Un rebelde en Nueva York - Joya de amor - El tesoro del jeque - Trish Wylie - E-Book
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Un rebelde en Nueva York - Joya de amor - El tesoro del jeque E-Book

TRISH WYLIE

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Beschreibung

Un rebelde en Nueva York Trish Wylie ¿No es la fantasía de todas las chicas tener un policía de vecino? ¡Me encantan los hombres de uniforme! A menos, claro está, que él sea Daniel Brannigan, el hermano mayor de mi mejor amiga, con un ego enorme y una vena temeraria de un kilómetro de ancha. Decir que nos ponemos mutuamente de los nervios es quedarse corto. Sobre todo, ahora que conocemos los secretos del otro. Joya de amor Jackie Braun Rachel Palmer estaba dispuesta a comerse el mundo e iba a empezar a hacerlo dando a conocer sus joyas internacionalmente, para lo que iba a necesitar los consejos de Antonio Salerno. La ayuda profesional que él le ofrecía pronto se tornó personal. Aquel hombre tan sensual hacía que Rachel tuviera la sensación de que se estaba adentrando en territorio peligroso… y le encantaba. El tesoro del jeque Melissa James Con la muerte de su prometido y el futuro de dos pueblos en peligro, Amber no tuvo otra opción que casarse con el hermano de su novio y heredero, el serio jeque Harun El-Kanar. Harun era muy sexy, pero estaba encerrado en sí mismo y asediado por las responsabilidades de una nación con problemas. ¿Sería Amber capaz de demostrarle que podía ser una esposa de verdad y, tal vez, la joya de su corona?

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

 

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 495 - febrero 2020

 

© 2012 Trish Wylie

Un rebelde en Nueva York

Título original: New York’s Finest Rebel

 

© 2012 Jackie Braun Fridline

Joya de amor

Título original: If the Ring Fits…

 

© 2012 Lisa Chaplin

El tesoro del jeque

Título original: The Sheikh’s Jewel

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2012 y 2013

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-880-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Un rebelde en Nueva York

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Joya de amor

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

El tesoro del jeque

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

«Todas las chicas saben que hay días de tacón alto y días de zapato plano. Bien pensado, podría ser una metáfora de la vida. Hagamos que hoy sea un día de tacón alto, ¿vale?».

 

 

DE COLOR rojo sirena y peligrosamente altos, eran los zapatos de tacón más sensuales que Daniel Brannigan había visto en su vida. Los vio desaparecer escaleras arriba maldiciendo en silencio la cantidad de tiempo que tardaban en cerrarse las puertas del ascensor.

Quería conocer a la mujer que llevaba los zapatos.

Pulsó el botón hasta que se produjo una sacudida hacia arriba e intentó jugar al pilla–pilla en el ascensor más lento jamás inventado. Después del primero de sus tres viajes interminablemente lentos, había decidido que las escaleras serían su principal modo de subir en el futuro. Pero antes tenía que llevar todas sus pertenencias al quinto piso.

Vio una mancha roja por el rabillo del ojo y miró con más atención para valorar cada detalle. Unas estrechas correas rodeaban unos tobillos finos y el ángulo de los pequeños pies daba forma suficiente a las pantorrillas como para recordarle que necesitaba unas vacaciones. Si ella vivía en el mismo bloque de apartamentos al que se mudaba él, sería una complicación no deseada. Pero a juzgar por el efecto que producían los zapatos en su libido, suponía que valía la pena. Por algo se había ganado el apodo de Danny Peligros.

El ascensor se detuvo inesperadamente y una mujer mayor con un perrito en los brazos hizo una mueca al ver las cajas amontonadas alrededor de él.

–¿Baja?

–Subo –respondió Daniel cortante. Se echó hacia delante y pulsó el botón con el codo.

«No desaparezcas, muñeca».

La subida de adrenalina que producía la persecución siempre le había gustado… y también el tipo de mujer que podía llevar una falda tan corta que le hacía reprimir un gemido al verla. La falda de estilo animadora le abrazaba las curvas de las caderas y se perdía en una cintura estrecha. Daniel miró la mano de huesos finos que sostenía las asas de bolsas que llevaban impresos nombres que no le decían nada y sonrió al no ver nada en el dedo anular. En el piso anterior al suyo, ella se detuvo a hablar con alguien en el pasillo. Para su frustración, eso implicaba que no pudo verle la cara cuando pasó el ascensor. En lugar de ello, se quedó con una imagen de un largo pelo moreno y rizado y el sonido de una cristalina risa femenina.

Cuando se detuvo de nuevo el ascensor, hizo lo que había hecho en sus viajes anteriores y empujó una caja con el pie hacia la apertura. Al momento siguiente sonaron pasos en la escalera. Daniel se volvió y alzó la vista hasta mirar unos grandes ojos oscuros. Los ojos se achicaron y él dejó de sonreír.

–Jorja –dijo con sequedad.

–Daniel –repuso ella. Inclinó la cabeza a un lado y enarcó una ceja–. ¿No se te ha ocurrido pensar que quizá alguien más quiera usar el ascensor hoy?

–Las escaleras son un buen ejercicio cardiovascular.

–Supongo que eso es un «no».

–¿Te estás ofreciendo a ayudarme a mudarme? Es muy amable por tu parte –él le pasó la caja que llevaba en los brazos y la soltó antes de que ella tuviera ocasión de rehusar.

La caja cayó al suelo entre los dos y se oyó un ruido de cristales rotos.

–¡Vaya! –ella parpadeó.

Daniel la miró con rabia. Que hubiera hecho cambios interesantes en su guardarropa mientras él estaba en ultramar no la hacía menos irritante de lo que lo había sido los últimos cinco años y medio.

–¿No hay una pancarta de bienvenido a casa? –preguntó.

–¿Eso no sugeriría que me alegro de que estés aquí?

–Si tienes algún problema con que esté aquí, deberías haberlo dicho cuando presenté mi solicitud al Comité de Residentes del bloque.

–¿Y qué te hace pensar que no lo hice?

–Creo que fueron las palabras «decisión unánime» –él se encogió de hombros–. ¿Qué quieres que te diga? A la gente le gusta que viva un policía en su edificio; hace que se sienta segura.

Ella sonrió con dulzura.

–La mujer mayor a la que has mosqueado dos pisos más abajo es la presidenta del Comité de Residentes. Te doy una semana antes de que empiece a hacer circular una petición para expulsarte.

Daniel respiró hondo. Nunca había conocido a otra mujer que produjera el mismo efecto en sus nervios que unas uñas arañando una pizarra.

–¿Sabes cuál es tu mayor problema, muñeca?

–No me llames muñeca.

–Que subestimas mi habilidad para ser adorable cuando me lo propongo. Puedo conseguir que la señora del caniche me haga galletas de chocolate antes de cuarenta y ocho horas.

–Bichon.

–¿Qué?

–El perro. Es un bichon frise.

–¿Tiene nombre?

–Gershwin –ella alzó los ojos al cielo al darse cuenta de lo que hacía–. Y me temo que ya he cubierto mi cuota de ayuda para todo el día.

Él se inclinó, alzó la caja y la sacudió.

–Me debes media docena de vasos.

–Demándame –contestó ella.

Se volvió y él la siguió con la vista pasillo abajo hasta que se recordó a quién estaba mirando. Se trataba de Jorja Dawson. Y si fuera la última mujer que quedara en el estado de Nueva York, él haría voto de castidad antes que enrollarse con ella. Hasta tenía una lista de razones para no hacerlo.

Ella metió la mano en el bolso y se volvió a mirarlo en la puerta de su apartamento.

–Supongo que no piensas aparecer el domingo a comer, ¿verdad? Tu madre te lo agradecería.

Esa, la relación de ella con su familia, era la número seis en la lista de razones de él. La miró a los ojos.

–¿Estarás tú allí?

–No falto nunca.

–Pues salúdalos de mi parte.

–¿Estás diciendo que no vas porque estoy yo?

–No te des tanta importancia –él se acomodó la caja en un brazo y buscó la llave en el bolsillo con la otra mano–. Si organizara mi vida pensando en ti, no me mudaría a un apartamento enfrente del tuyo. Pero quiero que sepas una cosa –hizo una pausa efectista–. Te mudarás tú antes que yo.

–Tú nunca has estado más de seis meses en el mismo sitio –repuso ella–. Y ese tiempo solo porque te había enviado el ejército.

–La Marina –corrigió él–. Y si hay algo que no debes olvidar de los marines, es que nunca cedemos terreno.

–Yo llevo más de cuatro años viviendo aquí. No iré a ninguna parte.

–Entonces supongo que nos vamos a ver mucho.

Aquello era algo sin lo que él habría preferido vivir. Aunque no pensaba decírselo, ella era la razón principal por la que había dudado si tomar aquel apartamento. Ella era una espía que podía informar al resto del clan Brannigan en las conversaciones semanales mientras tomaban el asado o la tarta de queso. Y por lo que a Daniel respectaba, si su familia quería saber cómo le iba, podía preguntárselo a él. Cuando lo hicieran, les daría la misma respuesta que les había dado en los últimos ocho años. Con algún añadido más reciente para despistar.

«Estoy bien, gracias. Claro, es un placer volver a casa. No, no he tenido ningún problema volviendo a mi unidad. Sí, si me llamaran de nuevo en la reserva, volvería a ir».

No necesitaban saber nada más.

–¿Sabes cuál es tu problema, Daniel? –preguntó ella–. Crees que me molesta que estés aquí cuando la verdad es que me importa un bledo dónde estés, lo que hagas ni con quién lo hagas.

–¿De verdad?

–Sí. No soy una de esas mujeres a las que puedes hacer babear con una sonrisa. Espero que tu ego pueda soportarlo.

–Cuidado, Jo, podría tomarme eso como un desafío.

Ella soltó una carcajada.

–No sabía que tenías sentido del humor –comentó.

Antes de que él pudiera contestar, abrió la puerta de su apartamento y cruzó el umbral. Se volvió y lo miró de arriba abajo, riendo cada vez más fuerte. Luego cerró la puerta.

Daniel movió la cabeza. ¡Cómo le atacaba los nervios aquella mujer!

 

 

Aquel hombre la ponía de los nervios.

Jo se apoyó en la puerta, respiró hondo y frunció el ceño al notar que su corazón latía algo más deprisa que de costumbre. Si subir las escaleras con tacones producía ese efecto, tendría que pensar en empezar a ir al gimnasio.

Cierto que una pequeña parte probablemente podría achacarse a su frustración por no ser capaz de mantener una conversación con él sin convertirla en un combate de boxeo verbal. Pero ella no era la única que peleaba; ambos sacaban siempre lo peor del otro.

Cruzó la sala de estar hasta el dormitorio y resistió el impulso de ponerse zapatillas blandas y un pijama. Si él conseguía hacerle ponerse su ropa de comer helado el primer día, no tendría ninguna esperanza de sobrevivir a los siguientes tres meses. Cuando sonó el móvil una hora después, miró el nombre en la pantallita antes de contestar.

–Todavía no puedo creer que me hayas hecho esto.

La voz de Olivia sonó alegre.

–¿Qué parte? ¿Irme de ahí, vestirte de dama de honor o contarle a Danny lo del apartamento?

–Creo que sabes a lo que me refiero –respondió Jo–. Tengo que cambiar de mejor amiga. A ese apartamento podría haber llegado mi hombre ideal si tú no se lo hubieras mencionado a tu hermano.

–¿Desde cuándo buscas tú un hombre ideal? Y además, él no estará ahí mucho tiempo. Es un alquiler temporal, ¿recuerdas?

–Si renueva el contrato, haré un muñeco y le clavaré alfileres –Jo se apartó del espejo donde estaba haciendo un pase de moda personal y se dirigió a la cocina–. Pero que sepas que está decidido a que yo sea la primera en mudarme.

Como todos los que habían vivido alguna vez en Manhattan sabían lo que significaba un apartamento para un neoyorquino, no hacía falta que explicara lo ridículo que era que Danny pensara que ella se iba a ir de allí. El apartamento que había compartido con Olivia y de vez en cuando compartía todavía con Jess era un espacio que podía llamar suyo propio.

No había trabajado tanto para acabar en un lugar en el que había jurado que no volvería a encontrarse nunca.

–¿Ya lo has visto? ¿Hay sangre en el pasillo?

–Aún no. Pero dale unas semanas y solo uno de los dos saldrá intacto de aquí –Jo alzó la cafetera vacía y suspiró al oír la música procedente del otro lado del pasillo–. ¿Oyes eso?

Acercó un momento el teléfono a la pared.

–Mi hermano y el rock clásico van juntos, como…

–¿Satanás y la tortura eterna? –sugirió Jo.

–Probablemente no es el mejor momento para mencionar que ha aceptado venir en el grupo en la boda, ¿verdad?

–No pienso dirigirme hacia el altar con él.

–Puedes ir con Tyler.

Mejor. Tyler Brannigan le encantaba. Era divertido estar con él.

–Creía que estaba decidido a no ponerse un traje de mono. ¿Cómo lo has convencido?

–¿A Danny? Del mismo modo que lo llevamos al cumpleaños de su sobrina el mes pasado. Solo que esta vez me ayudó Blake.

Quería decir que Daniel había perdido una apuesta. Jo sonrió al pensar en el prometido de Olivia confabulándose con los otros hermanos Brannigan contra uno de ellos en su noche de póquer. Echó el café en la cafetera. ¡Bien por Blake!

–¿Qué aspecto tiene?

Jo parpadeó al oír la pregunta.

–El mismo de siempre –contestó–. ¿Por qué?

–Supongo que no has visto las noticias hoy.

–No –Jo entró en la sala de estar y puso la tele con el mando a distancia–. ¿Qué me he perdido?

–Espera.

La noticia apareció casi al instante en el canal de noticias locales. Como no podía oír lo que decía sin subir mucho el volumen, leyó lo que había en la parte inferior de la pantalla. Hablaba de un agente de los Servicios de Emergencia del que todavía se desconocía el nombre que había desenganchado su arnés de seguridad para rescatar a un hombre en el puente Williamsburg. La cámara intentaba enfocar una mancha situada entre los cables de suspensión en el momento en que otra mancha se acercaba a él. Por un segundo ambos estaban a punto de caer y la multitud que miraba desde el suelo soltaba un gemido colectivo. En el último momento los rodeaban otras manchas y los sacaban de allí.

En la pantalla sonaron aplausos y Jo movió la cabeza.

–No me lo puedo creer.

–Lo sé –Olivia suspiró–. Mamá está que se sube por las paredes. Ya lo pasó bastante mal cuando estaba fuera.

–¿Lo has llamado?

–No contesta.

Jo miró la puerta.

–Te llamo ahora.

En el pasillo, tuvo que golpear varias veces la puerta con el puño antes de que bajaran la música y abrieran.

–Llama a tu madre –dijo ella. Le puso su móvil delante.

–¿Qué pasa?

Ella apretó la tecla de marcado rápido y se llevó el teléfono al oído.

–Eres un imbécil desconsiderado –murmuró.

En cuanto contestó la madre de él, Jo le pasó el teléfono.

–No, soy yo. Estoy bien. Ya te habrían llamado si no fuera así, eso lo sabes –él retrocedió un paso y le cerró la puerta en las narices a Jo.

De vuelta en su apartamento, ella lanzó un juramento. Él tenía su móvil y en él estaba toda su vida. Volvió a la cocina y marcó el número de la hermana de él en el teléfono fijo.

–Ahora está hablando con tu madre.

–¿Qué has hecho? –preguntó Olivia.

–Le he dicho lo que pensaba de él.

–¿En su cara?

Jo siguió con lo que hacía antes y encendió la cafetera.

–Nunca me ha costado mucho decirle lo que pienso en su cara. Ya lo sabes.

Llamaron a la puerta.

–Espera –cuando abrió la puerta y se encontró con los ojos azules de él, tomó su móvil y lo sustituyó por el teléfono que llevaba en la mano–. Tu hermana.

Él se llevó el auricular al oído y cruzó el umbral.

–Hola, hermana, ¿qué hay?

Jo parpadeó. ¿Cómo había terminado en su apartamento? Cerró la puerta y volvió a la cocina. Si él creía que aquello se iba a convertir en habitual, ya podía ir olvidándolo. Ella no deseaba pasar tiempo con él. Miró un instante la habitación, que parecía más pequeña con él allí, y frunció el ceño cuando él la miró por el rabillo del ojo.

La mirada de él recorrió su cuerpo y se detuvo en sus pies más tiempo del necesario. ¿Qué era aquello?

Jo resistió el impulso de bajar la vista para ver lo que llevaba. Su ropa no tenía nada de malo. En todo caso, tapaba más que la que llevaba la última vez que él la había visto. A ella le gustaba el modo en que los pantalones negros de cintura alta hacían que las piernas parecieran más largas, sobre todo si iban acompañados de unos zapatos morados de tacón alto. Con un metro setenta y cinco de estatura, no se podía decir que fuera baja, pero teniendo en cuenta el número de modelos que le sacaban la cabeza en sus horas de trabajo, agradecía todo lo que ofreciera la ilusión de que era más alta. Movió la cabeza. ¿Por qué le importaba lo que pensara él? Lo que sabía él de moda no llenaría ni un dedal. Y para muestra… los vaqueros que llevaba.

A juzgar por lo raídos que estaban en las rodillas y alrededor de los bolsillos de…

Jo apartó la vista con rapidez. Si él la pillaba mirándole el trasero, se reiría de ella.

Aquel hombre ya tenía un ego del tamaño de Texas.

–Es mi trabajo –dijo él con una nota de impaciencia en la voz, paseando por la estancia–. La cuerda no llegaba, no había tiempo… Sabía que había gente cuidando de mí. ¿Has terminado? Porque seguro que tu amiga tiene que hacer tres llamadas más.

Jo tomó su taza favorita y la dejó en la encimera. Esperaba que Olivia le echara una buena bronca. ¿Qué clase de idiota se quitaba el arnés de seguridad a esa altura? ¿No había oído hablar de la fuerza de la gravedad?

Apoyó la cadera en la encimera y se cruzó de brazos, observándolo caminar. Tenía la mandíbula tensa y su ancho pecho subía y bajaba debajo de una vieja camiseta de un equipo de béisbol. Parecía… ¿nervioso? No, esa no era la palabra correcta. Cansado, quizá, como si no hubiera dormido mucho últimamente. Aunque a ella eso no le importaba nada, pero como Olivia le había preguntado por el aspecto de él, sentía la necesidad de examinarlo más atentamente que de costumbre y después de haber empezado…

Vale, si le inyectaran suero de la verdad, seguramente admitiría que había razones comprensibles por las que las mujeres perdían los papeles cuando él les sonreía. Tenía unos ojos de un azul intenso, pelo rubio oscuro y un asomo de barba en la fuerte mandíbula. Si se añadía a eso un cuerpo alto y musculoso, probablemente no habría una sola chica soltera en Manhattan que no estuviera dispuesta a darle su teléfono.

Aunque ninguna de ellas había conseguido mantener su interés por mucho tiempo.

–Pues ya puedes dejarlo, estoy bien. ¿No tienes que planear tu boda? Dije que lo haría, ¿no? –él miró en dirección a Jo–. Te llamará ella ahora.

Antes de que colgara, Jo había cruzado el apartamento y sostenía la puerta abierta con una sonrisa. Pero en lugar de seguir la indirecta, la mano grande de él cerró la puerta y dejó la palma apoyada en la madera al lado de la cabeza de ella.

–Es obvio que tenemos que hablar –declaró.

Jo apretó los dientes. Perdía rápidamente la paciencia. Contemplaba la posibilidad de clavarle su tacón de aguja en una de las botas cuando él añadió:

–Puede que a otras personas no les importe que metas tu bonita nariz en sus asuntos, pero a mí sí.

–Prueba a contestar el teléfono y no tendré que hacerlo –ella enarcó las cejas–. ¿Tanto te cuesta entender que tu familia pueda pensar que tienes impulsos suicidas?

–No tengo impulsos suicidas.

–¿Y desatar tu arnés es el procedimiento estándar?

–Súbete a la silla.

Ella vaciló.

–¿Qué?

–Ya me has oído.

Jo no se movió y él le rodeó la muñeca con el pulgar y el índice. El golpe de calor que subió rápidamente por el brazo de ella le hizo bajar la barbilla mientras él tiraba de ella por la estancia. ¿Ahora la tocaba? Él no la tocaba nunca. Más bien ella había tenido la sensación de que hubiera una zona de cuarentena a su alrededor.

–¿Qué crees que estás haciendo? –preguntó.

–Montando una demostración.

Ella abrió mucho los ojos cuando él le soltó la muñeca, le puso las manos en la cintura y la subió a un sillón.

–Pero ¿qué haces? ¡No te subas a mis muebles!

Él separó los pies encima de los cojines del sofá y probó los muelles con un par de saltitos antes de decir:

–Salta.

–¿Qué?

–Salta.

Jo ya estaba harta. No tenía ni el más mínimo interés en jugar con él. ¿Acaso creía que tenía cinco años?

Pero cuando intentó bajarse del sillón, un brazo largo le rodeó la cintura y se vio lanzada por el aire. Cuando quiso darse cuenta, chocó contra una pared de calor y dio un respingo. Alzó la barbilla y lo miró a los ojos con las puntas de sus narices casi tocándose. ¿Qué demonios hacía?

–¿Ves? –musitó él–. Es cuestión de equilibrio.

De pronto, la mirada intensa de él observaba su rostro de un modo que sugería que no la había mirado nunca. Pero lo más desconcertante era la sensación… como si no hubiera ninguna parte en la que no se tocaran. La sensación de sus pechos aplastados contra el torso de él hacía que le resultara difícil respirar, pues ese contacto enviaba un ramalazo erótico a través de su abdomen. ¿Cómo podía sentirse atraída por él cuando le caía tan mal?

Cuando la bajó lentamente a lo largo de su cuerpo, Jo no tuvo más remedio que agarrarse a sus hombros hasta que sus pies tocaron los cojines. Se tambaleó cuando la soltó. Por un momento se sintió mareada.

–Sabía lo que hacía –él bajó del sofá, la alzó en vilo y la depositó en el suelo como si no pesara nada.

Jo retrocedió un paso y dejó los brazos a los costados. Se cruzó de brazos y alzó la barbilla.

–Las huellas de zapatos gigantes que has dejado en mi sofá compensan de sobra por la media docena de vasos.

–Si no tienes nada mejor que hacer en tu tiempo libre que hablar con mi familia, prueba a buscarte un hobby.

Ella soltó una tosecita de incredulidad.

–Tengo muchas cosas que hacer en mi tiempo libre.

–Es obvio que salir con hombres no es una de ellas.

–¿Qué significa eso exactamente?

–Significa que, aunque quizá había olvidado por qué sigues soltera todavía, después de una hora empiezo a recordarlo –él se cruzó de brazos–. ¿Nunca has pensado que ser amable de vez en cuando puede mejorar tus posibilidades de echar un polvo?

–¿Desde cuándo mi vida sexual es asunto tuyo?

–Si tuviera que adivinar, diría que desde que mi relación con mi familia se ha convertido en asunto tuyo.

Jo sonrió con dulzura.

–Procura que la puerta no te dé en el trasero al salir.

–¿Eso es lo mejor que puedes decir? –preguntó él, enarcando las cejas–. Es obvio que te falta práctica –asintió con firmeza–. No temas, pronto volveremos a tenerte lista para el combate.

Jo suspiró pesadamente y avanzó hacia la puerta. No lo miró, pero por alguna razón, se oyó preguntar antes de que él saliera:

–¿Nunca te cansas de esto?

¿De dónde había salido aquello?

Daniel se detuvo, volvió la cabeza y le lanzó una mirada intensa.

–¿Ya te rindes, muñeca?

Ella frunció el ceño.

–No me llames muñeca.

Él no se movió y pareció que el aire se espesaba entre ellos. ¡Estúpidas hormonas! Ni ella estaba dispuesta a tener una relación ni él era el hombre que…

–¿Quieres negociar una tregua?

Jo no sabía qué la había impulsado a hacer la pregunta anterior, ¿y ahora él le preguntaba si quería que fueran amigos? Reprimió una carcajada.

–¿Te he dado la impresión de que agitara una bandera blanca? Estoy hablando de ti, no de mí. Pareces cansado, Daniel –hizo un mohín–. ¿Es por la energía que requiere fingir ante el mundo que eres un buen tipo?

Los ojos de él se oscurecieron.

–¿Cuestionas mi energía, muñeca?

Se acercó un paso hasta que ella pudo sentir el calor de su aliento en las mejillas.

–Mala idea –le advirtió él.

Jo tensó la columna vertebral. Tenía un código de conducta desde la infancia; un código que le costaba romper incluso con el puñado de personas a las que permitía ocupar un pequeño rincón de su corazón. Mostrar cualquier señal de debilidad era el principio del fin. Las máscaras que usaba eran lo que había hecho que sobreviviera a un periodo de su vida en el que era invisible. Al principio de su carrera, esas máscaras daban la impresión de que las críticas profesionales no le afectaban. Y ahora, aunque el corazón le latía de un modo errático, adoptó una máscara de calma.

–¿Tengo que sentirme intimidada por eso?

Él sonrió peligrosamente.

–Sigue retándome y esto se va a poner interesante muy pronto.

–En serio, eres muy gracioso. Desconocía esa faceta tuya –ella alzó una mano y le dio una palmadita en el centro del pecho–. Ahora sé buen chico y acuéstate pronto. No podemos permitir que pierdas atractivo, ¿verdad? –apoyó la mano en su pecho y lo empujó hacia atrás para tener espacio para abrir la puerta–. ¿Cómo vas a convencer a las mujeres tontas de que eres un buen partido si tienes que hacerlo basándote en tu personalidad?

–Dímelo tú.

Jo apartó la mano del pecho de él, lo tomó por el brazo y lo empujó para que saliera. Cuando él estuvo en el pasillo mirándola con un asomo de sonrisa, ella apoyó el hombro en el dintel de la puerta y alzó la barbilla. Achicó los ojos. Daba la sensación de que él supiera algo que ella ignoraba.

–Admítelo; echabas esto de menos –musitó él.

Ella respiró hondo.

–No.

–Sin mí, no hay nadie por aquí que te enmiende la plana.

–Dices eso como si me conocieras –ella negó con la cabeza–. No me conoces, Daniel. Te da miedo conocerme.

–¿De verdad?

–Sí, de verdad, porque si me conocieras, tendrías que admitir que te has equivocado conmigo y los dos sabemos que no te gusta admitir que te equivocas en nada –ella miró a ambos lados del pasillo y bajó la voz–. Peor todavía, podrías descubrir que te gusto. Y eso no puedes permitirlo, ¿verdad?

Él bajó también la voz.

–No creo que haya ningún peligro de eso.

Jo lo miró a los ojos azules y se preguntó de pronto si él recordaba cómo había empezado aquella guerra entre ellos. Ella no. ¿Por qué resultaba mucho más difícil llevarse bien con él que con ningún otro miembro de su familia? Todo el mundo llegaba a un punto en el que intentaba encontrarle sentido a su vida. Ella había aceptado muchas cosas que no podía cambiar, pero puesto que Daniel era la única persona con la que se mostraba inmadura, no pudo evitar preguntarse por qué. Al parecer, él no era el único que necesitaba una buena noche de descanso.

Alzó los ojos al cielo e intentó apartar aquella debilidad momentánea.

–Piensa lo que quieras o lo que te ayude a dormir por la noche.

–Yo duermo muy bien –respondió él–. No te preocupes por mí.

–No lo hago.

–Haznos un favor a los dos y no te metas en mis asuntos. O puede que empiece yo a meter la nariz en los tuyos.

–Yo no tengo nada que ocultar –mintió ella–. ¿Y tú?

–No me presiones, muñeca.

Ella se detuvo justo antes de lanzarle un desafío. Pero no fue solo porque necesitara buscar madurez; había algo más. Podía sentirlo. Algo más que la frialdad de la mirada de él, que la rigidez de los hombros o el tono de advertencia de su voz profunda. ¿Qué era?

Daniel frunció el ceño y tensó la mandíbula. Dio la impresión de que apretaba los dientes, pero antes de que ella tuviera ocasión de preguntarle si le pasaba algo, se volvió y entró en su casa. Jo miró la puerta cerrada de su apartamento y movió la cabeza.

El primer día había sido genial.

Estaba deseando que llegara el segundo.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

«¿Es mi imaginación o el café sabe mejor cuando hacen esos corazoncitos de amor en la espuma? Es curioso la cantidad de cosas que pueden influir en lo que sentimos».

 

 

JORJA Dawson tenía pechos. Teniendo en cuenta que él era un hombre y ella una mujer, una parte de su cerebro debía haberlo sabido siempre; por suerte, en el pasado, esos pechos nunca se habían apretado contra su torso.

«Piensa lo que te ayude a dormir por la noche».

Daniel apretó el paso en la última manzana de una carrera de ocho kilómetros. Ella había acertado, pero era imposible que supiera que él no podía dormir o que estaba harto de despertarse bañado en sudor frío con la garganta ronca de gritar. Tenía que parar aquello antes de que volviera a cometer otra estupidez en el trabajo o tuviera que buscarse otro apartamento.

Pero distraerse del problema pensando en los pechos de Jorja Dawson no era el mejor modo.

Dejó de correr y fue andando hasta una cafetería. Después de pedir, miró a su alrededor y descubrió a una mujer sentada sola al lado del escaparate. Era justo lo que necesitaba: otra mujer.

Pero entonces ella se volvió y él movió la cabeza. En otro tiempo se le daba mejor detectar la presencia del enemigo.

Ella lo miró cuando él se acercó a tomar una servilleta en la mesa de al lado de la suya.

–¿Te estás quedando conmigo?

–¿Ahora no puedo tomar un café?

–Puedes tomarlo en otra parte.

–Esta es la cafetería más cercana.

–Hay otra a dos manzanas. Esta es mía –ella volvió su atención a la pantalla de su portátil–. Es el lugar en el que trabajo los lunes, miércoles y viernes por la mañana.

–No he visto ningún cartel en la puerta –Daniel se sentó enfrente de ella–. Buenos días.

Después de un intento de seguir con lo que hacía mientras él miraba a través del escaparate a la gente que se dirigía a su oficina, ella suspiró.

–Piensas venir todos los lunes, miércoles y viernes, ¿verdad?

–Veo que no estás de buen humor por la mañana.

–¿Ese es tu plan? –ella enarcó las cejas–. ¿Vas a estar ahí siempre que me doy la vuelta hasta que me agotes y tenga que mudarme? ¡Vaya! Eso es…

–¿Eficaz?

–Iba a decir adolescente. No te imaginas la confianza que me produce saber que la ciudad está en manos de un ejemplo tan maduro del Departamento de Policía de Nueva York.

Volvió a teclear en el ordenador y Daniel se dio cuenta de que no tenía ni la menor idea de cómo se ganaba ella la vida.

–¿A qué te dedicas? –preguntó.

Ella no alzó la vista de la pantalla.

–¿Es la primera vez que sientes la necesidad de hacer esa pregunta?

–No tengo un periódico para pasar el tiempo.

–Están al lado de la puerta.

–Es algo de Internet, ¿verdad?

Ella alzó la vista desde detrás de las gafas de trabajo.

–¿Qué significa eso?

–Eres una de esas personas que informan de todos sus movimientos cada cinco minutos para que el universo sepa cuánto tiempo pasan haciendo la colada.

–Sí, la gente solo usa Internet para eso –ella tomó su café–. Es porque trabajar en la red no es un trabajo físico, ¿verdad? Todos los que no levantamos objetos pesados ni hacemos algo con las manos estamos muy bajos en tu escala neandertal de supervivencia de los mejores.

–Creo que debes disminuir la cantidad de cafeína que tomas. Me parece que ya estás cerca del límite legal.

Ella dejó la taza en la mesa y respiró hondo.

–Escribo un blog.

–¿Te puedes ganar la vida haciendo eso?

–Entre otras cosas –repuso ella.

–¿De qué trata?

–¿No tienes nada que hacer?

–No.

–Está bien –ella tomó de nuevo la taza de café y lo miró a los ojos–. Trabajo para una revista de moda y parte de mi trabajo es escribir un blog diario sobre las últimas tendencias y el tipo de cosas que pueden interesar a mujeres veinteañeras.

–Eres tan profunda como un charco superficial, ¿verdad?

–No todo gira en torno al significado de la vida. A veces es más bien cuestión de vivirla. Para algunas personas, eso implica encontrar placer en las cosas pequeñas.

–¿Como endeudarse comprando ropa?

–Como llevar cosas que les hagan sentirse bien –ella se encogió de hombros–. Supongo que es lo que sientes tú cuando te pones el uniforme que eliges.

–Yo no llevo un uniforme porque esté de moda.

–¿Quieres decir que no te sientes bien cuando lo llevas?

–Es una cuestión de orgullo por lo que hago.

–¿Y no hace que te sientas bien?

–No es así de sencillo –respondió Daniel.

Ella inclinó la cabeza a un lado y él miró sus gafas con curiosidad.

–¿Ahora se lleva el look de bibliotecaria?

–Es mejor que la imagen de atracador que das tú.

Daniel bajó la cabeza y se miró la camiseta.

–La tengo desde que empecé el entrenamiento básico. Tiene un valor sentimental.

–¿Eso no sugeriría que tienes corazón?

–Sería difícil caminar por ahí sin tener uno.

–¿Tan difícil como sobrevivir sin dormir?

Daniel la miró sin parpadear.

–Las paredes son finas –dijo ella con suavidad–. Prueba a dormir sin la televisión puesta, o al menos no veas algo con tantos gritos. ¿Qué era… la película de terror de la semana?

–¿Ya vuelves a preocuparte por mí? ¡Qué tierno! Ahora que sé que te pasas la noche con un vaso pegado a la pared, buscaré algo en el canal de naturaleza donde salga el canto de las ballenas –se levantó para alejarse, pero ella le rozó la mano con la suya–. ¿Qué?

Jo dejó caer la mano y esquivó su mirada.

–Nada.

–Si tienes algo que decir, dilo. Tengo una cita con mi jefe dentro de una hora.

Ella no contestó.

–Continúas oxidada –Daniel movió la cabeza–. Tienes que seguir practicando.

 

 

–¿Cómo va el desafío?

–¿Eh? –Jo parpadeó; las dos noches de sueño interrumpido empezaban a afectarla.

Él debía de haber movido la cama después de la conversación de la cafetería. Los gritos sonaban ahora más lejos, pero eran una pura tortura. Jo dudaba de que nadie pudiera oír a un ser humano sufrir así sin sentir su efecto emocional.

–El desafío que te puso la revista –siguió Jess–. Ese en el que tienes que llevar ropa de las páginas centrales y descubrir si las distintas imágenes cambian cómo te ve la gente. Asumo que por eso pareces hoy una vendedora de cebollas francesa. Aunque esa boina te favorece.

Sí, a Jo le gustaba la boina; era algo que podía haber elegido para sí misma, aunque esos días no podía llevar nada que no eligiera la revista.

Bajó la cabeza y ordenó las migas de su plato con el tenedor. Si le preguntaba qué causaba las pesadillas, él no se lo diría. Hasta ahí, todo normal. Lo raro era que ella no había sentido la necesidad de hablarlo con su hermana. Su familia lo quería. Si él luchaba con algo que había vivido durante su destino militar, querrían ayudarlo todo lo posible. Aunque Daniel no se lo pondría fácil.

Y Jo tenía cada vez más la impresión de que el hombre que tan antipático le resultaba no había vuelto a casa y otro había ocupado su lugar. Uno con el que podía empatizar y al que quería conocer mejor.

Aquello era muy raro.

–Tierra a Jo.

–Todo bien –respondió ella. Tomó un bocado de tarta–. Elige esta.

Olivia la miró divertida.

–Eso mismo has dicho de las dos últimas.

Jo ladeó la cabeza.

–Recuérdame otra vez por qué haces esto conmigo en vez de con Blake.

–Porque a él le interesa más la luna de miel que la tarta de boda.

Jo tomó un segundo bocado de la tarta de chocolate.

–He mentido. Elige esta.

–Sabes que el chocolate es un sustituto del sexo –comentó Jess–. Es una cuestión de endorfinas.

–Es más que eso –respondió Jo–. No tienes que preocuparte de si el chocolate te llamará; nunca te da plantón y no le importa hacerte compañía el viernes por la noche –suspiró de contento y tomó otro bocado–. El chocolate es mejor que el sexo.

Jess hizo una mueca.

–¡Y unas narices!

–Es joven –comentó Olivia–. Aprenderá.

–Si lo probara de vez en cuando, aprendería mucho antes.

–Los espanta.

Jo movió el tenedor en el aire.

–Sigo aquí, ¿vale?

Ella no tenía la culpa de asustar a los hombres. Era una mujer con mucha más experiencia de la vida de lo que hubiera sido normal en sus veinticuatro años. Una mujer independiente y trabajadora, centrada en su carrera. Si había que hacer horas extra, se ofrecía ella. En las fiestas familiares en las que la gente no quería trabajar, se ofrecía ella. Y además de su carrera, no ocultaba que no le interesaba tener una relación, aunque no estuviera dispuesta a explicar por qué. A los hombres les resultaba difícil imaginar que los necesitara para algo más que una cosa. Aunque, en justicia, había muchos a los que eso no les parecería un problema.

Hubo un pequeño debate sobre los méritos de una crema de vainilla antes de que Jess preguntara:

–¿Qué tal nuestro nuevo vecino?

–Para que fuera «nuestro vecino», tendrías que estar allí más de una vez por semana –Jo sonrió con dulzura.

–Si necesitas refuerzos, solo tienes que gritar.

–A ti te cae bien Daniel.

–Daniel cae bien a todos menos a ti –Jess se encogió de hombros–. Es lo que es y no pide disculpas por ello. Eso tiene su mérito.

–No hay nada oculto en él –asintió Olivia–. De niño su franqueza le traía problemas, pero todos confiábamos en él.

Jo guardó silencio. La tarta de chocolate se había terminado.

–¿Has tomado ya una decisión? –preguntó.

–Me inclino por distintas capas de estas tres –Olivia señaló los platos más vacíos con el tenedor.

–¿Qué es lo siguiente de la lista?

–Las flores.

La conversación volvió a los planes de boda y salieron de la pastelería para dirigirse al metro. Cuando pasaban por la biblioteca pública, Jess miró hacia los escalones situados delante de las grandes columnas griegas; varios hombres con casco y chalecos antibalas estaban reunidos alrededor de uno de los leones de piedra.

–¿Ese no es Danny?

Olivia y Jess avanzaron hacia él y Jo no tuvo más remedio que admitir, de mala gana, que el uniforme le sentaba de maravilla y le daba un aura de peligro. Por otra parte, ella siempre había sabido que él podía ser peligroso. Podía atraer a las mujeres con una sonrisa y acobardar a los hombres con solo una mirada. Ella había visto una vez aquella mirada. ¿Cuándo? ¿En el treinta cumpleaños de Tyler, al que sí se había dignado acudir? Sí, había sido allí donde un imbécil había cometido el error de tratar mal a su novia delante de él. Daniel solo había tenido que mirarlo y pedirle que respetara a la señorita y el hombre había dado marcha atrás y murmurado una disculpa.

Jo se preguntó por qué había hecho falta que lo viera de uniforme para que recordara que se había sentido impresionada por eso.

Él las saludó con una inclinación de cabeza.

–Señoritas…

Lanzó una mirada a la ropa que llevaba Jo. Aunque la mirada duró menos que un suspiro, fue seguida de un parpadeo y a continuación la miró a los ojos y le hizo sentirse… vulnerable. No sabía a qué se debía, pero sospechaba que podía deberse al hecho de recordar cosas que habría preferido olvidar.

Jess soltó una risita.

–Hola, Danny.

–Hola, guapísima.

Jo alzó los ojos al cielo al ver la reacción de su amiga a la sonrisa de él y fijó la vista en la multitud para no tener que estar pendiente de Daniel.

El corazón se le bajó a los talones.

–Tengo que irme.

–Pero ¿no íbamos a mirar las flores?

Jo miró a Olivia a los ojos.

–Te llamo luego –dijo con el tono de voz que implicaba un mensaje oculto.

–De acuerdo.

Jo se alejó sin mirar a Daniel, pero sintió la mirada de él en la espalda cuando se mezclaba con la multitud. La sensación que le producía ayudaba a explicar que tuviera un secreto con la hermana de él. Solo alguien con un secreto propio podía entender lo que implicaba sacarlo a la fría luz del día. Fijó la vista en la figura que veía moverse en el parque y se bloqueó emocionalmente en preparación para el encuentro.

Era el único modo de poder afrontar aquello.

 

 

El sueño empezaba unas horas antes del amanecer. Caras nuevas, un escenario distinto, pero el resultado era siempre el mismo. Cuando volvió a la realidad con el pulso latiéndole con fuerza y el corazón desbocado, Daniel se preguntó por qué le sorprendían los últimos añadidos. Al maldito sueño le encantaban las ampliaciones.

Se puso el pantalón de chándal y lanzó un juramento cuando se golpeó el dedo del pie con una caja de camino a la cocina. Cuando buscaba el interruptor de la luz, se quedó paralizado. Abrió la puerta del apartamento y Jo se sobresaltó y dejó caer las llaves.

–¡Maldita sea, Daniel! –exclamó.

Él se apoyó en el dintel y se cruzó de brazos.

–¿Trasnochas o madrugas?

La pregunta no necesitaba respuesta, pues ella llevaba la misma ropa que en el exterior de la biblioteca. Apartó la vista del trasero perfecto embutido en pantalones negros ceñidos que terminaban en mitad de la pantorrilla.

Jo se volvió a mirarlo con el ceño fruncido y fijó la vista en el centro del pecho de él. Daniel sintió una corriente eléctrica recorrer su cuerpo desde el punto de impacto. El hecho de que ella siguiera mirando no ayudó, sino que hizo que la sangre fluyera a su entrepierna.

–¿No se te ha ocurrido pensar que tener un policía de vecino puede implicar que te reciba con su arma reglamentaria si te oye merodeando en la oscuridad?

–La luz está encendida –argumentó ella.

–Él te ha echado de su casa, ¿verdad?

–¿A qué viene esta repentina obsesión por mi vida sexual? –ella lo miró a los ojos–. Si no te conociera, pensaría que llevas tiempo sin hacerlo.

Daniel llevaba más tiempo del que estaba dispuesto a admitir, pero no podía compartir mucho tiempo el lecho con una mujer; era mucho mejor largarse antes de correr el riesgo de quedarse dormido y ponerse en ridículo.

–¿No es un poco viejo para ti?

Ella parpadeó.

–¿De quién estamos hablando?

–Del hombre que estaba contigo en Bryant Park.

–¿Qué hombre?

Daniel no se rendía tan fácilmente.

–El hombre con el que has discutido antes de arrastrarlo hacia la estación de metro.

–¿Me has estado espiando?

–¿Crees que cuando voy de uniforme tengo que ignorar lo que ocurre a mi alrededor?

Ella suspiró pesadamente y se volvió.

–No tengo energía para esto.

–Es miércoles. Seguiremos en la cafetería.

–No, de eso nada.

Cuando ella abrió la puerta, Daniel vio que hundía los hombros como si le hubiera costado un gran esfuerzo disimular lo agotada que estaba y la proximidad de su casa le permitiera relajarse.

Jo se volvió un momento a mirarlo y lo que él vio en sus ojos le hizo fruncir el ceño. Lo reconoció porque lo había visto en los ojos de soldados en combate y de hombres que llevaban demasiado tiempo trabajando de policías.

Si los ojos de una persona eran de verdad el espejo del alma, una parte de la de ella estaba a punto de renunciar a la lucha.

Sin darse cuenta, él dio un paso al frente impulsado por la necesidad de decir algo, pero incapaz de encontrar las palabras. Con los hombres con los que había trabajado no se necesitaban. Había una comprensión silenciosa, una empatía nacida de experiencias compartidas. Un gesto de asentimiento podía decir tanto como un centenar de palabras. Una broma o un comentario sin importancia eran bienvenidos. Pero alguien tan lleno de vida como Jo no debería…

La puerta de ella se cerró y Daniel tomó una decisión. Tampoco podía hacer otra cosa. Si ella tenía problemas y su familia sabía que no había hecho nada, le arrancarían la piel. Respiró hondo, retrocedió y cerró la puerta. Necesitaría unas horas más de sueño, con suerte ininterrumpido, para preparar la batalla.

Al día siguiente se aventuraría en territorio enemigo.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

«Todos sabemos que la ropa nueva puede subirnos los ánimos. Pero ¿cuántas veces miramos a la persona que la lleva y nos preguntamos si es una muestra de que algo importante le ocurre por dentro?».

 

 

–VAMOS, Jack, contesta.

Jo se frotó la frente con los dedos para intentar espantar el dolor de cabeza. Cerró el teléfono y lo dejó en la mesa al lado del ordenador. Tendría que ir allí. Era el único modo de saber dónde estaba él.

Suspiró, tomó la taza de café y frunció el ceño por lo flojo que era. Tenía que hacer el trabajo del día en la mitad de tiempo, necesitaría un suministro continuo de cafeína.

–Se llama así, ¿verdad?

Otra taza de café se posó en la mesa. Ella parpadeó.

–¿Te gusta escuchar a escondidas?

–Llamémoslo deformación profesional –Daniel señaló la taza–. ¿Lo quieres o no?

Jo lo miró a los ojos.

–¿Por qué me invitas a café?

–Tienes pinta de necesitarlo –él apartó una silla de la mesa y se sentó.

–Hay otras mesas, ¿sabes?

Daniel no contestó. Tomó un sorbo de su café.

–No vamos a seguir donde lo dejamos anoche, si es eso lo que estás pensando –dijo ella.

–Técnicamente, ha sido esta mañana.

–Yo no me he metido en tus asuntos.

–Me alegra oírlo.

–¿Por qué no me devuelves el favor y haces lo mismo con los míos? –ella sonrió con dulzura.

Daniel tomó otro sorbo de café y no contestó.

–¿Qué es lo que quieres? –preguntó ella.

–¿En qué lío andas metida?

Ella alzó la vista.

–¿Qué?

–Contesta.

–¿Por qué te va a importar a ti si yo tengo algún problema? –ella enarcó las cejas–. Yo creía que te haría feliz la idea de que pueda aparecer tirada en un callejón.

–¿Hay alguna posibilidad de que ocurra eso?

–No sería la primera vez.

–Eso no tiene gracia.

–No, pero tengo docenas de chistes de ese periodo de mi vida si quieres reírte –alzó la barbilla–. Ahí va uno. ¿Sabes qué es lo mejor de salir con una chica sin techo? Que puedes dejarla donde te apetezca.

Daniel no se rio.

–¿Le debes dinero?

–¿A quién?

–A Jack.

–No.

–¿Entonces qué ocurre?

Jo soltó una risita.

–¿Tengo que confiar en ti porque me has invitado a un café?

–Si tienes algún problema, dímelo ahora y…

–¿Me ayudarás? –preguntó ella–. No puedes. Y aunque pudieras, tú serías la última persona a la que pediría ayuda.

–Eso lo sé –respondió él.

–¿Y por qué haces esto? –preguntó Jo.

–Dime lo que ocurre –insistió él.

El tono profundo de su voz le hizo más daño que nada de lo que había dicho o hecho en cinco años y medio para provocarla y Jo lo odió por ello. Principalmente, porque el tono fue acompañado de una suavidad nueva en sus ojos azules que transmitía la impresión de que él comprendía. Como siempre que había la más mínima posibilidad de que alguien pudiera ver a través de una de sus máscaras, Jo combatió el fuego con fuego.

–Te diré lo que pasa cuando tú me digas por qué no puedes dormir.

Jo se arrepintió de sus palabras en cuanto los ojos azules de él se convirtieron en un bloque de hielo. No debería haberle arrojado eso a la cara. Era mezquino.

–¿Por qué crees que no duermo?

–Anoche estabas despierto y todavía pareces cansado.

–Trabajo en distintos turnos y no siempre es fácil adaptarse –respondió él–. Te toca a ti.

–¿Cuántos años hace que eres poli? ¿Ocho?

–Más o menos.

–¿Cuánto tiempo tardas en adaptarte?

–He estado siete meses fuera. Solo hace uno que he vuelto.

–¿Qué pasó cuando estabas allí?

–Nos dispararon –él se llevó la taza a la boca y tomó un sorbo sin dejar de mirarla a los ojos–. Esquiva el tema todo lo que quieras, pero los dos sabemos que si quiero descubrir lo que ocultas, puedo hacerlo sin tu cooperación. Empezaré con Olivia.

Era una amenaza hueca. Jo tomó su taza de café.

–Tu hermana no te dirá nada.

–Eso implica que sabe lo que es.

–Implica que ella jamás traicionaría una confidencia.

Él frunció los labios en un amago de sonrisa.

–Ya conoces a mi familia. Si creen que algo va mal, actuarán. Y te aseguro que sus intervenciones son una verdadera juerga. No sabes lo que es estar cinco contra uno en esa familia. Y he dicho que empezaría por Olivia.

–¿Qué te hace pensar que no eres el único que no lo sabe?

–Si lo soy, acabas de ponérmelo más fácil.

Jo no había tenido experiencia con una unidad familiar hasta que había conocido a los Brannigan. Para ella, eran todo lo que debía ser una familia. Eso era parte del motivo por el que nunca había entendido por qué Daniel no los apreciaba más. Pero el comentario que había hecho sobre las intervenciones familiares explicaba por qué él prefería combatir a sus demonios solo.

Se llevó la taza de café a los labios.

–Cuando hables con ellos, no olvides mencionarles los problemas que tienes para adaptarte a tus turnos. Quizá tus hermanos puedan darte algún consejo.

–Y quizá tú deberías decirme lo que pasa antes de que esto se ponga feo –respondió él.

–Podemos pasarnos el día así.

–La siguiente ronda es tuya. Yo tomo café solo.

Jo suspiró.

–No te vas a rendir, ¿verdad?

–No es lo mío.

–Eso nos devuelve al porqué necesitas saberlo. Corrígeme si me equivoco, pero creo que no has contestado todavía a eso.

Como él no respondió, ella dejó el café en la mesa y volvió a su trabajo. Él tomó un periódico que habían dejado en la mesa de al lado. Guardaron silencio un rato hasta que Jo alzó la vista y lo vio observándola.

–¿Qué?

–¿Las gafas eran un accesorio?

Ella volvió la vista a la pantalla.

–Me duele la cabeza si trabajo mucho rato en el ordenador, pero hoy me las he dejado en casa.

–Tenías otras cosas en la cabeza.

–Puedo agrandar la letra en la pantalla, si tanto te preocupa mi visión.

Hubo otro momento de silencio.

–Solo por curiosidad –preguntó él–. ¿Qué look se supone que llevas hoy?

–Se llama gótico chic.

O al menos la revista lo había llamado así. Era la ropa más extravagante que había llevado durante el desafío.

–Antes de salir, no olvides que a los vampiros no debe darles el sol –comentó él.

Jo estiró las piernas.

–¿No te gustan las botas? –preguntó–. Son mi parte favorita.

Daniel se inclinó a un lado para examinarlas y frunció el ceño.

–¿Puedes andar con eso?

–Las mujeres no se ponen estas botas por comodidad –contestó ella.

Se inclinó y pasó las manos por el cuero reluciente. Introdujo los pulgares por el borde, que quedaba en el muslo, y tiró al tiempo que levantaba el pie del suelo. Volvió la cabeza y le sonrió como nunca le había sonreído.

–¿No hablamos ya de que la gente se pone ropa por el modo en que se siente con ella?

Daniel apretó los dientes cuando ella repitió el movimiento con las manos en la otra pierna y se echó el pelo por encima del hombro al sentarse. Sonrió y Daniel siguió su sonrisa con la vista hasta el camarero, que le sonreía a su vez.

Daniel lo miró de hito en hito, pero no era el camarero quien lo irritaba. Le molestaba lo bien que había funcionado la táctica de distracción de ella.

Todas las células de su cuerpo habían reaccionado a aquellas botas y el trozo de piel desnuda debajo de otra falda pecaminosamente corta. Pero si ella creía que podía distraerlo mucho tiempo de su objetivo, se equivocaba.

Ella apartó a un lado el ordenador y apoyó el codo en la mesa. Colocó la barbilla en la palma de la mano y se inclinó hacia delante fingiendo inocencia.

–¿Ocurre algo?

–¿Has terminado? –preguntó él con sequedad.

–¿Terminado con qué? –los ojos de ella brillaban divertidos–. Tendrás que ser más explícito.

–Dime lo que ocurre.

Jo alzó los ojos al cielo y él colocó los codos sobre la mesa y se inclinó hacia ella, mirándola a los ojos. De cerca, tenía unos ojos espectaculares. Algo grandes para su cara, pero de un marrón tan profundo que resultaba difícil saber dónde empezaba el iris.

Nunca se había fijado en eso antes.

–¿Y si te dijera que es algo privado? –preguntó ella en voz baja.

–Te diría que no se lo diré a nadie –respondió él con el mismo tono de voz.

–¿Por qué te voy a creer?

–Un hombre no vale nada sin su palabra.

–Dime por qué quieres saberlo.

Daniel dudó un momento.

–Reconocí lo que vi en tus ojos antes de que cerraras la puerta esta mañana. Lo he visto antes.

–¿Qué viste? –susurró ella.

–Resignación.

Ella lo miró y parpadeó.

–Si me conocieras bien, sabrías por qué no quiero hablar de ello. La gente tiene secretos por algo.

Volvió a su ordenador y Daniel miró en dirección a la calle y se preguntó qué haría él si estuviera en su lugar. Seguramente lo mismo. De hecho, ya lo estaba haciendo. Ambos se negaban a abrirse al otro.

–¿Quieres otro café? –preguntó ella.

Daniel negó con la cabeza.

–Creo que iré a la comisaría a buscar fotos de Jack antes de que empiece mi turno.

Jo suspiró pesadamente.

–Escarba todo lo que quieras. Te digo desde ya que solo hay un modo de que te enteres y ese modo no está ahora ni estará nunca a tu alcance.

–Ya me estás desafiando otra vez.

Daniel se levantó, puso una mano en la mesa y la otra en el respaldo de la silla de ella. Cuando ella alzó la vista, él sonrió con la misma sensualidad que había sonreído ella cuando hacía el numerito de las botas.

–Cuando quiero algo, nada se interpone en mi camino –le dijo en voz baja e íntima–. Si me lo pones difícil, lo desearé más y me esforzaré el doble por conseguirlo. Así que puedes seguir haciendo lo que haces, pero no digas que no te lo he advertido.

Retiró las manos y se volvió. Ella podía interpretar sus palabras como quisiera. Si llegaba a la conclusión de que no se refería solo al secreto que guardaba, él no podría jurar que se equivocaba.

 

 

El estilo gótico acabaría con ella o conseguiría que la detuvieran. Para empezar, los pies la estaban matando, pero de haber sabido que acabaría recorriendo a pie todo el barrio en busca de Jack, se habría cambiado. Y en lo referente a ser detenida, tal vez se sintiera agradecida. Aunque los cargos tuvieran que ver con pasar mucho tiempo parada en una esquina mientras intentaba averiguar dónde se hallaba, podía consolarse pensando que estaba a salvo dentro de un coche patrulla. Miró por encima del hombro y le pareció ver a alguien moverse en las sombras. Apretó el paso.

Si Daniel la veía allí le echaría un sermón.

Recordó lo último que le había dicho en la cafetería. No era posible que hubiera querido insinuar lo que ella imaginaba. Aunque lo peor había sido la reacción de ella. En vez de enfadarse, se le había acelerado el pulso y había tenido que apretar los muslos. Ningún hombre le había causado nunca un efecto erótico tan inmediato.

Cruzó de acera sujetándose con las manos el largo abrigo negro en un intento por ocultar lo que llevaba debajo. Se detuvo delante de una puerta y miró el cartel de neón antes de abrirla. Si Jack no estaba allí, no lo buscaría más.

–¡Vaya, hola, guapa! ¿Quieres venir aquí y…?

Jo miró de hito en hito al hombre que tenía delante.

–Llevo spray de pimienta y no me da miedo usarlo.

No llevaba, pero él no lo sabía.

–Mikey, deja en paz a la señorita –dijo una voz desde detrás de la larga barra de madera–. Está muy fuera de tu alcance.

Jo se acercó sonriente.

–Hola, Ben.

–Hola, Jo. ¿Cómo está mi mejor chica?

–Bien. ¿Él está aquí?

Ben asintió.

–En la parte de atrás.

–¿Debe algo?

–Tenemos un trato contigo, ¿no?

–Gracias, Ben.

Jo se abrió paso entre la multitud con un suspiro. La esperaba la inevitable discusión sobre si era hora de irse o no lo era. Sabía lo que diría él y las excusas que pondría. Había vivido esa escena incontables veces.

Por muy lejos que consiguiera alejarse de su pasado, siempre podía contar con que Jack le recordaría sus raíces.

La idea de que Daniel pudiera hacer lo mismo…

Se riñó a sí misma. Ya estaba bien de pensar en él. Empezaba a tener la sensación de que lo llevaba consigo a todas partes.

 

 

Daniel apoyó la cabeza en la pared y frunció el ceño. Cualquier sentimiento de culpabilidad que hubiera podido tener por haberla seguido desapareció a los cinco minutos de que Jo llegara a su destino.

¿En qué narices se había metido?

Esperó a ver si salía del octavo bar a los dos minutos, como había hecho en los siete primeros. Cuando pasaron veinte y estaba contemplando la idea de cruzar la calle, se abrió la puerta.

El hombre retrocedió un paso tambaleante mientras ella le ayudaba a meter el brazo en la manga del abrigo. Luego Jo colocó el brazo de él sobre sus hombros, lo tomó por la cintura y lo guió por la acera.

¿Qué hacía con un hombre así? Aparte de que le doblaba la edad, no debería estar con alguien al que tenía que ir a buscar por los bares. Una mujer tan guapa como ella, tan lista como ella y que podía excitar tanto a los hombres…

Daniel apretó los dientes con fuerza y pensó en buscar la estación de metro más cercana. ¿Por qué le importaba lo que hiciera ella? Pero antes de que pudiera alejarse, el hombre se tambaleó de lado, hizo chocar a Jo contra la pared y algo se desató en el interior de Daniel.

Metió una mano debajo del cuello para sacar la placa que llevaba colgada en una cadena y cruzó la calle. Cuando llegó hasta ellos, puso una mano con firmeza en el hombro de él y lo empujó un par de pasos hacia atrás.

–Policía –apuntó a Jo con un dedo–. Y tú quédate donde estás.

Ella lo miró con incredulidad.

–¿Ahora te dedicas a seguirme?

–Soy poli, ¿recuerdas? ¿Qué pensabas que iba a hacer?

–Eres increíble.

–Y tú eres muy afortunada de haber tenido un guardaespaldas las dos últimas horas teniendo en cuenta dónde estás. ¿Por qué narices vienes aquí sola? ¿Sabes la cantidad de disparos que hay a diario en este barrio? –el hombre dio un paso tambaleante y Daniel lo miró con fijeza–. Yo que tú no lo haría, amigo. Yo te diré cuándo puedes moverte.

El hombre bajó la cabeza y habló con voz pastosa.

–No puedes hablarle a mi…

–¡Cállate, Jack! –intervino Jo. Miró a Daniel–. ¿Cómo te atreves?