Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
Las pérdidas forman parte de nuestra vida, son constantes universales e insoslayables. Y las llamamos pérdidas necesarias porque crecemos a través de ellas. De hecho, somos quienes somos gracias a todo lo perdido y a cómo nos hemos conducido frente a esas pérdidas. Por supuesto que seguir el camino de las lágrimas nos pone en un clima diferente del que alguno de ustedes puede haber encontrado recorriendo el camino de la autodependencia o el del encuentro. Pero este camino es el que nos enseña a aceptar el vínculo vital que existe entre las pérdidas y las adquisiciones. Este camino señala que debemos renunciar a lo que ya no está, y que eso es madurar. Asumiremos al recorrerlo que las pérdidas tienden a ser problemáticas y dolorosas pero sólo a través de ellas nos convertimos en seres humanos plenamente desarrollados.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 298
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
Índice
Portadilla
Legales
Dedicatoria
Hojas de Ruta
La alegoría del carruaje III
Capítulo 1. Empezando el camino
Capítulo 2. Las pérdidas son necesarias
Capítulo 3. Tristeza y dolor, dos compañeros saludables
Capítulo 4. Qué es el duelo
Capítulo 5. Etapas del camino
Capítulo 6. Después del recorrido
Capítulo 7. Diferentes tipos de pérdidas. Duelos por muerte
Capítulo 8. Ayudar en el duelo
Apéndice del Capítulo 8: Algunas situaciones especiales
Capítulo 9. Salida y pasaje)
Bibliografía
Bucay, Jorge
El camino de las lágrimas / Jorge Bucay ; coordinado por Mónica Piacentini ; dirigido por Tomás Lambré. - 1a ed. - Buenos Aires : Del Nuevo Extremo, 2013.
E-Book.
ISBN 978-987-609-391-0
1. Psicología. 2. Superación Personal. I. Piacentini, Mónica, coord. II. Lambré, Tomás, dir.
CDD 158.1
© Jorge Bucay , 1999
© Editorial del Nuevo Extremo S.A., 2010
A. J. Carranza 1852 (C1414COV) Buenos Aires, Argentina
Tel/Fax: (54-11) 4773-3228
e-mail: [email protected]
www.delnuevoextremo.com
ISBN: 978-987-609-222-7
Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor. Hecho el depósito que marca la ley 11.723.
Jorge Bucay
El camino de las lágrimas
Jorge Bucay
El camino de las lágrimas
A Moussy,
a Susana,
a Jay,
a Bachi,
cuyas ausencias me enseñaron
el camino de las lágrimas.
HOJAS DE RUTA
Seguramente hay un rumbo
posiblemente
y de muchas maneras
personal y único.
Posiblemente haya un rumbo
seguramente
y de muchas maneras
el mismo para todos.
Hay un rumbo seguro
y de alguna manera posible.
De manera que habrá que encontrar ese rumbo y empezar a recorrerlo.Y posiblemente habrá que arrancar solo y sorprenderse al encontrar, más adelante en el camino, a todos los que seguramente van en la misma dirección.
Este rumbo último, solitario, personal y definitivo, sería bueno no olvidarlo, es nuestro puente hacia los demás, el único punto de conexión que nos une irremediablemente al mundo de lo que es.
Llamemos al destino final como cada uno quiera: felicidad, autorrealización, elevación, iluminación, darse cuenta, paz, éxito, cima, o simplemente final... lo mismo da.Todos sabemos que arribar con bien allí es nuestro desafío.
Habrá quienes se pierdan en el trayecto y se condenen a llegar un poco tarde y habrá también quienes encuentren un atajo y se transformen en expertos guías para los demás.
Algunos de estos guías me han enseñado que hay muchas formas de llegar, infinitos accesos, miles de maneras, decenas de rutas que nos llevan por el rumbo correcto. Caminos que transitaremos uno por uno. Sin embargo, hay algunos caminos que forman parte de todas las rutas trazadas.
Caminos que no se pueden esquivar.
Caminos que habrá que recorrer si uno pretende seguir.
Caminos donde aprenderemos lo que es imprescindible saber para acceder al último tramo.
Para mí estos caminos inevitables son cuatro:
El primero, el camino de la aceptación definitiva de la responsabilidad sobre la propia vida, que yo llamo
El camino de la Autodependencia
El segundo, el camino del descubrimiento del otro, del amor y del sexo, que llamo
El camino del Encuentro
El tercero, el camino de las pérdidas y de los duelos, que llamo
El camino de las Lágrimas
El cuarto y último, el camino de la completud y de la búsqueda del sentido, que llamo
El camino de la Felicidad.
A lo largo de mi propio viaje he vivido consultando los apuntes que otros dejaron de sus viajes y he usado parte de mi tiempo en trazar mis propios mapas del recorrido.
Mis mapas de estos cuatro caminos se constituyeron en estos años en hojas de ruta que me ayudaron a retomar el rumbo cada vez que me perdía.
Quizás estas Hojas de Ruta puedan servir a algunos de los que, como yo, suelen perder el rumbo, y quizás, también, a aquellos que sean capaces de encontrar atajos. De todas maneras, el mapa nunca es el territorio y habrá que ir corrigiendo el recorrido cada vez que nuestra propia experiencia encuentre un error del cartógrafo. Sólo así llegaremos a la cima.
Ojalá nos encontremos allí.
Querrá decir que ustedes han llegado.
Querrá decir que lo conseguí también yo...
LA ALEGORÍA DEL CARRUAJE III
Mirando hacia la derecha me sobresalta un movimiento brusco del carruaje.
Miro el camino y me doy cuenta de que estamos transitando por la banquina.
Le grito al cochero que tenga cuidado y él inmediatamente retoma la senda.
No entiendo cómo se ha distraído tanto como para no notar que dejaba la huella.
Quizás se esté poniendo viejo.
Giro mi cabeza hacia la izquierda para hacerle una señal a mi compañero de ruta y dejarle saber que todo está en orden... pero no lo veo.
El sobresalto ahora es intenso, nunca antes nos habíamos perdido en ruta.
Desde que nos encontramos no nos habíamos separado ni por un momento.
Era un pacto sin palabras.
Nos deteníamos si el otro se detenía.
Acelerábamos si el otro apuraba el paso.
Tomábamos juntos el desvío si cualquiera de los dos decidía hacerlo...
Y ahora ha desaparecido.
De repente no está a la vista.
Me asomo infructuosamente observando el camino hacia ambos lados.
No hay caso.
Le pregunto al cochero, y me confiesa que desde hace un rato dormitaba en el pescante. Argumenta que, de tanto andar acompañados, muchas veces alguno de los dos cocheros se dormía por un ratito, confiado en que el otro se haría vigía del camino.
Cuántas veces los caballos mismos dejaban de imponer un ritmo propio para cabalgar al que imponían los caballos del carruaje de al lado.
Éramos como dos personas guiadas por un mismo deseo, como dos individuos con un único intelecto, como dos seres habitando en un solo cuerpo.
Y de repente,
la soledad,
el silencio,
el desconcierto...
¿Se habría accidentado mientras yo distraído no miraba?
Quizás los caballos habían tomado el rumbo equivocado aprovechando que ambos cocheros dormían...
Quizás el carruaje se había adelantado sin siquiera notar nuestra ausencia y proseguía su marcha más adelante en el camino.
Me asomo una vez más por la ventanilla y grito:
—¡¡¡Hola!!!
Espero unos segundos y le repito al silencio:
—¡Hooolaaa!
Y aun una vez más:
—¿¿¿Dónde estás???
...
Ninguna respuesta.
¿Debería volver a buscarlo...
sería mejor quedarme y esperar que llegue...
o más bien debería acelerar el paso para volver a encontrarlo más adelante?
Hace mucho tiempo que no me planteaba estas decisiones.
Había decidido allá y entonces dejarme llevar a su lado adonde el camino apuntara.
Pero ahora...
El temor de que estuviera extraviado y la preocupación de que algo le haya pasado van dejando lugar a una emoción diferente.
¿Y si hubiera decidido no seguir conmigo?
Después de un tiempo me doy cuenta de que por mucho que lo espere nunca volverá.
Por lo menos no a este lugar.
La opción es seguir o dejarme morir aquí.
Dejarme morir.
Me tienta esa idea.
Desengancho los caballos y le pido al cochero que se apee.
Los miro: carruaje, cochero, caballos, yo mismo...
Así me siento, dividido, perdido, destrozado.
Mis pensamientos por un lado, mis emociones por otro, mi cuerpo por otro, mi alma, mi espíritu, mi conciencia de mí mismo, allí paralizada.
Levanto la vista y miro el camino hacia adelante.
Desde donde estoy, el paisaje parece un pantano.
Unos metros al frente la tierra se vuelve un lodazal.
Cientos de charcos y barriales me muestran que el sendero que sigue es peligroso y resbaladizo...
No es la lluvia lo que ha empapado la tierra.
Son las lágrimas de todos los que pasaron antes
por este camino mientras iban llorando una pérdida.
También las mías, creo... pronto mojarán el sendero...
CAPÍTULO I. EMPEZANDO EL CAMINO
Así empieza el camino de las lágrimas.
Así, conectándonos con lo doloroso.
Porque así es como se entra en este sendero, con este peso, con esta carga.
Y también con una creencia inevitable, aunque siempre engañosa, la supuesta conciencia de que no lo voy a soportar.
Aunque parezca increíble todos pensamos, al comenzar este camino, que es insoportable.
No es culpa nuestra, o por lo menos no es solamente nuestra culpa…
Hemos sido entrenados por los más influyentes de nuestros educadores para creer que somos básicamente incapaces de soportar el dolor de una pérdida, que nadie puede superar la muerte de un ser querido, que moriríamos si la persona amada nos deja y que no podríamos aguantar ni siquiera un momento el sufrimiento extremo de una pérdida importante, porque la tristeza es nefasta y destructiva…
Y nosotros vivimos así, condicionando nuestra vida con estos pensamientos.
Sin embargo, como casi siempre sucede, estas “creencias” aprendidas y transmitidas con nuestra educación son una compañía peligrosa y actúan la mayoría de las veces como grandes enemigos que empujan a costos mucho mayores que los que supuestamente evitan. En el caso del duelo, por ejemplo, llevarnos al enfermizo destino de extraviarnos de la ruta hacia nuestra liberación definitiva de lo que ya no está.
Hay una historia que dicen que es verídica.
Aparentemente sucedió en algún lugar de África.
Seis mineros trabajaban en un túnel muy profundo extrayendo minerales desde las entrañas de la tierra. De repente un derrumbe los dejó aislados del afuera sellando la salida del túnel. En silencio cada uno miró a los demás. De un vistazo calcularon su situación. Con su experiencia, se dieron cuenta rápidamente de que el gran problema sería el oxígeno. Si hacían todo bien les quedaban unas tres horas de aire, cuando mucho tres horas y media.
Mucha gente de afuera sabría que ellos estaban allí atrapados, pero un derrumbe como este significaría horadar otra vez la mina para llegar a buscarlos, ¿podrían hacerlo antes de que se terminara el aire?
Los expertos mineros decidieron que debían ahorrar todo el oxígeno que pudieran.
Acordaron hacer el menor desgaste físico posible, apagaron las lámparas que llevaban y se tendieron en silencio en el piso.
Enmudecidos por la situación e inmóviles en la oscuridad era difícil calcular el paso del tiempo. Incidentalmente sólo uno de ellos tenía reloj. Hacia él iban todas las preguntas: ¿Cuánto tiempo pasó? ¿Cuánto falta? ¿Y ahora?
El tiempo se estiraba, cada par de minutos parecía una hora, y la desesperación ante cada respuesta agravaba aun más la tensión. El jefe de mineros se dio cuenta de que si seguían así la ansiedad los haría respirar más rápidamente y esto los podía matar. Así que ordenó al que tenía el reloj que solamente él controlara el paso del tiempo. Nadie haría más preguntas, él avisaría a todos cada media hora.
Cumpliendo la orden, el del reloj controlaba su máquina. Y cuando la primera media hora pasó, él dijo “ha pasado media hora”. Hubo un murmullo entre ellos y una angustia que se sentía en el aire.
El hombre del reloj se dio cuenta de que a medida que pasaba el tiempo, iba a ser cada vez más terrible comunicarles que el minuto final se acercaba. Sin consultar a nadie decidió que ellos no merecían morirse sufriendo. Así que la próxima vez que les informó la media hora, habían pasado en realidad 45 minutos.
No había manera de notar la diferencia así que nadie siquiera desconfió.
Apoyado en el éxito del engaño la tercera información la dio casi una hora después. Dijo “pasó otra media hora”... Y los cinco creyeron que habían pasado encerrados, en total, una hora y media y todos pensaron en cuán largo se les hacía el tiempo.
Así siguió el del reloj, a cada hora completa les informaba que había pasado media hora.
La cuadrilla apuraba la tarea de rescate, sabían en qué cámara estaban atrapados, y que sería difícil poder llegar antes de cuatro horas.
Llegaron a las cuatro horas y media. Lo más probable era encontrar a los seis mineros muertos.
Encontraron vivos a cinco de ellos.
Solamente uno había muerto de asfixia... el que tenía el reloj.
Ésta es la fuerza que tienen las creencias en nuestras vidas.
Esto es lo que nuestros condicionamientos pueden llegar a hacer de nosotros.
Cada vez que construyamos la certeza de que algo irremediablemente siniestro va a pasar, no sabiendo cómo (o sabiéndolo) nos ocuparemos de producir, de buscar, de disparar o como mínimo de no impedir que algo (aunque sea un poco) de lo terrible y previsto, efectivamente nos pase.
De paso (y como en el cuento) el mecanismo funciona también al revés:
Cuando creemos y confiamos en que de alguna forma se puede seguir adelante, nuestras posibilidades de avanzar se multiplican.
Claro que si la cuadrilla hubiera tardado doce horas, no hubiera habido pensamiento que salvara a los mineros. No digo que la actitud positiva por sí misma sea capaz de conjurar la fatalidad o de evitar las tragedias. Digo que las creencias autodesvalorizantes indudablemente condicionan la manera en la cual cada uno se enfrenta a las dificultades.
El cuento de los mineros debería obligarnos a pensar en esos condicionamientos. Y esto será lo primero que hay que aprender. Es imprescindible empezar por aquí porque uno de los más condicionantes y falsos mitos culturales que aprendimos con nuestra educación es justamente el de que no estamos preparados para el dolor ni para la pérdida.
Repetimos casi sin pensarlo:
“No hubiera podido seguir si perdía aquello”.
“No puedo seguir si no tengo esto”.
“No podría seguir si no consigo lo otro”.
Cuando hablo de los mecanismos generadores de nuestra dependencia, digo siempre que cuando yo tenía algunas horas o días de vida, era claro (aunque yo no lo supiera todavía) que no podía sobrevivir sin mi mamá o por lo menos sin alguien que me diera sus cuidados maternales. Mi mamá era por entonces literalmente imprescindible para mi existencia porque yo no podía vivir sin ella. Después de los tres meses de vida seguramente me hice más consciente de esa necesidad pero descubrí además a mi papá, y empecé a darme cuenta de que verdaderamente no podía vivir sin ellos. Algún tiempo después ya no eran mi papá y mi mamá, era MI familia, la fuente de donde “brotaba” todo lo necesario, amor, compañía, juego, protección, regalos, valoración, consejo...
Mi familia incluía a mucha gente: incluía a mi hermano, algunos tíos y alguno de mis abuelos. Yo los amaba profundamente y sentía, me acuerdo de esto, que no podía vivir sin mi familia.
Después apareció la escuela, y con ella, mis maestros, la señorita Angeloz, el señor Almejún, la señorita Mariano y el señor Fernández, a quienes creí a su tiempo, imprescindibles en mi vida. En la escuela República del Perú conocí también a mi primer amigo, el entrañable “Pocho” Valiente, de quien pensé en aquel momento que nunca, nunca, podría separarme.
Siguieron después mis amigos de colegio secundario, y por supuesto Rosita…
Rosita, mi primera novia, sin la cual, por supuesto, yo SABÍA que no podría vivir.
Y después el grupo de teatro, los amigos del billar, y la universidad, que encarnaba la carrera, el futuro, la profesión; yo pensaba, claro, que no podía vivir sin mi carrera.
Hasta que después de algunas novias también imprescindibles conocí a Perla.
Yo sentí inmediatamente lo que creía no haber sentido nunca antes: que no podía vivir sin ella.
Quizás por eso hicimos una familia sin la cual no sabría cómo vivir.
Y así, despacito y con tiempo, fui sumando ideas, descubriendo más imprescindibles, el hospital, mis pacientes, la docencia, algunos amigos, el trabajo, la seguridad económica, el techo propio y aún después más personas, más situaciones y más hechos sin los cuales ni yo ni nadie en mi lugar podría razonablemente vivir.
Hasta que un día...
Exactamente el 23 de noviembre de 1979.
Sin ninguna razón para que sea ese y no otro el día.
Me di cuenta de que yo no podía vivir sin mí.
Nunca, nunca, me había dado cuenta de esto.
Nunca había notado lo imprescindible que yo era para mí mismo.
¿Estúpido, verdad?
Todo el tiempo sabía yo sin quién no podría vivir, y nunca me había dado cuenta, hasta los treinta años, que sobre todo, no podía vivir sin mí.
Fue interesante desde allí y hasta aquí de todas formas, confirmar cada día que me sería verdaderamente difícil vivir sin algunas de esas otras cosas y personas, pero esto no cambiaba ni un poco el valor del nuevo darme cuenta.
Me sería imposible vivir sin mí.
Entonces empecé a pensar que alguna de las cosas que había conseguido y algunas de las personas sin las cuales creía que no podía vivir, quizás un día no estuvieran. Las personas podían decidir irse, no necesariamente morirse, simplemente no estar en mi vida. Las cosas podían cambiar y las situaciones podían volverse totalmente opuestas a como yo las había conocido. Y empecé a saber que debía aprender a prepararme para pasar por esas pérdidas.
Por supuesto que no es lo mismo que alguien se vaya a que ese alguien se muera. Seguramente no es lo mismo mudarse de una casa peor a una casa mejor, que al revés. Claro que no es lo mismo cambiar un auto todo desvencijado por un auto nuevo, que a la inversa.
Es obvio que la vivencia de pérdida no es la misma en ninguno de estos ejemplos, pero es bueno aclarar desde el comienzo que siempre hay un dolor cuando se deja en el antes algo que era, para entrar en otro lugar donde no hay otra cosa que lo que es. Y esto que es no es lo mismo que era hasta ahora.
Y repito, este cambio sea interno o externo conlleva SIEMPRE un proceso de activa adaptación a lo que tiene de nuevo lo diferente y a lo que tiene de diferente lo nuevo, aunque sea mejor.
Este proceso se conoce con el nombre de “elaboración del duelo” y como ya lo sugiere su nombre es penoso.
Por obvio que parezca yo nunca dejaré de advertirlo a los que empiezan este camino:
Los duelos… duelen.
Y no se puede evitar que duela.
Ciertamente pensar (o darme cuenta) que voy hacia algo mejor que aquello que dejé, es muchas veces un excelente premio consuelo, una pequeña alegría que compensa el dolor que causa lo perdido. Pero atención:
COMPENSA pero no EVITA,
APLACA pero no CANCELA,
ANIMA a seguir pero no ANULA el dolor.
Siempre me acuerdo, el día que dejé mi primer consultorio.
Era un departamentito alquilado, realmente rasposo, de un solo ambiente chiquitito, oscuro, interno, bastante desagradable. Me gustaba bromear, en aquel entonces, diciendo que no me dedicaba al psicoanálisis ortodoxo porque el paciente acostado no entraba en ese consultorio, debía estar sentado.
Un día, cuando empezaron a mejorar mis ingresos, decidí dejar ese departamento para irme a un consultorio más grande, de dos ambientes, mejor ubicado.
Para mí era un salto impresionante, un símbolo de mi crecimiento y una manera de medir que todo empezaba a funcionar en mi profesión.
Y sin embargo, dejar ese lugar, donde yo había empezado, abandonar ese primer consultorio que tuve, me costó muchísimo. Si no hubiera sido por mi hermano Cacho que vino a ayudarme a sacar las cosas, me hubiera quedado sentado, como estaba cuando él llegó, mirando las paredes, mirando los techos, mirando las grietas del baño, mirando el calefón eléctrico... porque no hubiera podido ni empezar a poner las cosas en los canastos.
Y aún cuando Cacho llegó me acuerdo que me dijo:
—¿Qué pasa?
—No, nada... lo estoy haciendo despacito —dije, y mi hermano me dijo:
—Dejate de hinchar, que tengo la camioneta ahí abajo.
Él me había venido a ayudar, y empezó a descolgar los cuadros y a ponerlos en el piso, y yo decía cosas como:
—No, éste dejalo para lo último... —y absurdamente lo volvía a colgar en “su lugar”.
Él guardaba cosas en los canastos y yo las sacaba para mirarlas...
Él bajaba en el ascensor para llevar algunos trastos a la camioneta y cuando volvía yo había colgado algún otro cuadro…
Así durante largas horas…
Y todo para poder dejar ese lugar y partir hacia algo mejor, hacia el lugar que había elegido para mi futuro y para mi comodidad...
Lo increíble es que yo lo sabía y lo tenía muy presente, pero esto no evitaba el dolor de pensar en aquello que dejaba.
Las cosas que uno deja, siempre tienen que elaborarse. Siempre tiene uno que dejar atrás las cosas que quedaron en el ayer.
Lo que quedó atrás en el pasado ya no está aquí, ni siquiera, repito, ni siquiera si sigue estando... (?)
Quiero decir, hace 30 años que estoy casado con mi esposa, yo sé que ella es siempre la misma, tiene el mismo nombre, el mismo apellido, la puedo reconocer, se parece bastante a aquella que era, pero también sé que no es la misma.
Desde muchos ángulos es totalmente otra.
Por supuesto que físicamente hemos cambiado ambos (yo mucho más que ella), pero más allá de eso cuando pienso en aquella Perla que Perla era, de alguna manera se me confronta con ésta que hoy es. Y en las más de las cosas me parece que ésta me gusta mucho más que aquella.
Y digo es fantástica esta Perla si la comparo con la que fue, es maravilloso darse cuenta de cuánto ha crecido, es espectacular; pero esto no quiere decir que yo no haya tenido que hacer un duelo por aquella Perla que ella fue.
Y fíjense que no estoy hablando de la muerte de nadie, ni del abandono de nadie, simplemente estoy hablando de alguien que era de una manera y que es hoy de otra.
Una vez más, que el presente sea aún mejor que el pasado, no significa que yo no tenga que elaborar el duelo.
Así que digo, hay que aprender a recorrer este camino, que es el camino de las pérdidas, hay que aprender a sanar estas heridas que se producen cuando algo cambia, cuando el otro parte, cuando la situación se acaba, cuando ya no tengo aquello que tenía o creía que tenía (porque ni siquiera es importante si verdaderamente lo tenía o no). Un duelo necesario aun para elaborar la pérdida que conlleva la cancelación de un proyecto, el abandono de una ilusión o la certeza irreversible de que nunca tendré lo que esperaba o deseaba tener algún día.
Este recorrido tiene sus reglas, tiene sus pautas. Este camino tiene sus mapas, y conocerlos ayudará seguramente a llegar más entero al final del sendero.
Un científico excepcional que se llamaba Korzybski decía que en realidad TODOS construimos una especie de esquema del mundo en el que habitamos, un “mapa” del territorio en el que vivimos. Pero el mapa, aclara bien Korzybski, no es el territorio.
El mapa es apenas nuestro mapa. Es la idea que nosotros tenemos de cómo es la realidad, aunque muchas veces esté teñida por nuestros prejuicios. De hecho aunque no se corresponda exactamente con los hechos, aunque esté muy lejos de parecerse a la realidad de los demás, es en ÉSE nuestro mapa, donde vivimos.
No vivimos en la realidad
sino en nuestra imagen de ella.
Si en mi mapa tengo registrado que aquí en mi cuarto hay un árbol, aunque no lo haya, aunque nunca haya existido, segura y comprensiblemente yo voy a vivir esquivando este árbol por el resto de mi vida.
Aunque el árbol no esté en el de ustedes y ustedes pasen por ese lugar sin miedos ni registro alguno.
Y cuando me vean esquivar el tronco ustedes me van a decir:
—¿Qué hacés, estás loco?
Desde afuera de mi mapa esta conducta puede parecer estúpida y hasta graciosa, en los hechos, muchas veces puede resultar hasta peligrosa.
Dicen que una vez un borracho caminaba distraído por un campo.
De pronto vio que se le venían encima dos toros, uno era verdadero y el otro imaginario.
El tipo salió corriendo para escapar de ambos, hasta que consiguió llegar a un lugar donde vio dos enormes árboles.
Un árbol era también imaginario pero el otro por suerte era verdadero.
El borracho... borracho como estaba, intentó subirse al árbol imaginario...
Mientras lo intentaba, el toro real agarró al pobre desgraciado.
Y por supuesto... colorín… colorado…
Es decir, depende de cómo haya trazado este mapa de mi vida, depende del lugar que ocupa cada cosa en mi esquema, depende de las creencias que configuran mi ruta, así voy a transitar el proceso de la pérdida. Un camino que empieza cuando sucede o cuando me doy cuenta de una pérdida, y termina cuando esa pérdida ha sido superada.
La utilidad de las lágrimas
No se puede hablar de duelos y de pérdidas desconociendo el pequeño malestar que seguramente va a producirnos hablar sobre estos temas. Me justifico pensando que es un malestar que de alguna manera vale la pena, en el sentido de aprender algunas cosas o revisar algunas otras, para sistematizar lo que, posiblemente, todos sabemos. Dicho de otra forma, yo no creo que algo de lo que escriba acá será extraño o misterioso para los que lo lean. De una o de otra manera todos hemos visto, hemos pasado, hemos sentido o hemos estado cerca de lo que otros sentían en relación a un dolor. Con diferentes estilos y palabras casi todo lo que leas ha sido escrito, dicho o enseñado antes de hoy.
Una de las cosas que he aprendido es que pensar, por ejemplo, en la muerte de un ser querido es una cosa para quien lo ha vivido y otra para quien solamente habla de ello. Una mala noticia para los que leen esto es a la vez una situación afortunada para mí, porque yo al momento de escribir esto no pasé por la muerte de ningún familiar cercano (mis dos padres, con más de ochenta abriles, sobrellevan su vejez con una más que razonable salud psíquica y física).
Por mucho que yo haya leído sobre esto, por mucho que yo haya visto sufrir a otros, por mucho que yo haya acompañado a otros, siento que es casi insolente escribir del tema sin haber pasado por ese lugar sin haberlo padecido personalmente, y esta aclaración es de algún modo una disculpa por animarme a hacerlo. Yo sé que en este punto, el de los duelos, la experiencia de lo vivido y padecido enseña de verdad mucho más, muchísimo más, que todo lo que cualquiera pueda leer.
Pero este libro no habla solo de la muerte de seres queridos. A lo largo de nuestras vidas las pérdidas constituyen un fenómeno mucho más amplio y, para bien o para mal, universal. Perdemos no sólo a través de la muerte sino también siendo abandonados, cambiando, siguiendo adelante. Nuestras pérdidas, como ya dije, incluyen también las renuncias conscientes o inconscientes de nuestros sueños románticos, la cancelación de nuestras esperanzas irrealizables, nuestras ilusiones de libertad, de poder y de seguridad, así como la pérdida de nuestra juventud, aquella irreverente individualidad que se creía para siempre ajena a las arrugas, invulnerable e inmortal.
Pérdidas que al decir de Judith Viorst nos acompañan toda una vida, pérdidas necesarias como ella las llama, pérdidas que aparecerán cuando nos enfrentemos, no sólo con la muerte de alguien querido, no solo con un revés material, no sólo con las partes de nosotros mismos que desaparecieron, sino también cuando transitemos por algunos hechos ineludibles que la autora nos describe como algunas tomas de conciencia inevitables...
Es irremediable aceptar y saludable saber…
• que por mucho que nos quiera nuestra madre va a dejarnos y nosotros vamos a dejarla a ella;
• que el amor de nuestros padres nunca será exclusivamente para nosotros;
• que aquello que nos hiere no siempre puede ser remediado con besos;
• que tendremos que aceptar el amor mezclado con el odio y lo bueno mezclado con lo malo;
• que tu padre (o tu madre) no se casarán contigo ni aunque consiguieras ser como tu familia esperaba que seas (es más, posiblemente ni siquiera aprueben del todo la persona que elegiste para reemplazarlos en tu corazón);
• que algunas de nuestras elecciones están limitadas por nuestra anatomía;
• que existen defectos y conflictos en todas las relaciones humanas;
• que los deseos de las personas que amamos no siempre coinciden con los nuestros y a veces ni siquiera son compatibles con ellos;
• que no importa cuán astutos y cuidadosos seamos, a veces nos toca perder…
• que nuestra condición en este mundo es implacablemente pasajera.
Y la más difícil de aceptar (por lo menos para mí), aunque no por difícil menos cierta:
• que somos absolutamente incapaces de poder ofrecer a nuestros seres queridos la protección que quisiéramos contra todo peligro, contra cualquier dolor, contra las frustraciones, contra el tiempo perdido, contra la vejez y contra la muerte.
Estas pérdidas forman parte de nuestra vida, son constantes universales e insoslayables. Y las llamamos pérdidas necesarias porque crecemos a través de ellas.
De hecho, somos quienes somos gracias a todo lo perdido y a cómo nos hemos conducido frente a esas pérdidas.
Por supuesto que trazar este mapa nos pone en un clima diferente del que alguno de ustedes puede haber encontrado recorriendo el camino de la autodependencia o el del encuentro. El clima de aquellos era el clima de descubrirse uno mismo, de descubrir el disfrute, de ser lo que uno es junto a otros. Pero hablar de la elaboración del duelo no parece un tema que nos remonte al disfrute, que nos remonte a la alegría, porque tiene una arista que como venimos diciendo nos conecta con el dolor. Pero este camino, el de las lágrimas, es el que nos enseña a aceptar el vínculo vital que existe entre las pérdidas y las adquisiciones.
Este camino señala que debemos renunciar a lo que ya no está, y que eso es madurar.
Asumiremos al recorrerlo que las pérdidas tienden a ser problemáticas y dolorosas pero sólo a través de ellas nos convertimos en seres humanos plenamente desarrollados.
Dijimos al empezar que el objetivo último del camino de las lágrimas es la elaboración del duelo por una pérdida.
Como lo dice Sigmund Freud en Melancolía y duelo, la elaboración del duelo es un trabajo... un TRABAJO.
El trabajo de aceptar la nueva realidad.
El ciclo del contacto
Todas las pérdidas son diferentes y por eso no se puede ponerlas en conjunto en la misma bolsa ni analizar todos los procesos de duelo desde el mismo lugar. Sin embargo desde el punto de vista psicológico, la diferencia tendrá que ver con la dificultad para hacer ese trabajo, o con los matices del camino; pero las etapas y el desarrollo del proceso del duelo son más o menos equivalentes en una separación, en una pérdida material sin importancia o frente a la muerte de alguien muy cercano. Cualquier proceso de adaptación a una pérdida se puede describir, más allá de sus causas, empezando en un punto cero, común a toda situación posible, que las nuevas ciencias de la conducta llaman indistintamente el punto de Inicio o el punto de Retirada.
Para comprender mejor este concepto es necesario entrar en una descripción un poco más teórica, o por lo menos más técnica.
Cada persona responde a los estímulos del afuera siguiendo un determinado patrón de conducta. Gran parte de la descripción de nuestra relación con el universo que nos rodea se podría sintetizar en dicho patrón, un juego permanente y alternante de Contacto y Retirada.
El punto cero (Inicio o Retirada) es el lugar donde uno se encuentra aislado de lo que todavía no pasó, o al margen de algo que está pasando de lo que todavía no se enteró.
Un estímulo que está afuera sin ninguna relación con la persona.
Si estoy por entrar en una reunión donde hay gente que no conozco, la situación de punto cero sería antes de entrar, quizá todavía antes de viajar hacia la reunión.
Cuando llego me enfrento con la situación de la gente reunida.
Agradable o desagradable tengo una sensación. Esto es: siento algo. Mis sentidos me informan cosas. Veo la gente, siento los ruidos, alguien se acerca. Tengo sensaciones olfativas, auditivas, visuales, corporales, quizá me tiembla un poco el cuerpo y estoy transpirando. Después de las sensaciones “me doy cuenta”, tomo conciencia de lo que pasa. Esto es, analizando mi percepción, deduzco que la reunión es de etiqueta, que hay muchísima gente y me digo: “Uyyy, algunos me miran”. Me doy cuenta de lo que está pasando, de qué es esto que está estimulando mis sentidos.
Después de que me doy cuenta o tomo conciencia de lo que pasa se movilizan mis emociones. Siento un montón de cosas, pero no ya desde los sentidos, oídos, ojos, boca, no. Empiezo a sentir que me asusta, me gusta o me angustia. Siento placer, inquietud y excitación. Siento miedo, ganas, deseo, placer de verlos o temor por el resultado del encuentro.
Emociones que bullen dentro mío.
Una vez que estas emociones están, empiezan a pugnar por transformarse en acción. Siento la energía en mí que hace fuerza para empujarme a actuar (1). Me asusto y me voy, me quedo y empiezo a hablar, hablo por allí o acá, decido contar mis emociones, o no contarlas y esconderlas, o disimularlas o cualquier otra acción.
Es el momento del contacto, el punto clave.
Contacto es la posibilidad de establecer una relación concreta con el estímulo de afuera.
Contacto es: no sólo tengo sensaciones, me doy cuenta, movilizo y actúo, sino que además vivo, me comprometo con la situación en la cual estoy inmerso. Estoy en contacto.
Y después de estar en contacto durante un tiempo, por preservación, por salud, por agotamiento del ciclo, o por resolución de la emoción, hago una despedida y una retirada.
Me alejo para quedarme conmigo y para volver a empezar.
Pensemos un ejemplo clásico, el del pintor con su cuadro.
El pintor se para frente a la tela que aún no comienza a pintar y tiene la sensación de desafío que le proporciona la blancura de la tela. Se da cuenta del vacío que tiene enfrente y se vuelve aun más consciente de que hay algo para hacer con lo que está frente a sus ojos. El artista asiste, se podría decir que sin poderlo evitar, a la irrupción de sus emociones. Empieza a sentir cosas frente a esta tela en blanco y el deseo de pintar. Y entonces hace una acción, agarra un pincel con pintura y una espátula, se acerca a la tela y pinta sobre ella, que es la transformación en acción de una emoción que sentía.
Después de dar cuatro o cinco pinceladas, el pintor se detiene, da unos tres pasos atrás y mira.
Éste es el momento que llamamos antes de la retirada.
Al retirarse y mirar, se da cuenta, percibe lo que ahora ve y tiene la sensación de lo que ha puesto en la pintura. Sólo unos segundos o unos minutos después se da cuenta de cómo está su obra y tiene otra vez un caudal de emociones, tiene otra vez conciencia de lo que ve y otra vez asume que hay algo por hacer. Otra vez esta sensación se transforma en una acción. El artista se acerca al pincel y a la paleta. Por algún tiempo vuelve a pintar, antes de retroceder, para un nuevo comienzo del ciclo.
Toda nuestra vida está signada de momentos donde desde la distancia o el aislamiento uno descubre sensaciones y moviliza emociones, que como dijimos son energía potencial al servicio de lo que sigue.
Cuando consigo transformar esas emociones en una acción congruente, ella me pone en contacto con la cosa. La vivo, opero en ella y en pequeña o gran medida la modifico.
Cuando la situación se agota o cambia con mi intervención (o cuando yo me agoto de la vivencia), me retiro otra vez pero no en el sentido de irme, sino de volver a recomenzar.
Este pequeño esquema, como dijimos un poco técnico, es la base de lo que significa la actitud experiencial ante la vida, y lo traigo a cuento para poder dejar establecido que el proceso del duelo no es ni más ni menos que una particular situación de “Contacto y Retirada” y que el camino de las lágrimas es el sendero de aprender a recorrer este ciclo sin interrupciones, sin dilaciones, sin estancamientos y sin desvíos.
En la elaboración del duelo el estímulo percibido desde la situación de ingenua retirada es la pérdida. A veces de inmediato y otras no tanto me doy cuenta de lo que está pasando, he perdido esto que tenía o creía que tenía. Y siento. Se articulan en mis sentidos un montón de cosas, no mis emociones todavía, sino mis sentidos. Y luego, frente a esta historia de impresiones negativas o desagradables, me doy cuenta cabal de lo que pasó.
Aparecen y me invaden ahora sí un montón de emociones diferentes y a veces contradictorias que preceden, como siempre, al movimiento. La emoción es lo que prepara al cuerpo para la acción. La emoción sola es la mitad del proceso. La otra mitad es la acción. Así que lo que hago enseguida es cargarme de energía, de potencia, de ganas. Transformar en acciones estas emociones me permitirá la conciencia verdadera de la ausencia de lo que ya no está. Y es la toma de conciencia de lo ausente, el contacto con la temida ausencia lo que me permitirá luego la aceptación de la nueva realidad, un definitivo darme cuenta antes de la vuelta a mí mismo.