El círculo tatuado - Susan Casserfelt - E-Book

El círculo tatuado E-Book

Susan Casserfelt

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Beschreibung

La segunda novela de la trilogía bestseller “La Costa Alta”, escrita por la exitosa autora sueca Susan Casserfelt. Una serie que ha vendido más de 250.000 audiolibros en Suecia. ¡Ahora por primera vez en español! Un joven es asesinado en Gamla stan, el casco antiguo de Estocolmo. Las extrañas circunstancias desconciertan a la policía Kajsa Nordin que, junto con el inspector retirado Christian Modig, de Örnsköldsvik, se sumerge en la investigación del asesinato. Las pistas conducen al estudio de la artista de renombre mundial Zeta. Un círculo tatuado en la muñeca de la mujer hace que Kajsa sea arrastrada a una maraña de mentiras, sociedades secretas y aventuras arriesgadas. Cuando el trío inverosímil aterriza en Västernorrland, en el norte de Suecia, a Kajsa le resulta difícil determinar si Zeta de verdad intenta ayudarlos a resolver el asesinato o si tiene sus propios motivos. ¿Y qué está pasando realmente en la casa que están observando? “El círculo tatuado” es un thriller psicológico que, con un ritmo rápido y lleno de acción, mantiene al lector enganchado desde el primer minuto.

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El círculo tatuado

Susan Casserfelt

Copyright © Susan Casserfelt y Word Audio Publishing, 2020

Título Original: Den tatuerade cirkeln

Traducción: Gemma Pecharomán Miguel & Beatriz Carlsson

Diseño portada: Sanna Sporrong

ISBN: 978-91-78293-59-9

Publicado por: Word Audio Publishing Intl. AB, 2020

«Los hijos no deben morir antes que sus padres. Así de sencillo. Cualquier otra cosa es cruel. Inhumana».

Aunque como científica era más bien atea, la mujer pedía cada noche un milagro: «Haz que una persona joven de la región de Västerbotten o de la provincia de Västernorrland, por lo demás sano, muera de un infarto cerebral en la UCI esta noche».

Cada noche, el mismo deseo.

Martes, 24 de mayo

Capítulo 1

El infierno en Gamla stan, el casco antiguo de Estocolmo, era el último pequeño tramo al norte de la calle Prästgatan, que terminaba en un callejón oscuro y sombrío que servía más que nada de urinario para los paseantes nocturnos.

Pero el infierno estaba también al sur de la calle Prästgatan para el joven de veintitrés años Tobias Eriksson, quien ahora estaba convencido —y, de hecho, no del todo equivocado— de que lo estaban guiando directamente hacia su propia muerte.

***

Kajsa Nordin observó al camarero que se acercaba a su mesa con una botella de champán en la mano. Sam había insistido en que ese día debían brindar con burbujas para celebrar su nuevo trabajo. Bueno, trabajo…, sería más correcto llamarlo una propuesta de baile.

Kajsa tamborileó ligeramente sobre su móvil. A decir verdad, habría preferido quedarse en casa y completar la solicitud de empleo porque el plazo de presentación se acababa hoy.

Cuando Sam vio al camarero, extendió una mano por debajo de la mesa y acarició a Kajsa en la pierna.

—Este es un champán de la montaña de Reims —dijo el camarero mostrando la botella verde.

Kajsa aún no le había contado a Sam que pensaba solicitar un puesto fijo de agente de policía en Örnsköldsvik. Sam odiaba esa ciudad o, más bien, el invierno, que tenía por costumbre instalarse allí con regularidad todos los años. ¿Cómo podía no gustarle la nieve? Eso era algo que Kajsa seguía sin entender.

Cuando el camarero giró el corcho con el puño, Sam miró expectante de la botella a su novia. Kajsa le respondió con una sonrisa.

¡Pum!

El camero llenó la copa con la bebida burbujeante.

¡Pum! ¡Pum!

Kajsa miró a su alrededor. Parecía que había más clientes bebiendo champán ese martes por la noche, pero no vio a ningún camarero en las otras mesas.

¿Qué había oído si no era el descorche de una botella de champán? Kajsa se inquietó, no podía dejar de pensar en el sonido.

Sam le tomó la mano y atrajo su atención. Kajsa se volvió hacia su novia y sonrió; realmente, quería esforzarse y dejar que la noche fuera una celebración de que su latina iba a bailar samba en un desfile de carnaval, aunque a ella le costara ver qué había de maravilloso en ello.

El camarero inclinó la botella sobre la segunda copa. Kajsa vio por el rabillo del ojo cómo se meneaban los rizos castaños de Sam al mismo ritmo que tragaba el champán. Distante, sintió que recibía pequeños apretones en la mano. Era como si tuviera agua en los oídos, como no poder oír ni percibir realmente lo que la rodeaba.

Se vio a sí misma alzando la copa. Había algo raro en el sonido que había escuchado.

—Espera —dijo Sam.

Kajsa bajó un poco la copa. Primero, su botella; luego, dos sonidos similares.

Mientras tanto, Sam sacó una cajita azul y la colocó encima de la mesa.

—Cariño, he pensado que podíamos aprovechar y…

De repente, supo qué ruido era ese. ¡Claro! El frío se le extendió hasta las raíces del cabello e hizo que se le erizara el pelo y se le pusiera la piel de gallina. ¡Debían de haber sido dos disparos de pistola! Se levantó de golpe y, sin dar ninguna explicación, abandonó la mesa a toda prisa.

Fuera, en el callejón, al fin pudo respirar.

El restaurante estaba en la esquina entre las calles Prästgatan y Kåkbrinken. ¿De dónde había venido el sonido? En lo alto de la cuesta paseaban tranquilamente dos turistas. Abajo, por la calle Västerlånggatan, otros turistas caminaban a paso lento. La única posibilidad era que el sonido se hubiera propagado a lo largo de la calle Prästgatan, el callejón donde se encontraba el restaurante. Tomó una decisión. Con rapidez, subió corriendo hacia la parte alta, una cuesta de unos poco metros. Como el callejón se curvaba al mismo tiempo, no podía ver con claridad la parte baja de la estrecha calle.

«¡Corres de nuevo! Huyes de tus propios problemas. Te figuras cosas solo para evitar tomar el toro por los cuernos. ¿Cuándo piensas contarle a Sam lo de tu trabajo? ¿Te mentiría ella de la misma manera?».

Sus pensamientos se silenciaron cuando dobló la esquina y vio al hombre en el suelo. Tenía un pie hacia fuera y el brazo extendido. La sangre corría por las juntas de los adoquines.

Su mirada vagó hacia la calle Prästgatan en busca de pistas. Kajsa calculó que había corrido unos sesenta metros desde el restaurante y no se había encontrado con nadie ni había visto a ninguna persona que se dirigiera hacia allí. El autor del delito probablemente estaría cerca. Sabía que un poco más adelante la calle Prästgatan cruzaba la calle Tyska brinken; ese era el camino que ellas habían tomado para llegar al restaurante hacía media hora para evitar las hordas de turistas abajo en la calle Västerlånggatan. El corazón le latía con fuerza. Miró a su alrededor, pero el callejón estaba vacío.

Kajsa habló consigo misma:

—¡Llama al 112 antes de empezar con los primeros auxilios!

Se llevó la mano al bolsillo en busca del móvil, pero no lo encontró. Se lo había dejado en la mesa del restaurante.

Se estremeció al ver el emblema cosido en la cazadora negra del hombre. Su primer pensamiento fue que se había topado con un ajuste de cuentas entre dos clubes de moteros. Un par de pasos más tarde, vio que el parche solo representaba una bandera sueca que cruzaba la norteamericana y respiró aliviada.

Kajsa se puso de rodillas al lado de la víctima. La sangre le burbujeaba ligeramente por la comisura de los labios. Estaba bocabajo con la cabeza de lado. Kajsa continuaba dándose instrucciones en voz baja.

—La víctima está viva. Detén la pérdida de sangre.

Para contener la hemorragia, tenía que quitarle la cazadora. Cuando tiró de la holgada prenda, el brazo se deslizó con facilidad hacia fuera. El hombre llevaba debajo una camiseta blanca. Ciertamente, había recibido dos disparos. ¿Cuántos años podría tener? ¿Unos veintidós o veintitrés? «¡Dios mío!, si somos casi de la misma edad. Pobre diablo, ¿qué has hecho para merecer esto?». Pero Kajsa sabía muy bien que lo que sucedía no siempre era merecido.

Tiró con fuerza del borde inferior de la camiseta y la rasgó de abajo arriba hasta el cuello. Uno de los disparos le había alcanzado entre la columna vertebral y el hombro izquierdo. La sangre brotaba de la herida y, sin tejido que la absorbiera, formaba un charco en la espalda. El segundo tiro lo había alcanzado más abajo, en la región lumbar. Dos orificios de bala y sus dos manos. Kajsa comprendió que no sería suficiente, menos aún si tenía que dejar solo al chico para ir en busca de ayuda.

Miró a su alrededor. ¿Por qué no había ningún curioso observando? Todo cuanto se oía era su propia respiración. Necesitaba ayuda para pedir una ambulancia. Y llamar a la policía, claro.

Kajsa se acordó de Yxan, su antiguo compañero, y de sus fanfarronadas. ¿Sabes por qué todos los soldados de las fuerzas de élite llevan un tampón? También fue él quien se empeñó en llamarla Amazona por no tener ganas de aprenderse su nombre.

Kajsa palpó los anchos vaqueros del hombre en busca de un teléfono. «Un joven currante, un rockabilly a quien seguramente le gusta reparar los clásicos coches norteamericanos», pensó ella algo prejuiciosa. Desde luego, no era un pijo de Stureplan.

—Tú puedes con esto —se dijo sin esperar respuesta—. Todo va a salir bien.

Palabras que a ella le habría gustado escuchar en otro tiempo, en lugar de la culpa y la vergüenza que había sentido. Hundió la mano en el bolsillo delantero derecho de su pantalón hasta que consiguió sacar lo que buscaba. Se colocó el tampón en la boca y retiró con agilidad la parte inferior de la envoltura de plástico. Tenía el tamaño perfecto para el orificio de la bala. Le temblaban las manos.

Seguro que eso era algo que Yxan no había hecho nunca, solo esperaba que él tuviera razón. Kajsa introdujo el tampón con un movimiento giratorio y resuelto en el orificio superior. El hombre gimió ligeramente de dolor y le salieron por la boca espumarajos de sangre. Kajsa se estremeció.

—El fin justifica los medios, chico. Voy a detener la hemorragia.

Repitió el mismo procedimiento con el orificio de la otra bala. Luego, presionó una mano contra cada orificio de entrada, y la sangre se filtró entre dos de sus dedos. Los cordones de algodón que colgaban hacia fuera no seguirían por mucho tiempo siendo blancos. Miró a su alrededor en busca de alguien que pudiera ayudarla. ¿Dónde estaban ahora todos los turistas de Gamla stan?

Eran sus compañeros policías del distrito de Söder o de Norrmalm quienes tenían que responder a la llamada de emergencia. Ellos se repartían el Gamla stan, el casco antiguo, de modo que la patrulla que se encontrara más cerca tenía que hacerse cargo del caso. Ella pertenecía al distrito de Farsta. Aunque, en ese momento, lo más importante era la ambulancia. Debería bajar corriendo hacia Västerlånggatan, pero le parecía mal dejar allí solo al chico.

—Ya verás cómo todo va a salir bien —dijo Kajsa—. ¡No te rindas!

Al joven le daba igual lo que ella dijera, pero sus palabras podrían aliviarle la conmoción.

—Por cierto, me llamo Kajsa.

Solo entonces lo descubrió: al lado de la camiseta rota había un pequeño aparato igual de largo que una caja de cerillas pero más delgado. Sin quitar las manos de los orificios de las balas, se inclinó y miró el dispositivo negro. En la parte superior tenía tres indicadores led: uno lucía fijo en verde, otro parpadeaba muy deprisa y el último brillaba con un resplandor azul. El hallazgo contrastaba radicalmente con el estilo de la víctima. Eso hizo que ella le echara otro vistazo al hombre. Tenía el pelo rubio ceniza cortado a la misma medida que la barba.

Debía ser alguien que trabajaba encubierto. Al menos, a ella la había engañado su aspecto. Pero algo había ido mal.

En un lado del dispositivo de alta tecnología había un botón rojo con el texto «SOS». ¿Debería presionarlo?

El ruido de un motor, mezclado con chirridos de llantas, que subía por la calle Tyska brinken le confirmó que algo había salido mal.

Cuando cambió de sitio la cazadora, de uno de los bolsillos interiores de la misma se deslizó hacia fuera la cartera de la víctima. En el mismo segundo en el que los faros entraron en el callejón, instintivamente, se la guardó en uno de sus bolsillos delanteros.

Vislumbró la silueta de dos hombres anchos de hombros que se acercaban corriendo a la luz de los faros.

—Ya están aquí. Tu ayuda está en camino. ¡No te rindas! —musitó Kajsa al oído de la víctima.

Cuando el vehículo consiguió doblar la estrecha esquina, la potente luz la deslumbró, y levantó el brazo de manera instintiva para protegerse de los faros que la cegaban. Uno de los hombres se colocó al lado de la víctima, y el otro la agarró y la puso de pie con brusquedad. No opuso resistencia, pero no le gustaron las formas.

—Yo también soy policía —dijo Kajsa—. ¡Dejad que os ayude!

El hombre negó decididamente con la cabeza y la obligó a retroceder al mismo tiempo que la cogía de los hombros y le daba la vuelta, indicándole con claridad que se alejara de la calle donde se encontraba la víctima.

—¿Crees que se salvará?

Kajsa miró de reojo al hombre, que asintió en respuesta a la vez que seguía empujándola delante de él. No quería ser un obstáculo mientras se estaban ocupando de la víctima, pero le molestó la actitud del hombre. Se liberó de sus manos y retrocedió hasta la pared, desde donde observó su uniforme buscando el rango y el emblema, pero no encontró nada.

—¿Quiénes sois realmente? ¿Me enseñas tu placa?

La cara del hombre estaba a contraluz, pero Kajsa sintió que su mirada se posaba sobre ella como si quisiera retener su fisonomía. El desconocido señaló en dirección opuesta a la víctima y subrayó su orden con un:

—¡Lárgate!

—¿No me vais a interrogar? Oí un disparo y vine corriendo desde la cuesta de Kåkbrinken, pero no me crucé con nadie. ¿Os habéis encontrado vosotros con el autor de los disparos? —El hombre seguía callado—. Está bien, lo entiendo —dijo Kajsa levantando las manos—. Me voy.

Pasó rápidamente por delante de la víctima para echar un último vistazo a la escena del crimen. El otro hombre estaba inclinado sobre el cuerpo del herido con un tubo fluorescente corto en la mano. Este emitía el mismo tipo de luz que cuando una cajera comprueba en una tienda la autenticidad de un billete de quinientas coronas. No alcanzó a ver más antes de que la bloquearan de nuevo.

Decepcionada, Kajsa se dio la vuelta y volvió al restaurante. Lo primero que haría cuando llegara allí sería llamar al 112 y comprobar si habían recibido el aviso. Si se trataba de una intervención secreta, era bueno que sus compañeros tuvieran conocimiento de que se estaba llevando a cabo. ¿Qué era lo que había presenciado en realidad?

Cuando Kajsa vio los faroles de colores en la ventana del restaurante Kryp In, se acordó de la botella de champán que habían descorchado y en la insistencia de Sam. ¿Qué habría hecho su novia? ¿Se habría dejado llevar por su vivo temperamento latino y se habría largado de allí cabreada, o continuaría esperándola con la copa en la mano, medio borracha y enfurecida?

¿Por qué estaban allí? Enseguida lo recordó. En un impulso, a Sam le había dado por celebrar que había recibido una oferta de trabajo como bailarina.

Otra imagen luchaba por abrirse paso en el tropel de impresiones. Recordó que Sam tenía en la mano una caja pequeña, un estuche de los que a uno le daban cuando compraba anillos en una joyería. ¡Así que era por eso por lo que Sam quería tomar champán hoy!

Capítulo 2

Rune Nilsson observó a la artista. ¿O sea que así era su aspecto cuando trabajaba? Siempre se lo había preguntado.

La luz brillaba en el ojo izquierdo e iluminaba su iris marrón. La nariz era delicada, y él habría podido reconocer ese perfil en cualquier parte. Ella llevaba su pelo largo y rubio suelto.

—Me imaginé que te encontraría aquí —dijo Rune elevando la voz por encima del ruido del gentío.

Zeta alzó la mirada de la escultura a medio acabar y buscó rápidamente entre el público antes de dar con el rostro familiar que estaba detrás de la valla de madera que la separaba de la concurrencia. Al girarse, la potente luz de los focos iluminó también su iris azul claro.

—¡Rune, cariño! —saludó Zeta—, ¿así que estás aquí en la ciudad?

—¿Por qué está tu estudio lleno de gente? —Él miró con fascinación a los espectadores. Turistas de todas partes estaban grabando, y jóvenes estudiantes de arte anotaban cada movimiento que ella hacía—. Creo recordar que odias trabajar con público.

Rune había visitado a Zeta varias veces en ese estudio calificado de interés cultural en la calle Wollmar Yxkullsgatan número 13 en Estocolmo, pero nunca la había visto trabajar. Ahora, la antigua herrería —que se remontaba al siglo XIX— había sido renovada y se había convertido en un museo donde Zeta se encontraba como un mono en una jaula.

—Nuevos tiempos —dijo Zeta clavando el buril en la masa de arcilla. Se apartó rápidamente el cabello de la cara sudorosa antes de acercarse al hombre y darle dos besos.

—¿De verdad tienes público todos los días?

—No, los domingos y los lunes estoy sola. —Zeta señaló hacia la salida—. Hace calor aquí. Ven, salgamos.

El pequeño patio interior —que estaba entre el estudio de la artista y la entrada del edificio— antes había estado lleno de esculturas de piedra, hormigón y metal, pero ahora solo quedaban las dos figuras de cobre que se estaban cubriendo de cardenillo, cada una en su parte del patio. La pareja. Las dos esculturas de dos metros de altura se habían convertido en las más famosas de Zeta y, al igual que la fachada con sus torres de castillo, formaban parte de la imagen característica de la artista. Además, las esculturas eran el motivo de la visita de Rune; quería invertir su capital.

Zeta se giró hacia él con entusiasmo. En la comisura de los ojos, donde terminaba la mejilla, aparecieron unas finas arrugas. Él observó sus dos ojos de diferente color.

—Qué alegría volver a verte —dijo Zeta.

—¿Tú no envejeces como los demás? ¡Estás tan fabulosa como siempre!

Varios de los espectadores salieron del taller de Zeta y se reunieron alrededor de la artista. Una señora le acercó una libreta y un bolígrafo y le pidió un autógrafo, pero Zeta la ignoró. Tomó a Rune por el brazo y lo llevó de vuelta hacia la entrada del edificio.

Rune se detuvo ante la estatua de cobre masculina.

—Las recuerdo más amarronadas —comentó Rune.

—Llevan tanto tiempo fuera que han empezado a cubrirse de cardenillo —dijo Zeta señalando el rostro, que tenía trazos verdes bajo los ojos—. Parecen lágrimas, ¿verdad?

—Eso las hace aún más hermosas. ¡Quiero hacerte una oferta!

—¿Te lo puedes creer? El Ayuntamiento de Estocolmo dice que las esculturas son suyas. ¿Alguna vez has oído algo tan ridículo? —Sacudió la cabeza como si le resultara gracioso.

Rune miró con asombro a Zeta para ver si estaba bromeando, pero ella asintió con la cabeza para confirmar sus palabras.

—Pueden decir lo que quieran. Las esculturas son mías, soy yo quien las ha creado.

—Quedarían bien en Syrkhulta —aseguró Rune—, y yo te puedo ofrecer una suma generosa. De hecho, ya existe una cuenta a tu nombre en un país muy lejos del Ayuntamiento de Estocolmo y de la Agencia Tributaria. Todo lo que hace falta es una firma.

—Si alguna vez las pusiera en venta, de cualquier manera, no las podrías pagar, Rune. —Zeta lo dijo con tono burlón y guiñándole un ojo; sabía de sobra que si algún sueco se lo podía permitir, era Rune.

Entraron en la tienda del museo.

Antes, la habitación había sido un despacho. Durante todos esos años, Carl Cronhjelm lo había recibido allí. No había nadie más apuesto que aquel hombre bien vestido, educado y aristocrático. Rune echó un vistazo alrededor de la habitación remodelada y se preguntó qué habría sido de Carl. Rune —y, seguramente, el resto del mundo también— había asumido que Cronhjelm y Zeta eran pareja. Juntos habían sido adorables. ¿Por qué había echado Zeta a su asistente? Por supuesto, figuraban varias teorías en los tabloides, pero Rune sabía que no se podía fiar de todo lo que decía la prensa. Él mismo había logrado mantenerse en el anonimato, salvo algún que otro artículo en revistas de negocios como Entreprenör o Dagens Industri.

En dos grandes vitrinas colgaban varios de los famosos vestidos de Zeta del diseñador japonés Yohji Yamamoto. Él reconocía muchos de ellos de diferentes eventos a los que habían acudido los dos. Cada prenda tenía un cartel con información.

Todo aquello no era propio de Zeta. Rune sabía que no había nada que ella adorara más que sus vestidos de Yamamoto, y ahora estaban colgados tras un cristal como en un museo. Además, siempre había detestado tener público mientras esculpía; solo había permitido la presencia de Cronhjelm.

Antes de que tuviera la oportunidad de estudiar las prendas más de cerca, entró un grupo de turistas japoneses. El hecho de que Zeta casi siempre llevara ropa diseñada por Yamamoto hacía que los japoneses se hubieran encariñado con ella y siguieran cada paso que daba. Y, desde hacía medio año, cuando el estudio había abierto sus puertas a los visitantes, Estocolmo se había convertido en un destino turístico aún más atractivo para los japoneses.

De repente, Rune vio las reproducciones de Zeus perdido en Nueva York. ¡Su escultura! Aspiró bruscamente. Zeta había reproducido la figura de piedra que recibía a las visitas en su casa señorial Syrkhulta Herrgård.

Sacudió la cabeza ante aquellas baratijas. Había oído el rumor de que Zeta se había comercializado y se había negado a creerlo, pero los cotilleos eran ciertos. El tiempo de Zeta como artista única se había acabado. Todo lo que veía ahora era una artista sin originalidad que fabricaba basura en serie y que llenaba estante tras estante de obras firmadas. Cogió la pequeña figura y la examinó. Estaba hecha de escayola y, al contrario del original, ni siquiera estaba particularmente lograda. Una mujer cogió una reproducción de su Zeus y le sonrió.

—Es bonita, ¿verdad? —La mujer leyó el letrero—. Zeus perdido en Nueva York. Mira, esta hasta lleva la firma de Zeta.

Rune estudió con escepticismo a la encargada de la tienda. Zeta se abrió paso entre la gente hasta llegar a la cajera.

—Se ha acabado el acetileno.

—¿El ace-qué?

—¡A-CE-TI-LE-NO! Lo que uso para soldar. ¡Compra más!

—Pero Zeta, ¡no es mi trabajo encargarte el material!

Zeta extendió la mano y la cajera le dio a regañadientes una pequeña llave. Se giró, pero demasiados turistas japoneses se interponían entre ella y la ropa de la vitrina.

—¡Doke! —voceó.

La muchedumbre enseguida le dejó paso dócilmente. Al percatarse los turistas japoneses de que Zeta estaba en la sala, sacaron los móviles. Todos se callaron y la miraron fascinados mientras ella examinaba los vestidos de la vitrina. Cuando la artista se hubo decidido, abrió uno de los muebles. Con un solo movimiento fluido, se deshizo de la camiseta de tirantes negra y se secó las axilas con la prenda antes de arrojarla dentro de la vitrina. Luego, se quitó las botas de un par de patadas y se desprendió de los pantalones de cuero negros, que tiró encima de la camiseta antes de volver a calzarse. Un nipón se desmayó al ver el torso desnudo de la artista, y se armó un barullo tremendo en japonés en el grupo que rodeaba al hombre inconsciente.

Zeta descolgó un vestido rojo de su percha y se metió en la prenda con un movimiento grácil a la vez que se quitaba las bragas. Estas también las arrojó dentro de la vitrina antes de cerrarla. Zeta le lanzó la llave a la cajera.

El vestido de punto de algodón se ceñía a su cuerpo delgado hasta las muñecas. El escote tenía un drapeado horizontal, y en la parte delantera la fina tela estaba cortada por encima de las rodillas, pero por detrás caía de forma asimétrica hasta la pantorrilla. Zeta se abrió paso hacia Rune con soltura.

—Este Yohji es de la primavera del 2012. Es imposible no enamorarse de este tono rojo.

Capítulo 3

—¿Qué ha pasado? —preguntó el Líder Supremo en Suecia, llamado LS por todos dentro de la delegación sueca. Su acento del sur resonaba en el reducido espacio.

El hombre que estaba al lado de LS sacó un pequeño peine de color negro y tuvo que agacharse para poder deslizárselo por el cabello dos veces, porque la altura del techo era muy baja. Después, se lo guardó de nuevo en el traje hecho a medida.

Todos los agentes con los que LS había estado en contacto durante sus veinte años de actividad habían sido reclutados en Bielorrusia. Ese sicario no era una excepción. Sin embargo, su aspecto se había refinado considerablemente a lo largo de los años. El Agente debería poder pasar desapercibido en cualquier distrito financiero. El tiempo en el que les enviaban boxeadores profesionales acabados y con las narices rotas, por suerte, ya había terminado.

—Tu misión era traerlo aquí, no terminar el contrato.

—El Obrero estaba nervioso. Sudaba —el Agente lo dijo con un tono de voz oscuro y lento—, así que le palpé los bolsillos. El tipo flipó y empezó a correr como un loco. Actué sin pensar y le disparé.

El acento eslavo del hombre era más marcado de lo que LS recordaba.

—Entonces, no hay bonificación.

—Lo sé.

Ambos miraron hacia la calle Prästgatan a través de la pequeña ventana desde la que no podían ser vistos. La planta donde se encontraban servía de acceso a dos apartamentos, uno pequeño justo detrás de ellos y otro más grande arriba en el tercer piso, así como a una oficina un piso más abajo y a una pizzería en la planta baja con dirección en la calle Västerlånggatan. Era una de las casas más antiguas de Gamla stan, construida alrededor de 1650.

Una mujer joven llegó corriendo y se puso en cuclillas junto al cuerpo. Miró desesperadamente a su alrededor buscando ayuda y luego le rasgó la camiseta e intentó detener la pérdida de sangre con las manos. Poco después, llegaron dos hombres por el otro lado. Detrás de ellos, un furgón iluminaba la calle con una luz intensa.

—¡Joder!

LS se inclinó hacia el cristal y observó a los dos hombres a solo un par de metros de distancia. Uno de ellos apartó a la joven, y el otro se inclinó sobre el Obrero.

—¿Quiénes son? —preguntó el Agente.

LS permaneció en silencio observando cada movimiento que hacían. El sicario repitió la pregunta con su voz indolente.

—Norteamericanos, diría yo. ¿La CIA? ¿La OIA quizá? Parecen profesionales.

—Yo pensaba que todos los empleados de la OIA eran personal de oficina. En cualquier caso, ese es definitivamente personal operativo.

La Oficina de Inteligencia y Análisis, OIA, era una de las diecisiete organizaciones que formaban parte del Servicio de Inteligencia de los Estados Unidos, dentro de las cuales la CIA y el FBI eran las más conocidas. La OIA se había creado tres años después del atentado contra las Torres Gemelas en Estados Unidos, y su principal cometido era rastrear transacciones financieras ilegales. En resumidas cuentas, combatir el terrorismo.

A regañadientes, LS tuvo que reconocer que estaba impresionado por lo que veía.

—Ahora lo miran con rayos ultravioleta —constató el Agente—. ¡Nos conocen!

—No lo creo.

—Claro que lo saben. ¿Por qué si no iban a mirarlo con rayos UV?

LS se volvió hacia el bielorruso, quien inmediatamente pareció darse cuenta de que no estaba en situación de llevarle la contraria al jefe.

—Por supuesto que conocen la organización, pero no creo que sepan dónde encontrarnos. Porque tú no se lo mencionarías al Obrero, ¿verdad?

—No, claro que no.

LS observó al Agente con detenimiento. El hombre había respondido demasiado rápido para resultar creíble.

—Lógicamente, él te habrá preguntado adónde iba. ¿Qué le dijiste entonces?

—Solo que queríamos conocer todos los detalles sobre el rumano y que iba a recibir su dinero.

—¿No preguntó por qué había sido sustituido?

—Sí, claro —respondió el Agente—. Le contesté que se le darían explicaciones de ello aquí.

LS dejó caer los hombros y se volvió hacia la ventana. Desde allí, observó lo bien organizado que estaba el equipo que trabajaba a poca distancia de ellos.

—¿Se ha fastidiado el plan sin el rumano?

La pregunta hizo que LS enarcara las cejas.

—El rumano era importante, pero no, siempre hay otros.

Fuera, el equipo recogía las cosas. Uno de los hombres guio la maniobra de salida del furgón negro del estrecho callejón, y el otro sacó fotografías de la víctima y de los alrededores. Cuando el conductor dio la orden, los dos hombres vestidos de negro se subieron al vehículo y desaparecieron, abandonando a su suerte al que había recibido los disparos.

—¿Qué pasará ahora?

—Bueno, pronto vendrá la policía. Llamará a las puertas, supongo.

—Quería decir conmigo… —aclaró el Agente—. Me queda un año de contrato.

LS miró al bielorruso. No era nada inusual que la gente desapareciera dentro del Círculo, pero, por lo general, cuando ocurría públicamente, los agentes solían cambiar de puesto. Era muy probable que a ese sicario le tocara continuar trabajando en otro país durante su último año de contrato.

—Hablaré con la base —dijo LS—, pero el hecho de que este equipo llegara aquí tan rápido significa que tienes buena intuición. Buen trabajo. Puedes contar con la bonificación de todos modos.

El Agente asintió gradecido.

El bielorruso se volvió para salir por la puerta trasera, pero enseguida se giró y miró fijamente con recelo por la ventana.

—Se acaba de mover, ¿no?

—Sí.

El hombre murmuró algo en ruso, sacó el arma y le quitó el seguro, pero se detuvo cuando su jefe le puso la mano en el brazo. Los interrumpió una llamada al teléfono de LS, que echó una ojeada a la pantalla.

—¡No! Es demasiado arriesgado. Hiciste bien en dispararle. Ahora sabemos que nos están vigilando y aumentaremos la seguridad. ¡Vete ya!

LS contestó la llamada, pero esperó a que el bielorruso se alejara hacia la puerta trasera antes de decir nada. Cuando lo perdió de vista, se llevó el teléfono a la oreja.

—¿Sí?

Capítulo 4

A Rune, que tenía sus raíces en la provincia de Småland, no siempre le había gustado Estocolmo. Al principio, había estado tan ocupado con sus negocios que le daba igual en qué ciudad o hasta en qué país se hallaba. Pero desde hacía algún tiempo había empezado a valorar aquello que lo rodeaba, cosas en las que antes nunca había reparado. Desde asuntos importantes, como el hecho de que su hijo —el pequeño después de tres hermanas mayores— estaba en proceso de hacerse cargo de la cartera de acciones de las empresas, hasta otros más triviales, como la forma en que la hermosa capital se erguía sobre islas en el encuentro de mar y tierra. Y todo gracias a algo tan banal como un dolor de muelas.

Rune bajó la ventilla del taxi. A su lado estaba Zeta. En lo alto del cielo volaban grandes aves marinas blancas cuyos graznidos hacían eco entre los edificios. La tarde dio paso imperceptiblemente al anochecer.

Hacia el agua de Mälaren, el sol teñía las viviendas de cálidos tonos amarillos y rojos. El mar los recibió con su olor a algas.

A Rune apenas le había dado tiempo a sentarse cómodamente en el taxi cuando el vehículo realizó un cambio de sentido en Skeppsbron y se paró en el número 40. El viaje había sido corto y le recordó que hacía un par de años él habría sido capaz de cubrir la distancia dando un paseo.

Miró el agua que ondeaba en la bahía de Saltsjön, se fijó en los barcos que recogían pasajeros para ir a las islas Djurgården y Fjäderholmarna. En ese lugar el cielo era de color azul claro.

—Estocolmo en primavera… ¡es hermoso!

Rune sonaba como si estuviera intentando convencer a alguien. Zeta masculló una respuesta incomprensible. Él señaló una casa de proporciones peculiares, estrecha y alta.

—¿Sabes cómo se llama ese edificio? —Zeta sacudió la cabeza con desinterés—. Se llama Küselska huset, por uno de los dueños que tuvo en el siglo XVIII. Es de estilo barroco y fue diseñado por el mismo arquitecto que hizo el Palacio de Drottningholm, Nicodemus Tessin el Joven. Y aquí está Tullhuset, la antigua aduana.

—Para —dijo Zeta dándole una palmada—. ¿Hay algo que no sepas?

—Bueno, es que trabajo en el sector inmobiliario. Pero, para contestar a tu pregunta…, no sé esculpir.

Una verja alta cortaba el callejón sin nombre. En el hastial del edificio había una cámara que vigilaba a la gente que entraba y salía. En el lado derecho de la valla había varios sistemas de acceso, algunos acompañados de pequeños carteles, otros, completamente anónimos. Zeta presionó uno de los botones. Un momento más tarde, la verja emitió un leve zumbido y pudieron pasar.

Los pasos retumbaban contra los adoquines en el callejón sin salida, y el ruido se hizo más denso cuando pasaron por debajo de una bóveda. Rune avanzó con la cabeza ligeramente inclinada. Un farol con luz cálida alumbraba frente a una puerta con herrajes negros que llevaba a un sótano. A pesar de su aspecto envejecido, la puerta se deslizó en silencio. La escalera bajaba serpenteando hasta un pequeño vestíbulo cuyo suelo de piedra estaba pulido por el desgaste.

—Teniendo en cuenta que Gamla stan es como un gran nido de ratas con túneles y madrigueras —dijo Zeta—, es un milagro que no se derrumbe todo.

Dentro los esperaba un hombre vestido de camarero. Rune extendió la mano derecha. Cuando el camarero le pasó por encima un lector con luz ultravioleta, apareció un tatuaje redondo del tamaño de una moneda de cinco coronas. Un leve pitido confirmó que el tatuaje había sido aprobado.

—¡Bienvenido! —lo saludó el camarero.

—Gracias, hará por lo menos quince años desde la última vez que estuve comiendo aquí.

El camarero, que conocía de sobra a Zeta, asintió con la cabeza ante la afirmación de la artista.

—¡Un momento! —les dijo, y se marchó.

—¿Tienes hambre? —preguntó Rune.

—Nunca —contestó Zeta—. Pero como de todas formas. Ya sabes, siempre hay algún desgraciado que insiste en invitarme a comer. Hoy parece que te ha tocado a ti.

Después de un rato regresó el camarero, esta vez con un teléfono móvil. Zeta alzó el antebrazo derecho soltando un suspiro. El hombre sacó una foto de su tatuaje y lo envió por SMS. Rune tomó encantado la mano de Zeta.

—La vieja escuela —dijo examinando el lado interior de la muñeca de Zeta, donde tenía un círculo irregular con varias líneas que lo cruzaban hasta llegar al centro. La tinta negra había perdido su nitidez e intensidad tiempo atrás—. Hacía mucho que no veía un tatuaje original de estos. Pero el tuyo es particularmente feo.

—Seguro que habrías visto más si estuvieras activo. Me he sorprendido cuando has llegado hoy, hacía bastante que no nos veíamos.

El camarero estaba inquieto a la espera del mensaje de respuesta.

—Ya sabes que me regañarán si no te informo de que tienes que quitarte ese tatuaje —constató el camarero—. Cualquier día te dirán que se acabó.

—¡Claro! —dijo Zeta meneando el tatuaje en la cara del hombre—. ¡Ya me gustaría ver eso!

—Es fácil con un láser y… —El camarero se calló al darse cuenta de que nadie lo estaba escuchando.

Zeta, que no tenía ganas de esperar, se sentó en una mesa. Encendió un cigarrillo, y el camarero llegó a toda prisa con un cenicero.

—¿Lo de siempre? —Zeta no contestó, con lo cual el camarero se dirigió al otro comensal—. Y usted, señor, ¿desea ver la carta?

—No, ¡pero desde luego que no tomaré lo mismo que ella! —dijo Rune guiñándole un ojo.

Había cenado varias veces con Zeta a lo largo de los años y sabía que ella se enfurecía si por error ponían verduras en su plato. Sospechaba que no había cambiado mucho desde la última vez que se habían visto.

—Agua y algo saludable. Verduras y ese tipo de alimentos, ¿vale? Solo quiero que sea sano, por favor. Y nada de sal.

Zeta alzó las cejas.

—Entonces, le recomiendo una sopa de ortigas de primer plato y rodaballo cocido de segundo —dijo el camarero.

Rune asintió ligeramente con la cabeza.

—Olvídate de la sopa de ortigas, solo tomaré el pescado, gracias. ¡Pero dile al cocinero que no sale la comida! ¡Absolutamente nada de sal! —repitió Rune clavando la mirada en el camarero, el cual asintió, ya acostumbrado a pedidos exigentes. Se dirigió a Zeta—: Mi médico me ha ordenado una dieta estricta. Leer la carta es pura tortura cuando uno no puede pedir lo que quiere. ¿Qué van a traerte?

—No lo sé. ¿Carne y alcohol?

Rune se rio de Zeta y sacudió la cabeza. Echó un vistazo a su alrededor en el sótano elegante y agradable que se remontaba a la Edad Media. En la zona donde ellos estaban había otras dos mesas puestas pero sin clientes. El techo abovedado formaba arcos con una altura que apenas le permitía a uno estar de pie. En el lateral corto, yeso blanco enmarcaba las piedras irregulares, pero la bóveda estaba hecha de ladrillos en pálidos tonos marrones.

Rune se giró hacia Zeta y observó su expresión inocente.

—Hace tan solo cincuenta días no había indicio alguno de que mi cuerpo fuera a volverse más vulnerable que un gobierno minoritario y me obligara a formar alianzas sacrílegas. Pero ahora estoy en la ciudad para poner en marcha un círculo. Soy uno de los inversores.

—¿Un círculo para comer alimentos sin sal?

Ambos se rieron.

—Bueno, eso sería algo nuevo —dijo Rune—. Dejándonos de bromas, este es el círculo más importante que he creado en toda mi vida. Podría ser el último para mí, pero sin él…

—¡Para! Cuanto menos sepa, mejor. ¡De cualquier manera, no quiero unirme!

Rune sacudió la cabeza.

—No, no estoy intentando reclutarte. Solo habrá dos miembros.

—Está bien —dijo Zeta sacudiendo la cabeza—. Aun así, no quiero saberlo. ¡De verdad que no!

—Yo en tu lugar me cambiaría el tatuaje. ¿No tienes miedo? Quien desafía a la organización no sale ileso, lo sabes. Seguro que hay algún sitio cerca.

—¿Qué me van a hacer? Voy a restaurantes y a fiestas, eso es todo. Sería diferente si formara parte de manera activa. Además, con diecisiete años me juré que jamás permitiría que otra persona decidiera sobre mí y sobre mi cuerpo. Nadie va a venir a dictarme cómo vivir mi vida.

—Pero ¿por qué tu estudio es ahora un museo? Eso no concuerda con… Zeta. ¿Y qué ha pasado con Cronhjelm?

Rune observó a Zeta. En su cabello se vislumbraban un par de mechones de canas grisáceas. Vio que un iris, el azul, parecía más pequeño que el marrón. Zeta suspiró y apartó su mano de la de él.

—El Ayuntamiento de Estocolmo quiere que siga con mi trabajo aquí, y no tengo que preocuparme por pagar las facturas.

—Lo leí en un tabloide. ¿Carl estuvo malversando fondos? Ya sabes, corren muchos rumores extraños.

Zeta agitó el paquete para sacar un nuevo cigarrillo y lo encendió con expresión pensativa. Cuando el camarero entró con el champán y alzó el sable para asestar el golpe, ella agradeció la excusa para apartar la mirada de Rune. Prefería que no le recordaran a Carl y cómo la había abandonado cuando más lo necesitaba.

Zeta se inclinó hacia delante y deslizó la mano con suavidad subiendo por la rodilla de Rune. Podía sentir la pierna bajo la tela del pantalón.

—Rune, la próxima vez que vayas de viaje de negocios podrías dejar que te acompañara, ¿no?

—Si me vendes las esculturas, podrás acompañarme adonde quieras.

Cuando el camarero fue a llenarle una copa, Rune la rechazó con firmeza.

—¿Qué vas a beber? —preguntó Zeta asombrada.

—Agua.

Zeta sacudió la cabeza poniendo cara de escepticismo.

—¡Eso es lo más ridículo que he oído en mucho tiempo! Podrás beber champán, ¿no? —Zeta alzó su copa en protesta—. Mientras sea de calidad, no hay problema.

—Lo siento, me han ordenado una dieta estricta. Nada de alcohol.

—Ah, tu nueva personalidad saludable de verdad que me aburre. No hagas caso a los médicos, no tienen ni puñetera idea.

—Me temo que en este caso sí que tienen alguna que otra idea. ¡Lo siento!

Zeta se fijó en Rune por primera vez y creó una copia imaginaria en su mente. Entrecerró los ojos como cuando dibujaba. La superficie era grasa y brillante como el aceite de linaza. Las capas inferiores se transparentaban con un vago tinte de tierra verde. La musculatura de la órbita del ojo se había marchitado y dejado sombras de color marrón violáceo bajo los ojos. «Púrpura cardenal, amarillo Nápoles y tierra verde». Dos gruesas manchas de óleo marcaban los pómulos. Zeta se sintió tentada a extender la mano para comprobar si la pintura se había secado. A pesar de eso, más abajo, cerca del cuello, las mejillas estaban un poco flácidas e hinchadas, y no desvelaban el contorno de la barbilla. Bajo el caro traje le parecía que podía percibir un cuerpo demacrado y, a la vez, blando y tumefacto. Le olía vagamente a carne rancia.

—¿Por qué tienes tantas ganas de comprar las esculturas? —Le acarició lentamente el muslo—. Sabes que no las puedo vender. Son lo único que me queda…

—Sospechaba que ibas a decir eso, y da lo mismo… —Rune suspiró y continuó con un hilo de voz—: Se está agotando el tiempo.

—¿Qué tonterías estás diciendo?

Zeta puso morritos con los labios como una niña pequeña. Lo hizo inconscientemente, como si lo hubiera ensayado muchas veces.

Todos los que se le acercaban querían que se les contagiara un poco de su resplandor de estrella. Era tan obvio que querían un trozo de ella. Durante los años que llevaba siendo famosa se había encontrado con tantas personas que, sin darse cuenta, las dividía en categorías.

A una minoría les ponía la idea de ella en su estudio, vestida solo con un delantal de cuero y ocupada mezclando cemento o soldando.

Luego, había otra categoría, habitualmente hombres con mucho poder, que o bien querían conquistarla o querían que ella los dominara, como en un juego de rol.

Después, estaban las personas como Rune, que querían cuidar de ella para sentirse como caballeros o héroes al rescate.

—Por lo menos podías escuchar mi oferta, ¿no?

Zeta sacudió la cabeza, malhumorada, pero se detuvo cuando Rune de repente se dobló sobre la mesa y se agarró espasmódicamente el vientre. Sonaba como una bombona de gas emitiendo un silbido.

—¿Gases?

Lo dijo en broma, pero se arrepintió enseguida al ver la expresión preocupada que tenía él. El silbido se convirtió en un gimoteo gutural sobre el que el hombre no tenía control mientras temblaba imperceptiblemente.

Rune tomó aire con cuidado, pero aún era incapaz de hablar. Con la mano que seguía sobre el muslo, ella sintió que él se estaba tensando, como si esperara otro ataque en cualquier momento.

Tomó un par de respiraciones rápidas con precaución e irguió lentamente el torso.

—Habría sido bonito… —dijo con la voz débil. Se detuvo para tomar aire— tener La pareja en Syrkhulta para poder mirarla durante mi convalecencia. Si sobrevivo.

—¿Si sobrevives? —Zeta apartó la mano—. No me aburras con un montón de chorradas. —Zeta no estaba acostumbrada a ver a Rune tan débil, lo prefería cuando era un ejecutivo fuerte y visionario—. Te estás muriendo —constató con objetividad.

—Tal vez… O tal vez no —dijo con una sonrisa retorcida observándola—. ¿Te han dicho alguna vez que tus ojos son preciosos?

Capítulo 5

Sam continuaba sentada a la mesa cuando Kajsa regresó. Kajsa extendió las manos hacia delante como si llevara un animal muerto. En el trabajo siempre utilizaban finos guantes azules de látex, ahora tenía las manos temblorosas y manchadas de sangre.

—Tengo que lavarme.

En el baño se enjabonó con esmero tratando de tranquilizarse. Le costaba asimilar lo sucedido.

Se tomaron el champán en silencio y comieron sin celebrar. La caja azul había desaparecido de la mesa, pero estaba presente en grado sumo. Las dos hicieron todo lo posible por evitar hablar de ello esperando que la otra sacara el tema.

A lo lejos escucharon las sirenas que se detenían al otro lado del estrecho callejón y trataron de ignorarlas. Los otros clientes del restaurante miraron hacia fuera, algunos incluso salieron a la calle. El rumor se extendió con rapidez, y todo el restaurante supo que había un hombre herido de bala al otro lado del callejón.

Mentalmente, Kajsa iba repasando una y otra vez el transcurso de los acontecimientos con la víctima de los disparos. Había tantas cosas que no encajaban en lo que ella había presenciado que apenas podía prestar atención a su novia o a la comida. Los pensamientos y los recuerdos le daban vueltas en la cabeza.

Le habría gustado llamar directamente a su antiguo compañero Christian Modig. Se habían conocido cuando ella hacía las prácticas de la Escuela Superior de Policía en Örnsköldsvik. A Christian le faltaba entonces medio año para jubilarse, un tema sensible del que él solo hablaba de pasada y en términos jocosos, como menciona su cáncer un enfermo terminal que no acepta su situación y asegura que se va a recuperar aunque todo el mundo sabe que no va a ser así.

Él se había jubilado en mayo, y ya estaban en junio. Debería haberlo llamado, pero le había dado apuro. ¿De qué iban a hablar? Ahora le habían servido en bandeja un tema de conversación, pero no estaba bien discutir un asesinato públicamente, así que se contuvo.

—Salimos para celebrar mi nuevo trabajo —dijo Sam—, y te invito a cenar. Pero ¡en cuanto algo no te interesa, desapareces como alma que lleva el diablo!

—No he hecho más que cumplir con mi deber, como habría hecho cualquier otro policía.

Kajsa pidió la cuenta tan pronto como pudo. Le tendió la cazadora a Sam, pero ella, en lugar de dejar que su novia la ayudara a ponérsela, se la quitó de las manos. Ambas querían abandonar el restaurante a toda prisa, aunque por motivos bien distintos.

La idea de llamar al 112 se había quedado justo en eso, en una idea, y no sabía muy bien por qué. ¿Por la humillación de haber sido echada con cajas destempladas? ¿Por el deseo de hablar primero con Modig?

Kajsa sujetó la puerta, y Sam salió a la calle. Las miradas de ambas se giraron automáticamente hacia los agentes que se encontraban a unos diez metros junto al cordón policial.

Los policías estaban hablando con una mujer que estaba a punto de cruzar el cordón y no prestaron ninguna atención a los clientes del restaurante. ¿Por qué había comenzado esa investigación de una manera tan extraña? Kajsa vio por los uniformes de los policías que se trataba de una intervención con fuerzas regulares. Resultaba extraño que no hubieran retenido a todos los clientes dentro del restaurante para interrogarlos como testigos. Aunque el local estaba un poco más lejos, no se podía descartar que alguien hubiera visto algo. ¿Se figuraba ella que había una ambulancia al otro lado de la parte alta de la calle Prästgatan?

Ya no se oían sirenas, pero las luces azules seguían encendidas. Kajsa sintió una punzada en el estómago. ¿Qué más podría haber hecho?

Habría querido acercarse a sus compañeros y preguntar qué tal le había ido al chico que había recibido los disparos. Aunque suponía cuál era la situación, quería mantener la esperanza. Podría contarles que ella había sido la primera persona que había llegado al lugar del crimen. Pero las fuerzas de intervención, o quienes quiera que fuesen, ya le habían pedido que se alejase, así que en lugar de eso echó a correr para alcanzar a Sam, que se encaminaba hacia el metro. Ya lo leería en los periódicos como todos los demás.

La cabeza le daba vueltas saltando de un tema a otro. Recuerdos a los que no había dedicado un pensamiento durante mucho tiempo surgían ahora mezclados con las impresiones de la última hora. De lo más profundo de su mente apareció la imagen de Freddie Ek agarrándole las tetas mientras le metía los dedos con fuerza. La impotencia que sintió cuando intentó apartarlo sin conseguirlo, porque estaba demasiado bebida. Una oleada de náuseas quería arrojar fuera el rosbif de reno con puré de Västerbotten que acababa de comer.

Ella no había recibido nunca una reparación pública, aunque sí una venganza personal. Pero no era lo mismo que una terapia exitosa.

Kajsa respiró profundamente y se convenció de que era el estrés de ver a un chico con un disparo en la calle lo que había provocado que aparecieran en su mente aquellos recuerdos. Inspiró con fuerza un par veces.

Luego, volvió a pensar en la caja de terciopelo azul. Estaba convencida de que Sam realmente la había abierto en el mismo instante en el que habían sonado los dos disparos. Miró a su novia, y ella le devolvió la mirada con acritud. Esa noche se acababa el plazo para solicitar el trabajo arriba en Örnsköldsvik.

Apenas se lo había reconocido a sí misma, pero allí abajo en Estocolmo le faltaba algo. Algo importante, aunque era difícil precisar el qué.

—Oye… —comenzó Kajsa—. He recibido una oferta de trabajo. —Sam se dio la vuelta, pero solo la miró fugazmente—. El plazo para solicitarlo termina hoy, y quieren que me presente.

Continuaron bajando hacia el metro, entraron y caminaron en dirección al andén en silencio. Pasaron sus tarjetas por la máquina y las puertas de cristal se abrieron. Sam aceleró el paso por la escalera que subía hasta la plataforma cuando escuchó que entraba el tren de la línea roja.

—Solo hay un problema… —continuó Kajsa.

Se subieron al tren que se dirigía hacia el sur. Sam no contestó. Kajsa se calló, no sabía cómo continuar cuando Sam no hablaba con ella. Las dos miraron fuera a través de la ventanilla, hacia los túneles oscuros.

—¿Qué? —dijo Sam al fin—. ¿Cuál es el problema?

—Es en Örnsköldsvik. Pero, si te dieras solo un año de prueba, estoy segura de que te gustaría la región de Norrland. El invierno y la nieve no son tan terribles como crees. —Sam lanzó una mirada incrédula a Kajsa y frunció las cejas meticulosamente depiladas de manera que estas dibujaron dos emes sobre sus ojos—. Seguro que allí hay un club de baile al que te puedes incorporar —continuó Kajsa tentándola—. Y, si no es así, entonces podrás organizar un grupo de baile latino, ¿no? No puedo imaginarme mejor profesora que tú. De hecho, hay un par de cafés estupendos y…

Sam volvió a mirar fijamente a través de la ventanilla del metro. Cuando se acercaban a la estación de Hornstull, se aseguró de no cruzar la mirada con Kajsa, que estaba sentada enfrente. Se levantó y se dirigió hacia las puertas sin esperarla.

Capítulo 6

El Líder Supremo de Suecia entró en la sala. Ingrid Norhed estaba sentada con la espalda recta en el sofá rectangular de marca Le Corbusier y llevaba una chaqueta azul oscuro de Busnel colgada sobre los hombros. Cuando lo miró con sus ojos de color azul claro, la chaqueta se cayó de un hombro, pero con un movimiento ágil se la volvió a colocar.

—¿Ha sido Tobias el que…?

—El Obrero —interrumpió LS—. Nada de nombres.

—¿Ha sido el Obrero el que ha llegado?

LS sacudió la cabeza. Como esa habitación daba a la calle Västerlånggatan, ella no se había percatado de toda la conmoción abajo en la calle Prästgatan. Él necesitaba recomponerse un poco antes de desvelarle que su sobrino yacía muerto junto al portal.

Se dio cuenta de que la líder del círculo, que había optado por el título de Administradora, mantenía la entereza a pesar del enorme trabajo que había llevado a cabo hasta ese día. Tampoco parecía que le pesaran las responsabilidades que seguramente le deparaba el futuro. Ella gestionaba el proyecto con ánimo de jefa, como una piloto de caza que en apariencia no se angustia por las personas cuyas vidas estaban bajo su responsabilidad.

—¿Dónde nos habíamos quedado? —preguntó él para ganar tiempo.

—Estábamos hablando del rumano que había desaparecido y de que tendríamos respuesta a esa pregunta en cuanto llegara el Obrero —contestó la Administradora.

—Sí, justo —dijo LS sabiendo de sobra que jamás obtendrían una respuesta a esa cuestión—. Que el rumano no llegara con la entrega ha sido un contratiempo, pero, sea cual sea la causa, tendrás que continuar sin él. No podemos demorar más el proyecto, tendrás que trabajar con lo que tienes.

La Administradora frunció disgustada el ceño.

—¿No puedes pedirle a la facción rumana…?

—¡No! —interrumpió LS—. Este es un proyecto temporal.

—Pero nuestro equipo necesita…

—Tendréis que resolverlo de otra manera. Con eso, no te puedo ayudar. Volver a abrir un proyecto que ya se ha finalizado es demasiado arriesgado, y no se puede contemplar. Se han acabado las discusiones. —La Administradora permaneció callada. LS tenía poderes directivos sobre todas las actividades, y también sobre ese círculo—. Pero —continuó él— podrás hacer una nueva selección en diez días. Transfiere tus requisitos a la siguiente búsqueda si todavía son importantes.

La Administradora asintió con la cabeza y pasó enseguida a otro tema.

—Mañana llegará el último grupo del personal. Los recogerá mi mano derecha en Ystad.

—Bien. —LS asintió con satisfacción—. Entonces el Inversor y tú podréis subir a Hummelvik cuando todos estén allí preparados para iniciar la operación.

—Volaré a Hummelvik mañana por la mañana para estar allí cuando lleguen las enfermeras. El equipo está instalado y en su sitio, pero tendremos que hacer unos ejercicios de prueba y entrenar al personal allí. En realidad, deberíamos tener una semana para perfeccionar al grupo y ver que todos dan la talla, pero me temo que nos tendremos que conformar con un día, ya que el estado del Inversor es tan grave. Tenemos que operar lo antes posible, aunque no quiero tenerlo allí arriba si no es necesario.

—¿Quién lo cuida?

—Nadie. Le daré analgésicos antes de irme.

—¿Y si ocurriera algo?

La Administradora lo observó con una mirada sorprendentemente poco sentimental, abierta y sincera. En ese momento, él supo lo que iba a contestarle. Ella tomó una respiración profunda.

—¿Quieres decir si empeora? No existe un plan B, no hay más que podamos hacer entonces. Tiene los días contados. El dolor será insoportable. Antes de que eso suceda, lo pones en un taxi rumbo a las urgencias del hospital Södersjukhuset. Se está muriendo, pero solo puedo intuir cuándo sucederá.

LS sabía que ella había conocido al Inversor en el campo de golf. La sesentera enérgica había puesto en marcha el círculo con el Inversor y, junto con él, era dueña de la parte sueca del proyecto.

Dependiendo del tipo de círculo que se creara, el inicio requería más o menos trabajo. La magnitud de esa operación era mayor que la de cualquier otra con la que LS hubiera trabajado antes y suponía un gran crecimiento económico para la facción sueca. El Inversor sueco había puesto veinte millones de coronas, pero con la condición de que se convertiría en un préstamo si él falleciera. Si sobrevivía, la mitad —diez millones— sería un pago.

Pero los inversores americanos también metían dinero a través de varias sociedades de inversión. Por eso LS estaba bastante seguro de que era la OIA quien estaba detrás del teatrillo de hoy con esos tres hombres. ¿Se habrían dado cuenta de lo cerca que estaban de la oficina central sueca? Al retirar los micrófonos escondidos habían ocultado sus huellas, pero, por otro lado, habían corrido un riesgo enorme al exponerse. LS miró a la Administradora.

—¿Cuándo crees que estaréis en marcha? ¿Cuándo puedo dejar pasar a los clientes americanos? Necesitan una fecha.

—Como ya he dicho, lo que falta es entrenar al personal y luego, las dos primeras operaciones. Dentro de dos o tres semanas. Cuando abramos las puertas, calculo que podremos hacer una o, posiblemente, dos operaciones grandes a la semana y entre cuatro y seis operaciones de cirugía plástica, para que sepas el tipo de clientela que necesitamos.

—Esa enfermera sueca que has contratado… ¿Seguro que es buena idea?

—No podré hacerme cargo de todo yo sola, así que necesito una persona en la que pueda confiar.

—¿No habría sido mejor una polaca o una india?

Ingrid sacudió la cabeza.

—La enfermera sueca estará presente durante las dos primeras operaciones, cuyos pacientes serán suecos. Después, no tendrá ningún contacto con mis clientes; se hará cargo de la cirugía plástica. También creo que podrá aportarle al resto del personal algún tipo de… —Ingrid ladeó la cabeza— autenticidad. Legitimidad. Además, yo no podré estar allí siempre. Entonces, será ella quien conteste las llamadas y haga el trabajo administrativo.

Se escuchó una señal discreta que anunciaba que había una visita afuera en la calle.

—Debe ser Tob… El Obrero.

—No. Creo que es la policía —dijo LS—. Tu obrero estaba comprometido, llevaba algún tipo de dispositivo de seguimiento. Americano, por lo que parece. Cuando fue descubierto, intentó huir. El Agente terminó el contrato.

Nunca era buena idea involucrar a gente en el círculo si uno no iba en serio. Aunque LS podía ver las ventajas de una emprendedora enérgica como la Administradora, dudaba bastante de que la mujer se hubiera pensado bien lo que significaba involucrar a personas de su entorno. Ayudar a familiares en desempleo no era responsabilidad del Círculo.

—¿Terminó? ¿Qué dices? —La sonrisa desapareció de manera abrupta del rostro de Ingrid—. ¿Tobbe está muerto? ¡Por Dios! ¿Y has esperado hasta ahora para decírmelo? ¿Solo porque cometió un par de errores durante el viaje desde Rumanía?

LS colocó minuciosamente todos los documentos acerca de ese círculo en una carpeta de plástico. Soltó las gomas de la carpeta de forma que sonó un chasquido muy alto.

—Fue una medida de emergencia. Demasiados errores. No solo resultó incapaz de traer a los rumanos, sino que además estuvo a punto de desvelar nuestra dirección a los yanquis. Habría sido fatal para la sección sueca, ¿lo entiendes? Tobias puso en peligro a tu círculo. —Ingrid apartó la mirada—. Quién sabe cómo demonios lo descubrieron los yanquis —dijo LS—. Seguro que él ni se enteró de que lo habían reclutado. Pero tú conocías los riesgos, ¿o no?

Ingrid se hundió, cansada.

—Sí, conocía los riesgos, y tienes razón, por supuesto que habría sido fatal que nos hubieran descubierto. Eso habría sido peor.

La reacción que LS había temido no se materializó, y tuvo un gesto de compasión inusual.

—El Obrero…, Tobias, ¿significaba mucho para ti?

—No, en realidad no, aunque era mi sobrino. Mi hermana me llamó de parte de Tobias y me preguntó si sabíamos de algún trabajo que le pudiera ir bien. Pensé que la función de chófer le convendría. Una siempre procura ayudar.

Ingrid miró al vacío.

—De cualquier manera, dudo que la policía vaya a encontrar algo —dijo LS—. Nos toca esperar un nuevo círculo emocionante, será fenomenal. Si tienes que salir del edificio, hazlo por la calle Västerlånggatan. Díselo también al Inversor. Por cierto, ¿dónde está?

—Está cenando fuera.

—¿En Freden?

—Sí.

—Ajá, así que está de juerga. ¡No parece que esté tan mal!

—Su situación es crítica, y necesita morfina. Puede cambiar en cualquier instante, cruza los dedos para que no empeore. La parte sueca de la financiación depende de que la operación sea un éxito.

Sonó una nueva señal, esta vez más intensa. LS se encaminó hacia las escaleras.

—¿Qué esperanzas tiene?

—Me gustaría poder decir el cincuenta por ciento. Será mejor que él no conozca lo mal que está.

Capítulo 7

Kajsa entró en el dormitorio, cerró la puerta y sacó el móvil. Estaba buscando entre sus contactos cuando Sam entró de golpe tras ella.

—¿Por qué coño te vas? ¿No podemos solucionar esto primero en lugar de que te encierres?

Kajsa levantó el móvil.

—Pensaba hacer una llamada.

Sam cerró los puños y respiró rápido varias veces. Su rostro se tornó de color rojo. A través de los dientes apretados, soltó el exceso de aire con un silbido.

—¡Mujer antisocial!

—¿Qué?

—¡No puedes largarte sin más cuando discutimos!

—Tú no has dicho ni media palabra —replicó Kajsa mirando la alfombra del dormitorio—. ¡No sabía ni que estábamos discutiendo!

—Ajá, ¿así que a ti te parece que no tenemos que hablar ni siquiera de lo que ha pasado esta noche?