Tórridas noches de verano - Eternamente juntos - Leslie Kelly - E-Book
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Tórridas noches de verano - Eternamente juntos E-Book

Leslie Kelly

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Beschreibung

Tórridas noches de verano Leslie Kelly Mimi Burdette tenía muy claro su objetivo en la vida: convertirse en la directora general de la empresa de su familia y salir con el hombre de confianza de su padre. El único inconveniente era que no ardía la menor pasión entre ellos. Peor aún, Mimi empezaba a albergar peligrosas fantasías con su nuevo y sexy vecino, el bombero Xander McKinley. Tal vez fuese el extraño té que le proporcionaba su casero lo que provocaba sus sueños eróticos. O quizá las galletitas de la suerte. O el irresistible atractivo de Xander. Pero, ya se tratara de la magia de una noche de verano o de simple y puro deseo carnal, Mimi estaba dispuesta a infringir todas las reglas… empezando por las suyas. Eternamente juntos Julie Elizabeth Leto Después de tantos años tomando las decisiones equivocadas, Danielle Stone por fin tenía su vida bajo control. Y qué mejor manera de empezar que elegir un amante... especialmente si ese amante tenía el aspecto del guapísimo Nick Vaux. Alto, misterioso y muy, muy sexy; además Nick tenía el poder de entrar en el alma de Danielle. La conexión entre ellos era tan fuerte, que ella habría asegurado que habían sido amantes en otro tiempo. Y así era...

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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Leslie A. Kelly. Todos los derechos reservados.

TÓRRIDAS NOCHES DE VERANO, Nº 57 - septiembre 2012

Título original: Blazing Midsummer Nights

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises Ltd.

© 2004 Julie Leto Klapka. Todos los derechos reservados.

ETERNAMENTE JUNTOS, Nº 57 - septiembre 2012

Título original: Undeniable

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises Ltd.

Publicado en español en 2005

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Harlequin Pasión son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0808-9

Editor responsable: Luis Pugni

Imágenes de cubierta: Pareja: IGOR BORODIN/DREAMSTIME.COM Paisaje: VKOLETIC/DREAMSTIME.COM

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Índice

Tórridas noches de verano

Tórridas noches de verano

1

Alguien dijo una vez que el río del amor jamás fluía tranquilo. Pero al ver a sus dos buenos amigos abrazados en un baile romántico, Mimi Burdette no pudo estar más en desacuerdo. Desde el momento en que se conocieron, todo el mundo había podido ver que era amor verdadero lo que unía a la joven pareja.

—Se parecen a un príncipe y su princesa —comentó Anna, su vecina, amiga, casera y anfitriona de aquella noche—. O mejor dicho, al rey y la reina de un cuento de hadas...

Muy apropiado para el entorno, pensó Mimi. El bosque que rodeaba el jardín trasero de la vieja hacienda a las fueras de Athens, Georgia, se había convertido en un escenario de leyenda. Al caer la noche y aparecer miles de lucecitas en el cielo, todos los asistentes a la fiesta de compromiso se habían detenido para apreciar la belleza que los rodeaba.

Un trío de músicos interpretaba una suave melodía lírica que flotaba en la cálida brisa estival. El musgo de los robles relucía como un manto de plata bajo el rocío de la tarde y la pálida luz de las luciérnagas. Magnolias del tamaño de un plato salpicaban los árboles como un millar de lunas que impregnaban el aire con su embriagadora esencia. Los farolillos colgaban de las ramas bajas de los esbeltos pinos, y en las pérgolas arqueadas se mezclaban el oloroso jazmín con los racimos maduros de las parras.

Tal vez las uvas y la vid fueran de plástico, pero el efecto era espectacular.

—Te has superado —le dijo a Anna, que, ataviada con la misma ropa colorida y vaporosa que siempre, observaba sonriente el desarrollo de la fiesta.

—Preparar el escenario para esta obra tan romántica es fácil cuando los actores están hechos el uno para el otro, como Duke y Lyssa —se rio—. Aunque tampoco está de más contar con el vestuario y el atrezo con que la compañía teatral del centro preparó El sueño de una noche de verano.

Con sus coloridas y vaporosas ropas de siempre y su pelo largo y gris, suelto y entrelazado con florecillas, Anna se parecía más a una hippie que a una jubilada. Quizá no fuera tan sorprendente que pudiera transformar un simple jardín de Georgia en el escenario de una fantasía shakesperiana.

—Solo han hecho falta unas cuantas luces y un poco de tela... Todo muy fácil.

—Para ti, tal vez, pero para mí esto es pura magia.

La novia y el novio se merecían una boda de ensueño. Eran dos personas maravillosas y Mimi echaría de menos tenerlos como vecinos. Ya se habían mudado a su nueva casa, pero hasta una semana antes habían sido inquilinos, al igual que Mimi, en aquella vieja y enorme mansión.

Anna y su marido, Ralph, apodado Obi Wan por ser un fanático de La guerra de las galaxias así como por su omnisciente sabiduría, habían comprado la casa muchos años atrás y allí habían criado a su familia. Cuando los hijos se marcharon, dividieron la mansión de tres plantas en seis pequeños apartamentos con la intención de vivir cómodamente de las rentas. Pero con el apartamento que habían dejado los novios vacante, al igual que otro en la segunda planta, se respiraba una desagradable sensación de vacío. Además, el inconstante matrimonio de Anna y Obi Wan volvía a estar en crisis. Obi Wan era tremendamente celoso y siempre acusaba a otros hombres de ir tras su mujer. Su última acusación había enfurecido tanto a Anna que esta se había instalado en uno de los apartamentos vacíos para darle una lección.

En la situación económica actual no se podían permitir tener tres apartamentos con los que no obtuvieran ingresos, y Mimi se preguntaba de dónde habría sacado Anna el dinero para organizar aquella fiesta. Se había ofrecido a ayudarla económicamente, pero el orgullo de Anna le impedía aceptar. Lo más que aceptó fue aprovechar el generoso descuento con que contaba Mimi para comprar comida.

A veces ser la hija del dueño de una cadena de supermercados tenía sus ventajas, además de ser la responsable de marketing y tener el futuro asegurado en la empresa de su familia.

Algunas personas se preguntaban por qué vivía de alquiler en un pequeño y viejo apartamento cuando podía permitirse tener su casa o vivir a costa de sus padres. Pero a Mimi le encantaba aquel lugar, la historia que allí se respiraba y, sobre todo, la libertad que le brindaba para ser ella misma, sin tener que plegarse a las formalidades de los de su clase.

—¡Ah, se me olvidaba! —exclamó Anna, haciendo chasquear los dedos—. Vas a tener nuevos vecinos. Mi hija, Helen, y su hijo pequeño vienen de Atlanta el próximo fin de semana y se quedarán en el apartamento del segundo piso. Y hoy he alquilado el que está frente al tuyo.

—¿En serio? ¡Es estupendo!

—Invité al nuevo inquilino a la fiesta, pero no quería molestar... Se ha instalado esta tarde.

—Debes de estar muy contenta —dijo Mimi, aliviada al saber que sus caseros se habían librado de una pesada carga financiera. No creía que fueran a recibir un alquiler de su hija, quien seguía recuperándose de un feo divorcio.

—Y por cierto, está como un queso —comentó Anna, meneando las cejas.

—Hay cosas más importantes que el físico.

Mucho más importantes. Mimi había salido con más de un tío bueno y le habían quedado sus buenas cicatrices psicológicas para demostrarlo. El último novio supersexy que tuvo acabó tomando «prestada» su tarjeta de crédito para comprar dos motocicletas idénticas.

Y lo peor no fue eso, sino que una de las motocicletas no era para ella...

Por nada del mundo volvería a fijarse en el aspecto. Desde aquel último fracaso solo se interesaba por la personalidad, la inteligencia y la seguridad de un hombre en sí mismo. Si todo eso venía acompañado de un cuerpazo, perfecto, pero el mero atractivo físico ya no podía cautivarla.

Por suerte, era posible tenerlo todo en uno. Solo tenía que mirar a su rubio acompañante para corroborarlo.

Dimitri era perfecto. Todo lo que se había dicho a sí misma que necesitaba, y todo lo contrario a los hombres que la habían engañado, traicionado y decepcionado. Además lo había escogido su padre, extremadamente difícil de complacer. En otras circunstancias a Mimi no le habría gustado nada que le dijeran con quién debía salir, pero teniendo en cuenta sus anteriores fracasos y la imperiosa necesidad de llevarse bien con su padre, a quien aspiraba suceder al frente de la empresa cuando él se jubilara, la jugada se podía calificar de inteligente.

La guinda del pastel era el atractivo físico de Dimitri.

«Pero no basta con el atractivo físico. Disfrutar con alguien no es lo mismo que arder de pasión».

Mimi suspiró profundamente, intentando acallar esa vocecita interior aun sabiendo que era verdad lo que decía.

El atractivo era suficiente, y punto. Quería estar con un hombre atractivo y apuesto que le sujetara la puerta, que fuese impecablemente afeitado y bien vestido, que rezumara cortesía y personalidad y que despertase la envidia de los hombres y las fantasías de las mujeres. Y que el beso de buenas noches con lengua fuese lo suficiente apasionado para provocar pero no lo bastante para molestar.

Todo eso era Dimitri.

Pero nada más.

Por atractivo que fuese, no era sexy.

Un hombre sexy era duro, curtido, rudo incluso, impredecible. Olía a sudor y virilidad, no a carísima colonia. Sus músculos estaban bien trabajados y hacían que una mujer se sintiera exquisitamente femenina. Un hombre sexy tenía una vena peligrosa y no siempre era cortés ni trataba a su amante como un objeto delicado. Tenía una voz grave y profunda, unos ojos penetrantes y un mentón sin afeitar con el que cualquier mujer desearía que le frotase los muslos. Un hombre sexy sabía cómo cautivar a una mujer... en cuerpo y alma.

Se abanicó con la mano. No le quedaba más remedio que aceptar la verdad. Estaba con un hombre atractivo, pero hacía mucho que no conocía a uno realmente sexy.

Y así debía ser, porque los hombres sexys solo acarreaban problemas.

Se sacudió las turbadoras imágenes que le poblaban la cabeza. Ya estaba bien de fantasías. Su apuesto acompañante le llevaba una copa de vino y atraía las miradas de todas las mujeres presentes en la fiesta.

Era suyo, si ella lo deseaba. Y ella lo deseaba, maldita sea. Habría que estar loca para no desearlo.

Pero la verdad era que empezaba a tener dudas. De hecho, ni siquiera había salido de ella invitarlo a la fiesta. Había sido Anna, al tropezarse con él en la tienda. Mimi no sabía por qué había aceptado, teniendo en cuenta que allí no conocía a nadie aparte de ella. Al aceptar dio por hecho que sería el acompañante de Mimi, un privilegio por el que cualquier otra mujer hubiese matado.

—Muy bien, señorita Sabionda, si el físico no lo es todo, ¿te importaría explicarme por qué has traído a ese caballero tan apuesto?

—Porque tú lo invitaste.

—Lo hice porque habíais salido juntos unas cuantas veces.

—Ya... Mi familia asegura que es perfecto para mí. Y en verdad es muy atractivo. Pero... —bajó la voz, como si hablara consigo misma— para que algo funcione tiene que haber química.

—Siento desilusionarte, pero entre vosotros no la hay.

Mimi suspiró.

—¿Tan evidente resulta?

—Solo para una experta como yo.

Y para Mimi también. Ya había comprobado que la belleza no siempre prendía la chispa, y que salir con un hombre no era lo mismo que desear acostarse con él. Si así fuera, Dimitri y ella ya estarían comprometidos, que era lo que su padre intentaba conseguir por todos los medios.

Dimitri era la mano derecha de su padre en Burdette Quality Foods, la empresa de la familia. Era culto, galante y refinado. El hombre perfecto en todos los aspectos.

Salvo para ella.

Anna sacudió la cabeza y chasqueó con la lengua.

—Cariño, es evidente que estás pasando por una pequeña sequía sexual...

—¿Pequeña? Es como atravesar el Sáhara —admitió ella.

—¿Y qué esperas? ¿Encontrarte a Brad Pitt o a Johnny Deep en un oasis?

Dimitri podría rivalizar con los actores más guapos del mundo, pero ni siquiera cuando la besaba la hacía arder. Era una sensación agradable, pero Mimi nunca había sentido la irrefrenable necesidad de desgarrarle la camisa, empujarlo contra la pared y meterle la lengua hasta la garganta. Tampoco habían hecho más que besarse. Él no había insistido y ella no había querido que insistiera. Para salir de aquella pertinaz sequía tendría que encontrar a un verdadero macho. No se conformaría con unas pocas gotas de sexo mediocre.

—No lo sé —respondió sinceramente—. Él es todo lo que debería desear, pero...

—¿Pero no es lo que necesitas y anhelas con toda tu alma?

Mimi no necesitaba ni anhelaba a Dimitri. Ni muchísimo menos. Simplemente lo respetaba y apreciaba.

—Como ya he dicho, en la vida hay algo más.

—Recuérdatelo la próxima vez que tengas a un hombre sexy y medio desnudo a tus pies.

—Creo que saldré a pasear durante la próxima tormenta. Tengo más probabilidades de que me alcance un rayo que de que me ocurra lo que has dicho.

—¿Tormenta? —preguntó Dimitri—. No parece que vaya a llover.

Mimi aceptó la copa de vino que le ofrecía, contenta de que no hubiese oído toda la conversación.

—Gracias.

—No hay de qué. ¿Te apetece bailar cuando hayas terminado el vino?

Un baile bajo las estrellas con un apuesto caballero. Debería resultarle divino, pero tan solo le resultaba... agradablemente discreto. Como todo lo demás en su vida.

«Es mejor así que estar sola y dolida, preguntándote qué demonios te pasa para acabar siempre con el corazón destrozado».

Siempre había seguido su libidinoso instinto y siempre había acabado arrepintiéndose. Era el momento de hacerle caso a su cerebro.

—Claro, gracias —dijo. Dejó la copa y permitió que Dimitri la llevara al patio de baldosas, usado como improvisada pista de baile.

Contuvo la respiración mientras contemplaba las perfectas facciones de Dimitri, dignas de ocupar la portada de la revista GQ: fuertes pómulos, cejas ligeramente arqueadas, ojos de un verde intenso que la observaban con atención... Esperaba sentir algo, un atisbo de sensación al rozarse contra aquel cuerpo alto y esbelto. Pero nada sucedió.

«Y puede que siempre sea igual. Tendría que repetirme que es guapo y elegante para ver si siento algo».

Lo apreciaba y respetaba, y estaba convencida de que jamás le haría daño. Y al no estar loca por él no sufriría demasiado si las cosas no salían como su padre pretendía.

En aquellos tiempos ninguna mujer que se preciara se casaría con un hombre solo por complacer a su padre, y ella tampoco iba a hacerlo. Pero después de que Mimi se hubiera pasado su infancia llamándolo de todo menos «papá», únicamente para fastidiarlo, quizá no fuera tan mala idea tender algunos puentes. No solo para mantener un ambiente distendido en el trabajo, sino también para ahorrarle disgustos a su madre, quien había hecho de apaciguadora desde que Mimi dio sus primeros pasos. Además... ¿tan horrible sería embarcarse en una relación con un hombre guapo, rico y encantador con el que soñaría cualquier mujer?

Era hora de abandonar sus fantasías sexuales y pasar a la siguiente fase de su vida, es decir, sentar la cabeza, casarse con un buen hombre y formar una familia. Y para ello tenía que ir pensando en acostarse con Dimitri...

La fiesta acabaría en un par de horas. Ella lo invitaría a tomarse la última copa en su apartamento. Se besarían. Ella se acercaría, le rozaría el torso con los pechos y entrelazaría las piernas con las suyas. Y no se resistiría cuando él le subiera la mano por el muslo hasta llegar a...

—¡Maldita sea! —masculló.

—¿Qué te ocurre? —le preguntó él.

—Nada, nada —se apresuró a responder ella mientras le ardían las mejillas.

No le ocurría nada, salvo que no iba vestida para la seducción. Por fuera tal vez, pero bajo el ajustado vestido llevaba lo que llevaría cualquier mujer respetable para disimular cualquier imperfección de su figura: una faja reductora de la marca Spanx.

Se había enamorado de aquel vestido en cuanto lo vio, aun siendo una talla más pequeña de la que usaba normalmente. La solución se la dio la faja Spanx, pero desgraciadamente no era la prenda de lencería más apropiada para subir la temperatura. Dimitri necesitaría unas cuantas herramientas para quitársela.

Solo podía hacer una cosa: deshacerse cuanto antes de ella.

Era tarde, estaba oscuro y los invitados bebían sin mucha moderación. ¿Quién se fijaría si se ponía algo más sexy y de repente el vestido le estuviese más apretado de la cuenta?

—¿Me disculpas? Tengo que entrar un momento.

«A cambiarme la ropa interior».

—Claro —dijo él, soltándola al momento. Ni protestó ni sugirió acompañarla adentro para continuar el baile en privado.

Mimi se dirigió rápidamente hacia la casa, pero entonces oyó el susurro ahogado de una mujer.

—Santa Madre de Dios... ¿quién es ese?

El tono de sobrecogimiento y admiración le hizo mirar hacia la verja del jardín... y también ella ahogó un gemido de estupefacción.

Allí estaba Anna, y junto a ella un extraño. Un desconocido alto y moreno con unos vaqueros de tiro bajo que le quedaban realmente bien y... nada más.

Estaba desnudo de cintura para arriba, descalzo y empapado en sudor. Su piel, mojada y bronceada, relucía bajo las parpadeantes luces que iluminaban el jardín. Por la anchura de sus hombros y poderosa musculatura recordaba a un Atlas humano pasándose la mano por un pelo negro como el carbón.

Mimi no vio si era tan irresistible de cara como de cuerpo, pero sus abdominales estaban tan perfectamente marcados que deberían llevar una etiqueta de advertencia.

—¿Mimi? ¿Estás bien?

Apartó la vista del hombre y miró a Dimitri, quien la observaba con curiosidad.

—Sí, muy bien —le respondió al señor Apuesto.

Que Dios la ayudara, porque lo único que quería saber en aquellos momentos era la identidad del recién llegado.

Alias Señor Cachas.

Si quería causar una buena impresión a sus nuevos vecinos no podría haberlo hecho peor. Xander McKinley no solo aborrecía las fiestas en el jardín, sino que estaba semidesnudo, sudoroso y seguramente no despedía muy buen olor corporal después de haberse pasado toda la tarde transportando cajas a su nuevo apartamento. Su casera había sido muy amable al invitarlo, pero él no conocía a nadie y ni se le había pasado por la cabeza acudir. Aunque las costumbres de Georgia fueran muy distintas a las de Chicago, sabía que no era de buena educación presentarse en una fiesta a la que solo lo habían invitado por pura cortesía.

Por desgracia, cuando salió a por la última caja que quedaba en la camioneta, sin camisa y sin zapatos, se encontró con la desagradable sorpresa de que no había enganchado la llave nueva en su llavero.

—Lo siento mucho —le repitió a la casera, pero Anna le quitó importancia al asunto.

—Creía que los bomberos sabíais entrar en una casa sin llave...

—Desde luego, pero he pensado que sería mejor avisarte que echar la puerta abajo.

—Y que lo digas. Además, así te has visto obligado a unirte a la fiesta —dijo ella alegremente.

Xander se señaló el pecho, desnudo y sudoroso.

—No voy lo que se dice vestido para una fiesta.

—Pues no pienso dejarte entrar hasta que me prometas que volverás después de haberte lavado un poco.

—No sé si...

—Basta de charla —lo interrumpió Anna, se acercó a las sillas del cenador y agarró un bolso de gran tamaño, cubierto con signos de la paz—. No tengo aquí una llave de tu apartamento, pero sí una llave maestra de todas las puertas secretas...

—¿Puertas secretas?

—Seguramente no te hayas dado cuenta, pero todos los apartamentos tienen una. La del tuyo está en el armario de tu dormitorio, y conduce al porche cubierto —sacó un manojo de llaves y extrajo una pequeña y antigua—. Esta es. Cruza el porche y dirígete a la puerta que está en el rincón derecho —le señaló la dirección y Xander se fijó en la cincuentena de invitados que se interponían entre el porche y él.

Genial. Sencillamente genial. Iba a tener que pasar por delante de una multitud de personas a cada cual más elegante descalzo y semidesnudo.

Alargó la mano hacia la llave, pero antes de agarrarla algo, o mejor dicho, alguien le llamó la atención y le arrancó un silbido de admiración.

—¿Quién es esa? —preguntó, sin darse cuenta de que hablaba en voz alta.

Había muchas mujeres en la fiesta, todas ellas muy elegantes y atractivas como era normal en Georgia. Pero aquella lo hizo olvidarse de dónde estaba y qué estaba diciendo. Por unos instantes se quedó embobado, mirando cómo caminaba hacia el porche cubierto. Parecía una criatura mágica saliendo de un libro de cuentos, y Xander tuvo que parpadear unas cuantas veces para volver a la realidad.

Logró sacudirse el encantamiento, pero por mucho que parpadeara no dejaría de parecerle una mujer impresionante, envuelta en un aura mística como un hada nocturna. Era alta, con un vestido largo y reluciente del color del musgo primaveral que se ceñía provocativamente a unas curvas de infarto. El pelo le caía ondulado por la espalda en un torrente de colores terrosos: rojizos, pardos y dorados. No distinguió sus rasgos a aquella distancia y con tan poca luz, pero sí vio unos labios curvados en una sonrisa.

Poco antes había pensado que hacía mucho calor incluso para una noche de verano, pero no comprendió el verdadero significado de la palabra hasta que vio a aquella mujer en la fiesta. Solo de verla cruzando el césped sintió un golpe de calor en el pecho que lo dejó sin aliento.

—Es Mimi Burdette —dijo su casera con una sonrisa, alternando la mirada entre él y la impresionante pelirroja que desaparecía en el porche—. ¿Quieres que te la presente cuando vuelvas?

«Desde luego que sí», fue lo primero que pensó.

—¿Está sola?

—Es soltera —respondió Anna sin dudarlo—. Está enteramente disponible.

Difícil de creer, pero todo el mundo pasaba por alguna mala época de vez en cuando.

—Interesante —murmuró, más para sí mismo que para Anna.

En ningún momento había pensado en conocer a una mujer al mudarse allí. Sus prioridades eran otras. Había abandonado Chicago y se había trasladado a aquella pequeña ciudad sureña de Georgia con la intención de cumplir la promesa que les hizo a sus padres antes de que estos murieran el año anterior: empezar desde cero en otra parte y vivir su propia vida, lejos de las responsabilidades familiares que lo habían atado durante treinta años.

Aunque bien pensado... tal vez una mujer pudiese formar parte de esa nueva vida. Que no la estuviera buscando no significaba que no pudiera tropezarse con alguna. Y si encima era una como aquella...

—Mimi, ¿eh? —el nombre era demasiado inocente para una mujer tan despampanante, aunque también podría ser un apodo.

—Es fabulosa, y tiene mucho dinero —exclamó efusivamente Anna—. Su padre es el dueño de una cadena de supermercados.

Genial. Justo el tipo de mujer que no necesitaba.

No tenía nada contra los ricos, y nunca juzgaba a nadie por el saldo de su cuenta corriente, pero al trabajar como bombero en Chicago había conocido a más de una adinerada mujer deseosa de explorar su lado salvaje con alguien que desempeñara un oficio peligroso. En una ocasión participó en una subasta de solteros para una obra de beneficencia, donde la Junior League trató a todos los participantes como si fueran animales en una feria de ganado. La sexagenaria que compró una cita con él no llegó al acoso sexual, pero le faltó poco, y él se juró que nunca saldría con una mujer rica, tuviera la edad que tuviera.

—Gracias, pero no —dijo, invadido por una profunda decepción. Anna lo miró con una expresión de asombro—. Gracias por la llave —añadió rápidamente, no queriendo dar explicaciones—. Enseguida vuelvo.

—Bien, hasta ahora —carraspeó ligeramente—. Recuerda, cruza el porche hasta la puerta pequeña y antigua en el rincón izquierdo —recalcó la última palabra con especial énfasis.

¿Izquierdo? Uf... menos mal que se lo había repetido, porque la primera vez le había parecido oír el rincón derecho.

Asintió, agradecido, y se dirigió hacia el porche. Allí había al menos una docena de personas, pero ninguna pelirroja. Seguramente había vuelto a salir cuando él no estaba mirando. Aunque hubiera decidido que no quería conocer a una rica belleza sureña no podía negar que deseaba verla de cerca. Sobre todo sus ojos. ¿Serían verdes, como su vestido? ¿O tal vez ambarinos?

Lo más probable era que fuesen ojos fríos, desalmados e inyectados en sangre. Y mejor así, porque entonces ya no le parecería tan atractiva como se la había imaginado. Solo la vería como una joven rica y hastiada, no como una criatura mágica que relucía bajo la luna estival.

Les sonrió y asintió con la cabeza a las personas que lo saludaron y llegó a la puerta del rincón izquierdo. Era minúscula y estaba oculta tras un gran macetero. Introdujo la llave en la vieja cerradura y se encontró con un pasadizo pequeño y oscuro en el que había mucha más ropa de la que él recordaba haber colgado. Aunque también pudiera ser que solo se lo pareciera desde aquella perspectiva, ya que estaba entrando en el armario desde un lateral.

Se abrió camino entre la ropa y notó el suave olor que impregnaba el aire. El anterior inquilino debía de haber dejado allí un ambientador, porque su ropa no olía a la esencia floral que aspiraba en cada aliento.

Llegó a las puertas que conducían a su nuevo dormitorio y vio que una estaba ligeramente entreabierta y que la luz de la habitación estaba encendida. ¡Qué extraño! No recordaba haber puesto una bombilla en la lámpara de la mesita de noche.

Se disponía a empujar la puerta cuando oyó una voz.

—¿Sencillo y bonito, sexy y sensual o picante y atrevido?

Xander se quedó de piedra. La voz procedía de su dormitorio, y él estaba completamente seguro de no haber encendido la televisión ni la radio.

—¿Qué prefieres?

¿Qué estaba haciendo una desconocida en su habitación?, se preguntó Xander. ¿Se habrían colado un par de invitados para tener sexo?

—¿Te gusta lo que ves?

Esperó una respuesta masculina, pero no oyó nada. O bien aquella insinuante gatita estaba hablando sola o su acompañante se había quedado enmudecido mientras intentaba decidir entre bonito, sexy o atrevido.

Una opción difícil, desde luego. Xander solamente podría decantarse por la opción D, que incluyera todas las anteriores.

Aunque él también se había quedado mudo al darse cuenta del papel de voyeur que estaba interpretando en aquella escena erótica.

—Me parece que prefieres algo sencillo y bonito en vez de sexy —dijo ella con una voz menos ronca, menos maliciosa. De hecho, casi parecía... decepcionada.

Lo cual apoyaba la teoría de que se encontraba sola.

Xander se frotó la frente. Había una mujer en su habitación que hablaba consigo misma de algo sexy y sensual con una voz igualmente sexy y sensual.

Se atrevió a empujar un poco más la puerta y espió la habitación. No pudo ver mucho porque se lo impedía el cuerpo de la mujer, que se estaba mirando en el espejo de la otra puerta del armario. Sí, definitivamente estaba hablando sola. O a su imagen, más bien.

Entonces se dio cuenta de que era la pelirroja del jardín. La mujer de ensueño cuyos ojos, al fin podía verlos, eran de un color tan azul que parecían violetas. La diosa del vestido verde, con la salvedad de que ya no llevaba ningún vestido y de que estaba, maldición, casi desnuda. Los largos mechones rojizos le caían sobre los hombros desnudos y le cubrían el sujetador negro de encaje y las curvas que el sujetador ocultaba.

Mejor así, porque a Xander le habría estallado el corazón si hubiese visto lo que sospechaba que eran unos pechos perfectos. El resto de su cuerpo ya bastaba para dejarlo sin respiración. Desde el sujetador hacia abajo todo era piel blanca y tersa. Dos finas tiras de encaje verde oscuro le cruzaban las redondeadas caderas y se unían en la V que ocultaba su sexo. Unas piernas larguísimas y exquisitamente moldeadas acababan en unos zapatos negros de tacón de aguja.

—Me temo que un tanga será demasiado —dijo ella.

Xander no opinaba igual.

—Qué lástima... porque este no me quedaba mal del todo —se dio la vuelta para mirarse por detrás y Xander casi se desmayó al ver la fina tela que desaparecía entre los glúteos más redondos y perfectos que había visto en su vida.

Avergonzado por actuar como un mirón, cerró con fuerza los ojos. Por alguna razón desconocida aquella mujer había decidido entrar en su habitación para probarse la ropa interior, pero eso no le daba derecho a observarla a hurtadillas.

¿Qué podía hacer? ¿Cómo manejar una situación tan delicada? ¿Debería volver por donde había venido, confiando en que la mujer no lo oyera, y decirle a la casera que una chica con un trasero de escándalo y complejo de exhibicionista había invadido su habitación? ¿O quizá debería darse a conocer antes de que su novio apareciera para decidir si le gustaba el tanga? Aún no se había acostado en aquella cama, y no quería que la estrenase otra pareja.

Y mucho menos si la pareja la formaban aquella mujer y cualquier otro hombre que no fuera él.

Tenía que salir de allí.

Y enseguida.

Tendría que abrir los ojos para no chocarse con alguna percha. Abrió el izquierdo, y como aún no se había dado la vuelta vio lo que la mujer se disponía a hacer.

Iba a quitarse el tanga.

—¡No, espera! —gritó él sin pensar, y el instinto lo hizo irrumpir en la habitación.

Ella soltó un chillido y Xander abrió la boca para decirle que no era un violador, pero antes de que pudiese hablar o de que ella pudiera moverse, tropezó con el canto de la cómoda y cayó de bruces al suelo, justo a los pies de la mujer.

Y al levantar la mirada se encontró con la imagen más tentadora que podría haber imaginado.

2

Al mirar al hombre descamisado, macizo e increíblemente sexy que estaba tirado a sus pies, lo primero que pensó Mimi fue que había bebido más vino de la cuenta. Pero solo había tomado una copa, de modo que no podía estar viendo visiones.

Lo segundo que pensó fue que estaban a punto de violarla.

Agarró de la cómoda un jarrón de cristal reforzado con plomo, lo bastante pesado para romperle el cráneo a aquel pervertido, y se acercó dispuesta a ello cuando una vocecita le recordó de quién se trataba.

Era el señor Cachas. Estaba en la fiesta. Y Anna lo conocía...

Pero ¿qué clase de violador se quitaba la ropa y se dedicaba a pasearse por el jardín de sus víctimas antes de atacar?

—¿Quién eres tú y qué hacías en mi armario? —le preguntó sin soltar el jarrón.

—¿Tu armario? —repitió él. Se apoyó en las manos y rodillas y miró alrededor—. Parece que me he equivocado de apartamento...

—Premio. Y ahora dime, ¿quién eres?

Él levantó la cabeza para mirarla y sus ojos... unos preciosos ojos marrones enmarcados por unas larguísimas pestañas... se abrieron como platos.

Fue entonces cuando Mimi recordó que estaba desnuda salvo por el sujetador. Y que él estaba arrodillado ante ella, justo a la altura de...

—¡Oh, Dios! —gimió horrorizada y corrió hacia la cómoda, dejó el jarrón y agarró la bata para ponérsela a toda prisa. No podía dejar de temblar. El efecto combinado de la adrenalina y la humillación la convertía en un manojo de nervios.

¿De verdad acababa de enseñarle sus partes íntimas a un completo desconocido? Y... ¿acaso por un breve instante no había fantaseado con que aquel sexy desconocido se acercara unos centímetros más?

Se encontraba en su habitación, planeando seducir al hombre con el que estaba saliendo y con el mismo nivel de excitación que un palo de madera. Pero la idea de interpretar a Sharon Stone con un hombre misterioso y enloquecedoramente atractivo la derretía por dentro... especialmente en la unión de sus muslos. Como un dulce de chocolate al sol.

Esperando a ser saboreada...

Torció el gesto y apretó los muslos con más fuerza. ¿Qué demonios le pasaba?

—Esto no puede estar pasando —dijo en voz alta.

—Qué me vas a contar...

El musculoso y sudoroso desconocido se puso lentamente en pie y siguió mirando alrededor como si estuviese aturdido.

De cerca era aún más atractivo... y mucho más sexy de lo que le había parecido en la fiesta. Tenía un mentón recio y un rostro de facciones marcadas y muy masculinas en el que, extrañamente, no desentonaban las largas pestañas y labios carnosos.

—La verdad es que... esta no es mi habitación —dijo, claramente confuso.

—Creía que eso ya había quedado claro. Es mi habitación. ¿Es que no te has fijado en las sábanas rosas y la lencería?

«Pues claro que se ha fijado en la lencería, estúpida».

Sintió que le ardían las mejillas y otras partes del cuerpo y se cruzó fuertemente de brazos. La bata era muy fina y tal vez se le estuvieran marcando los pezones...

—Sí, me he fijado —respondió él, clavándole una mirada intensa y penetrante.

Mimi se lamió los labios y se acordó de que tenía que respirar.

—¿Cómo has entrado? —no tenía sentido. Lo había visto fuera, en la fiesta, cuando ella entró a través del porche. No había cerrado con llave al salir, pero sí había echado el cerrojo al entrar.

Él levantó la mano y le mostró una pequeña llave.

—¿De dónde has sacado esa llave?

—Me la ha dado Anna. Se me cerró la puerta de mi apartamento con la llave dentro.

Mimi volvió a quedarse sin aire en los pulmones. No se trataba de un invitado cualquiera de la fiesta que se hubiera despistado. No era un sexy desconocido al que nunca más volvería a ver.

Era su nuevo vecino.

—Eres el 1B... —susurró.

—¿Cómo dices?

—El inquilino del apartamento 1B.

Él asintió lentamente.

—Sí. Me he mudado hoy. Y tú estás en el... ¿1A?

—Sí.

Él dudó un momento.

—Vaya. Pues... encantado de conocerte.

Aquel tipo había estado arrodillado frente a su sexo... que por fortuna estaba pulcramente rasurado... ¿y todo lo que se le ocurría era «encantado de conocerte»? ¿Dónde demonios estaba la disculpa por haberse metido en su armario y haberla espiado desnuda?

—¿No tienes nada más que decir?

Una sonrisa curvó lentamente sus labios mientras la miraba de arriba abajo.

—No sé... ¿Qué tal... encantadísimo de conocerte?

Mimi volvió a agarrar el jarrón, pero él levantó rápidamente la mano.

—Lo siento, pero tendrás que admitir que será difícil superar nuestro primer encuentro —miró el tanga, que seguía en el suelo entre ellos, y sus ojos ardieron aún más—. O mejor dicho... rebajarlo.

—¿Cuánto tiempo has estado mirando?

—Lo suficiente para preguntarme si estás saliendo con un eunuco.

—¿Qué?

—Solo a un hombre castrado no le gustaría cómo te queda el tanga.

Mimi se puso roja de vergüenza y no supo si darle las gracias o una patada. No solo la había visto, sino que la había oído hablar consigo misma.

—¿Qué estabas haciendo, por cierto? —le preguntó él—. ¿Probándote toda tu ropa interior hasta dar con el conjunto adecuado para seducirlo?

—No es asunto tuyo.

—Porque déjame que te diga, cielo, que con ese tanga volverías loco a cualquier hombre heterosexual de la tierra.

Una corriente de placer indeseado se arremolinó en su estómago por aquella observación, tan directa y sincera. Pero rápidamente la sofocó. Aquel hombre la había estado espiando, y ella había abjurado de los hombres sexys de por vida. Sobre todo de especímenes como aquel, tan caliente que debería llevar un detector de humo en el pecho.

—Oye, siento haberte espiado —se disculpó él con una sonrisa avergonzada—. No llevaba en el armario ni un minuto, y me quedé tan sorprendido al verte que no supe qué hacer.

—¿No se te ocurrió dar media vuelta?

—Creía que este era mi apartamento. Pero de todos modos pensaba marcharme, sí. Sin embargo, cuando abrí los ojos y vi que te estabas quitando el tanga...

¿Había cerrado los ojos? Qué considerado, pensó Mimi, hasta que recordó lo que había visto al volver a abrirlos. Bajó la vista al tanga, que formaba un tentador círculo verde en el suelo. Lo enganchó con los dedos del pie y tiró de la prenda hasta ocultarla bajo la bata.

Él esbozó una media sonrisa.

—Así que, en vez de marcharte, decidiste presentarte —lo acusó, incluso más nerviosa que antes.

—Actué por instinto. Solo quería impedirlo.

—¿Impedir qué? ¿Que me cambiase la ropa interior?

—Creía que estabas en mi habitación, ¿recuerdas?

—¿Y qué? ¿Temías que fuera a acostarme desnuda en tu cama y no querías que ensuciara tus sábanas?

La imagen quedó flotando en el aire cargado de tensión. De repente, Mimi se imaginó a los dos enrollados en aquellas sábanas, empapados en el sudor de sus cuerpos y ardiendo de pasión salvaje. Haciendo todo lo que no se le había pasado por la cabeza cuando empezó a planear la seducción de aquella noche. Porque, en el fondo, cuando formuló las opciones ante el espejo ya sabía la respuesta. Algo sencillo y bonito, inocente y romántico, como era el estilo de Dimitri. Apostaría hasta su último centavo a que no conocía otra postura que la del misionero.

El vecino del 1B, en cambio, parecía un hombre dispuesto a probar cualquier cosa...

¿Qué buscaba ella realmente? ¿Unas gotas que atemperarían su sed pero que ni mucho menos la saciarían? ¿O un torrente de lujuria y placer desbordado en el que ahogarse?

Respiró profundamente e intentó tranquilizarse. ¿Cómo podía pensar en acostarse con un hombre al que ni siquiera conocía?

Él, mientras tanto, levantó la mano para rascarse la mandíbula. Mimi oyó el ruido áspero del dedo contra la barba incipiente y la asaltó la inquietante imagen de aquellas mejillas sin afeitar rozándose contra su piel. Al hombre le brillaron los ojos al mirar la cama, provocativamente deshecha, con la colcha vuelta del revés y las sábanas rosas suaves y tentadoras. Mimi empezó a temblar. Tan solo diez minutos antes estaba imaginándose cómo le pediría a Dimitri que compartiese aquella cama con ella. En esos instantes, sin embargo, no recordaba ni quién era Dimitri.

—No pensaba en nada —respondió él finalmente—. Supongo que no quería ser el tipo de hombre que se dedica a espiar a una mujer y luego se escabulle como un pervertido.

—Ya, y por eso decidiste abalanzarte sobre mí y darme un susto de muerte.

—No me has parecido tan asustada, y no me he abalanzado sobre ti.

—Me has asustado, y te has abalanzado.

—Tenía las manos levantadas para intentar ocultar la vista.

—Deberías haber visto dónde pisabas. Así no te habrías tropezado ni caído a mis pies.

—Mis intenciones eran buenas —respondió él con una sonrisa.

—El resultado sigue siendo el mismo.

—Si tú lo dices... —se encogió de hombros—. No voy a disculparme por caer a los pies de una mujer hermosa y semidesnuda.

Volvía a estar mirándola. Sus ojos oscuros descendieron por el cuello, la V de la bata y más abajo. Como si le gustara lo que veía y quisiera ver mucho más...

Las piernas le temblaban tanto a Mimi que tuvo que agarrarse al borde de la cómoda.

—¿De verdad te he asustado? —le preguntó él en voz baja—. Lo siento.

—Aún tengo el corazón desbocado —admitió ella.

Afortunadamente él no le preguntó si los frenéticos latidos de su corazón se debían al miedo o... a otra cosa. Y tampoco ella quiso preguntárselo.

—Pues no dabas esa impresión —dijo él, observando el jarrón—. Más bien parecías dispuesta a romperme la cabeza.

—Ha faltado poco.

—¿Qué te detuvo?

—Tu pecho desnudo.

Maldición, ¿de verdad había dicho eso?

Él soltó una fuerte carcajada.

—Así que tú sí puedes fijarte en que no llevo camisa, pero yo no puedo ver que no llevas bragas...

—Estarás de acuerdo en que una mujer sin bragas es una imagen mucho más íntima que la de un hombre sin camisa.

—Tienes razón.

¡Qué magnánimo!

—Y lo que quería decir era que te vi en la fiesta con Anna —aclaró ella—. No pasabas desapercibido descalzo y sin camisa. No parecías peligroso y pensé que debías de conocerla.

—Así es —corroboró él, volviéndose hacia el armario—. Supongo que oiría mal sus indicaciones, aunque juraría que me dijo que atravesara el porche y entrase por la puerta de la izquierda —frunció el ceño—. Al principio me pareció oír que decía la derecha. Quizá fue ella la que se confundió.

O quizá no, pensó Mimi al recordar la profética observación que le había hecho Anna sobre la próxima vez que un hombre sexy y semidesnudo cayera a sus pies. Era como si su casera hubiera sabido que el desconocido de los vaqueros fuera a aparecer de improviso en su habitación. Ni poniéndole la zancadilla para que cayera habría acertado más en su predicción.

Anna hacía a veces de pitonisa. Leía las cartas del Tarot y las hojas de té bajo el pseudónimo de Madame Titania, y Mimi nunca se había tomado en serio sus supuestas dotes adivinadoras... hasta ese momento.

Hubiera predicho o no su futuro, era evidente que estaba haciendo de casamentera y que le había dado deliberadamente las indicaciones erróneas al inquilino... sin pararse a pensar que tal vez no fuera solamente él quien estuviese medio desnudo. Aunque en honor a la verdad, ella ni siquiera estaba medio desnuda.

Estaba prácticamente desnuda.

Su único, y pobre, consuelo era que aún llevaba el sujetador cuando él irrumpió en la habitación.

—Es posible —concedió, pues no quería especular sobre los motivos de su casera y preguntarse por qué Anna sentía la necesidad de emparejarla cuando ella ya tenía un acompañante esperándola en el jardín. Un acompañante atento y apuesto que seguramente se estaría preguntando qué había sido de ella y con quien pensaba acostarse esa noche.

—Por cierto, no nos hemos presentado —dijo él, extendiendo la mano—. Xander McKinley.

No se habían presentado, no. Él la había visto desnuda y ella a punto había estado de romperle la cabeza con un jarrón. Pero no se habían intercambiado los nombres.

Miró la mano que le ofrecía y por unos instantes se quedó sobrecogida por la fuerza que irradiaban sus dedos, al igual que su brazo, sus hombros y su torso. Una fina capa de vello salpicaba sus marcados abdominales y se internaba bajo la cintura de los vaqueros.

El adjetivo «sexy» se quedaba corto para describirlo.

Era un seductor nato. Un peligroso y rebelde conquistador que ni siquiera se arrepentía de haberla sorprendido desnuda. Un chico malo. El vecino de la puerta de al lado...

Un hombre inapropiado. El momento inapropiado. La situación inapropiada.

—Mimi Burdette —se presentó en tono frío y formal, como en una reunión de trabajo.

Al estrecharle la mano sintió la fuerza de sus dedos callosos. Dimitri estaba bien formado, pero su físico era el de un hombre rico que iba al gimnasio cuatro veces por semana. Trabajaba en un despacho donde no levantaba nada más pesado que un boli y nunca tenía que preocuparse por cortar el césped o arreglar el coche. Así lo atestiguaban sus perfectas manos.

Mimi se estremeció al imaginarse la mano que estaba tocando recorriéndole las zonas de su cuerpo que ya había acariciado con la mirada.

Retiró la mano de un tirón. Era otro hombre el que debería estar tocándola. Un hombre apropiado que encajara en su vida, su trabajo y su familia.

Un hombre que no era su nuevo vecino.

—Tengo que volver a la fiesta —dijo.

Él la observó un momento en silencio, como si también hubiese experimentado algo extraño al tocarse sus dedos. La situación empezaba a ser surrealista, y Mimi se preguntó si algún día todo aquello le parecería un sueño.

«No si este hombre va a vivir bajo tu mismo techo desde ahora». Cada vez que se tropezara con él al recoger el correo o volver de la compra tendría que recordar aquellos momentos de tensión sexual bastante subidos de temperatura.

—Ese tipo al que no le gusta tu tanga... ¿está en la fiesta ahora?

Ella se mordió el labio y asintió lentamente.

—Pero no te acuestas con él.

—Te vuelvo a decir que eso no es asunto tuyo.

Él esbozó una sonrisa maliciosa y un peligroso brilló destelló en sus ojos oscuros.

—A mí me parece que ya te conozco íntimamente...

Cierto. La conocía casi tan íntimamente como su ginecólogo.

—No es muy caballeroso por tu parte que me lo recuerdes.

—Entonces tú y ese tipo no vais en serio, ¿verdad? —siguió él, ignorando el comentario de Mimi—. Anna me ha dicho que no estás con nadie.

—¿Has hablado de mi vida sentimental con Anna? —preguntó ella, boquiabierta.

Le tocó a él ruborizarse un poco, y apartó la mirada como si se arrepintiera de lo que había dicho.

—Solo de pasada.

Aquello sí que era interesante. ¿Se había fijado en ella igual que ella se había fijado en él?

«No importa. Este hombre no es para ti y punto».

—No tenemos nada serio —le confesó de todos modos—. De momento.

—Pero hoy va a ser su noche de suerte, ¿no?

Mimi tragó saliva. De repente no estaba tan segura de ello. Ni de nada.

El inquilino... Xander, se llamaba Xander, y hasta su nombre era sexy... se acercó a ella.

—Y digo yo... Si tanto tienes que esforzarte para seducir a tu hombre... ¿no será que te estás equivocando de hombre?

A Mimi se le secó la garganta al sentirse invadida por su calor varonil y el olor de su piel, una embriagadora mezcla de jabón, sudor y virilidad que le hizo aspirar más profundamente.

—¿Esforzarme? —preguntó en voz baja.

Él levantó una mano y le acarició la mejilla con la punta del dedo, hasta posarla en la comisura de los labios.

—Si él te deseara lo suficiente, habría venido contigo a la habitación aunque llevases un hábito de monja.

Cielos... Era justo lo que Mimi había pensado. ¿Le estaría leyendo la mente?

—Si yo fuese tu pareja, no te perdería de vista en ningún momento —añadió él.

Mimi tragó saliva, anonadada por la peligrosa intensidad de aquellas palabras.

—Me habría quedado junto a ti toda la fiesta para asegurarme de que no desaparecieras —continuó él—, para que ningún otro hombre se atreviera a mirarte y para recordarme que merecía la pena esperar, ya que al final de la noche serías mía.

—Dios mío... —susurró ella. Cerró los ojos y se inclinó inconscientemente hacia delante, como si aquella voz grave y profunda la estuviera hipnotizando—. ¿De verdad?

—Desde luego.

Llevó la mano hacia su nuca y entrelazó los dedos en el pelo. Mimi echó la cabeza hacia atrás, incapaz de resistirse, como una florecilla abriéndose al sol de la mañana.

—Si fuera tan estúpido para dejarte entrar sola, me habría quedado vigilando la puerta y contando los segundos hasta que volvieras. Y puedes estar segura de que no me habría quedado de brazos cruzados si un tipo sin camisa entrase detrás de ti.

Sus palabras estaban cargadas de reproche, pero Mimi estaba tan abrumada por las sensaciones que estaba experimentando que ni pensó en defender a Dimitri. Solo podía pensar en su olor, su calor y las enloquecedoras caricias de su pulgar.

Abrió los ojos y descubrió con gran sorpresa que había memorizado todos sus rasgos. Aquel desconocido ya se le había quedado grabado en el cerebro.

—¿Qué habrías hecho? —le preguntó, inclinándose más hacia él. Su cuerpo parecía actuar con voluntad propia.

—Me habría cerciorado de que supieras con quién ibas a pasar la noche —él también se acercó, centímetro a centímetro—. Te habría hecho olvidar que existe cualquier otro hombre.

Sus bocas se unieron, y Mimi se olvidó efectivamente de que existía cualquier otro hombre. Al principio se quedó paralizada, pero enseguida se derritió bajo el implacable avance de las llamas. Él le lamió los labios, acuciándola a abrirlos, y ella lo hizo para que sus lenguas se encontraran, ávidas y ardientes. No fue un beso delicado, ensayado ni contenido en el que él la saboreara con dulzura y cuidado. No la besaba; la devoraba como si llevara días sin probar bocado y ella fuese un exquisito manjar.

Mimi perdió la noción del tiempo, del espacio y de la realidad. Cabalgaba sobre una ola de sensaciones que barría sus nervios y sentidos. Si respiraba, era gracias al aire que él le brindaba; en su boca se concentraban los sabores más deliciosos que hubiera probado jamás, y si permanecía de pie era solo porque podía apoyarse en su cuerpo, grande y sólido como una roca.

A pesar de la voz interior que intentaba detenerla, recordándole que aquel hombre era un desconocido, Mimi levantó los brazos y se los echó al cuello para sujetarse y sujetarlo. No quería que se apartara hasta haber saciado su deseo carnal. Necesitaba que la besara como toda mujer merecía ser besada... como si fuera el único alimento para el alma de un hombre.

Nadie la había besado nunca así. Ni siquiera los hombres con los que se había acostado.

—Xander... —gimió cuando él hizo ademán de apartarse.

La pronunciación de su nombre pareció avivar su enardecido deseo, porque volvió a la carga y le introdujo la lengua con renovada ansia. Bajó las manos hasta sus caderas y la apretó contra él, y cuando le agarró las nalgas ella suspiró de placer y se frotó contra el inconfundible bulto que le presionaba la ingle.

La deseaba, no había ninguna duda, y él no hacía ningún esfuerzo por ocultarlo. Mimi se apretó más contra él, temblando, desesperada por sentir su fuerza y presión. Apenas lo conocía, pero todas las tonterías que se había dicho a sí misma sobre la necesidad de ser prudente y renunciar a las pasiones carnales se evaporaron ante el deseo indomable por tener a aquel hombre.

Y entonces todo acabó, tan bruscamente como había empezado. Él despegó la boca, dejó caer las manos y dio un paso atrás. Mimi tragó saliva e intentó recuperar el control de sus acelerados latidos y su jadeante respiración.

Al cabo de unos momentos, él asintió con la cabeza.

—Sí, definitivamente te habría seguido —dijo. También él respiraba con dificultad—. Pero así soy yo.

Mimi volvió finalmente a la realidad.

—¿Qué...? ¿Cómo...? ¡Me has besado!

—Me alegro de que te hayas dado cuenta.

¿Darse cuenta? Por Dios, aquel beso había hecho que la tierra se sacudiera bajo sus pies.

Él se apartó de ella.

—Ahora quizá debería marcharme para que puedas volver a tu fiesta.

Mimi sintió que se mareaba y le costó unos segundos procesar la información. ¿Habían pasado de la seducción a un beso increíble y después al... desinterés?

Sin embargo él no parecía afectado en absoluto. Sonreía alegremente y sus ojos volvían a brillar.

—Voy a probar esta llave en la otra puerta —dijo tranquilamente, volviéndose hacia el armario—. Puede que te vea más tarde en la fiesta. Le dije a Anna que iría.

Mimi seguía tan aturdida que no conseguía asimilar del todo las palabras, pero cuando el corazón recuperó su ritmo normal y el cerebro empezó a funcionarle de nuevo se dio cuenta de que no quería que él volviese a la fiesta. No le gustaba haberse mostrado tan receptiva, y mucho menos cuando aún no sabía si era igualmente receptiva al hombre que la estaba esperando fuera.

Pero no podía pedirle que se quedara en casa hasta que olvidara haberla visto desnuda, o hasta que ella se recuperara del beso.

—Por cierto, ¿por qué te has decidido? —le preguntó él mientras entraba en el armario.

—¿Sobre qué?

Él meneó provocativamente las cejas.

—Sobre lo que vas a ponerte... ¿Te decantarás por el tanga? Un bustier siempre es una buena elección.

Mimi lo fulminó con la mirada y agarró el jarrón.

—Solo estoy bromeando —dijo él rápidamente—. Porque sé que no vas a seguir adelante con esa seducción.

—¿Quién lo dice?

—El hombre que te ha besado... y al que tú has besado.

No había réplica posible.

Él le miró brevemente los labios y luego el resto del cuerpo, deteniéndose un momento en los pezones, claramente marcados a través de la bata, hasta los dedos de los pies. Volvió a mirarla a los ojos y bajó la voz a un susurro grave y sensual.

—Lo dice el hombre al que le ha encantado verte con ese tanga y que espera vértelo puesto otra vez...

Mimi se tragó un pequeño gemido de impotencia. Nunca había sido una mujer fácil, pero la seguridad de aquel hombre la excitaba de una manera increíble.

Él le dedicó una última sonrisa y desapareció en el armario. Mimi oyó algunos golpes mientras se abría camino hacia la puerta, y justo antes de que saliera oyó su voz risueña:

—Y por si quieres saber mis preferencias... ¡voto por que no lleves ropa interior!

3

Lo último que a Xander le apetecía hacer aquella noche era asistir a una fiesta llena de desconocidos. Pero después de haber conocido a su nueva vecina no había nada que deseara más que volver a verla. A pesar de su determinación inicial por alejarse de Mimi Burdette, la niña rica y mimada, no podía dejar de pensar en esa chica que se había quitado el tanga ante sus ojos y cuya boca tenía el verdadero sabor del pecado.

Debía de ser masoquista o algo parecido. Porque en aquellos momentos ella debía de estar entregándole un preservativo a su novio, y diciéndole dónde podía tocarla para hacerla aullar como una loba en celo.

Si él fuese su amante, no querría que le dijera dónde ni cómo tocarla. La exploraría a fondo hasta dar por sí mismo con sus zonas erógenas.

La deseaba, y mucho. La había deseado en cuanto la vio, pero el beso había disparado su deseo hasta más allá de la estratosfera y le iba a resultar muy difícil ocultarlo. Por eso lo más sensato sería quedarse en casa, lejos de la fiesta y de Mimi. Ella estaba con otro hombre, aquella noche al menos, y además no era su tipo. Eso lo sabía incluso antes de conocerla. Era rica, mimada y acostumbrada a salirse siempre con la suya. Él era todo lo contrario: muy práctico y realista y sin un centavo tras haber pagado los dos meses de fianza por el apartamento. No podrían formar una combinación peor.

Por desgracia, por más excusas razonables que se le ocurrieran, más difícil le resultaba sacársela de la cabeza.

Ya había intuido que era algo más que una chica guapa, rica y con un cuerpo espectacular. Era una mujer inteligente, aguda y compleja. Tal vez no fuese la mujer adecuada para él en algunos aspectos, como por ejemplo que estaba a punto de acostarse con otro hombre. Pero en otros aspectos sí que lo era. Tanto, que a Xander iba a costarle mucho conciliar el sueño aquella noche mientras pensaba en la suavidad de su piel, la fragancia de sus cabellos, el sabor de sus suculentos labios... Todo aquello que le pertenecía a otro hombre. Demonios.

Y el resto de su persona... ¿también le pertenecería a otro hombre? Tenía que averiguarlo.