3,49 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 3,49 €
El neoyorquino Ryan Stoddard no sabía qué era más perversamente ardiente, el ambiente de Savannah, Georgia, o la misteriosa mujer a la que había ido a buscar. Aunque Jade Maguire le resultaba increíblemente atractiva, Ryan no podía dejarse distraer de la misión que lo había llevado hasta allí... demostrar que aquella seductora era una ladrona. Pero cuando consiguió que ella bajara la guardia, no sospechó lo peligroso que podía resultar aquel juego... Además de sorprenderse, Jade se alegró de que Ryan Stoddard la encontrara. Sus claras insinuaciones le proporcionaron el modo perfecto de comenzar su venganza. Jade planeaba tentarlo... y seducirlo, para después dejarlo con las ganas. Pero a medida que fue conociendo al sexy Ryan, empezó a temer que sería ella la que ansiaría algo más...
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 256
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2004 Leslie Kelly
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
En el calor de la pasión, n.º 199 - julio 2018
Título original: Wickedly Hot
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com
I.S.B.N.: 978-84-9188-855-0
Lynnette Grayson había encontrado finalmente a la mujer perfecta para su nieto Ryan, y estaba decidida a juntarlos le gustara a él o no.
—Es morena, como más le gustan —murmuró mientras enumeraba sus cualidades—. Inteligente, sin duda. Alta y esbelta, con expresión misteriosa...
Y, sobre todo, era interesante.
Ryan estaba demasiado cómodo y relajado en su apartamento de Manhattan. Dedicado por entero a su trabajo en una importante empresa de arquitectura, salía con muchas mujeres y no sentía nada especial por ninguna.
Necesitaba a alguien que le supusiera un reto.
—Alguien que lo espabile un poco —dijo Lynnette, recordando la horrible mujer de hielo que Ryan había invitado a cenar la última vez que sus abuelos fueron a la ciudad.
Su nieto no era una persona fría, pero aquella ciudad grande e impersonal lo había hecho olvidarse de sus orígenes. Su familia era gente apasionada y fascinante, rápidos en el amor y fieles para siempre. Ella misma incluida, admitió Lynnette con una sonrisa. Había hecho esperar a su marido para casarse, pero había sabido que Edward era el hombre de su vida en cuanto él la tomó de la mano.
—Las mujeres de hoy en día no tienen ningún misterio —añadió con un suspiro de disgusto—. No tienen delicadeza ni rasgos peculiares.
Excepto Jade Maguire, la joven de Savannah a quien había conocido la semana anterior.
Jade era exactamente lo que Ryan necesitaba. La mujer perfecta que aparecía en el momento perfecto. Ryan tenía treinta años y ya iba siendo hora de que se estableciera y formara una familia. Sus otros nietos estaban felizmente casados, pues todos ellos habían seguido la tradición familiar al enamorarse perdidamente de la persona adecuada nada más conocerla, y ella no descansaría hasta que le ocurriera lo mismo a Ryan. Era el mayor de sus nietos y, aunque nunca lo admitiría en voz alta, su favorito.
Por desgracia, tenía el presentimiento de que iba a mostrarse un poco testarudo.
Ya había intentado emparejarlo con anterioridad y los resultados habían sido bastante... desafortunados. Pero en esa ocasión era distinto, porque esa vez no lo estaba invitando para un fin de semana habiendo invitado al mismo tiempo a una joven que conoció en el banco. Ni tampoco estaba celebrando una fiesta cuyos únicos invitados eran Ryan y la nieta de una amiga. Esa vez no se trataba de la florista, ni de la maestra de escuela, ni de aquella encantadora jovencita que se dedicaba a vender casas. Ninguna de ellas le había resultado a Ryan interesante, y mucho menos lo habían enamorado a primera vista.
No, esa vez había elegido sabiamente. Una historiadora, amante del arte, que había montado su propio negocio. Un negocio que, al igual que ella, era apasionante, singular y misterioso.
Jade Maguire dirigía una de esas agencias que se dedicaban a organizar escalofriantes recorridos turísticos por la vieja ciudad sureña de Savannah. Lynnette nunca había realizado uno de esos paseos, pero su parte aventurera le decía que seguramente le encantaría recibir un susto de muerte en una calle a oscuras por la noche. Jade les había contado unos cuentos de fantasmas estremecedores cuando fue a ver a Lynnette para recuperar el cuadro que colgaba sobre la chimenea.
—¿Quién lo hubiera dicho? —murmuró Lynnette, mirando la pared vacía donde había estado el hermoso retrato de una joven—. Nosotros también robábamos la propiedad ajena.
El tatarabuelo de Lynnette había robado el cuadro de una hacienda sureña durante la Guerra Civil. Jade había presentado pruebas evidentes: cartas, la copia de un artículo de un viejo periódico, e incluso la copia de la factura escrita a mano por el pintor.
Jade les había pedido a Lynnette y a su marido que consideraran la posibilidad, ahora o en un futuro próximo, de donar el cuadro a la Sociedad Histórica de Savannah. Lynnette había accedido de inmediato, no sólo porque era lo correcto, sino también porque estaba buscando la manera de que Ryan fuera a ver el cuadro a Savannah.
Aunque eso no sería muy probable, porque Ryan sospechaba que su abuela estaba tramando otra cita a ciegas y no acudiría sólo porque ella se lo pidiera.
De modo que tenía que andarse con cuidado y ser prudente y astuta. Ryan no podía sospechar siquiera que estaba intentando emparejarlo con Jade Maguire.
—¿Cómo puedo hacerlo? —susurró, sin apartar la mirada de la pared desnuda. Y de repente, igual que pasaba con todas sus buenas ideas, la solución se encendió en su cabeza.
Sonrió y agarró el teléfono. Cuando Ryan contestó, adoptó rápidamente una voz débil y quejumbrosa, acompañada de unas lágrimas. No haría falta mucho más. Su nieto tenía debilidad por cualquier mujer que estuviera llorando.
—¿Ryan?
—Abuela, ¿qué ocurre?
—Te necesito —le dijo entre falsos sollozos—. Me temo que me han estafado —cruzó los dedos y, tras prometer en silencio que se confesaría la próxima vez que fuera a la iglesia, soltó la mayor trola de toda su vida—: Una horrible mujer me ha robado el cuadro que me dejó mi padre.
Jade Maguire se paseó por el salón de baile de la Melford House, alternando con la élite de Savannah pero sin apartar los ojos de su presa. Era imposible que pasara desapercibido entre las damas con relucientes vestidos y los caballeros con esmoquin. Aunque había permitido que se le colocara una gardenia en la solapa, como era la costumbre, no guardaba más semejanzas con la clase alta de la ciudad de las que Jade guardaba con una muñeca Barbie.
Su traje se ajustaba impecablemente a su cuerpo alto y robusto, pero era de color azul marino en vez del negro de rigor, lo que llamaba aún más la atención. Sus hombros y su torso eran demasiado musculosos para la elegancia y la etiqueta, su pelo oscuro le caía sobre la frente, demasiado largo para los hombres de alto standing, y los ojos, claros y brillantes, se movían constantemente por la sala, buscando algo, aunque ella no sabía qué.
Se movía con impaciencia, sin poder ocultar el hastío, pero cada vez que sus ojos se posaban en Jade, los mantenía fijos en ella, obligándola a apartar la mirada. En aquellos ojos podía ver la apreciación masculina, lo cual estaba muy bien para su plan, pero también la inquietaban. Era como si la estuviera traspasando, como si buscara respuestas a preguntas no formuladas, como si le insinuara que no era una simple presa que fuera a caer en sus redes.
En conjunto, era demasiado atractivo para aquella multitud odiosa y aburrida.
—Ryan Stoddard —susurró por duodécima vez durante la velada.
—¿Lo conoces?
Se giró rápidamente hacia Tally Jackson, su madrina y la matriarca de la ciudad. Jade no necesitaba preguntarle a quién se refería. Todas las mujeres presentes le habían echado más de una mirada al imponente desconocido.
—No.
Tally desplegó su abanico, a juego con su traje anticuado de falda con cancán. Había acudido con sus mejores galas, ya que era la representante de la Sociedad Histórica.
—Pero te gustaría conocerlo, ¿verdad?
—No especialmente.
La anciana señora soltó un discreto resoplido de incredulidad.
—Bueno, parece que él sí desea conocerte a ti... O quizá sólo te desea a ti.
—Puede que vea cumplido su deseo —murmuró Jade—. Pero sólo en lo que respecta a conocerme.
Tally sonrió desdeñosamente. Era obvio que pensaba que aquel hombre podría derribar las defensas de cualquier mujer, incluidas las de Jade.
—Si tú lo dices...
Tally era una prima lejana, como muchas otras en la ciudad, y estaba convencida de conocer a Jade mejor que ella misma. Y tal vez tuviera razón. Después de todo, había ayudado a modelar a la mujer en que Jade se había convertido. Desde la infancia, Tally la había cautivado con los cuentos y las tradiciones locales, y junto a su madre y la tía abuela Lula Mae, le había inculcado una sensación de arraigo y de orgullo por su hogar, hasta el punto de que para Jade la historia de Savannah estaba intrínsecamente ligada a la suya personal.
Aquel lugar la definía como ningún otro.
Desde niña, Jade había sentido la presencia de las generaciones de mujeres Dupré que la habían precedido. Se había visto a sí misma en todos los papeles: matriarca, señora, esclava y mujer presentada en sociedad. Al igual que Savannah, las mujeres Dupré eran misteriosas pero corteses, a veces despiadadas pero siempre elegantes, refinadas pero a menudo hirviendo de emoción y pasión.
Cuando amaban, amaban con todo su corazón, y sólo una vez en la vida. Cuando sufrían una pérdida, lo lamentaban profundamente, pero seguían adelante. Parecían destinadas a no llenar nunca un vacío interno que aspiraba a conseguir algo que estaba fuera de su alcance, ya fuera un modo de vida o un amor, pero encontraban una manera de vivir con ello.
Jade había aprendido esa lección a una edad muy temprana, al morir su padre.
—Dime, ¿no te alegras de haber venido? —le preguntó Tally—. ¿Aunque sólo sea por ver a ese hombre tan guapo? No creo haber visto esa expresión en tu rostro desde hace mucho tiempo, jovencita.
—Estás imaginando cosas —replicó Jade—. Pero, sí, me alegro de haber venido —añadió, ya que no quería ofender a Tally.
Tally era quien la había convencido para asistir a la fiesta de esa noche. Gracias a Dios había aceptado, dada la presencia de Ryan Stoddard. Normalmente Jade evitaba esa clase de eventos. Pero puesto que acababa de ayudar a la recuperación de un collar de zafiros largamente perdido, que había sido robado de una plantación durante la Guerra Civil, había permitido que Tally la persuadiera.
—Ojalá me dejaras presentarte y contarle a todo el mundo lo mucho que has ayudado para conseguir que se donara el collar.
Jade negó inmediatamente con la cabeza.
—Eso no es parte del trato. No necesito reconocimiento público. Sabes que no es la razón por la que hago esto. A mi madre le gusta ser el centro de atención, a mí no.
Su trabajo ya le proporcionaba satisfacción suficiente. Buscar y localizar objetos históricos y convencer a sus actuales dueños para que los devolvieran a sus lugares legítimos... Bueno, solamente era un pasatiempo, pero le fascinaba. Igual que estaba fascinada por aquellas mansiones majestuosas llenas de historia y tradición.
Además, ver aquel collar expuesto allí, en el pequeño museo, era toda la recompensa que necesitaba.
Tally soltó un resoplido, sabiendo que había vuelto a perder la discusión, y miró a Ryan Stoddard.
—¿Quieres que le deslice tu número de teléfono para que así puedas fingir que no estás dando el primer paso?
Jade apartó la atención del collar, que aquella noche estaba allí de préstamo antes de ser trasladado a un museo mayor dirigido por la sociedad de Tally, y miró con el ceño fruncido a su romántica madrina.
—De ningún modo. Puedo arreglar mi propia presentación, gracias.
—Necesitas más que una presentación —dijo Tally con disgusto—. Querida, necesitas un empujón a los brazos de un hombre desnudo.
Jade arqueó una ceja.
—No creo que vaya a acabar en los brazos de un hombre desnudo después de una presentación.
Algo así tal vez pudiera ocurrirle a Jenny, la más superficial y despreocupada de la familia. Pero no a Jade, misteriosa y reservada.
Tally esbozó una sonrisa ladina.
—Bueno, eso depende de quién haga las presentaciones.
Tally llevaba dos años buscándole a Jade el amor de su vida, desde que ésta había acabado una relación con un hombre que nunca la había entendido. «¿Quién quiere ganarse la vida contando historias de fantasmas?», era la pregunta que Rick le había hecho demasiadas veces. Nunca había valorado ni respetado la clase de vida que ella había elegido para sí misma.
El respeto era muy importante para Jade. Al proceder de una familia que no siempre lo había tenido, estaba decidida a no sentirse nunca inferior a nadie. Y cualquier hombre que hubiera en su vida tenía que ser alguien a quien ella también respetara. Uno que fuera rival para su ingenio, que la desafiara con ideas inteligentes y le hiciera dar siempre lo mejor de ella. Tenía que apoyarla en sus decisiones, sin importar lo extravagante que fuera su vida. Porque con su familia, la vida era a veces muy extravagante.
Y ella tenía que amarlo más allá de toda razón.
Hasta el momento, no había encontrado a un hombre semejante. Ciertamente no lo encontraría allí, esa noche, con todos los esnobs ricos mirándola con desprecio... como a un miembro de la rama más pobre de la famosa familia local.
—Nunca se sabe lo que puede pasar en un primer encuentro —dijo Tally, que no parecía notar la distracción de Jade.
—Yo sí lo sé —dijo Jade—. ¿Recuerdas a aquel tipo tan guapo que vino hace unos años buscando exteriores para una película?
—¿El productor?
—No era productor.
—Te llevó a su maravillosa casa de la playa.
Jade se cruzó de brazos.
—No era suya.
—¿El que conducía aquel fabuloso deportivo?
—Era alquilado.
—Bueno, querida, pero sí he oído hablar de este hombre —asintió hacia el desconocido moreno del traje azul—. Es exactamente quien dice ser. Una nacionalidad conocida, rico, arquitecto de profesión. De modo que si no triunfaste una primera vez... inténtalo de nuevo.
—No —rechazó Jade, ignorando la mirada esperanzada de Tally—. Y no le digas ni una palabra sobre esto a mi madre. No es lo que tú piensas —se llevó la copa a los labios—. Es un asunto privado. Un asunto que necesito aclarar con él.
—¿Y ese asunto implica desnudarse bajo las sábanas?
Jade hizo girar los ojos e ignoró la risita de Tally.
—No. Y ahora ve a mezclarte con los demás. Haz vida social. Gobierna el mundo con tu puño de hierro enguantado. Creo que veo a alguien que lleva unos zapatos de color crema con un vestido gris. Ve a machacarla con esa lengua tan afilada que tienes.
Tally se estremeció ligeramente de horror, pero se le iluminaron los ojos al ver a un acaudalado y anciano caballero que se había trasladado recientemente a la ciudad. Jade reconoció la mirada. Su madrina era una experta en la recaudación de fondos.
—Justo a tiempo —susurró, saludando al hombre con un lánguido ademán—. Ése es Leonard no-sé-qué, de Chicago. Está aquí con su mujer, que ha venido sobrecargada de joyas. Tengo que ser amable con ellos antes de que alguien le diga que sólo las fulanas se ponen tantas alhajas para una fiesta como ésta.
—Nadie aquí le diría una cosa semejante... salvo tú. Y ahora, sé amable con ellos o iré a avisar a tu presa para que esconda su cartera.
Aquello le recordó a Jade a su propia víctima. Empezó a mirar a su alrededor en busca de Ryan Stoddard, el objetivo a destruir. Encontrarlo no era difícil, teniendo en cuenta cómo sobresalía entre la multitud. Lo más difícil sería acabar con él. Pero se lo merecía.
Cualquiera que le rompiese el corazón a su hermana menor merecía un castigo, y Ryan Stoddard tenía suerte de que ella sólo fuera a humillarlo, no a castrarlo como preferiría hacer.
—Hay una persona que lo diría —respondió Tally—. Tu madre. Ojalá no hubiera elegido este mes para irse de crucero. La necesito aquí.
—Es su luna de miel —le recordó Jade sin molestarse en ocultar la brusquedad de su tono.
—¿Qué significa para tu madre otra luna de miel?
Aquella pregunta bastaría para definir la vida de Jade. Cada mujer de su familia había tenido su propia manera de superar la muerte de su padre, acaecida más de doce años atrás. Jade había madurado antes de tiempo. Jenny se había afianzado en su papel de niña mimada. Y su madre había seguido casándose una y otra vez, esperando encontrar a alguien a quien amara tanto como había amado a su difunto marido.
Un psiquiatra seguramente diría que su pasado explicaba por qué Jade se sentía tan protectora con su hermana, Jenny. Las dos habían tenido que enfrentarse a un mundo disparatado, con una madre que pasaba de un matrimonio a otro y una familia escandalosa. Jade sólo era cinco años mayor que Jenny, pero se había acostumbrado tanto a ejercer de madre con ella que con frecuencia olvidaba que eran hermanas.
A Jade le indignaba recordar las lágrimas en las mejillas de Jenny. Su hermana merecía una compensación por lo que Ryan le había hecho. Y Jade estaba dispuesta a que la tuviera.
—¿Jade? ¿Me estás escuchando?
Jade volvió su atención a Tally.
—Por supuesto. Pero creo que esta vez mamá ha encontrado a su media naranja. Un hombre con dinero que no le permitirá decirle lo que tiene que hacer.
Tally asintió.
—Yo también tengo esperanzas. Pero la echo de menos. Esta noche la necesitaba. Supongo que tú no...
Jade entornó los ojos y negó con la cabeza.
—Ni lo pienses siquiera. Yo no soy una de tus relaciones públicas. Casi nadie en esta sala sabe quién soy, y me gusta que sea así.
Tally frunció el ceño. No era la primera vez que tenían aquella discusión.
—Además —añadió Jade—, si quiero mandar a alguien a la porra, lo mando a la porra. No le diré: «qué guapa estás, querida. Me encanta tu peinado. Es exactamente igual al caniche francés de mi abuela».
Tally soltó una carcajada mientras Jade enfatizaba el acento sureño, que era casi imperceptible en su habla cotidiana.
—Se te da muy bien la hipocresía.
—No quiero ser una hipócrita —replicó Jade.
Y era cierto. No importaba lo mucho que hubieran intentado enseñarle su madre y las demás. Ella jamás había aprendido a disfrutar con el disimulo. Prefería los insultos directos a los discretos, y las mentiras categóricas a los juegos diplomáticos.
Aunque aquella noche ella misma estaba participando en un juego, ¿no? Volvió a mirar al desconocido y se estremeció un poco. Sí, un juego realmente enrevesado, pensó.
—Adiós, querida, que te diviertas —se despidió Tally, que saludó al rico norteño lanzándole un beso y un efusivo halago sobre su pajarita de enganche, tan ridícula que sin duda debía de estar enervándola.
Jade permaneció en su sitio, viendo cómo se alejaba.
—Hora de actuar —susurró.
Mientras sorbía su ginger-ale con limón, volvió a observar a la multitud. Aunque no hubiera estado buscando al hombre al acudir a la fiesta, sabía que se habría fijado en él de todos modos. Como cualquier otra mujer, miraba algo que deseaba pero que no podía tener.
Sólo que Jade estaba decidida a tenerlo.
Antes, su traje azul oscuro había sobresalido en un mar de esmóquines negros y vestidos de brillantes colores, pero ahora le costó un rato encontrarlo. Finalmente lo vio, apoyado indolentemente contra una puerta en forma de arco que conducía a otra sala.
Mirándola.
La había estado observando... ¡a ella!
Jade se ruborizó ligeramente. Maldición. La había pillado desprevenida.
Los ojos del hombre se encontraron con los suyos a través de la sala. Eran azules. O verdes. Rodeados por unas espesas pestañas y coronados por unas cejas oscuras que se arqueaban ligeramente al mirarla.
Entonces sonrió.
A Jade le flaquearon las rodillas. Señor... ningún hombre le había provocado ese efecto desde los doce años, cuando su primo cajun la visitó desde Nueva Orleans. Ryan Stoddard era demasiado grande. Demasiado duro y atractivo. Demasiado imponente como para jugar con él.
Y aun así era exactamente lo que Jade tenía planeado hacer. Jugar con él. Y luego dejarlo tirado en el barro.
Pero, ¿por qué estaba allí?
La pregunta no era por qué estaba en Savannah, pues sabía muy bien la respuesta: se celebraba una gran convención de arquitectos en la ciudad... que a ella le había ahorrado tener que viajar hasta Nueva York para seguirle la pista.
Pero había esperado que se quedara en el hotel próximo al centro de convenciones. Había sido un shock enterarse por un amigo del hotel de que no se había registrado. Y fue un shock aún mayor descubrir que se hospedaba allí mismo, en la Medford House.
Ryan Stoddard no debería estar en aquella vieja mansión reconvertida en casa de huéspedes, mezclándose con lo más selecto de la sociedad de Savannah. Debería estar en el bar de algún hotel, comparando las ventas del año con otros ejecutivos, y flirteando con las mujeres sin traspasar el límite de la infidelidad.
Pero no allí, entre las risas roncas de millonarios aburridos y el olor a jazmín y magnolia que se introducía por las puertas francesas desde el exuberante jardín, en un lugar que décadas atrás había acogido a plantadores de tabaco y veteranos de guerra, todo lo opuesto a la élite de banqueros y corredores de bolsa.
Aquél era el terreno de Jade, y no quería que se lo invadiera. Había planeado lanzar su ataque en territorio enemigo, para luego desaparecer en las sombras, donde él nunca pudiera encontrarla.
Pero así no podría llevar a cabo su plan original. En cualquier hotel de lujo habría sido muy sencillo... un encuentro en el bar, una visita a su habitación, una noche apasionada. Y luego, marcharse riendo, dejándolo desnudo y humillado al darse cuenta de lo que había hecho. Al darse cuenta de que no iba a quedar impune después de haberle roto el corazón a un ser muy querido para ella.
—Jenny —susurró, echando de menos a su única hermana.
Jenny se había ido a Nueva York a intentar convertirse en una estrella del escenario, desoyendo los deseos de la familia y los temores de su madre. Había acabado pisando un escenario, sí... la plataforma de un restaurante desde la que servía sopa de pollo y embutidos con pan de centeno entre actuación y actuación.
Aun así parecía bastante contenta, o al menos había sido así hasta la semana pasada, cuando fue a casa para la boda de su madre. Jenny había estado llorando por un hombre al que había conocido en el restaurante. Se había enamorado tan perdidamente como sólo podía pasarle a una chica solitaria y vulnerable de veintiún años. Y el desconocido la había dejado sin decir una palabra.
Ryan Stoddard, alias el Bastardo.
Era hora de hacérselo pagar. Si la tía Lula Mae se enteraba, querría castigarlo ella misma. Y tal vez pudiera hacerlo. Si Jade no conseguía humillarlo en público, tendría que arrancarle unos cuantos cabellos y dejar que Lula Mae hiciera lo que se le daba mejor: una maldición para que no pudiera volver a... cumplir nunca más.
Pero antes lo intentaría a su manera.
Lo que significaba que Ryan Stoddard estaba a punto de pasar la noche más embarazosa de su vida.
Ryan no había esperado que fuera tan hermosa.
Destacaba como una exótica flor de la selva entre un ramo de margaritas. Su pelo oscuro y de aspecto sedoso era casi negro, y le caía por la espalda hasta confundirse con el color del vestido. Un pañuelo rojo envolvía holgadamente los hombros, ofreciendo un fuerte contraste que atraía la atención una y otra vez.
Su piel era tersa y perfecta, de una tonalidad bronceada semejante a la de un café cremoso. Era más alta que la mayoría de los hombres que llevaban observándola toda la noche, y mantenía alzada su esbelta barbilla, demostrando confianza en sí misma y quizá un poco de arrogancia.
Aunque estaba en medio de una multitud, parecía sola. Su actitud distante era muy tentadora debido a su carácter misterioso, pero un poco repelente por su desinterés en lo que la rodeaba.
Su cuerpo era de pecado, su rostro, perfecto, y su mirada, maliciosa.
Qué aspecto más apropiado para una ladrona.
—Señor Stoddard, ¿se está divirtiendo?
Mamie Brandywine, la propietaria de la pensión y el museo, se acercó a él y le hizo desviar brevemente la atención de su objetivo, Jade Maguire, la mujer a la que había ido a buscar a Savannah.
—Sí, lo estoy pasando muy bien, gracias.
—¿Y le está resultando útil para su investigación la visita a las mansiones?
—Por supuesto —dijo él, intentando apartar sus pensamientos de la tentación y volver a su trabajo, lo que llevaba haciendo varias semanas mientras intentaba buscar justicia por lo que le habían hecho a su abuela. Por suerte, su búsqueda lo había llevado hasta allí, a la misma ciudad que necesitaba visitar mientras escribía un artículo sobre la vieja arquitectura sureña—. Y estoy disfrutando mucho con las visitas que ha preparado. Muchas gracias por haberme buscado alojamiento en las pensiones locales —añadió, intentando encontrar algún resto de encanto o cordialidad. Hacía semanas que una capa de furia lo enterraba todo.
Furia que se había incrementado en el momento en que vio a Jade Maguire. Esa mujer debería haber tenido aspecto de ladrona, de delincuente, de ratera.
Pero no. Su aspecto era la fantasía de cualquier hombre. La clase de mujer que él siempre había imaginado pero a la que nunca había visto... misteriosa, sensual, inteligente, casi inalcanzable. Dios, él no podía resistirse a un desafío. Y Jade Maguire parecía llevar escrito «Se mira pero no se toca», un reto al que ningún hombre podría resistirse.
Para vergüenza suya, la deseaba a pesar de saber lo que había hecho. La deseaba con furor y ansia. La deseaba bajo su cuerpo, clamando piedad mientras gritaba de placer y suplicaba por que la tomase.
Nunca antes había sentido aquella mezcla de ira y pasión ni había entendido su poder, aunque había oído cómo afectaba a otros hombres.
Ahora lo entendía. Era casi doloroso estar en la misma sala que una mujer a la que deseaba a primera vista, pero que había robado una herencia familiar a una anciana indefensa.
Bueno, en el fondo su abuela no era precisamente una anciana indefensa. Tenía una vena de acero bajo sus blusas de cuello alto... lo que hacía más necesario aún recuperar el cuadro. Su abuela se había sentido tan avergonzada por la estafa, que se había negado a llamar a la policía. También le había prohibido contarle al abuelo que había dejado que robaran el cuadro. Se había inventado una historia sobre un préstamo para una exposición, de modo que el anciano no hiciera preguntas, y confiaba en que Ryan lo recuperase antes de ser descubierta.
—No sabe lo contentos que estamos de que el Architectural Digest vaya a dedicar un artículo a la arquitectura de nuestra vieja ciudad —dijo Mamie, interrumpiendo los pensamientos de Ryan.
El artículo. La razón por la que Ryan estaba recibiendo aquel tratamiento exclusivo en Savannah. Qué oportuno haber llegado para un acontecimiento anual, después de que le hubieran encargado un artículo para el periódico. Así mataría tres pájaros de un tiro.
La conferencia, el artículo y la ladrona.
—Savannah ha preparado el terreno para que otras ciudades salven sus tesoros —replicó, muy serio—. Cualquiera que desee preservar sus edificios históricos tomará esta ciudad como ejemplo.
La rolliza mujer se acicaló brevemente y se pasó la mano por el escote de su horrible vestido verde. Lo tenía tan bajo y ajustado que los pechos casi se le salían por la abertura, lo que parecía ser su intención.
Ryan se puso rígido y tomó un pequeño sorbo de su copa. Adoptó una postura más formal mientras le lanzaba un mensaje silencioso que esperaba que la mujer captase. No quería rechazarla abiertamente y arriesgarse a ganarse la antipatía de la dueña de la pensión donde él iba a dormir esa noche. Sobre todo porque imaginaba que ella tendría las llaves de todas las habitaciones.
Tuvo una visión de una mujer obesa deslizándose en su cama en mitad de la noche. Le fue difícil reprimir un estremecimiento. Había tenido aventuras con mujeres mayores, como aquella orientadora de la universidad, pero nunca décadas mayores que él.
Entonces la imagen cambió y, en vez de la propietaria de la pensión, vio a la ladrona entrando en su habitación. Jade... encantadora y traicionera, elegante y estafadora, embriagadora y despiadada.
La imagen de sus cabellos negros contra las sábanas blancas lo obligó a tomar rápidamente un trago.
—¿Se encuentra bien, señor Stoddard? —preguntó Mamie mientras él se llevaba el puño a la boca para toser.
—Sí, muy bien —murmuró—. Me he... atragantado con el líquido.
En realidad, todo se le había atragantado desde que su abuela le dijo que le habían robado el cuadro. Primero se había equivocado al seguirle el rastro a la persona equivocada. La J. Maguire a la que encontró en Nueva York no era Jade, sino su hermana menor, Jenny. Por suerte, sólo la había llevado a comer una vez antes de darse cuenta de su equivocación, así que la joven no tendría el menor motivo para hablarle de él a su hermana.
El segundo detective al que contrató, mucho mejor que el primero, había encontrado a Jade y su abuela le había confirmado la descripción. Ryan había tomado la información y había acudido a Savannah usando la convención y el artículo como tapadera.
Todo había ido bien, hasta que vio a la mujer a la que estaba persiguiendo.
Podría perder la cabeza. Imaginarse a aquella mujer morena colándose en su habitación era excitante más que inquietante. Engañándolo, seduciéndolo con sus argucias para arrebatarle algo que sólo le pertenecía a él. Su cuerpo.
Se obligó a apartar esos pensamientos. Sí, era condenadamente atractiva y tuvo que apretar los puños para recordarse que era él quien debía engañarla a ella. Engañarla, pero no tomarla.
Por desgracia.
—Bueno, si necesita ayuda —dijo Mamie, sin darse cuenta de su distracción—, estaré encantada de ayudarlo en lo que sea —volvió a llevarse la mano al cuello, mostrando un gran diamante en el dedo anular, y se tocó la clavícula con la punta de la uña, pintada de rojo.
«Ni lo sueñe, señora», pensó Ryan.
—También estoy disfrutando mucho al poder conocer a las hermosas jóvenes de su ciudad —dijo en voz alta.
Aquella insinuación pareció surtir efecto. Mamie era por lo menos veinte años mayor que él, con un marido que en esos momentos debía de estar emborrachándose para olvidar cuánto había costado la fiesta y el diamante que su mujer llevaba en el dedo.
—Bueno, no escasean por aquí —dijo Mamie, cuya sonrisa pareció bastante forzada esa vez.
—¿Qué puede decirme de ella? —preguntó él, asintiendo hacia Jade, quien en esos momentos estaba hablando con una mujer mayor ataviada con un traje de fiesta típicamente sureño.
La expresión de Mamie se endureció aún más.
—Jade Maguire. Puede enseñarle algunas cosas. Es dueña de una de esas infames agencias turísticas que se nutren de forasteros a los que les gusta que los asusten con historias de fantasmas por la noche.
Nada que él no supiera. El detective privado le había enviado un informe sobre el negocio de Jade. Stroll Savannah se había convertido en uno de los reclamos más populares para los turistas desde que lo abrió unos años atrás.
Sabía dónde vivía. A qué colegio había ido. Lo que le gustaba beber y comer. A quién contrataba. Con quién salía... con nadie, lo cual sí era sorprendente. Cuándo viajaba y adónde iba.
Había estado preparado para todo. Salvo para lo hermosa que era.
—Puede encontrar guías turísticas bastante mejores que ella —dijo Mamie.