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No había nada más humillante que tener que pagar por una cita... Pero Anne Davis necesitaba desesperadamente un acompañante para asistir a la fiesta de aniversario de sus padres. Creyó encontrar al candidato perfecto en una subasta de solteros. Arrebatadoramente atractivo y de clase trabajadora, era el hombre ideal para hacerse pasar por su pareja durante dos días. Lejos de ser un trabajador humilde, Sean Murphy era un sofisticado hombre de negocios europeo que había hecho del placer un arte. Y placer era lo único que podía y quería ofrecerle a la hermosa mujer que lo compró en la subasta...
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Seitenzahl: 262
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos 8B
Planta 18
28036 Madrid
© 2008 Leslie Kelly
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
El arte del placer, nº 418 - junio 2024
Título original: Heated rush
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, c aracteres, l ugares, y s ituaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788410628502
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Si pudiera elegir entre meterse un pincho ardiendo por la nariz o asistir sin un acompañante al trigésimo quinto aniversario de sus padres, Annie Davis no dudaría ni un segundo en buscar una cerilla. Pero su única opción estaba en su talón de cheques y en la cantidad que podría gastarse para evitar un destino peor que una nariz chamuscada.
—Dos mil quinientos dólares —le susurró a su amiga Tara. Era lo máximo que podía permitirse si quería seguir pagando las facturas y comiendo el mes próximo.
Las dos estaban sentadas al fondo del salón de baile del hotel Intercontinental. Tara había acudido a la subasta benéfica de solteros únicamente para prestarle apoyo moral. Sus ingresos como aspirante a actriz y como ayudante ocasional en la guardería Baby Daze, de la que Annie era propietaria, ni siquiera le permitirían participar en una subasta de solteros de tercera categoría…. y mucho menos en uno de los hoteles más lujosos de Chicago.
Tampoco Annie podría permitirse un despilfarro semejante, pues su cuenta de ahorro sólo estaba para casos de emergencia. Pero la desesperación la había empujado hasta allí. No podía ir a casa de sus padres sin compañía masculina y recibir la compasión de las mujeres de la familia y las bromas de los hombres, sobre todo de sus hermanos. Por no mencionar las inevitables preguntas sobre su falta de acompañante, cuando toda la familia sabía que había estado saliendo con un hombre guapo y apuesto durante varias semanas.
¿Cómo podía mirar a sus padres a la cara y decirles que aquel hombre guapo y apuesto estaba casado y engañaba a su mujer? Antes, se metería otro pincho por la nariz. Tal vez sus exiguos ahorros fueran un pequeño precio para evitar convertirse en un kebab humano…
No. Ni hablar. No a menos que Johnny Deep apareciera en el escenario para ofrecer un fin de semana de lujuria carnal a la puja más alta.
—Hasta ahora nadie ha pujado por menos de tres mil dólares —le recordó Tara. La pequeña y dinámica morena, normalmente tan fresca y descarada, parecía más pesimista que de costumbre—. Ni siquiera por ese imbécil con pinta de cobardica que ha hecho el ridículo con su striptease casero.
Annie se estremeció de asco al recordarlo. Ojalá pudiera borrar de su cabeza la patética imagen de aquel veinteañero rubio y pálido por el que ni siquiera las mujeres sentadas en primera fila habían mostrado el más mínimo interés. Antes de llevar a alguien así a conocer a sus padres le pagaría un puñado de dólares a cualquier vagabundo que quisiera pasar un fin de semana en un pequeño pueblo de Estados Unidos.
¿Y por qué no?
La idea no era tan descabellada, y sería mucho más barato que aquella exclusiva subasta.
—Tal vez debería echar un vistazo por los bancos del parque. Seguro que habrá más de uno dispuesto a acompañarme por menos de dos mil quinientos pavos.
—Estás desesperada, pero no hasta el punto del suicidio —comentó Tara.
—¿Acaso sería más arriesgado que irme con cualquiera de éstos? Por muy caros que sean, también son unos completos desconocidos.
La única diferencia estaba en que los tipos de la subasta desfilaban y se pavoneaban delante de una multitud de mujeres ricas y medio borrachas en el salón de baile de un hotel de lujo. Sí, se ofrecían como acompañantes a la mejor postora para pasear por la playa, ir de picnic, una cena romántica… pero para Annie seguían siendo desconocidos.
Además, ni siquiera estaba segura de que pudiera convencer a uno de esos codiciados solteros para que la acompañara a casa de sus padres.-
—Una situación desesperada exige medidas desesperadas —le dijo Tara, que parecía estar leyéndole la mente.
—Podría buscar en una agencia de acompañantes.
Tara respondió con un bufido.
—Claro, preséntate en casa de tus padres con un gigoló. Les encantará.
—No tendría por qué ser alguien horrible. Podría ser un hombre apuesto, amable, cortés…
—¿Cuántas veces has visto El día de la boda? —golpeó a Annie en el brazo con el folleto de la subasta—. No existen profesionales así en la vida real.
—Pero necesito un plan B —insistió Annie, consciente de que el tiempo se le acababa. ¿Algún joven decente que estuviera en la cola del paro? Mientras tuviera todos sus dientes y no le faltara ningún miembro, su familia no tendría por qué saber que no era el mismo hombre con el que había estado saliendo.
O incluso si le faltara un miembro… Podría haber sobrevivido a un trágico accidente.
Sí, eso. Un heroico superviviente… La idea era tan tentadora que había desmenuzado el programa de la subasta en busca de algún bombero, policía o integrante de un equipo de salvamento. Su padre estaría muy complacido.
Su familia no sabía a lo que se dedicaba su ex novio, Blake. No sabían casi nada de su relación con él. Tan sólo que Annie se había enamorado hasta la médula de un hombre alto, moreno y atractivo. Pero ni siquiera sabían qué aspecto tenía, de modo que cualquiera podría hacerse pasar por aquel tipo tan maravilloso del que le había hablado a su familia.
Bueno, cualquiera menos el maravilloso tipo en cuestión, quien había resultado ser un embustero, un sinvergüenza y un…
—Deja de pensar en Blake —la interrumpió Tara.
—¿Desde cuándo puedes leer el pensamiento?
—Eres increíblemente transparente, Annie… Cada vez que piensas en él, se te contrae el rostro, te muerdes los labios y parece que quieras matar a alguien —se encogió de hombros y tomó un trago de cerveza—. Claro que también tienes ese aspecto cuando te estás peleando con una de las supermamás. Pero ninguna de ellas está aquí ahora.
Las «supermamás» era el nombre que le habían puesto a las clientas más difíciles de Annie. No eran muchas, pero sí conformaban un grupo ultraorganizado de madres ambiciosas y arrogantes que veían a las cuidadoras del Baby Daze como paseantes de perro sobrepagadas. Como si vigilar a un niño pequeño no fuera más que cambiarle el pañal.
—Tú misma has admitido que no estabas enamorada de él… Ni siquiera llegasteis a acostaros.
—Gracias a Dios —no podría haber estado más agradecida de su intuición cuando descubrió que el supuesto divorciado seguía casado y dispuesto a engañar a su mujer.
—Pues olvídalo.
—Ya lo he olvidado. Casi. Sólo tengo que sobrevivir a este fin de semana y entonces podré fingir que nunca lo conocí.
—Dime otra vez por qué no quieres contarle lo sucedido a tu familia. Al fin y al cabo, no fue culpa tuya.
—Conociste a mis padres cuando vinieron a visitarme la primavera pasada… ¿De verdad tengo que responderte?
Tara frunció los labios y negó lentamente con la cabeza. Annie era la única hija de una familia pueblerina y muy protectora. Lo único que sus padres querían para ella era que se casara y empezara a tener hijos. Si descubrían que su niña pequeña había tenido una aventura con un hombre casado, le exigirían que renunciara a sus ambiciones en la gran ciudad y se volviera al pueblo para instalarse definitivamente con algún hombre decente.
—Olvida que te lo he preguntado.
—Voy a contratar a alguien para que haga de novio, les demostraré a todos que soy muy feliz con mi pareja y luego iré informando por teléfono de mi paulatina ruptura.
Satisfecha con su plan, agarró su bebida y siguió dándole vueltas a un posible plan alternativo. El hombre que se hiciera pasar por su novio no tenía por qué ser arrebatadoramente guapo. Podía ser mucho más normal y discreto que aquellos solteros que se subastaban para apoyar una obra benéfica. Tanto ella como su familia sabían que la belleza era un concepto muy relativo y nada objetivo. Sin ir más lejos, su hermano Jed los había convencido el año anterior de que había conocido a la futura Miss America. La chica era realmente adorable, pero el único título al que podría aspirar era a Miss Michelín.
De modo que tal vez pudieran pensar que ella había exagerado al presumir de novio. O que estaba locamente enamorada, igual que lo había estado su hermano. No había por qué presentarles a un hombre como… como…
Como él.
Una vez más, como llevaba haciendo toda la noche, su mirada se posó en el programa que yacía abierto sobre la mesa. No habían pasado ni dos minutos desde que le echara el último vistazo, lo máximo que había durado sin mirar al Soltero numero veinte. Miembro de un equipo de salvamento. De carácter afable y natural. Un héroe en toda regla. Absolutamente perfecto.
Y además era guapísimo.
El corazón volvió a darle un brinco al contemplar sus ojos azul oscuro. Igual que le había pasado cuando lo vio por primera vez en el folleto. Un completo desconocido cuyo nombre ignoraba, pero cuyas facciones le resultaban tan familiares como su última fantasía erótica.
Pómulos marcados, nariz recia, mandíbula esculpida en granito… En una oreja, se veía un pequeño pendiente de oro. Sus labios se curvaban ligeramente en una sonrisa letal, tan sexy como su pelo largo y negro recogido en una coleta. El brillo de sus cabellos y el resplandor violeta de sus ojos azules debían de ser obra de un fotógrafo profesional con la última versión del Photoshop.
¿Y qué? No tenía la menor posibilidad de ganarlo. Estaba muy por encima de sus posibilidades.
Pero tampoco quería ver quién se lo quedaba. Ni siquiera quería verlo en carne y hueso, porque la foto debía de estar retocada. Era imposible que un hombre fuese tan atractivo en persona.
Pero antes de que pudiera moverse Tara le señaló el escenario, donde la presentadora estaba anunciando el momento culminante de la noche. El Soltero número veinte.
—Esta subasta era tu mejor opción, y el siguiente soltero es tu última oportunidad. No la dejes pasar.
—Deberíamos irnos —dijo Annie, echando la silla hacia atrás—. Esto no va a funcionar.
—Vamos, ¿para qué está el dinero? Las dos sabemos que llevas esperando a este hombre toda la noche.
¿De verdad había sido tan descarada? Tara la conocía muy bien, pues fue la primera amiga que hizo cuando se mudó a Chicago, cinco años atrás. Pero su familia siempre le había recomendado que no jugara al póquer, ya que mostraba sus emociones con la misma ostentación con que las señoras ricachonas exhibían sus joyas.
—¿Te has fijado en lo vacía que se ha quedado la sala? —le preguntó Tara, intentando convencerla con un tono tranquilo y razonable—. La mitad de las mujeres se han marchado después de la última puja por el empresario.
Sí, Annie se había dado cuenta, pero no lo entendía.
—No me explico por qué —murmuró. Diez minutos antes, cuando el Soltero número diecinueve fue adjudicado por la escandalosa suma de veinticinco mil dólares, el público había empezado a dispersarse, como si casi todas aquellas mujeres ataviadas con sus mejores galas sólo hubieran acudido a la subasta por aquel hombre.
El empresario de ojos marrones era muy guapo, sí, pero en opinión de Annie no le llegaba ni a la suela de los zapatos al último soltero de la noche.
—Seguro que la puja ha ahuyentado a casi todo el mundo, porque significa que por el siguiente van a pedir cincuenta mil dólares, por lo menos.
—No lo creo —dijo Tara—. Las de la jet set se han marchado. Mira quién queda en la sala… Chicas normales y trabajadoras como tú y yo.
Annie echó un rápido vistazo alrededor y se preguntó si Tara tendría razón. Aquello parecía más la hora feliz en cualquier pub que una de las subastas más exclusivas de la ciudad.
Tara golpeó el rostro del soltero número veinte con la punta de una uña pintada de rojo.
—Puedes conseguirlo, Annie. Y sabe Dios que te lo mereces.
Tal vez…
—Mira su foto y dime que no es el mejor de todos —le ordenó Tara—. ¡Consíguelo o no volveré a dirigirte la palabra!
Había días en los que aquella amenaza sería una auténtica bendición, pero en aquel momento Annie estaba demasiado nerviosa para pensar en ello.
El resto del público permaneció en silencio mientras la presentadora empezaba a leer la biografía del último soltero. A Annie se le aceleraron los latidos, la sangre le hirvió en las venas y empezó a respirar con dificultad, mareándose un poco.
—Puedes ofrecer más de dos mil quinientos dólares —le susurró Tara.
—¿Quieres que vacíe mi cuenta de ahorros? —murmuró ella. ¿Cuánto dinero tenía en esa cuenta?
—Saquea la hucha del jardín de infancia. Los críos no echarán en falta más rompecabezas con las letras del abecedario. Además, ya sabes cuánto odian esos estúpidos juegos educativos.
—¡Shhh!
Exasperada por la lentitud de la presentadora, miró hacia la cortina negra con la esperanza de advertir algún movimiento. Una parte de ella quería escapar antes de llevarse un chasco, pero otra parte aún mayor quería ver si aquel hombre era real.
—Compartiré mi salario contigo si corres peligro de morirte de hambre —dijo Tara, y esbozó una pícara sonrisa—. Pero creo que quedarás tan saciada con tu adquisición que no tendrás hambre en absoluto.
Annie sacudió la cabeza para desechar semejante posibilidad.
—No es más que un trabajo. Un fin de semana para que mi familia me deje en paz sin que descubran la verdad sobre…
—Blake la alimaña.
Exacto.
—No es nada personal. He aprendido la lección y no volveré a dejarme engañar por un hombre guapo y de verbo fácil. Tienes ante ti a una mujer con la libido bajo control.
Lo dijo totalmente en serio. Se sentía fuerte y segura de sí misma, convencida de que podía hacer frente a cualquier situación.
Pero entonces se abrió la cortina y apareció un dios de pelo negro. Incluso a aquella distancia Annie pudo ver un brillo malicioso y sensual en su expresión.
En la foto no se apreciaba la anchura de sus hombros ni su imponente estatura. Iba impecablemente vestido con un esmoquin que parecía hecho a medida.
Annie se obligó a guardar la calma y el sentido común y a proceder con cautela. Tenía que empezar por una cantidad pequeña.
Pero entonces el soltero saludó a la audiencia con una sonrisa letal y sus ojos violetas destellaron a la luz de los focos. Sus apetitosos labios prometían susurros prohibidos y seducción sin límites a todas las mujeres presentes en la sala. Especialmente a Annie.
Y de repente la libido tomó control de su cuerpo, la hizo ponerse en pie y proferir un grito a pleno pulmón.
—¡Cinco mil dólares!
Una sola puja. Había sido adjudicado a la primera y única puja que había gritado una mujer rubia al fondo de la sala.
Sean Murphy no había sido el hombre más caro de la subasta. Ese honor le había correspondido al tipo que lo había precedido, integrante de un equipo de salvamento o algo así. Pero sí estaba completamente seguro de que nadie había ofrecido cinco mil dólares antes de que la presentadora hubiera abierto la puja.
Era lo único bueno de aquella noche tan absurda. Eso y que al menos no lo hubieran vendido por menos de lo que se había pagado por algunos de aquellos impresentables.
—Muchas gracias de nuevo, señor Murphy, por habernos ayudado esta noche. Hemos recaudado una gran suma de dinero, gracias a la cual muchos niños sin hogar tendrán unas felices navidades este invierno.
Sean asintió a la mujer que dirigía la recaudación benéfica, una bonita morena de aspecto cansado que se llamaba Noelle o algo parecido. Se había esforzado durante toda la subasta para mantener un ambiente profesional y cortés, lo que no era nada fácil teniendo en cuenta las actividades programadas para aquella noche.
—Ha sido un placer.
Ser exhibido y vendido ante una jauría de mujeres hambrientas. No pudo evitar un suspiro al pensar en lo que había hecho y en la respuesta que iba a recibir de su padre. Desde su casa en Irlanda, el viejo siempre estaba consultando los principales periódicos por internet para seguir los movimientos del mercado internacional. Si aquella subasta aparecía en las páginas de sociedad, lo esperaba otra vez el consabido sermón de siempre: «Eres la vergüenza de la familia. Vuelve a casa inmediatamente y haz todo lo que yo te diga si quieres que te perdone».
—¿A quién debo agradecerle que hayas accedido a participar en la subasta? —le preguntó Noelle.
Mmm…. Sean se preguntó qué diría aquella mujer si supiera que se lo había pedido una de las esposas ricas y aburridas de Chicago a las que él visitaba cuando estaba en el país. Ahora sólo era una amiga, pero había sido su primera clienta seis años antes en Singapur. Su marido lo había contratado para acompañarla, protegerla y… mantenerla ocupada.
Sean no había entendido en qué consistía el encargo hasta que la mujer empezó a seducirlo.
Al final todos estuvieron contentos con el acuerdo. El empresario consiguió que su mujer lo dejara en paz mientras él se dedicaba a tejer sus redes financieras. La mujer obtuvo los servicios sexuales de un joven de veintidós años, novato pero muy interesado en aprender, que acabó enamorándose perdidamente de ella. Y Sean ganó una valiosísima experiencia sexual y emocional, sobre todo cuando ella acabó dándole calabazas.
No sólo experiencia, sino también dinero. Mucho dinero.
—¿Señor Murphy? —Noelle seguía esperando su respuesta.
¿Cuál sería su reacción si le dijera la verdad? ¿Se le insinuaría? ¿Le metería mano? ¿O le pararía los pies? En los años que había pasado viajando por el mundo y conociendo a un sinfín de mujeres, se había encontrado con respuestas y opiniones de todo tipo sobre su estilo de vida. Pocas personas conocían la verdad sobre su vida o sobre él, pero sí había muchos prejuicios al respecto. A veces intentaba corregir la impresión errónea, pero por lo general no se molestaba en dar explicaciones, y mucho menos a una total desconocida.
—Una amiga me habló de la recaudación y me preguntó si me gustaría ayudar —se limitó a responder.
Noelle sonrió, aceptando gustosamente la explicación.
—Eso es genial. Muchos de nuestros participantes fueron obligados por sus hermanas o colegas.
Sean tenía el presentimiento de que el tipo que había sido adjudicado antes que él pertenecía a esa categoría. Parecía tan incómodo en su esmoquin como él lo habría estado con un mono de trabajo y un sombrero de paja. O peor aún, encerrado en un aula con un montón de críos chillones.
Un esmoquin, en cambio, le resultaba tan natural como una segunda piel. Tanto, que a veces sospechaba haber empezado a vestirlos con pañales.
—Vamos a celebrar una pequeña recepción para que las postoras y sus solteros se conozcan y empiecen a intercambiar impresiones.
¿Impresiones? Agendas. Números de teléfono.
Métodos anticonceptivos favoritos…
Estaba harto y aburrido de todo aquello. Tal vez algunas mujeres habían acudido a la subasta sin esperar otra cosa que una velada agradable a cambio de prestar su apoyo a una causa benéfica.
Pero no todas… Ni mucho menos.
—Si me disculpa, tengo que volver al trabajo —dijo la organizadora, fijándose en una voluntaria aparentemente despistada que estaba guardando montones de billetes en una caja fuerte.
Ante ella, moviendo los dedos con impaciencia, estaba la mujer morena que había pagado una escandalosa suma por el soltero número diecinueve.
Era muy atractiva. Pequeña pero con muchas curvas. Y joven. Sean se sintió un poco más animado y optimista al verla, pero no mucho. No había más que ver al grueso del público, compuesto principalmente por mujeres mucho mayores y de aspecto más… exigente.
—Que pase una buena noche —se despidió Noelle mientras se alejaba.
Sean murmuró un agradecimiento y se dirigió hacia la recepción, dispuesto a acabar con ello cuanto antes. Quería ver a la mujer con la que pasaría una velada aquel fin de semana, pues lo único que había podido ver desde el escenario iluminado había sido una cabeza rubia asomando desde el fondo de la sala.
No sería difícil imaginarse la clase de velada que su compradora esperaba de él. Le bastaría medio minuto para ver si la mujer sabía por quién había pujado realmente.
En realidad, ya se imaginaba la respuesta, teniendo en cuenta la suma que había ofrecido sin esperar siquiera a que la presentadora sugiriera una cantidad inicial. Quizá por ello nadie más se había atrevido a pujar, por temor a la determinación que despedía su voz y al dinero que estaba dispuesta a gastar.
De modo que seguramente aquella mujer rubia había oído hablar de él. Quién era, de dónde venía y qué hacía.
Pero dudaba de que cualquier rumor que hubiese oído se asemejara mínimamente a la verdad, y confiaba en que esa rubia no se hubiera gastado una pequeña fortuna con la esperanza de despertarse a su lado a la mañana siguiente.
Nada podía garantizar un servicio semejante… a menos que él así lo deseara. No importaba quién fuera la mujer en cuestión ni su cuenta corriente. Si Sean no se sentía atraído por ella, su papel se limitaba al de acompañante, guía, intérprete o incluso guardaespaldas. Los demás podían pensar lo que quisieran, ya fueran los maridos viejos y adinerados que querían mantenerlas «ocupadas» o el propio padre de Sean.
Levantó deliberadamente sus defensas y entró en la pequeña sala donde las parejas charlaban en los rincones en penumbra. Algunas de las mujeres reían con más entusiasmo de la cuenta, mientras que sus acompañantes no sabían dónde meterse. Muchos de ellos debían de ser veinte años más jóvenes que sus compradoras, pero la escandalosa diferencia de edad se reducía considerablemente gracias a la cirugía estética.
Sólo un puñado de parejas parecía mantener una conversación normal… una que no implicara los intentos de la ganadora por que su recién adquirido soltero la llevara a una suite del hotel en vez de ir de picnic al parque.
Sean paseó la mirada por la sala, convencido de que reconocería el pelo de su compradora aunque no reluciera tanto como bajo los focos del salón de baile.
No tardó en localizarla. Una mujer, sola, rubia, joven… Joven de verdad, no a base de cirugía. Y al acercarse a ella vio que además era guapa. Muy guapa. Tenía un rostro bonito y lozano, con unos grandes ojos azules y una nariz respingona que debía de estar salpicada de pecas bajo el maquillaje.
Pero su aspecto no era tan despampanante ni agresivo como el de aquellas ricachonas con pinta de pirañas asesinas, lo que hacía suponer que además de belleza tenía personalidad.
Tal vez hubiera esperanza… Siempre que al abrir la boca no pareciera una de esas descerebradas y patéticas imitadoras de las estrellas de Hollywood.
No, no parecía ser el caso. A juzgar por su vestido de seda amarillo, su pelo corto y sujeto con una cinta en la nuca y las escasas joyas que llevaba, parecía ser una mujer sencilla y deliciosamente natural.
Entonces ella lo vio y sus labios rosados se abrieron en un gemido ahogado. Sus ojos, tan azules como los acianos silvestres que crecían en su Wicklow natal, se encontraron con los suyos y Sean supo que tenía razón.
Estaba nerviosa. Y no era en absoluto como el resto de depredadoras que llenaban la sala.
Pero sí era atractiva… Muy atractiva.
De repente, aquella absurda subasta de solteros no le pareció a Sean tan mala idea.
—Buenas noches —murmuró Sean al llegar junto a la mujer que lo había comprado—. Lamento haberte hecho esperar.
—¡Tienes acento!
Sean soltó una risita.
—Tal vez seas tú quien lo tenga.
—Oh, Dios mío, he sido increíblemente grosera, ¿verdad? —le ofreció una mano tan diminuta que desapareció en el interior de la mano de Sean—. Soy Anne Davis. Y tú eres…
—Sean. Sean Murphy.
—Igual que Bond —murmuró ella—. James Bond.
—No exactamente —replicó él—. Yo nunca digo: «Murphy. Sean Murphy». Además, Bond era inglés.
—¿Y tú no?
—No, por Dios.
La mujer se mordió el labio, como se diera cuenta de que lo había ofendido.
—Lo siento. Es que me gustan mucho las películas antiguas, y me has recordado a Sean Connery.
Al menos tenía gusto para el cine, aunque no tuviera muy buen oído para los acentos.
—Sean Connery es escocés.
Viéndola tan avergonzada pensó que no debería tomarle el pelo, pero no pudo evitarlo. Parecía un poco más joven que él, alrededor de veinticinco años, y ofrecía una imagen encantadora. Sobre todo cuando intentaba encontrar algo que decir sin meter la pata.
—¿Y se puede saber qué eres tú?
—Un hombre, o al menos eso me han dicho. Irlandés. Un hombre por el que has pagado.
Ella retiró la mano, como si acabara de darse cuenta de que él seguía sosteniéndola, y se la llevó a la cara para frotarse la sien.
—No se me dan muy bien estas cosas.
—Te estoy tomando el pelo —admitió él.
—Eso tampoco se me da bien —le advirtió ella, frunciendo el ceño—. Mi hermano mayor se despertó una mañana con un pescado crudo en la boca por haberme llamado Miss América cuando tuve mi primera regla.
Su bonito rostro se cubrió de rubor y se tapó la boca con la mano.
—Dime que no he dicho lo que acabo de decir…
Sean no pudo evitar una sonora carcajada.
—Me temo que sí.
—Tengo que salir de aquí.
Sean se interpuso en su camino para impedir que se dirigiera hacia la puerta. Aquella mujer le gustaba más a cada momento, y no sólo por su belleza.
—Prefiero el marisco… y a ser posible que no esté crudo.
—¿Me disculpas mientras me escondo debajo de una mesa?
—No, nada de eso, céadsearc —la agarró del brazo y notó la suavidad de su piel y el agradable olor a melocotón.
Reacio a perderla de vista, la llevó a un rincón oscuro junto al bar. Tenía el presentimiento de que saldría huyendo si no manejaba la situación con cuidado. Pero no lograba imaginarse por qué una mujer se gastaría cinco mil dólares para pasar una noche con él y luego esfumarse a las primeras de cambio.
—¿Qué me has llamado? —le preguntó ella.
—»Corazón mío» —admitió Sean.
—Eso es sexista.
—Las americanas siempre estáis en guardia… Sólo ha sido una palabra de afecto.
—¿Cómo puedo ser tu «corazón» si acabamos de conocernos?
—No eres «mi» corazón —aclaró él—. Pero no me importaría que lo fueras, viendo las sonrisas que me has provocado en los últimos minutos… aun arriesgándome a acabar con un pescado crudo en la boca —añadió con otra sonrisa mientras le soltaba el brazo—. Estoy impaciente por conocerte, Annie Davis.
Lo dijo en serio, pero sus propias palabras le sorprendieron. Normalmente no bajaba la guardia tan rápido, pero aquella mujer tenía algo que le hacía olvidar su faceta más sofisticada e hipócrita. No estaba intentando seducirla con modales refinados ni palabras bonitas. Simplemente estaba hablándole con toda franqueza y naturalidad, algo que rara vez podía hacer con las mujeres. Por lo general, las mujeres le pagaban para que dijera lo que ellas querían oír. Cualquier cosa menos un «no». No toleraban de buen grado una negativa, aunque él no tenía el menor reparo en ofrecerla.
—Se supone que tenemos que conocernos, ¿no? —dijo él—. Háblame de ti.
Esperó sin poder imaginarse cómo respondería aquella rubia que olía a melocotón y que lo observaba con expresión dubitativa.
—Esa palabra que has dicho… ¿qué idioma es?
—Irlandés. Algunas personas lo llaman gaélico.
Ella frunció el ceño.
—¿Puedes hablar sin acento?
—Aún no hemos corroborado que tenga acento —murmuró él. Por algún motivo le gustaba provocarla, aunque se estuviera jugando un pescado crudo.
Ella apartó la mirada y frunció sus bonitos labios.
—Nunca me habría imaginado que tuviera acento.
—¿Quién?
—Tú.
—¿Cómo dices?
—Quiero decir… él.
—Te lo pregunto otra vez. ¿Quién?
—No importa. Estaba hablando de ti… el hombre que quiero que seas, si estás dispuesto.
Sean suspiró.
—Creo que necesito una copa. ¿Quieres una?
Ella rechazó el ofrecimiento y Sean avisó al camarero. Le señaló una botella de whisky y le hizo un gesto con los dedos para que le sirviera uno doble.
Segundos después, tenía la copa en la mano, servida por una atenta camarera con una minifalda negra. La chica le sonrió tímidamente, le rozó la mano con la suya por más tiempo del escrupulosamente necesario para servirle la copa y se alejó con un marcado contoneo de caderas.
—Qué mala educación…
—¿Qué?
—Esa camarera me ha ignorado por completo. No me ha ofrecido una copa y ni siquiera se ha dignado a mirarme. Como si yo no estuviera —puso los ojos en blanco—. Le ha faltado poco para rasgarse el uniforme y escribir su número de teléfono en esos pechos operados.
—¿Cómo sabes que son operados?
—Oh, vamos… —empezó ella, pero entonces debió de advertir la ironía de Sean y le preguntó lo mismo—. ¿Cómo lo sabes tú?
—Oh, vamos… —respondió él de igual manera.
Un brillo fugaz destelló en sus ojos azules y sus labios se curvaron mínimamente.
A Sean le gustó aquel atisbo de humor y la recorrió con la mirada de arriba abajo. Aparte de su bonito rostro, su peinado sencillo y su discreto atuendo, se fijó en la delicada forma de sus pechos bajo el vestido de seda. Sus curvas eran tan naturales y perfectas como el resto de su persona.
Muy lentamente tomó un sorbo de su copa.
Sus hombros y brazos parecían fuertes y al mismo tiempo deliciosamente frágiles y esbeltos. Todo su cuerpo estaba proporcionado y su estatura encajaba a la perfección con la de él. Le bastaría con echar ligeramente la cabeza hacia atrás para que él la besara.
Y de repente lo invadió un deseo casi incontenible de besarla.
—Parece que tienes mucha experiencia con las mujeres —comentó ella, sin parecer muy complacida por la observación.