3,99 €
La piloto Amanda Bauer siempre ha aspirado a una vida llena de aventuras… sexuales. Afortunadamente para ella… ¡ve realizado su deseo con los juegos perversos que practica con el atractivo Reese Campbell! Después de un primer encuentro explosivo, acuerdan citarse cada par de meses y vivir cortos intervalos de fantasía y sexo salvaje, sin compromisos. Y lo mejor de todo… nadie lo sabe. ¡Nadie!Todo es perfecto… ¡hasta que aparecen en YouTube!
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 267
Veröffentlichungsjahr: 2024
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos 8B
Planta 18
28036 Madrid
© 2010 Leslie A. Kelly
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Juega conmigo, Elit nº 423 - agosto 2024
Título original: play with me
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788410741478
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Si te ha gustado este libro…
12 de octubre, día del descubrimiento
—¿Sabes cuál es tu problema?
Reese Campbell ni siquiera levantó la mirada cuando se abrió la puerta de su despacho y la voz familiar de su extremadamente cotilla y autoritaria tía abuela acabó de golpe con lo que había sido una relativamente tranquila mañana de octubre. Porque aquélla era una pregunta cargada de mala intención.
Mmm… ¿Problema? ¿Qué problema? ¿Él tenía un problema?
¿Que lo hubiesen empujado de cabeza a un empleo para el que no había estado preparado, que no había previsto, que ni siquiera había querido? Eso bien podía ser un problema.
¿Que lo hubiesen empujado de cabeza a ese trabajo porque su padre había muerto inesperadamente a la edad de cincuenta y cinco años? Aparte de constituir toda una tragedia, eso sí que era un verdadero problema.
¿Y tener que batallar con competidores que lo habían despreciado desde el preciso instante en que tuvo que hacerse cargo de una gran empresa cervecera cuando aún no había cumplido los treinta? Ése era otro problema.
¿Tener que lidiar con empleados que no gustaban de los cambios que estaba implementando en el negocio familiar? Un problema más.
¿Tener que romper una relación porque a su pareja le había molestado que él hubiera tenido que asumir de pronto tantas obligaciones? Problema también.
¿Caminar por la cuerda floja con miembros de su propia familia que exhibían una gran diversidad de pareceres, desde los que le pedían que dejara la empresa tal como estaba hasta los que criticaban los esfuerzos que estaba haciendo por seguir los pasos de su padre? Ése, ciertamente, era un problema bien gordo.
—¿Me has oído?
Finalmente se dignó prestar atención a su tía abuela Jean, que nunca había visto una puerta cerrada que no hubiera querido abrir de par en par. Forzó una sonrisa mientras contemplaba su gorro rojo y su chaquetilla de lentejuelas. Lo de envejecer con dignidad era algo que a su tía nunca le había entrado en la cabeza. Y lo de guardarse sus opiniones para sí misma, tampoco.
—Te he oído.
—¿Y bien? ¿Lo sabes o no?
Lo que sí sabía era por qué se lo preguntaba: porque no quería escuchar una respuesta. Las preguntas retóricas como aquélla eran siempre el preámbulo de sus brutales intrusiones en la vida privada de cada cual. Se recostó en su sillón.
—En cualquier caso, estoy absolutamente seguro de que estás a punto de decírmelo tú.
—Descarado… —repuso, cerrando la puerta—. Te aburres. Tienes veintinueve años y te estás asfixiando. Llevas dos años sin respirar una sola bocanada de aire puro.
Se quedó muy quieto, callado. Receloso. Porque, hasta el momento, su excéntrica y dogmática tía abuela tenía razón al cien por cien.
Se estaba asfixiando. Era un verbo que describía bien la vida que llevaba en aquellos días. Y la frecuente sensación que tenía de que un peso insoportable había aterrizado sobre su pecho y seguía allí, impidiéndole moverse.
Tal y como acababa de decirle su tía, no podía respirar. Y sus pensamientos habían vuelto al preciso instante en que una carretera resbaladiza y una curva cerrada habían cambiado para siempre tanto su propia vida como la de su familia.
—Necesitas un poco de excitación. Una aventura. ¿Cuánto tiempo hace que no te practicas sexo?
Reese se llevó un puño a la boca y tosió.
—Tía Jean…
—Oh, por favor, no te hagas el melindroso. Necesitas acostarte con alguien.
—Diablos, tía, ¿es que no sabes hacer bizcochos o calceta o cualquier otra actividad normal en una tía abuela?
Pero la anciana lo ignoró.
—¿Te has acostado con alguien desde que aquella chica estúpida de Tate intentó enfrentarte con tu familia? —sin esperar una respuesta, continuó—: Tienes que hacer algo aparte de soportar a tu madre deprimida, a tus hermanas que no dejan de pelearse entre sí y a tu hermano futuro delincuente juvenil.
Reese se tensó visiblemente.
—Oh, no te hagas el indignado conmigo, sabes que es cierto. Los quiero tanto como tú, son mi familia. Pero incluso las manzanas del mismo árbol albergan a veces algún que otro gusano.
A aquella mujer le encantaban las metáforas.
—Tienes que tener una aventura.
—De acuerdo, ya lo capto. ¡Marchando una aventura! ¿La encargo por Internet? Conozco una buena dirección: volvamonoslocos.com.
—Te advierto que no eres tan mayor como para que no puedas llevarte un bofetón.
Una sonrisa asomó a los labios de Reese.
—La única vez que me diste uno fue cuando te eché unos renacuajos en el caldero del ponche, justo antes de que dieras una fiesta.
Un brillo de diversión iluminó los ojos de su tía.
—Pues vuelve a hacerlo.
—¿Perdón? —frunció el ceño.
—Haz el gamberro. Haz algo divertido. Manda al diablo esa imagen tuya de cauto hombre de negocios y vuelve a ser el rebelde con mala leche que eras.
¿Rebelde con mala leche? ¿Él? ¿El mismo tipo al que habían elegido Joven Empresario del Año?
—Ya. Claro.
No sabía qué sonaba más extraño: si que él fuera realmente esa persona, o que su tía abuela hubiera utilizado la expresión «rebelde con mala leche». De todas formas, acababa de preguntarle cuándo había sido la última vez que se había acostado con alguien… una pregunta sobre la que prefería no reflexionar demasiado.
—No creas que me he olvidado de que tuve que pagar una fianza para sacarte de la cárcel en medio de unas vacaciones de Semana Santa. Ni que en la fiesta de fin de curso del instituto te presentaste del brazo de dos chicas. Ni que contrataste a una stripper para que actuara en la casa del director.
Oh. Aquellas gamberradas. Reese parecía haberse olvidado de su pasado.
—Antaño, el mundo era un recreo para ti. Un campo de juegos. Vuelve a jugar otra vez.
¿Jugar? ¿Y desentenderse de sus responsabilidades?
Reese miró los documentos que tenía sobre su escritorio. Había una montaña de órdenes de entrega, instancias, cheques de pago, papeleo jurídico… todo lo cual estaba esperando su atención. Su firma. Su tiempo.
Y luego estaba su calendario personal, repleto de obligaciones familiares: mandar a reparar el coche de su hermana, hablar con el psicólogo de su hermano… hacer todas esas cosas típicas de padre que supuestamente tendría que seguir haciendo durante una década más por lo menos.
Todo responsabilidad suya.
No, ésa no era la vida que había imaginado que acabaría llevando. Pero era la vida que tenía. Y no había nada que pudiera hacer para remediarlo.
—Me he olvidado de cómo se hace —masculló.
Su tía no dijo nada durante un buen rato. Luego, aquella mujer mayor, cuya desbordante energía tanto desmentía su edad, soltó una pequeña carcajada. Había un matiz extraño en aquella voz, travieso y reservado al mismo tiempo.
—No sé qué es lo que estás tramando, pero ya puedes irte olvidando de ello —le dijo Reese.
—¿Yo? —se hizo la ofendida—. ¿Qué podría hacer una pobre mujer como yo?
La conocía demasiado bien como para dejarse engañar por su falsa humildad. Llevaba jugando aquella carta desde más tiempo del que podía recordar, lo cual había acarreado la perdición de más de un miembro incauto de la familia.
—Pienso dejar una nota a la policía diciendo que, en caso de que llegue a secuestrarme una tropa de payasos, hablen inmediatamente contigo.
Su tía chasqueó los labios.
—¿Payasos de circo? ¿Es eso todo lo que se te ocurre? Me ofendes. Está claro que me subestimas.
—Tía Jean…
Ignorándolo, se dirigió hacia la puerta. En el último momento, sin embargo, se volvió para mirarlo.
—Tengo una absoluta confianza en ti, querido. No dudo de que cuando se presente la ocasión adecuada, sabrás aprovecharla.
Y después de lanzarle un beso con un tintineo de las carísimas pulseras que adornaban su flacucho brazo, se marchó. Reese quedó libre para retomar su trabajo. Pero, en vez de ello, dedicó unos cuantos minutos a reflexionar sobre lo que su tía abuela acababa de decirle.
No dudaba de que tenía razón sobre el hecho de que estaba aburrido. De que se sentía asfixiado. Sofocado. Pero su solución, la de cometer alguna locura, no era la respuesta. No para la vida que estaba llevando ahora. No cuando era tanta la gente que contaba con él. Su familia. Sus empleados. Su difunto padre.
Además, tampoco importaba. Hasta el momento no se le había presentado la oportunidad de jugar, por utilizar el verbo que había utilizado ella. La palabra incluso había desaparecido de su vocabulario.
Y, francamente, no veía que eso fuera a cambiar muy pronto.
Halloween
Debería haber sido un vuelo rutinario.
El trayecto de Pittsburgh a Chicago era uno de los itinerarios más cortos de Clear–Blue Lines. En un reactor LearJet 60, el tiempo de viaje era inferior a una hora. Hacía un tiempo perfecto, el cielo parecía talmente el dibujo a cera de un niño: de un azul intenso, salpicado por unas pocas nubes blancas de algodón, sin una sola gota de humedad en el aire. Fresco, que no frío, era el día otoñal más espléndido que habían tenido en ese año.
Los chicos de la torre de control estaban de buen humor, y el Lear, en perfecto estado de forma, era una delicia de maniobrar. Amanda Bauer también se encontraba de buen humor, sobre todo porque aquél era uno de sus días favoritos: Halloween.
Por eso mismo debería haber sospechado que algo acabaría saliendo mal.
—¿Qué eso de que la señora Rush ha cancelado el viaje? —inquirió, ceñuda, mientras se pegaba el móvil a la oreja, al pie de la escalerilla del avión. Tuvo que taparse el otro oído para ahogar el ruido del aparato más cercano—. ¿Estás segura? Llevaba siglos diciendo que quería hacer este viaje.
—Lo siento, chica, este mes tendrás que prescindir de tu viaje con las millonarias —dijo Ginny Tate, el alma mater de Clear–Blue. La mujer, de mediana edad, hacía de todo en la compañía: desde programar citas y hacer reservas hasta mantener el sitio web de la empresa. Ginny era tan buena discutiendo con los mandamases del aeropuerto como asegurándose de que el tío Frank, el fundador de la pequeña línea aérea, tomara su medicación diaria contra el colesterol.
En suma, era Ginny quien llevaba la empresa, de manera que lo único que tenían que hacer Amanda y su tío Frank, actualmente socios de la compañía al sesenta y cuarenta por ciento respectivamente, era volar. Lo cual les venía de perlas.
—La señora Rush me dijo que una de sus amigas tenía gripe y que no quería marcharse por si también ella la hubiera pillado.
—Oh, vaya —masculló Amanda, lamentando de veras la noticia. Porque había tenido verdaderas ganas de volver a ver a aquel divertido grupo de ancianas estrambóticas. La señora Rush, viuda heredera de una vasta fortuna, era una de sus clientes habituales.
La millonaria y sus amigas, que oscilaban entre los cincuenta y los ochenta años, se marchaban de viaje de fin de semana cada dos meses. Siempre reclamaban a Amanda como piloto, ya que prácticamente la habían adoptado en su grupo. Habían volado a Las Vegas para jugar en los casinos. Y a Reno para jugar en los casinos también. Y al Caribe con ese mismo objetivo. Con unos cuantos balnearios como destinos intermedios.
Amanda no tenía idea de lo que el grupo había planeado hacer en Chicago para Halloween, pero estaba segura de que habría sido algo muy divertido.
—Me pidió que te dijera que lo lamentaba. Y que ya se inventará un viaje dentro de unas semanas para compensarte.
—No bromeaba, claro.
—Claro que no. Ya sabes lo poco que duran los billetes en su cartera.
Una observación exacta. Desde que perdió a su marido, aquella mujer parecía haberse consagrado a la tarea de gastar su fortuna con la mayor rapidez posible. El señor Rush no había vivido lo suficiente para disfrutar de los bien ganados frutos de sus esfuerzos, así que, en su recuerdo, la viuda pretendía gozarlos al máximo. Cero remordimientos: ése era su lema.
La señora Rush no tenía nada que ver con ninguna otra persona que hubiera conocido y menos con su familia. Era de Stubing, Ohio, y simbolizaba la típica mentalidad estrecha, provinciana, de gente sacrificada y sufridora. Y que por eso mismo nunca había podido hacer carrera de ella.
Amanda había empezado por rebelarse cuando estaba en el colegio y lideró una revuelta de alumnos contra el menú del comedor. Desde entonces, las cosas habían seguido su curso natural, Para cuando entró en el instituto, sus padres ya estaban pensando en meterla en un internado… cosa que no pudieron hacer por falta de medios. Y para cuando se graduó con un expediente disciplinario solamente igualado por un alumno que terminó en prisión, ya se habían resignado.
Ignoraba por qué siempre le había gustado tanto meterse en problemas. Quizá porque «problema» siempre había sido una palabra fea en su casa, casi una palabrota. El camino prohibido siempre resultaba mucho más excitante que el fácil y recto.
Sólo había un miembro del clan Bauer que se le parecía: el tío Bauer. Su lema era «vive hasta que se te encienda el piloto rojo del tanque de gasolina y sigue adelante. Ya tendrás tiempo para descansar en la eternidad».
Vivir a fondo, correr riesgos, viajar, no esperar a que te vengan las cosas, salir a buscarlas. Y no dejarse atar por nadie. Ésas eran las lecciones que Amanda había aprendido en su vida, a fuerza de escuchar las historias de su tío Frank, el hermano de su padre, al que tanto desaprobaban los demás miembros de su familia. Les disgustaba especialmente de su persona que pareciera tener una tendencia especial a emparejarse. Porque ya eran cuatro las veces que había recorrido el pasillo hasta el altar.
Desafortunadamente, había pisado la sala del juzgado de divorcios con la misma frecuencia.
Tal vez no fuera muy afortunado en amores, pero para Amanda era la persona más fiel y leal del mundo. Ella se había presentado en su casa tres días después de graduarse en el instituto y se había quedado. Para alivio de sus padres.
Frank la había acogido en su casa e incluso había adaptado su estilo de vida de playboy por ella, cosa que no habría tenido necesidad de hacer. Por mucho que a su padre le disgustara esa vida, a Amanda no había podido importarle menos con quién se acostara o se dejara de acostarse su tío.
Desde el primer día, había adoptado un papel pseudopaternal y la había presionado para que estudiara en la universidad. Se había asegurado de que acudiera sistemáticamente a casa para ver a sus padres. Pero también le había enseñado el mundo. En aquellos primeros tiempos, le había abierto tanto los ojos que ni siquiera había querido cerrarlos para dormir.
Le había regalado el cielo… y las alas para explorarlo al enseñarle a volar. Finalmente, la había incorporado como socia a su pequeña línea aérea regional y juntos habían triplicado y hasta cuadruplicado sus beneficios.
Su éxito había tenido un precio, por supuesto. Ninguno de los dos había tenido demasiada vida social desde entonces. Incluso su mujeriego tío había vivido para el trabajo desde que ampliaron su ámbito de acción a la costa este, dos años atrás.
En cuanto a Amanda, aparte de tener una fantasía my activa, se aburría mortalmente cuando no volaba. Prueba de ello era su decepción al enterarse de que no iba a pasar aquel día con un grupo de ancianas que refunfuñaban prácticamente sobre todo, desde sus perezosos hijos hasta los pelos de las orejas de sus maridos. Bueno, todas menos la señora Rush, que solía recordarles bruscamente que deberían sentirse contentas de los pelos de las orejas de sus maridos, porque al menos todavía tenían maridos que pudieran tenerlos.
—Bueno, menudo Halloween fantástico que me espera… —suspiró.
—Cariño, si sentarte en un avión a escuchar el parloteo de unas viejas millonarias sobre sus últimas inyecciones de colágeno es tu mejor plan para pasar un Halloween…
—Lo sé, lo sé —sonaba patético. Y uno de aquellos días necesitaría hacer algo al respecto. Esforzarse por volver a tener vida social de verdad, en vez de enterrarse en su trabajo catorce horas diarias y pasarse las otras diez pensando en todas las cosas que haría si tuviera tiempo para ello…
Imaginándoselas incluso.
Cerró los ojos, deseosa de desterrar ese pensamiento. Podía tener una fantasía muy activa. Pero no le convenía ejercitarla durante su horario de trabajo.
El problema era que, desde que se había dado cuenta de lo peligrosa que era para los corazones de los hombres… no había vuelto a sentir ganas de acostarse con ninguno.
Su última relación había terminado mal. Fatal. Y todavía no había podido superar los remordimientos.
—Qué lástima. A la señora Rush le habría encantado tu disfraz.
—Oh, Dios, no me lo recuerdes… —le pidió Amanda con un gruñido.
Si se lo había puesto, había sido precisamente por las damas. La señora Rush le había ordenado que se relajara y disfrutara en aquel viaje.
Tragando saliva, Amanda miró su alrededor, esperando que no hubiera nadie lo suficientemente cerca como para que pudiera fijarse en su atuendo. Necesitaba entrar cuanto antes en el avión y cambiarse, porque aunque sabía que su conjunto habría hecho las delicias de sus pasajeras, no tenía ninguna gana de que la vieran los trabajadores o los mozos del aeropuerto. Para no hablar de que, aunque hacía un tiempo excelente, estaban en octubre y se le estaba congelando el trasero.
El uniforme de Clear–Blue que solía llevar era sobrio y profesional: pantalón azul marino y camisa blanca almidonada. A la mayoría de los clientes les gustaba. Pero las ancianas del grupo estrambótico siempre se habían metido con ella por eso. No habían dejado de insistirle en que necesitaba ponerse ropa más femenina.
Volvió a mirarse la ropa y no pudo reprimir una sonrisa. Pocos atuendos podían ser más femeninos que aquel antiguo uniforme de azafata, con sus botas de cuero altas y su pantalón corto que apenas le llegaba al comienzo de los muslos.
Parecía recién salida de un clásico anuncio de líneas aéreas de los años setenta.
Había buscado la ropa por Internet y había tenido suerte. La blusa psicodélica le estaba algo ajustada, aunque no era precisamente una pechugona, y el primer botón del chaleco de poliéster no había podido abrochárselo. Pero el pantalón cortísimo de satén le sentaba perfectamente, y las botas eran tan fantásticas que no dudaba de que volvería a lucirlas sin el uniforme.
—Pero antes de que empieces a preocuparte pensando que has malgastado el día —le dijo Ginny, volviendo a adoptar su tono profesional de costumbre—, que sepas que no has hecho el viaje en balde. Te he conseguido un pasajero, un ejecutivo con rumbo a Chicago.
—¿En serio? ¿Has conseguido un pasajero en Pittsburgh y en sábado? —le preguntó, sorprendida. Pittsburgh no era un destino tan bueno como Orlando o como Hartsfield International. La señora Rush era el único cliente que recogían con regularidad en aquella parte de Pensilvania, y la mayor parte de los ejecutivos no contrataban vuelos chárter en fin de semana.
—Sí. Cuando la señora Rush me llamó, aprovechó para comentarme que un ejecutivo de allí necesitaba viajar urgentemente a Chicago. Ella le puso en contacto con nosotros con la esperanza de que pudieras ayudarlo. Yo le dije que no tendrías ningún problema en llevarlo.
Perfecto. Un trayecto bien aprovechado. Y además podría estar de vuelta a tiempo de asistir a la fiesta de Halloween que solía organizar cada año su amiga Jazz.
Pero luego reflexionó. Sinceramente, era bastante más probable que terminara quedándose en casa, devorando palomitas mientras veía una película de terror. Porque Jazz, Jocelyn Wilkes, su mecánico jefe en Clear–Blue y la amiga más íntima que había tenido nunca, era una loca cuyas fiestas siempre acababan desmadradas. Y Amanda no estaba de humor para una gran fiesta salvaje con un montón de desconocidos.
Para ser sincera, habría preferido una fiesta pequeña igualmente salvaje pero reducida a un dormitorio… y con un solo invitado, aparte de ella misma. Era una lástima que el único invitado de su habitación gastara pilas y tuviera un aterrador manual ilustrado de instrucciones escrito en coreano.
—¿Manda? ¿Todo bien?
—Absolutamente —respondió, desterrando aquellos desquiciados pensamientos—. Me alegro de poder ganarme el sueldo hoy.
Ginny soltó una risita.
—Te lo ganas cada día, cariño. No sé lo que haría Frank sin ti.
—El sentimiento es definitivamente recíproco.
Era verdad. Amanda detestaba pensar en lo que habría sido de ella si no hubiera escapado al pequeño, agobiante y claustrofóbico mundo en el que había vivido con una familia que tanto había desaprobado su comportamiento. Y que tanto se había esforzado por cambiarla.
Tenía casi tanto en común con sus fríos y reprimidos padres y su servil hermana como… bueno, con la azafata hippie de los setenta que probablemente habría lucido ese uniforme. Evidentemente, en la lotería genética, le habían tocado más genes de la variante loca, inquieta y temeraria de su tío que de la seca, formal y conservadora de sus padres.
Tenía varios «ex» que podían testificarlo. Uno seguía llamándola de vez en cuando, medio borracho, para recordarle que le había roto el corazón. Pero incluso eso era mejor que pensar en el último tipo con el que se había liado. Se había enamorado de ella. Amanda se había creído su frase de «esto es mejor que dormir solo». Además de eso, había intentado hacerle sentir algo más simulando una sobredosis. Amanda se había quedado aterrada, sobrecogida por la culpa… hasta que él le confesó lo que había hecho y por qué. Sólo entonces había reaccionado con más furia que compasión.
Y para empeorar las cosas, todavía había tenido la caradura de quedar como el bueno de la relación. Los oídos todavía le pitaban con las acusaciones que le había lanzado sobre lo fría e insensible que era.
«Mejor ser fría e insensible que un psicópata mentiroso y manipulador», pensó. Pero también era mejor quedarse sola antes que arriesgarse a liarse con otro tipo así. De ahí lo de su vibrador coreano.
Alguna gente estaba hecha para el compromiso, tener una familia, esas cosas… Y otra gente, como su tío Frank, no. Amanda era igual que él; todo el mundo lo decía. Incluido su tío.
—Será mejor que te prepares. Tu pasajero llegará pronto.
—Ya. Definitivamente necesito cambiarme de ropa antes de aquel algún hippie me proponga que nos coloquemos juntos y hagamos el amor, que no la guerra, en alguna concentración por la paz —replicó Amanda.
—Por favor, por mí no te cortes.
Aquello no lo había dicho Ginny.
Amanda se quedó helada, con el teléfono pegado a la oreja. Tardó un segundo en procesar la información, pero su cerebro finalmente sintonizó con su oído y se dio cuenta de que había escuchado una voz desconocida.
Masculina. Grave, ronca. Y cercana.
—Tengo que dejarte —murmuró al teléfono, y lo cerró antes de que Ginny pudiera responder.
Desvió entonces la mirada y vio un par de zapatos a menos de un metro de donde se encontraba, a la sombra del Lear. Dentro de aquellos zapatos había un hombre de pantalón gris oscuro. Tuvo que reconocer que le sentaba muy bien cuando fue alzando lentamente la mirada y vio sus largas piernas, sus caderas estrechas, su estómago plano.
Sí que estaba bien hecho… Sintió un nudo en la garganta, se le secó la boca. Se obligó a tragar saliva y continuó mirándolo.
Camisa blanca de vestir, desabrochado el botón del fuerte cuello. Brazos gruesos, con bíceps que tensaban la tela. Anchos hombros, de uno de los cuales colgaba una chaqueta de traje sujeta por unos dedos largos y finos.
Y luego la cara. Oh, qué cara… Mandíbula cuadrada, pómulos definidos. Frente ancha, pelo castaño dorado agitado por la brisa. Y tenía además una boca increíblemente bonita curvada en una sonrisa. Una gran sonrisa que insinuaba una incontenible carcajada acechando tras aquellos labios sensuales. Sospechaba que detrás de aquellas gafas negras sus ojos también se estaban riendo.
Riéndose de ella.
Uno de los más hombres más guapos que había visto en toda su vida acababa de oírla pronunciar una estupidez sobre hippies y amor libre. Y además con aquel disfraz que llevaba…
—Supongo que debería haberme traído los pantalones campana y la camisa de flecos con el símbolo de la paz.
Amanda simuló un ceño desaprobador.
—Llevas el pelo demasiado corto, y limpio —chasqueó los labios—. Y además sin bigote…
A la sonrisa sensual sucedió una carcajada igualmente sensual. Doble problema.
—Detesto admitirlo, pero tampoco soy un fan de Bob Dylan.
—¡Vaya lata! Si me dices que no sabes cantar Blowin’ in the Wind a la guitarra, me temo que tendré que empujarte bajo las ruedas de aquel 777 que estás viendo allí.
—¡Paz! —alzó ambas manos—. Realmente me gustan tus trapos, colega. Son super.
Amanda soltó una carcajada. Le caía bien aquel desconocido, a pesar de su azoro inicial.
—Supongo que sabrás que hoy es Halloween.
—Ya, algo había oído. Eso podría explicar por qué de camino para acá me encontré con un grupo de Hannah Montanas y Bob Esponjas.
—No sé qué es más triste: que los chicos tengan la maldita costumbre de hacer gamberradas si no reciben regalos en este día… o que tú sepas quiénes son Hannah Montana y Bob Esponja.
—Tengo sobrinos y sobrinas —explicó él.
Un punto más a favor del tipo atractivo. Y ya llevaba un millón sólo por ser tan condenadamente atractivo. También advirtió que había dicho que tenía sobrinos y sobrinas, y no hijos. ¿Soltero?
Vio que miraba los aviones, y los pocos empleados del aeropuerto que corrían de acá para allá bailando el vals de los equipajes.
—Así que… ¿no hay más invitados a la fiesta de disfraces?
Sólo ella. Qué suerte la suya.
—Se suponía que tenía que venir una cliente habitual, que me hizo prometer que me disfrazaría para la ocasión. Te aseguro que este no es mi uniforme habitual de trabajo.
—Diablos. Y yo que me había hecho la ilusión de haber descubierto la verdadera razón de la popularidad de los vuelos chárter… Está claro que no es la de evitar las largas colas para acceder al embarque, sino los pantalones cortísimos y las botas altas.
Amanda sacudió la cabeza.
—Me temo que no es así. Pero no te olvides de que tendrás derecho a algo más que medio vaso de cocacola caliente y cuatro galletitas saladas.
—De acuerdo, me has convencido. Subimos cuando quieras.
Amanda suspiró de pronto, reconociendo lo que hasta el momento le había pasado desapercibido. Por un minuto o dos, había sido capaz de convencerse a sí misma de que un sensual desconocido que pasaba por allí la había visto y se había acercado a hablarle.
¿Un desconocido paseando por la pista privada del aeropuerto? Dudoso.
—Oh, vaya… No me digas que eres tú el pasajero al que estoy esperando.
—Si te diriges a Chicago, creo que sí —le tendió la mano—. Reese Campbell.
Maldiciendo la fiesta de Halloween y aquella estúpida ropa de época que había comprado por Internet, le estrechó la mano.
—Amanda Bauer.
Su primer contacto le transmitió una oleada de calor, un fogonazo de placer tan inesperado como sorprendente. El apretón se prolongó una fracción de segundo más de lo que habría sido de esperar en un saludo entre desconocidos. Y, aunque totalmente apropiado, Amanda se sorprendió pensando en todos aquellos otros contactos que echaba de menos de un hombre, en todos los contactos inapropiados que hacía tiempo que tenía, como la sensación de una mano masculina recorriendo su cuerpo…
Había experimentado una punzada de deseo. Increíble, pero cierto.
Se le quedó mirando fijamente, intentando distinguir sus ojos a través de sus gafas de sol y preguntándose si habrían reflejado el brillo de interés que seguramente exhibían los suyos. Y también si ella podría hacer algo al respecto si él correspondía a ese interés.
«Contrólate», se ordenó.
Retiró la mano a su pesar y se alisó los pantalones. Sintió un cosquilleo en la punta de los dedos. Sospechaba que tenía las palmas húmedas de sudor. Aspirando profundamente para tranquilizarse, forzó una sonrisa.
—Bueno, gracias por haber elegido Clear–Blue. A nosotros…
—¿Nos encanta volar, y lo demostramos?
Amanda tardó un segundo en registrar que se trataba del viejo eslogan de las líneas aéreas Delta, de los setenta. Dejó de sonreír. Aquel tipo era demasiado guapo como para ser a la vez inteligente e ingenioso. Y coquetear además con ella.
«Podrás soportarlo. No te agobies. Mantén un tono profesional».
Ya, profesional. Cuando iba vestida para una orgía de los setenta y el tipo era todo un bombón.
—Será un viaje rápido —le dijo, señalando la escalerilla y haciéndose a un lado para que subiera primero.
No pensaba hacerlo ella, sobre todo teniendo en cuenta lo cortos que eran los shorts. Llevaría las nalgas bien cubiertas siempre y cuando no se moviera demasiado. Si subía aquella escalerilla con él detrás, podía ocurrir de todo. Aquellos pantalones eran demasiado pequeños hasta para llevar tanga, que no llevaba, por cierto.
—Espera —le dijo él, deteniéndose en el primer escalón—. ¿No vas a desearme «un buen vuelo»? ¿Ni siquiera un «bienvenido a bordo»?
No lo hizo. Estaba empezando a perder la paciencia. Vio que sacudía la cabeza y volvía a chasquear los labios.
—Vaya, no es precisamente un recibimiento muy cálido que digamos. ¿Todavía no lo has pillado? ¿No es ése el eslogan de otra línea aérea que…?
—Un eslogan más y te vas andando a Chicago.
Vio que se subía las gafas, sobre su cabello despeinado. Tenía los ojos de un azul que rivalizaba con el del cielo. Y, sí, tenían un brillo de humor. Y de flirteo. Maldijo para sus adentros.
—Entendido. Pero prométeme que me dirás la famosa frase de «¿Té, café o yo misma?». Por lo menos una vez. Me encanta ese libro. Por favor…
Amanda se esforzó por lanzarle una mirada ceñuda, pero el brillo de sus ojos se lo impidió. Un irreprimible impulso le hizo esbozar una mueca y ordenarle:
—Sube de una vez, anda.
—De acuerdo. Sospecho que estoy a punto de experimentar algo especial en el aire —recitó el eslogan de Southwest aerolíneas.
Amanda soltó un gruñido.
—¿Te das cuenta de que estás quedando como un auténtico friqui por conocer todos esos antiguos eslóganes?
El insulto no hizo mella alguna en él.
—¿Friqui, eh? —echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada. El innato buen humor desbordaba a aquel hombre sensual que, aunque vestido como un ejecutivo, no se parecía a ninguno que Amanda hubiera conocido antes—. Algo me dice que éste va a ser un viaje que no voy a olvidar fácilmente —recitó de nuevo, con un brillo cálido e invitador asomando a sus ojos azules.
Amanda sólo pudo suspirar mientras lo veía subir al avión. Y preguntarse por cómo terminaría aquel viaje. Café y té podía ofrecerle, tenían a bordo, pero… ¿sólo eso? Bueno, hasta el momento nunca había intentando ligar con ningún cliente. Hasta el mismísimo tío Frank la mataría si la viera hacerlo: jamás mezclaba el placer con los negocios.