacer algo más que departir a la luz de las velas habría sido casi imposible de resistir. Ella siempre había sido peligrosa en ese sentido. Suspiró hondo.
–Es tarde. Dejémoslo para mañana.
Rhiannon lo miró, incrédula.
–No pretenderás quedarte aquí a dormir.
–Por el amor de Dios, Rhiannon, esta casa es muy grande. No volverás a verme hasta mañana a la hora del desayuno –sonrió, burlón–. Te prometo no volver a buscarte en la oscuridad.
La insinuación no contribuyó a mejorar el humor de Rhiannon.
–No quiero verte en el desayuno. Si tenemos algo de qué hablar, puedes venir cuando Lizzie se haya ido al colegio –replicó ella frunciendo el ceño–. Mi hija y yo estamos viviendo unos momentos muy delicados. Sólo me faltaba que empezara a bombardearme con preguntas sobre ti.
A Kane le pareció una excusa poco convincente.
–Entonces esperaré a que se haya ido al colegio, y hablaremos cuando se vayan los de la inmobiliaria. No hay un hotel o pensión en varios kilómetros.
–¡No hay nada de qué hablar! –repitió alzando la barbilla. Durante unos instantes a Kane le pareció advertir una expresión de temor en su rostro a la que no pudo dar una explicación. No entendía cuál podría ser el problema.
–Sí que lo hay –suspiró él con paciencia–. Te guste o no, el terreno y la casa van juntos, y si te empeñas en no vender la casa pero no tienes dinero para comprarme el terreno, tendrás que aceptar que somos socios y que debemos relacionarnos.
Ella lo miró desafiante.
–Preferiría arrojarme por la ventana antes que relacionarme contigo.
Él enarcó una ceja.
–Antes de volver a relacionarte conmigo, quieres decir –repuso advirtiendo que ella se había ruborizado–. Ya lo hicimos una vez, ¿no?
–Eres un auténtico…
–No creo que ése sea un lenguaje digno de la nueva señora de la casa.
Los ojos de Rhiannon relampaguearon de ira y Kane sonrió. La expresión en el rostro de ella dejaba traslucir las ganas que sentía de volver a pegarle. Pero, tras respirar hondo, logró controlarse.
–No quiero discutir sobre esto en mitad de la noche –anunció, cortante–. Así que vete a dormir donde te dé la gana. Pero asegúrate de que Lizzie no te ve antes de marcharse. No tiene ni idea de quién eres, y me gustaría que las cosas siguieran así.
Kane la miró mientras se alejaba.
–¿Y qué demonios importa si se entera de quién soy? Al fin y al cabo no tenemos nada que ver el uno con el otro –preguntó sin poder disimular un deje de amargura.
Rhiannon masculló algo entre dientes mientras se volvía hacia él.
–Es la primera vez en mucho tiempo que estoy de acuerdo con algo de lo que dices. No te acerques a ella, Kane Healey. Te lo digo muy en serio. No quiero que se entere de la clase de persona que eres.
Él frunció el ceño, molesto consigo mismo por haber dejado traslucir su amargura. ¿De qué diablos estaba hablando? Pero antes de poder preguntárselo, ella ya había desaparecido. No la siguió. Hacía mucho tiempo que no se sentía tan enfadado. Si tuviera un poco de sentido común estaría manteniendo las conversaciones a través de un abogado. ¿Qué es lo que le había llevado a aparecer por allí en persona? Estaba demasiado enojado como para intentar buscar una respuesta. Lo que sí sabía era que verla había tenido un efecto indeseado en su libido. Tenía que largarse de allí lo antes posible.
MAMÁ, ¿me dejarás tener un poni? ¿Y un perro? Rhiannon sonrió afectuosamente a su hija mientras ambas salían del tenebroso recibidor por la puerta principal. Se encaminaron hacia el jeep, haciendo crujir la grava bajo sus pies. Lizzie, en un intento por ocultar los nervios propios del primer día de colegio, había parloteado incesantemente durante el desayuno que su madre, temerosa de que Kane emergiera de dondequiera que hubiera dormido, había preparado apresuradamente. Si por ella hubiera sido, se habrían comido unas tostadas en el jeep.
–¿Qué te parece si terminamos de instalarnos antes de montar un zoo en casa?
Claro que pensándolo bien, y después del incidente de la víspera, tener un perro no parecía una mala idea. Uno no muy grande, que tuviera un ladrido profundo y amedrentador, y que viviera en la cocina. Al fin y al cabo, estaban las dos solas en un lugar bastante aislado.
–¿De quién es ese coche?
A Rhiannon le dio un vuelco al corazón. Habían estado tan cerca de dejar la casa sin que hubiera preguntas incómodas… Simulando una sonrisa, miró brevemente al elegante y deportivo descapotable que estaba aparcado en el lateral de la casa.
–Es de un amigo del tío Mattie –explicó sin mentir. Al fin y al cabo, Kane había sido amigo de Mattie, y más durante los últimos años que cuando ella los conoció.
Lizzie parecía intrigada.
–¿Y está en casa? ¿Por qué no ha bajado a desayunar? ¿Lo conoceré cuando vuelva del colegio?
No si ella podía evitarlo.
–No, ya se habrá ido para entonces. No sabía que nos habíamos mudado.
–¿Y cómo es? ¿Por qué no se puede quedar hasta que yo vuelva? –preguntó la niña, curiosa–. Podríamos hablar del tío Mattie. Me gustaría.
A Rhiannon se le cayó el alma a los pies. Era normal que quisiera conocer a los amigos de su «tío» favorito, y Rhiannon siempre la había animado a hablar de él. Era saludable. Y, por mucho que a ella le costara tratar el asunto con una niña que todavía no había cumplido los diez años, no quería que ésta reprimiera sus sentimientos. Pero tampoco quería que hablara con Kane de nada.
–Está muy ocupado. Seguro que cuando vuelvas se ha ido ya.
Se sintió culpable al ver el gesto de desilusión en el rostro de su hija. Sabía que hablar de Mattie reconfortaba a la pequeña en aquellos momentos de inestabilidad.
–¿Qué te parece si después del colegio decidimos qué cuadros del tío Mattie podemos colgar en la biblioteca?
Lizzie se animó un poco y asintió con la cabeza, echándose hacia atrás el pelo largo y oscuro, que llevaba recogido en una coleta.
–Vale.
Hasta que no hubo dejado a Lizzie en su nueva clase, en una escuela muchísimo más pequeña que el colegio de la ciudad al que estaba habituada, Rhiannon no se permitió pensar en lo que tendría que encarar al volver a Brookfield. No le apetecía nada.