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Ronan O'Keefe tenía todo lo que se podía comprar, pero habría renunciado a todo por conservar lo que estaba perdiendo: el millonario playboy se estaba quedando ciego lentamente. Sola en Nueva York, Kerry Doyle empezó a tener dudas sobre si debía hacer aquel viaje alrededor del mundo, pero cuando conoció a Ronan decidió hacerlo... con él. Al llegar a París, Ronan se dio cuenta de que no quería dejar escapar a la bella y divertida Kerry. Quizá lo acechara la sombra de su secreto, pero Kerry había llenado su vida de luz.
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Seitenzahl: 208
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2008 Trish Wylie
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
La luz del amor, n.º 2242 - junio 2019
Título original: The Millionaire’s Proposal
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1307-992-9
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
KERRY Doyle se consideraba una mujer paciente. Al fin y al cabo llevaba años esperando realizar el viaje de sus sueños: buscando información, haciendo planes y organizando todo hasta el último detalle. Pero si el hombre que se hallaba sentado a su lado volvía a darle un codazo, comenzaría a gritar. Para los vuelos más largos había comprado un billete más caro para tener un asiento mejor, con más espacio. El vuelo de Dublín a Nueva York duraba siete horas, incluida la escala en el aeropuerto de Shannon. Y se le iba a hacer mucho más largo si su compañero de asiento no paraba de una vez.
A Kerry le había parecido muy prometedor antes de que se sentara a su lado…
Él volvió a darle con el codo y Kerry suspiró. No es que le hubiera hecho daño, las otras veces tampoco, pero aun así…
–Lo siento.
El hombre iba por buen camino.
–¿Y si se sienta un poco más a la izquierda? –sugirió Kerry.
Él lo hizo mientras le dedicaba una sonrisa que probablemente obrara milagros con la mayor parte de las mujeres, por mucho que las hubiera irritado antes.
–La azafata me ha dado dos veces con el carrito. No estoy hecho para estos asientos tan pequeños.
En eso tenía razón. Kerry no había podido evitar observarlo al subir al avión, sobre todo cuando colocó la bolsa de viaje en el compartimento superior. Era muy alto. Aunque no pudiera saberlo con precisión, calculaba que mediría más de un metro ochenta. A ello se añadía que era ancho de hombros, tenía el tórax grande y los brazos musculosos y, aunque el resto de su cuerpo parecía delgado, le resultaba difícil acomodarse en el espacio que la compañía aérea le había destinado.
–No, ya se ve que no, pero me preocupa lo que pueda pasar si pido algo de beber y me da usted un golpe en un momento poco oportuno.
También influiría en la bebida que pidiera a la azafata, ya que el té y el café dejaban manchas. Y la ropa que llevaba le tenía que durar mucho tiempo. Como siempre, Kerry se preocupaba de las cosas prácticas. Ella era así.
Mientras hablaba, le sonrió cortésmente para no ganarse un enemigo durante el resto del vuelo. La forma en que él examinó su rostro antes de responder la distrajo de sus pensamientos.
El hombre tenía unos ojos bonitos; de hecho, eran maravillosos, de un azul pálido y con largas pestañas. Presentaban vetas de azul más oscuro y blancas, como si un pintor hubiera mojado el pincel en ambos colores y todavía no se hubieran mezclado. Constituía una mezcla poco habitual, y eran, sin lugar a dudas, unos ojos que una mujer no olvidaría con facilidad. Kerry casi volvió a suspirar, aunque por un motivo distinto.
–¿Por qué no establecemos un código?
Kerry apartó la vista de sus ojos y percibió el comienzo de una sonrisa en su boca sensual. Que el hombre tuviera sentido del humor contribuiría a sobrellevar la situación, así que ella sonrió abiertamente.
–¿Que yo diga, por ejemplo: «Peligro, Will Robinson, se acerca una bebida»? –si él captaba esa referencia poco clara a su interés infantil por las horribles películas de ciencia ficción de los años sesenta, empezaría a caerle bien.
–Es de Perdidos en el espacio, ¿verdad?
¡Vaya! Lo había adivinado. Kerry asintió y volvió a sonreír.
–Eso podría servir. O podría usted darme un codazo en las costillas cada vez que lo haga yo, para recordarme que existe el denominado «espacio personal».
–Eso resulta muy tentador.
Kerry entrecerró los ojos mientras consideraba la tentación que suponía flirtear con un completo desconocido en la primera etapa de su gran aventura. Había que tener en cuenta que aquel hombre era la tentación en persona, así que ¿quién podía reprochárselo? Y aunque fuera vestido con una camiseta y unos vaqueros, había pagado por un asiento mejor, lo cual era buena señal. Los asesinos en serie no viajaban en primera. Los secuestradores, tal vez, ya que disponían de más dinero…
Él se inclinó ligeramente hacia ella y levantó una de las tapas del libro que estaba leyendo para ver el título.
–¿Le gusta esta guía?
–De momento, sí –dijo Kerry mientras lo dejaba sobre la mesita–. Aunque es probable que ofrezca muchos más detalles de los que necesito. He leído cientos de ellas en los últimos meses, y ésta es una de las mejores.
–Más detalles… ¿en qué sentido?
–Pues, para empezar, hay una lista de millones de sitios al final. Y si nunca se ha estado allí, es difícil decidir lo que hay que ver cuando se tiene el tiempo limitado –lo miraba directamente a los ojos mientras hablaba, y sintió un temblor extraño, parecido a un escalofrío, que le puso la carne de gallina.
Y siempre que experimentaba esa sensación era porque percibía algo. ¿Qué podía ser? Aparte, claro estaba, de la obvia reacción femenina ante un hombre increíblemente guapo. Le estudió la cara para ver si conseguía definir esa sensación, y se sintió desconcertada. Supuso que por la proximidad. Estar sentada al lado de otra persona en un avión implicaba cierto grado de intimidad. Así que era una reacción totalmente natural el ser consciente de su respiración, del ligero aroma almizclado que desprendía y de cada movimiento de sus pestañas.
–¿Qué cambiaría para que le resultara más útil? –preguntó él mientras volvía a acomodarse en su asiento y cruzaba los brazos.
¿Qué decía? Ah, sí, estaba hablando de la guía. Kerry inspiró profundamente y negó con la cabeza ante la imposibilidad de pensar con claridad, lo que no era habitual en ella.
–No lo sé. Ordenaría los capítulos por la duración de la estancia, por ejemplo. Si se tienen dos días, hay que ver esto y aquello. Si se dispone de una semana, habría que ver esto otro.
Como él no respondía, lo miró y observó su perfil. Tenía el ceño fruncido como si estuviera pensando. Era fascinante mirarlo. Era muy masculino, y su masculinidad removía algo muy profundo en su interior. Mientras examinaba su pelo castaño y corto, él la sacó de golpe de su ensoñación.
–También resultaría útil una lista de cosas que llevar en la maleta en función de la duración de la estancia. Y tal vez un pequeño apartado al final de cada capítulo para el turista clásico que visita monumentos, para el aventurero, para el que le gustan las fiestas, para el que viaja con niños…
–Entonces podemos volver a escribir la guía –comentó él, y Kerry sonrió con indulgencia.
Cuando él se volvió a mirarla, le sonrió con los ojos, y ella volvió a sentirse fascinada antes de contestar:
–Tal vez.
Él le tendió su gran mano y dijo:
–Ronan O’Keefe. Y debería invitarte a lo que vayas a pedir de beber para agradecerte que hayas comprado mi libro. Pero como las bebidas están incluidas, te prometo que no te la tiraré encima.
Kerry se quedó boquiabierta, comprobó rápidamente el nombre en la cubierta del libro y le estrechó la mano.
–Menos mal que no he dicho nada insultante sobre él –aquello explicaba lo que había experimentado previamente. Había sido una especie de presentimiento.
–Menos mal –él retuvo su mano algo más de lo necesario mientras la miraba a los ojos.
El calor de su mano se transmitió a la de Kerry. Se la había apretado con firmeza, algo que a su padre le gustaba y le inspiraba respeto. Pero no era eso lo que sentía ella en aquel momento. Incluso tuvo que aclararse la garganta antes de hablar.
–¿Me habrías dicho quién eras si hubiera hablado mal del libro?
–Al cabo de un rato.
–Te ha sucedido antes, ¿verdad? –preguntó ella al ver cómo le brillaban los ojos.
–Son gajes del oficio cuando viajas. También se me da muy bien recomendarlo a la gente en las librerías de los aeropuertos –y le guiñó un ojo.
Kerry se echó a reír. Era un encanto. Debía de pasarse la mitad de la vida charlando con mujeres en los aviones. Ella no era especial, lo que le recordó que era hora de que se soltaran las manos.
Retiró la suya con delicadeza, e inmediatamente sintió la falta de calor y el contraste con el aire acondicionado del avión. Alzó la barbilla desafiante y arqueó una ceja.
–¿Y cómo sé que eres quien dices?
–Te doy mi palabra de honor.
–Tendría que ver tu pasaporte para estar segura.
–Podría escribir con seudónimo.
–¿Lo haces?
–No. No te fías de los demás, ¿verdad? –se esforzó por contener una sonrisa–. A propósito, la primera lección cuando se viaja solo es que no hay que entregar el pasaporte a un desconocido.
–¿Cómo sabes que viajo sola?
–Mi experiencia me indica que quienes viajan juntos se sientan juntos.
–De todas maneras, no puedo agarrar tu pasaporte, pasar por encima de ti y escaparme, teniendo en cuenta la altura a la que estamos.
–Es verdad –se inclinó hacia ella y bajó la voz, que adquirió una profundidad deliciosa–, aunque sería divertido verte pasar por encima de mí. Nadie lo ha intentado antes.
Cuando Kerry vio que se desabrochaba el cinturón y que se inclinaba aún más hacia ella, se recostó en la ventanilla automáticamente para hacerle sitio. No era que no la tentara quedarse donde estaba, pero resultaba evidente que aquel devaneo era algo a lo que él estaba acostumbrado, y como Kerry era como era, se lo hizo notar.
–¿Tratas de ligar con todas las mujeres que conoces en los aviones? ¿Es otro gaje del oficio?
–Probablemente –respondió él mientras sacaba un pasaporte muy usado del bolsillo trasero del pantalón–. Tienes que devolvérmelo. Así que ya lo sabes: me pelearé contigo si es necesario.
–Tomo nota –extendió el brazo hacia el documento, pero él lo apartó.
–Déjame ver el tuyo. Me parece que es lo justo.
–No estoy de acuerdo.
–¿Tan mal estás en la foto?
–¿Me estás diciendo que no soy fotogénica?
–Lo dudo –volvió a hablar en voz baja e íntima después de examinar su cara unos segundos.
Kerry se dio cuenta de que se estaba sonrojando, algo que siempre había considerado muy triste en una mujer de su edad.
–¿Nunca te han dicho que a una mujer no se le pregunta la edad?
–¿Cuándo te la he preguntado? –frunció el ceño confuso.
–En el pasaporte aparece la fecha de nacimiento.
–Ah…
–Y, además, como estás sentado junto al pasillo, podrías escaparte más deprisa que yo. Hace poco me dijeron que no es una buena idea enseñar el pasaporte a un desconocido cuando se viaja solo.
Él soltó una risa suave y muy masculina, que hizo que ella le volviera a sonreír. Le parecía que eso de flirtear con las mujeres en los aviones se le daba muy bien a Ronan. Quizá las relaciones cortas se adaptaran a su modo de vida.
–¿Me dices cómo te llamas?
–Ya veremos.
–Si me lo dices, te dejo que eches un vistazo a mi pasaporte.
–Cuando haya comprobado que eres quien dices ser, te revelaré mi identidad secreta.
–Trato hecho –él sonrió de nuevo y ella se vio obligada a imitarlo. Cuando los dedos de Kerry agarraron el pasaporte, él no lo soltó hasta añadir–: Y no soy el único que flirtea un poco en un avión, ¿verdad?
–Es evidente que haces que se manifieste mi lado oscuro –dijo ella con el pasaporte en la mano. Lo hojeó y observó los sellos de los países que había en él–. ¿Has estado en todos?
–No. Lo sellos me los fabrico yo. Es uno de mis pasatiempos –se volvió a reír cuando ella lo fulminó con la mirada–. Es más fácil escribir una guía sobre un país si se ha estado allí.
Kerry siguió leyendo los nombres y trató de imaginarse lo que sería haber estado en tantos sitios y haber visto tantas cosas. Debía de ser una vida emocionante. Era otra cosa que le resultaba atractiva de Ronan, porque, a pesar de que su «relación» sólo fuera a durar lo que durara el vuelo, tenía que reconocer que era irresistible en muchos aspectos: era encantador, tenía un gran sentido del humor, era increíblemente sexy y una fuente de conocimientos a la hora de viajar.
En realidad, era absurdo no aprovecharse de esa última característica.
Cuando llegó a la página de la foto, se echó a reír suavemente.
–¡Por Dios! ¡Qué mal has salido!
–Si le añadimos unos números en la parte inferior –dijo él mientras se inclinaba a mirar por encima de su hombro y apoyaba su antebrazo en el hombro de Kerry– y dos fotografías de perfil, tendremos al perfecto criminal.
–¿Lo dices por experiencia?
–En ese campo no tengo experiencia –susurró él–, pero, en el colegio, normalmente me tenía que quedar castigado después de la hora de salida. Pero no lo vayas diciendo por ahí, por si me impiden la entrada en algún país.
–Seré una tumba –susurró ella también mientras sus miradas se encontraban. Volvió a sentir un escalofrío y una opresión en el pecho.
¿Qué le pasaba? Nunca un hombre le había provocado esa respuesta interna, lo cual le resultaba ligeramente inquietante.
–¿Podría bajar su mesita, señor?
La voz de la azafata rompió el tenso silencio. Ronan bajó la mesita mientras sonreía a la guapa rubia que le servía la comida. Se dio cuenta de que no tenía ganas de flirtear con ella, al menos no como lo había hecho con la mujer que estaba a su lado. No era algo habitual en él, aunque solía charlar con su compañero de asiento en un vuelo largo si el otro no daba señales de querer que lo dejaran en paz.
Pero ella había despertado su curiosidad. ¿Qué hacía una mujer como ella viajando sola? Se había fijado en que no llevaba anillo de casada, así que, si alguien la esperaba en Nueva York, sería su novio, no su marido. Pero algo le decía que no tenía ni una cosa ni la otra, o no estaría también flirteando con él. Las mujeres que se sonrojaban como lo había hecho ella no se dedicaban a eso. Quizá estuviera en viaje de negocios o fuera a ver a unos amigos. Sólo había una manera de saberlo.
–¿Qué te lleva a la Gran Manzana?
Ella le devolvió el pasaporte, que él se puso entre los muslos sin dejar de mirarla. Debía de estar acostumbrada a que los hombres la miraran, pues era muy guapa. El pelo castaño y ondulado enmarcaba sus bonitos rasgos y unos labios carnosos, siempre dispuestos a sonreír.
–Está en mi lista fantástica.
–¿Tu qué?
–Es una especie de equipo de fútbol de ensueño compuesto por destinos en vez de jugadores –se puso el pelo detrás de la oreja al inclinarse para ver qué comida había en la bandeja, lo que dejó a la vista un pendiente que se balanceaba sobre su cuello–. Llevo tanto tiempo dedicándome exclusivamente a trabajar que este viaje va a ser a los lugares que están al principio de la lista –lo miró de reojo y le sonrió, lo que acentuó los toques rojizos de sus ojos castaños–. Voy a dar la vuelta al mundo.
–¿Sola?
–Si estuvieras en mi lugar, ¿responderías a esa pregunta si te la hiciera un desconocido? –rompió la bolsita de plástico de los cubiertos.
–No, pero ¿vas sola?
–Me estás amenazando con el cuchillo –dijo ella indicándole la mano con un gesto de la barbilla.
–Es de plástico. Creo que no podría hacerte mucho daño.
Como ella lo seguía mirando desafiante, él suspiró y dejó el cuchillo en la bandeja. Agarró una cuchara y el postre, del que arrancó automáticamente la cubierta.
–¿Te comes primero el postre? –preguntó ella con los ojos como platos.
–Sí. ¿Por qué esperar para las cosas buenas? La vida es muy corta.
–Es un pensamiento muy profundo, pero las cosas saladas se toman antes que las dulces.
–¿Hay una regla al respecto? Nunca me ha gustado seguirlas.
–Te creo.
Ronan se irguió ligeramente en el asiento porque estaba orgulloso de su reputación de no seguir las normas. Y tampoco se distraía con facilidad.
–Dime tu nombre.
Ella se echó a reír, y el sonido de su risa le resultó tremendamente atractivo en el espacio íntimo entre ambos. Ronan había viajado en avión muchas veces y nunca hasta ese momento había deseado que el vuelo durara unas horas más de las previstas.
–¿Qué más da? No me vas a volver a ver después de aterrizar.
–Hemos hecho un trato –y si ella seguía las reglas, no podía echarse atrás.
–Me llamo Kerry. Kerry Doyle –dijo ella mientras se pasaba la punta de la lengua por los labios, lo que hizo que él le mirara la boca.
–Encantado de conocerte, Kerry –el nombre era adecuado para ella, le caía bien.
La boca de ella se curvó en una amplia sonrisa que mostró sus bonitos dientes y le hizo hoyuelos en las mejillas. Aquella mujer era especial. Ronan apartó la mirada de su boca y de sus ojos cálidos y volvió a centrarse, de mala gana por primera vez en su vida, en el postre.
–Háblame un poco de esa lista fantástica –pidió, dispuesto a satisfacer la curiosidad que sentía.
–¿Es buena idea que una mujer que viaja sola cuente su itinerario a un desconocido?
–Nos acabamos de presentar, así que, técnicamente, ya nos conocemos. Además, me acabas de confirmar que viajas sola –ante su mirada de desaprobación, añadió–: «A caballo regalado…». Tienes a un auténtico experto en viajes a tu disposición, así que aprovéchalo –y le guiñó otra vez un ojo.
–No te das por vencido, ¿verdad?
–¿En tratar de ayudar a otra persona? No, no es una de mis mejores cualidades.
–Me refiero a flirtear.
–Ah –tuvo que esforzarse para reprimir una sonrisa–. Bueno, ya sabes que se dice que todo depende de la interpretación subjetiva.
–Eres incorregible –dijo ella riéndose.
–Ya me lo han dicho. Háblame de tu viaje.
Y ella lo hizo mientras cenaban y tomaban café. Y sacó un itinerario organizado por colores que a Ronan le resultó muy divertido y que ella le explicó mientras ponían una película que no vieron. Cuando comenzaron el descenso, él le habló de los tesoros que podría conocer si no se limitaba a los monumentos habituales, a los que tendría que dedicar mucho tiempo porque habría largas colas de turistas tratando de ver lo mismo. Kerry tomó notas de todo lo que le dijo.
Su entusiasmo era palpable. Observar cómo se reflejaban sus pensamientos en sus ojos expresivos creaba adicción. Y Ronan volvió a lamentar no haberla conocido en Dublín, en la primera etapa del viaje.
–Tiene que ser increíble pasarse la vida conociendo sitios nuevos, como haces tú.
–Sí, es fantástico –había sido un comentario inocuo, pero fue como si le hubieran clavado un puñal en el pecho.
Kerry guardó el itinerario y las notas, se recostó en el asiento, suspiró y se volvió a mirarlo.
–No me puedo imaginar ni la mitad de lo que habrás visto. ¡Qué suerte tienes!
Él pensó que esa palabra no era aplicable en su caso, pero decidió no tener pensamientos amargos porque estaba muy ocupado imaginando que, como tenían la cabeza apoyada en el reposacabezas y se habían vuelto el uno hacia el otro para hablar, era como si estuvieran acostados en una cama.
–¿Está ya todo cubierto en la lista o hay algo más en lo que te pueda ayudar?
–Este viaje es sólo el comienzo –afirmó ella riéndose y dejando pasar la indirecta–. Tengo casi tres meses para ver todo lo que pueda. Es una especie de prueba. Si encuentro un sitio que me guste de verdad, la próxima vez trataré de pasar más tiempo allí.
Tenía aún docenas de aventuras esperándola y estaba entusiasmada. Aunque se lo propusiera, no podría ser más distinta de él. Pero consiguió que no se le notara la envidia en la voz.
–Te puedo recomendar guías muy buenas para que te pongas a mi altura.
–Estoy segura –se rió con suavidad, con esa risa que a él le parecía fascinante–. ¿Conoces alguna para los que viajan por primera vez? ¿Con consejos como no decir que se viaja solo, o no decir cómo te llamas a un desconocido en un avión, o ese otro sobre el pasaporte? Son muy útiles.
–Y no has hecho caso de ninguno, de lo cual me alegro porque, que quede entre nosotros, es la vez que más corto se me ha hecho cruzar el Atlántico.
–Me alegro –susurró ella tras unos instantes de duda e inclinándose un poco más hacia él.
Ronan no podía dejar de mirarla a los ojos y experimentó una creciente sensación de intimidad al sentir el suave roce de su aliento en la cara. La necesidad de besarla era tan intensa como la de respirar.
Sólo tenía que inclinarse un poco más hacia ella…
Se produjo una sacudida cuando el avión tocó tierra y los pasajeros aplaudieron. Kerry se echó a reír y se enderezó para mirar hacia delante.
–¿No es habitual aquí que el piloto aterrice bien? –preguntó.
–Ha sido un aterrizaje suave. A veces, los pasajeros creen que eso merece un agradecimiento.
–Lo recordaré para la próxima vez.
Tenía decenas de «próximas veces» esperándola. Ronan pensó, con una rabia y una amargura desacostumbradas, que debería aplaudir cuando volviera a aterrizar en Dublín en señal de agradecimiento a todos los pilotos que lo habían llevado por todas partes en la década anterior.
Kerry se volvió a sentar, respiró profundamente y le preguntó:
–¿Cuánto tiempo te vas a quedar en Nueva York?
–¿Por qué?
–Supongo que no podré convencerte para que seas mi guía turístico por un día –dijo ella muy deprisa.
No iba a tener que esforzarse mucho para convencerlo.
KERRY debía de haber perdido el juicio.
¿Desde cuándo se dedicaba a pedir a un hombre al que acababa de conocer que pasara un día con ella? No estaba chapada a la antigua y pensaba que una mujer tenía el mismo derecho a pedirle una cita a un hombre que a la inversa, pero era algo que no acostumbraba a hacer. ¿Y qué sabía de aquel tipo aparte de que era guapísimo y de que su compañía era muy agradable y fascinante?
Se pasó las manos sudorosas por los pantalones cortos, se puso las gafas en la cabeza y entrecerró los ojos al mirar la calle atestada de gente. Si él le daba plantón, problema solucionado. Pero la verdad era que no quería que se lo diera, que la idea de otro día en su compañía la había puesto nerviosa ya desde la noche anterior. Y no recordaba cuándo había sido la última vez que se había sentido así antes de ver a un hombre. No era una cita: incluso se había ofrecido a pagarle por sus servicios de guía. Él se había echado a reír.
Pero no era una cita. Era un día de asueto, una forma de señalar su libertad recién encontrada: hacer algo que no cabría esperar de ella.
¡Qué calor hacía! No estaba preparada para ese calor, ese bochorno, esa humedad… ni para lo ruidoso y abrumador que era Nueva York, con el sonido constante de las bocinas y el ulular de las sirenas, ni para toda esa gente ni…