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Josefin Wallbäck, la hija de dieciséis años de un conocido entrenador de hockey, no vuelve a casa después de su clase de canto. La búsqueda se complica por una tormenta de nieve que paraliza la ciudad de Örnsköldsvik y toda la Costa Alta. El caso de la chica desaparecida pone a prueba a la policía de la ciudad. Kajsa Nordin, la policía en prácticas a quien en un principio le han encomendado encontrar a Josefin, se da cuenta de que, cuanto más profundiza en el caso, más secretos le quedan por descubrir. Al mismo tiempo, un joven afgano llama a la puerta del piso de la excéntrica artista Zeta en Estocolmo. El chico está huyendo, pero ¿de qué? Zeta, que acaba de volver de un viaje a Nueva York en un intento desesperado de salvar su exitosa carrera, no necesita más problemas. ¿Qué le ha pasado a Josefin? ¿Y qué esconde la hija del sacerdote? "La hija del sacerdote", la primera novela de la trilogía bestseller "La Costa Alta" escrita por la autora sueca Susan Casserfelt, es un thriller psicológico que, con un ritmo rápido y lleno de acción, lleva al lector a la Costa Alta de Suecia, Nueva York y Estocolmo ¡Ahora por primera vez en español!
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La hija del sacerdote
Susan Casserfelt
Copyright © Susan Casserfelt y Word Audio Publishing, 2020
Título original: Prästens lilla flicka
Traducción: Gemma Pecharromán Miguel y Beatriz Carlsson
Diseño portada: Sanna Sporrong
ISBN: 978-91-78293-57-5
Publicado por: Word Audio Publishing Intl. AB, 2020
Miró el boceto de la nueva escultura. El lápiz permanecía a la espera y, en cuanto sus pensamientos se dispersaron, aprovechó la ocasión y cobró vida propia sobre el papel.
Una delgada figura adolescente. El vientre redondo y borrajeado en negro por un lápiz furioso. Estrujó rápidamente el papel y lo tiró al fuego. Aun así, la imagen se le había quedado grabada en la retina. La ira ensombreció su mirada, y una sensación de vergüenza se instaló en su vientre.
Era la hija del sacerdote, que se dejaba follar por todos. Se consoló pensando que en ese apestoso agujero cualquiera podría haber sido el padre.
1
Se apretaban el uno contra el otro como dos liebres asustadas. La seguridad que habían experimentado otros días en su escondite junto al puerto hoy no hacía acto de presencia.
A pesar de que los dos tenían gruesas chaquetas de plumas, él estaba tiritando de frío.
—Esta noche nos la jugamos —susurró Jossan.
Era como si de repente ella hubiera entendido algo, y sintió un alivio que no se reflejaba en el mal tiempo ni en el refugio en donde se resguardaban. La nieve entraba directamente en el gélido almacén por donde el techo estaba roto y, de vez en cuando, penetraba incluso a través de las amplias grietas de las tablas del piso. Esto se debía a que la mitad del antiguo depósito de sal estaba suspendido sobre el mar Báltico.
Su refugio era el primer obstáculo que encontraba la tormenta desde que los vientos habían despegado en la tundra siberiana dos días antes. Cada vez que la ventisca hallaba una nueva rendija, la llama de la vela oscilaba, llegaba casi a extinguirse y, al segundo siguiente, brillaba con más fuerza aún.
Habían llevado la vela a principios de otoño y la habían colocado encima de una caja volcada de madera en la que ponía «Supermercado Domus».
Ahora se besaban a la luz de la inestable llama.
Jossan le apretaba la mano. Le parecía como si el mes hubiera durado una eternidad de todo lo que había esperado y planificado. Era cierto que solo tenía dieciséis años, pero era madura para su edad. Ella lo superaría. Ellos lo superarían. Tenía que recordarse a sí misma que ya no estaba sola. A pesar de que no le había contado toda la verdad, estaba segura de que él permanecería a su lado.
Como los demás chicos aparentaban estar más interesados en el hecho de que ella perteneciera a una familia del hockey, se alegraba de haber conocido a alguien que no lo practicara y a quien tampoco parecía importarle quién era su padre. Especialmente, durante esas últimas semanas en las que todo giraba en torno a la Copa de Örnsköldsvik. El acontecimiento deportivo se iba a celebrar el próximo fin de semana, algo que ella había tenido en cuenta en sus planes.
—Parece que nos une el cosmos —dijo ella con una sonrisa.
Las palabras se le habían quedado grabadas, se habían convertido en su mantra. Sonaban adultas, maduras.
Él sonrió ligeramente en respuesta. Eran sus palabras. Se las había dicho con un destello de picardía en los ojos la tercera vez que coincidieron en poco tiempo.
A diferencia de todos los demás, él no había ido detrás de ella, no había intentado impresionarla haciendo alardes. Realmente, casi empezaba a creer que se había enamorado de él. Jossan le apretó la mano, agradecida por no estar sola.
Pero él interpretó la presión de otra manera. Con los ojos cerrados, se inclinó hacia delante para darle otro beso. Jossan lo besó en esta ocasión con una pasión nueva, con una intensidad que él nunca había visto antes en ella.
Después, Jossan empezó a pensar en lo mucho que iba a echar de menos a Joel, su hermano pequeño. No eran muchas las personas que conseguían conectar con él, pero a ella la quería más que a nadie. Ni siquiera su madre tenía una relación tan estrecha con él.
—Ojalá pudiéramos llevarnos a Joel.
Él solo lo había visto en dos ocasiones cuando ella estaba cuidándolo. El extraño chico permaneció sentado donde ella le indicó y no les prestó la menor atención. Pero no quería pensar en el niño ahora que estaba sentado con Jossan.
—Otra vez… ¡Bésame otra vez!
Deseaba poder deslizar una mano dentro del jersey de ella, pero no era posible. Suficiente frío estaban pasando ya.
De pronto, sintió una manopla de lana fría y húmeda sobre la boca en lugar de los suaves labios de ella.
—¡Chist! Hay alguien aquí —susurró Jossan.
—Jossan, aquí no hay nadie. Nadie sabe que estamos aquí —le susurró él a través de la manopla. Su aliento le calentó los dedos a Jossan, que los tenía congelados.
Ella miró fijamente hacia la entrada y aguzó el oído. Con rapidez, sopló y apagó la llama oscilante.
Él también prestó atención. Todo lo que escuchó fue que el viento y el agua competían, como dos solistas puntillosos, intentando superar al otro. Su estruendo se fusionaba en una sinfonía imponente. Pero, a pesar del mal tiempo, la vencedora fue la oscuridad de la noche de noviembre, que, compacta como un hombre árabe viejo y gordo, cayó sobre él. Una oscuridad tan cerrada que él ni siquiera podía distinguir la silueta de Jossan. Sin darse cuenta, empezó a pensar en su lengua materna. El sueco se volvió de repente tan inalcanzable como Jossan.
La buscó a tientas, quería sentir la seguridad de su mano en la suya, hablar el idioma que le daba confianza, pero ella se había levantado.
Preso del pánico, agitó los brazos y agarró la caja de Domus. Eso le dio un apoyo momentáneo, pero con el otro brazo siguió buscando la realidad. Se sentía abandonado e inseguro. ¿Qué era arriba y qué era abajo? Nadaba en aguas negras, sin orientación ni equilibrio.
El sonido de un roce, como si alguien se hubiera tropezado con un mueble, le hizo girar la cabeza y mirar a pesar de que no veía nada en un último intento de encontrar el camino de vuelta a la seguridad.
—Jossan…
El nombre de ella se ahogó en su garganta.
En lugar de eso, empezó a repetir en voz baja su propio nombre, ensimismado, una y otra vez.
—Faraz, Faraz, Faraz…
Pero eso solo le confundió más. ¿Quién era él en realidad?
Un presentimiento dejó helado a Faraz. Durante doce años había renegado del viejo árabe gordo, rechazado a la familia, cerrado los ojos a los relatos tradicionales, repudiado su país y la maldad; todo aquello de lo que había huido.
Ya estaba en medio de la oscuridad cuando cerró los ojos.
El viejo gordo no venía solo, traía consigo al escuálido gato, Esqueleto. Ambos comenzaron a gritar. El sonido era tan fuerte que él se vio obligado a taparse los oídos.
Insha'Allah, si Dios quiere.
2
Gunvor estaba sentada en su lugar de costumbre a la mesa de la cocina. Retiró la cortina de encaje de la ventana y miró fuera, hacia la oscuridad. Al no ver a nadie, empezó a toquetear los geranios, imaginando que había hojas secas. Hacía más de una hora que Josefin debería haber llegado a casa.
—¿Dónde anda la chica? —gritó Sten-Åke.
Para variar, la pregunta parecía que iba dirigida directamente a ella.
—Josefin vendrá pronto —musitó Gunvor—. Será mejor que te concentres en la Copa.
—Ojalá pudiera. Ella sabe que tiene que estar en casa a esta hora.
Gunvor volvió a mirar hacia la oscuridad de la calle. El nudo que tenía en el estómago era más grande de lo habitual, el presentimiento de que había ocurrido algo terrible no se le quitaba de la cabeza. La nieve caía cada vez con más fuerza a la luz de las farolas. Vio las ráfagas de viento, los copos de nieve convertidos en estrechas líneas. Habían emitido un aviso de temporal de nivel 2 en toda la costa de Norrland. De vez en cuando, se veía el resplandor de las luces de los coches en la carretera Modovägen, cincuenta metros por debajo de la casa.
¿Estaría Josefin con alguna amiga y se había olvidado de llamar? Al día siguiente iría y le compraría un móvil a su hija. Que Sten-Åke dijera lo que quisiera, pero ya tenía dieciséis años, y todos sus compañeros del Instituto Nolaskolan tenían móviles; Gunvor sabía que era así.
Josefin había dejado de dar la lata hacía mucho tiempo. Al principio, dijeron que era demasiado pequeña. Luego, que, cuando cumpliera dieciséis años y empezara en el instituto, tendría que trabajar y ahorrar para comprarse el teléfono ella misma. Así que ahora la chiquilla trabajaba duro cada vez que había un partido en el Centro Fjällräven donde jugaba el equipo Modo.
Tener una adolescente en casa era bastante más difícil de lo que ella se había imaginado. Josefin, la pequeña y pizpireta Josefin. El tiempo había pasado demasiado rápido, y la niña había crecido. Los vecinos chismorreaban acerca de que la habían visto maquillada por la calle Storgatan. Por suerte, sus otros dos hijos no daban aún mucha guerra. Para Jimmy, que era dos años mayor, todo giraba en torno al hockey.
Joel, que iba a cumplir seis años poco después de Año Nuevo, había regresado a casa corriendo justo cuando iba a empezar el programa infantil Bolibompa, pero no había querido verlo. Fue entonces cuando empezaron a sospechar que pasaba algo, porque Josefin no había llegado con él.
El niño había venido con el mono lleno de barro. Distraída, ella se había dado cuenta de que estaba empapado hasta los huesos. Empapado y aterido. ¿Se había hecho pis? Joel no respondió, solo se estremeció como el telesquí cuando subía a la rampa de saltos en un día de frío. Él era tan reservado como ella.
Gunvor le preparó la bañera al niño y no ahorró en espuma de baño. Confiaba en que Sten-Åke no descubriera sus lujos cotidianos, pues tenía otras preocupaciones en vísperas de la Copa de Örnsköldsvik. Mientras Joel jugaba tranquilamente en el agua, ella introdujo el mono lleno de barro en la lavadora y subió la temperatura a sesenta grados, aunque sabía de sobra que en la prenda recomendaban no pasar de cuarenta.
Una vez más, Gunvor volvió a dirigir la vista hacia la oscuridad de la noche. Sospechaba que, detrás de ella, Sten-Åke también miraba por la ventana. Observó de reojo a su marido, que apretó las mandíbulas y susurró algo entre dientes. ¿Había oído bien? ¿Había llamado puta a la niña? El nudo que tenía en el estómago aumentó de repente, y no pudo evitar que se le helara la sangre.
—Ya no pienso tolerarlo más —soltó Sten-Åke—. Se acabó el andar danzando por el centro.
Gunvor oyó cómo él agarraba las llaves del coche y la cazadora, enseguida escuchó el fuerte sonido que hizo la puerta al cerrarse. Poco después, vio salir el coche por la entrada a toda velocidad.
3
Faraz no tenía ni idea de lo que había ocurrido. Extendió las manos temblorosas. Estaban hinchadas, rígidas y oscuras. Las observó detenidamente bajo el débil resplandor del foco de la pista de saltos. Sentía un hormigueo, como cuando despiertas y descubres adormilado una mano extraña en la cama antes de comprender que es tuya y que has estado durmiendo sobre ella. De repente, otra imagen acudió a su mente y le mostró lo que sus manos habían experimentado. No pudo soportarlo y, haciendo un esfuerzo, consiguió meterlas en el interior del plumífero azul. No podía ni pensar en cerrar la cremallera, tenía los dedos como salchichas congeladas.
Oteó desde la linde del bosque y reconoció la silueta de la pista de saltos a través de la cortina de nieve. Los potentes focos la iluminaban en toda su extensión en los días despejados, pero hoy se veía borroso. La nieve cortante le azotaba la cara cuando la ventisca cobraba fuerza.
Una imagen acudió a la cabeza de Faraz. Recordó estar sentado en un camión que subía con dificultad por las montañas. Él entonces tenía cinco años y no era más que un niño pequeño y escuálido. Todos menos su madre iban en el vehículo. «¿Dónde está mamá?», preguntó él. Su padre lo abofeteó. Hacía un calor abrasador por el día y mucho frío por la noche. Después de la bofetada de su padre, apenas se había atrevido a moverse. Sin que se notara, se fue alejando de él y acercándose a la hermana pequeña de su madre. Al caer la noche ella lo abrazó, y él se durmió en su regazo. Algo que le azotaba la cara lo despertó. No podía abrir los ojos, no podía pedir ayuda. Faraz estaba convencido de que se iba a asfixiar. Se encontraban envueltos en una tormenta de arena, cuyos vientos soplaron durante ciento veinte días. Lo único que sabía era que su tía aún estaba sentada cerca de él.
Hoy no tenía los brazos de su tía para refugiarse en ellos. Hoy estaba solo. ¿Por qué estaba sentado en el oscuro bosque? ¿Esperaba a alguien? ¿Huía de algo? ¿De la policía? No tenía respuestas. ¿Qué había hecho? No estaba seguro. ¿Y dónde estaba Jossan?
Instintivamente, Faraz bajó trotando la cuesta como un animal herido. Caminaba con las piernas entumecidas y congeladas, y cada vez que el viento lo detenía le resultaba difícil comenzar a andar de nuevo.
A Nadeem le costó entender el SMS de Faraz, su mejor amigo, por lo que decidió llamarlo. Sonaron varias señales antes de que Faraz respondiera. Su amigo parecía confundido, solo repetía lo que decía en el SMS: necesitaba que le prestara ropa y dinero. Nadeem, desconcertado, metió varias prendas en una bolsa del supermercado Konsum. Después, se coló en la habitación de sus hermanos y hurgó en los bolsillos de los pantalones, donde encontró un billete de quinientas coronas y algunos de veinte. Ya le daría explicaciones Faraz cuando llegara.
Nadeem estaba tan sumido en sus pensamientos que apenas oyó la corta llamada del timbre. Cuando su madre gritó desde el cuarto de estar que abrieran, salió de sus cavilaciones y se apresuró hacia la puerta antes de que alguno de sus hermanos se le adelantara. Abrió y se quedó pasmado al ver a Faraz.
—Tío, ¿qué cojones te ha pasado?
—Tengo que largarme…
Se le quebró la voz, el desconcierto en los ojos de Faraz hizo que Nadeem se asustara. Aterrado, miró fijamente al visitante.
La nieve que traía en el pelo y en la chaqueta había empezado a derretirse. El plumífero y los pantalones de Faraz estaban manchados. Solo en la parte inferior de los vaqueros se podía adivinar que alguna vez habían sido claros. No cabía ninguna duda de que las manchas eran de sangre.
—Joder, tío —tartamudeó Nadeem—. ¿Qué cojones has hecho?
Faraz miraba estresado de un lado a otro.
—Jossan…
Faraz no consiguió decir nada más, pero se obligó a mirar a Nadeem a los ojos para pedirle lo que había venido a buscar.
—Nadeem, tengo que largarme. ¿Tienes la ropa y la pasta?
En el piso de arriba del edificio de apartamentos se abrió una puerta, y el sonido de Al-Jazeera resonó en la escalera. Faraz intentó colarse en la vivienda, pero Nadeem apretó con fuerza la manija de la puerta y se negó a dejar entrar a su amigo.
—Joder, Faraz, imagínate si te ve mi madre. Perderá los nervios. ¡Toma! —susurró Nadeem entregándole la raída bolsa de Konsum a través de la abertura de la puerta.
Faraz la tomó con los dedos entumecidos y escuchó estresado por si se oían pasos en el hueco de la escalera.
—¿Dinero?
Molesto, Nadeem le entregó los billetes robados.
—Te lo devolveré todo, lo juro por Allah.
—Insha’Allah —contestó Nadeem con acritud.
Visiblemente aliviado al poder cerrar la puerta y girar la llave, Nadeem entró de nuevo en casa y se colocó al lado de la ventana. Al cabo de un rato, desde allí vio salir a Faraz vestido con su ropa vieja. La figura de su amigo se perdió en la tormenta de nieve tras poco más de diez pasos.
Unas horas más tarde, el autobús de la compañía Ybuss entraba suavemente en Hudiksvall. El bosque y la E4 dejaron paso a pequeñas y oscuras casetas de pescadores y algún que otro letrero que iluminaba una ciudad desierta. Los copos de nieve caían aquí bastante más dispersos.
El autobús iba en silencio. Faraz, que estaba sentado con la frente apoyada en la ventanilla, se estremeció cuando una cara fantasmal apareció justo delante de sus narices. Miró asustado a través del cristal, pero allí no había nadie. Cuando el autobús pasó por debajo de la farola siguiente, la misma cara volvió a deslizarse por la ventanilla. Era su reflejo. Él era su propio fantasma.
El conductor entró en la estación de autobuses Glada Hudik y se detuvo en la dársena K. Dos estudiantes salieron a fumar y a armar jaleo bajo la primera nevada del otoño, pero la mayor parte de los viajeros trataron de seguir durmiendo.
Faraz volvió a mirar su reflejo y descubrió que el fantasma estaba llorando. Se llevó las manos a la cara y descubrió que era cierto, tenía las mejillas húmedas.
4
Kajsa Nordin, policía en prácticas, estaba nerviosa. La recepcionista acababa de abrir la puerta de la comisaría por la mañana cuando Sten-Åke Wallbäck, el entrenador de hockey del Modo, alias el Tren, irrumpió en la entrada. Ahora se encontraba frente al mostrador de atención al público y un poco por detrás estaba la que Kajsa supuso que sería su mujer, con los ojos hinchados y enrojecidos.
—Mi hija ha desaparecido —dijo Wallbäck—. Ayer, cuando llamamos a la policía, solo pudimos hablar con alguien de Kramfors, y nos dijo que habláramos con todos los amigos de Josefin. No basta con eso. Ya es hora de que levantéis el culo de la silla y empecéis a buscarla.
—Entiendo que la situación es difícil para vosotros —dijo Kajsa tratando de calmar al entrenador de hockey—. Las estadísticas nos dicen que vuestra hija regresará a casa hoy o, a más tardar, dentro de unos días. ¿Tiene novio?
La pregunta hizo que Wallbäck diera un puñetazo en el mostrador. Cuando Kajsa vio la furia en los ojos del entrenador, deseó que los hubiera separado una mampara de vidrio reforzado. Instintivamente, se llevó la mano al bolsillo del pantalón donde guardaba su inyección de adrenalina.
El Tren le recordó al oso disecado que estaba a tres metros de distancia, al que había disparado un cazador que había superado la cuota permitida. En legítima defensa, según dijo. El oso quedó como propiedad del Estado y se disecó de pie apoyado en las patas traseras. Ahora daba la bienvenida a todos los que tuvieran que acudir por algún asunto a la comisaría de Örnsköldsvik.
—Mi hija ha desaparecido. Quiero que empecéis a buscarla, que peinéis todo el bosque palmo a palmo si es necesario. —Wallbäck hizo un movimiento envolvente con el brazo para señalar los bosques alrededor de la ciudad.
El alterado entrenador consiguió que el supervisor de Kajsa Nordin, el inspector de policía Erik Karlsson, se acercara al grupo con discreción.
Esa parecía una de las ocasiones en las que podía hacer falta orientación durante el medio año que duraban las prácticas. Después de todo, Kajsa solo había pasado dos años en la Escuela Superior de Policía de Solna y seguía siendo una policía en prácticas, a pesar de que llevara uniforme y el mismo equipo que el resto de los agentes de la comisaría.
—¿Todo bajo control? —preguntó el supervisor.
Kajsa asintió, aunque en realidad no sentía que fuera así. Erik retrocedió para mostrar que no pensaba ponerse al frente, pero no alcanzó a retirarse lo suficientemente rápido antes de que Sten-Åke Wallbäck se diera cuenta de cuál era la situación. ¿Por qué iba a hablar con una policía joven e inexperta cuando había alguien con más experiencia?
—Eh, tú, ¿cómo te llamas?
Erik se volvió hacia el conocido entrenador de hockey.
—Erik Karlsson —contestó, y se arrepintió inmediatamente—. Pero creo que Kajsa podrá ayudaros.
La mirada de Wallbäck lo decía todo, no pensaba dedicarle más tiempo a la mujer joven.
—Karlsson, ahora escúchame. Mi hija tuvo clase de música ayer en el Instituto Nolaskolan, pero no volvió a casa. Además, tenía que haber recogido a nuestro hijo de seis años… —El Tren respiró profundamente—. Nunca ha ocurrido nada semejante.
—Lo comprendo —contestó Erik—, ¿cómo has dicho que se llama?
—Josefin Wallbäck.
—¿Cuántos años tiene Josefin?
—Dieciséis. No es más que una niña.
Erik asintió. Su pequeña Sofia tenía quince años, pero no perdía nunca la ocasión de reivindicar que ya era mayor. En casa se discutía por todo, las reprimendas se mezclaban con amenazas y quejas. Podía imaginarse cómo sería cuando Sofia cumpliera los dieciséis. Ya la había recogido borracha perdida en una fiesta en casa de sus amigos cuando fue a buscarla al negarse ella a volver al hogar; además, la había pillado con cigarrillos.
«Sí, sí, la hija del Tren será como otras chicas», pensó Erik.
—Cuando se sospecha que ella se ha marchado voluntariamente, solemos esperar algún día. ¿Habéis discutido en casa?
—No, ¡claro que no! —interrumpió Sten-Åke—. Y ella no se ha escapado, ya lo he dicho. Ha pasado algo. Ayer por la tarde nos reunimos unos cuantos miembros de la asociación e hicimos una batida, pero no la encontramos. Ahora sois vosotros los que tenéis que seguir buscando. Exijo que hagáis algo ¡ahora!
Erik se volvió hacia la madre.
—¿Qué dice usted, señora Wallbäck? ¿Tiene su hija alguna razón para no volver a casa?
Gunvor levantó la mirada rápidamente, pero la apartó enseguida y negó con la cabeza.
—¡Nuestra hija es feliz! —gritó el entrenador—. No tiene ningún motivo para marcharse de casa. Ahora ya podéis espabilaros y decir qué pensáis hacer para encontrar a mi Josefin.
Wallbäck se había acalorado de nuevo. Erik asintió, y Kajsa continuó anotando.
—Estas son preguntas que formulamos siempre cuando se produce una desaparición. No tienen por qué molestarse. Han llamado a todos sus amigos. Um…, ¿llevaba dinero?
—No, ella suele llevar mucho dinero encima; a lo sumo, veinte coronas.
—¿Y no falta dinero, por ejemplo, en la caja destinada a los gastos de casa?
—No.
—¿Lo habéis comprobado? —Erik dirigió la pregunta a la madre, pero fue el Tren quien respondió de nuevo.
—Confiamos plenamente en Josefin. A ella nunca se le ocurriría robar.
—¿A qué clase va?
—A PA en el Instituto Nolaskolan.
Erik miró confuso a Kajsa.
—El Programa Artístico —aclaró Kajsa—. ¿Qué orientación?
Sten-Åke miró airadamente a Gunvor antes de responder:
—En la orientación de canto. Por cierto, hemos traído una foto.
Gunvor, sin levantar la mirada, comenzó a buscar en su bolso y sacó un sobre rígido con las típicas fotografías de clase. Extrajo de él un retrato de una chica con melena larga de color rubio oscuro. Gunvor miró la foto antes de entregársela a Erik.
—Del año pasado —dijo Gunvor en voz baja sin mirar a nadie—. Entonces estaba en noveno.
—No ha cambiado nada —añadió Sten-Åke.
—¡Uy! ¡Qué niña tan guapa! —exclamó Erik.
Bien podría haber sido su propia hija, Sofia. Erik sintió cómo se le erizaba el vello de la nuca.
Después de que el matrimonio Wallbäck abandonara la comisaría, Erik miró a la policía en prácticas.
A pesar de que Kajsa era joven y estaba recién salida de la Escuela Superior de Policía, tenía una madurez que la hacía parecer mayor. Era de complexión robusta, alta y fuerte. De hecho, era más alta que él, tanto que, al principio, le había resultado algo incómodo tener que mirar hacia arriba para hablar con ella.
Kajsa había superado la prueba física con brillantez, Erik lo sabía. Con un poco de envidia pensó que, si él hubiera tenido ese físico cuando era joven, habría jugado al hockey en la LNH (liga profesional americana).
—Bueno, ¿qué sabemos? —preguntó Erik tratando de no sonar como un profesor.
Kajsa alzó la vista de la pantalla del ordenador.
—Cada año se denuncian las desapariciones de unas siete mil personas. Un tercio de ellas son jóvenes, y algo más del setenta y cinco por ciento de ese tercio son chicas. Por lo tanto, cada año se denuncian en Suecia las desapariciones de mil quinientas chicas. —Después, Kajsa miró la fotografía de Josefin—. Pero la mayoría vuelven a casa en un intervalo de tiempo de uno a tres días. Al año solo hay unas treinta personas que no aparecen nunca, y, de hecho, quienes dominan las estadísticas en su mayoría son hombres de entre cuarenta y cincuenta años.
Erik se quedó sin palabras y pensó que Kajsa seguramente estaba repitiendo lo que había escuchado en una clase de la Escuela Superior de Policía. Pero ella se le adelantó.
—Hice un estudio a fondo sobre chicas desaparecidas. No estoy repitiendo aquí una conferencia al pie de la letra, por si es eso lo que estás pensando.
¿Era tan transparente que ella podía deducir lo que pasaba por su cabeza? Ambos se echaron a reír ante la evidencia.
—Está bien, pero ¿qué crees que deberíamos hacer en el caso de Josefin?
Kajsa se rascó la cabeza y caviló. Tomó la fotografía que estaba sobre la mesa. La chica miraba a la cámara con una sonrisa amplia, que permitía verle los dientes, y con la cabeza inclinada. Era la típica foto escolar, fondos con tonos grises, buena luz, bien realizada.
—Josefin… parece una chica muy aplicada y obediente —aventuró Kajsa—. Al menos, de cara al exterior. Canta, aunque a su padre no se le ve muy satisfecho con el programa que ella ha elegido. ¿Quizá habría preferido ver a su hija en el instituto de hockey?
—¿Novio? —preguntó Erik.
Kajsa estudió la fotografía con detenimiento, procurando que esta le revelara algo.
—¿Tienes novio? —preguntó Kajsa en voz alta—. En ese caso, es en secreto, ¿verdad?, porque tus padres dicen que no sales con nadie. ¿Dónde lo has conocido? ¿En el instituto? ¿Es alguien que canta también? ¿O es alguien más mayor, alguien a quien no conocen ni siquiera tus amigas?
—Si se han conocido en el instituto, es casi imposible que mantengan la relación en secreto —razonó Erik—. Pero menudo contratiempo supone que la hija desaparezca justo antes de la Copa de Örnsköldsvik.
La Copa de Örnsköldsvik era una competición anual en la que participaban todos los institutos especializados en la formación de jugadores de hockey y competían por alzarse con el título de Instituto de Hockey del Año. Era una excelente oportunidad para que los jóvenes jugadores de este deporte se dejasen ver ante los cazatalentos de los equipos juveniles. Kajsa sacudió la cabeza. Después, se acordó de los llamativos titulares de los periódicos vespertinos unos años antes, cuando ella estaba estudiando en la Escuela Superior de Policía de Solna.
En ellos se decía que el Centro Fjällräven estallaría por los aires si el Modo no ganaba el oro en el campeonato nacional. La amenaza fue enviada a la casa del Tren, que acababa de incorporarse como entrenador. Ni las amenazas ni el nuevo entrenador consiguieron que el Modo lograra unos resultados brillantes ese año, pero el estadio aguantó en su sitio.
—Cambiando de tema, ¿detuvieron a alguien por la amenaza de bomba de hace unos años? Llegó a encontrarse un artefacto explosivo en las oficinas del Modo, ¿no? Aunque, por suerte, fue desactivado.
—No, los expertos en criminalística nunca consiguieron localizar al remitente, y el caso se archivó. —Erik suspiró audiblemente y cruzó las piernas—. Ya sabes, lo de siempre. Faltaban pruebas en la investigación policial. No, podría haber sido cualquier forofo del Modo.
—A eso se le llama medir a todos por el mismo rasero —dijo Kajsa riendo con disimulo—. Por cierto, ¿qué piensas de la familia Wallbäck?
—Bueno, parecen un poco extraños, por decirlo de alguna manera —respondió Erik—. Quizá es porque están conmocionados y con falta de sueño, ¿qué sé yo? Pero, si hubieran sido mis padres cuando tenía dieciséis años, seguro que habría deseado despedirme a la francesa.
—De todos modos —dijo Kajsa—, creo que deberíamos publicar una búsqueda en el registro EPS. Si quieres, puedo hacerlo yo.
EPS era el acrónimo del Registro de Personas Desaparecidas.
—Sí, hazlo —la animó su instructor—, y después podríamos subir hasta el Instituto Nolaskolan y hacer algunas preguntas.
Kajsa vio que Erik miraba por la ventana. Seguía nevando.
—Este año ha llegado muy pronto, ¿no?
—Y qué cantidades —contestó Erik—. Pero seguro que se derrite, porque aún no ha llegado el invierno.
5
A las ocho y diez, cuando el Instituto Nolaskolan acababa de abrir sus puertas, el grupo de Facebook ¿Dónde está Jossan? aún no se había creado. El curso PA01, que era la clase de Josefin, tenía en el horario escolar Medioambiente y Seguridad en el Trabajo. El profesor comprendió enseguida que no iba a poder dar la lección que había planeado y dejó que los jóvenes, en vez de eso, ventilaran sus pensamientos y sus temores sobre la desaparición de su compañera de clase; se habían enterado porque algún padre había participado en la batida particular organizada la noche anterior. Pensó que quizá fuera posible entrelazar en la discusión alguna idea relacionada con el medioambiente y la seguridad en el trabajo. Petter, un alumno de la clase, tuvo la idea de que debían crear un grupo de Facebook para buscar a Jossan, algo que a todos sus compañeros les pareció una gran idea. Cuando sonó el timbre a las nueve y veinte, el grupo tenía quince participantes, que eran todos los alumnos de la clase, menos la compañera desaparecida. ¿Dónde está Jossan? se convirtió ese día en el grupo que más rápido creció en las redes sociales suecas. Tras el primer recreo, se habían unido 233 nuevos miembros que habían escrito algo más de setenta mensajes sobre lo que pudo haber ocurrido y quién era la última persona que la había visto, todo ello mezclado con conjeturas y oraciones. A la hora del almuerzo, el grupo superó la barrera de los mil miembros; la mayoría, alumnos de Nolaskolan.
6
Kajsa sujetó la puerta del edificio de ladrillo amarillo del Instituto Nolaskolan. Erik la seguía jadeante, avanzar por la nieve se hacía pesado. Solo eran dos manzanas, pero cuesta arriba y con el viento en contra. Erik dio unos pisotones con tanta fuerza que la nieve salió volando de sus zapatos.
—Quizá debería empezar a hacer ejercicio —resopló Erik.
—Bah, no será para tanto.
—Ya verás cuando cumplas cuarenta y cinco y lleves el peso de un montón de bollos daneses en la cintura.
Kajsa sonrió y sacudió la cabeza.
—Estás exagerando de nuevo. A mí me parece que estás en forma.
Erik se animó. El patio cubierto de la escuela estaba tranquilo, y los pocos alumnos que estaban sentados en los bancos o jugando al billar miraron con curiosidad a los agentes. Al parecer, todos entendieron enseguida que se trataba de Josefin.
—He mirado el horario, y la clase de Josefin tiene Historia en el aula 105 a las diez, pero primero vamos a ver a la directora de la escuela, ¿no? Para informarla de que queremos hablar con la clase.
Erik asintió con la cabeza y se acordó de la graduación de su hijo, Kaspar. En ella, un tal Thomas había hablado con entusiasmo sobre el brillante futuro de los estudiantes.
—¿Sabes quién es? ¿Es Thomas?
Kajsa negó con la cabeza.
—Thomas solo es el jefe de estudios del Programa de Ciencias Naturales y del Orientado al Deporte. La directora se llama Ulla Sjöstrand, y el instituto está dividido en cuatro o cinco secciones, cada una con su propio jefe de estudios.
—¿Eso no resulta enrevesado?
Kajsa miró a Erik para ver si le estaba tomando el pelo, pero tenía la misma expresión de siempre.
—El instituto debe haber cambiado bastante desde que tú fuiste alumno aquí.
—Si en mis tiempos hubiéramos tenido institutos con Programa de Hockey, entonces habría sido jugador de la LNH en vez de policía. Pero acababan de despedir a mi padre, y él quería que yo apostara por un oficio seguro —bufó Erik.
—¿No te gusta ser policía?
—Sí, bueno —contestó el instructor—, pero uno siente un poco de envidia de los chavales de ahora. Juegan al hockey en el horario escolar, tienen unas oportunidades completamente distintas de las que yo mismo tuve. A nosotros nos tocó elegir entre el ayuntamiento o la fábrica. Gracias a Dios, no elegí el taller; si no, ahora estaría en el paro.
Kajsa le mostró el camino. Llegaron al despacho de la directora Ulla Sjöstrand y llamaron a la puerta.
—¡Hola! Me llamo Erik Karlsson, y ella es Kajsa Nordin. Como verás, somos policías. Venimos por lo de la hija del entrenador Wallbäck.
—¿Josefin? —dijo la directora sorprendida—. ¿Ha pasado algo?
—No regresó a casa ayer después de la clase de canto.
La directora miró con espanto a los dos policías antes de invitarlos a pasar al despacho e indicarles que tomaran asiento.
—¿Conoces el nombre de todos tus alumnos?
—No, pero algunos destacan un poco más. Josefin, por ejemplo. Estudia el Programa Artístico. Y tú tienes un hijo que estudió aquí, si no me falla la memoria. ¿Kaspar Karlsson? Muy prometedor en el hockey. ¿Sigue jugando?
Erik se quedó impresionado de que la directora conociera a su hijo.
—Sí, juega en el equipo juvenil del Modo. Y el próximo curso empezará aquí mi hija Sofia.
—Ah, ¿sí? —dijo Ulla—. ¿Sabes en qué programa?
Erik se rio entre dientes.
—Está dando la lata con algo que se llama Moda y Diseño. Pero no sé yo, ¿de verdad se puede conseguir trabajo con eso?
—Es un programa bueno e interesante que puedo recomendar encarecidamente. —Ulla alargó el brazo para alcanzar un folleto—. Aquí puedes leer información sobre él.
Kajsa carraspeó, no estaban allí para hacer una consulta al orientador escolar. Ulla se disculpó con un gesto, tomó una carpeta con anillas y la abrió.
—Ayer la última clase de Josefin fue Matemáticas. Dijiste clase de canto… —Ulla abrió otra carpeta—. Sí, correcto. Algunos alumnos tienen clases extra de canto con la baronesa von Hofersburg. La baronesa viene al instituto dos veces por semana. Los lunes y los miércoles, parece ser.
Erik silbó impresionado. Kajsa se preguntó de quién estarían hablando, ella jamás había oído hablar de una baronesa allí en Örnsköldsvik.
—Así que la baronesa sigue viva y goza de buena salud —dijo Erik—. ¿Quién habría podido imaginar que daría clases de Canto?
—En realidad, no lo hace —explicó Ulla—, pero la baronesa insistió. No es lo normal, pero este año tenemos algunos alumnos de Canto con mucho talento en los que queríamos invertir un poco más, y Josefin es uno de ellos. Y tampoco sé si diría que goza de buena salud… Pero debe de ser un cambio agradable para la baronesa venir aquí y relacionarse con los jóvenes.
—Sí —dijo Erik—, pueden tener un efecto estimulante en pequeñas dosis.
Ulla se rio y asintió con ganas.
—¿Sería posible obtener la dirección de la baronesa? —intervino Kajsa.
—Por supuesto —contestó Ulla—. Pero llamad primero, la baronesa es especial. Sigue con sus aires de primadonna.
La directora apuntó una dirección y un número de teléfono en un papel, y se lo dio a Kajsa.
—¿El faro de Skagsudde? —Kajsa miró confundida a la directora—. ¿Esta persona vive junto al faro? ¿Cerca de Skeppsmalen, el pueblo pesquero?
Ulla asintió.
—Ya os lo dije, ella es especial. No me preguntéis cómo lo hizo, pero consiguió el permiso para construir al lado del faro, donde termina el archipiélago. Creo recordar que nació en Skeppsmalen.
—Pero, en realidad, la razón por la que estamos aquí es que nos gustaría hablar con los alumnos de la clase de Josefin —apuntó Kajsa—. Si no hay inconveniente, claro. Pensábamos hacer las preguntas habituales. Puedes acompañarnos, si quieres.
—Seguro que no será un problema —dijo Ulla, y volvió a echar un vistazo a la primera carpeta—. Tienen…
—Historia en el aula 105 —completó Kajsa—. Miré el horario en la web.
Ulla observó a Kajsa con curiosidad.
—Estudié aquí hace tres años. Esto no ha cambiado mucho desde entonces.
—¡Oh! —exclamó Ulla espantando con irritación una mosca pequeña. Kajsa pudo distinguir un rubor en su cuello—. Tenemos bastantes alumnos aquí. Una no puede reconocerlos a todos, pero me parecía que me sonabas de algo. Pues entonces seguro que encontraréis también el aula 105. Hay un profesor allí que os puede acompañar, decidle que vais de mi parte.
Subieron en silencio por una escalera de caracol que daba al patio cubierto, pero en el pasillo empezaron a hablar los dos a la vez. Ambos soltaron una risa forzada, y Kajsa le indicó a Erik por medio de un gesto que empezara él.
—Así que la directora no te ha reconocido —bromeó Erik.
—No, parece que no destaqué mucho —se excusó Kajsa—. Tenía buenas notas, pero no me dedicaba al hockey ni al salto de esquí. Ni tampoco al canto. No sé, quizá fuera un poco tímida. Tenía otras aficiones.
Erik se preguntó cómo la directora no se había percatado del metro ochenta de Kajsa. Pero seguro que era como ella decía; en Örnsköldsvik, si uno no se dedicaba al salto de esquí o al hockey, no existía.
—¿Qué ibas a decir?
—Que podemos preguntarle a Krille si nos puede dar acceso al nombre de usuario de Josefin.
—¿Krille?
—Krille está a cargo de la red de ordenadores del instituto y de la página web. Él es el que reparte las cuentas para los ordenadores tanto a los alumnos como a los profesores. Es el hacker particular de Nolaskolan. Quizá los correos electrónicos de Josefin estén guardados.
Llegaron al aula 105 y llamaron a la puerta.
—Hola —dijo Erik—, estamos aquí por la desaparición de Josefin, que ayer no regresó a casa. Solo queremos hablar un poco con vosotros. ¿Alguien sabe dónde está o ha visto algo?
Un chico levantó la mano enseguida.
—Hemos creado una página de Facebook donde todo el mundo puede escribir. —Kajsa y Erik se miraron y asintieron con la cabeza. Kajsa sacó su libretita y empezó a anotar. El chico siguió hablando—: Se llama ¿Dónde está Jossan?, y a la hora del almuerzo ya éramos 1 325 miembros.
—¿Cómo has dicho que te llamas?
—Petter.
—Bien, Petter —dijo Erik—. ¿Qué más nos podéis contar de Jossan?
Los alumnos intercambiaron entre ellos miradas vacilantes.
Kajsa añadió:
—¿Tiene novio? —Todos sacudieron la cabeza. Kajsa siguió haciendo preguntas—. ¿Josefin ha mencionado alguna disputa en casa? ¿Suele faltar a clase?
Los alumnos negaron de nuevo.
—¿Fuma? ¿Sale de fiesta?
Algunos en la clase se rieron por lo bajo.
—¿Qué os resulta tan gracioso? —preguntó Kajsa.
—El padre de Josefin es el entrenador del Modo, el Tren. Una vez nos contó que su padre quería que eligiera el Programa de Ciencias de la Salud. Venía a menudo a buscarla después de clase, no quería que estuviera dando vueltas por el centro.
—Ajá —contestó Kajsa—, pero ¿qué suele hacer después de clase cuando no viene a buscarla Sten-Åke?
—Suele irse a casa para cuidar de su hermano pequeño. Pero a veces se queda un rato en la hamburguesería Max.
Kajsa sabía de lo que hablaban. No había muchos sitios a los que ir, especialmente, cuando hacía mal tiempo; solo un par de cafeterías y de hamburgueserías donde uno podía quedar y pasar el rato. Max se encontraba a medio camino entre el instituto y la casa de Josefin en Varvsberget.
—¿Alguno de vosotros estuvo en Max ayer por la tarde? —Tres de los alumnos levantaron la mano—. ¿Y a veces Josefin se quedaba un rato allí de camino a casa? —Los chicos asintieron—. ¿Y ninguno de vosotros la vio ayer? —Los tres negaron con la cabeza. Kajsa sentía que sus preguntas no llevaban a ninguna parte. Tenía que haber algo que desvelara lo que había hecho la chica o qué había pasado—. Además de Josefin, ¿alguien más va a clases de canto con la baronesa von…?
Kajsa no recordaba el nombre de la baronesa y miró a Erik para que le echara una mano, pero su compañero parecía estar sumido en sus pensamientos. Sin embargo, todos los alumnos sabían quién era la baronesa y completaron la frase a coro.
—Hofersburg.
—Exacto —continuó Kajsa—, von Hofersburg. ¿Sois muchos los que tenéis clase de Canto con ella?
La reacción se hizo notar entre todos los alumnos. Algunos bufaron, uno gruñó y otros sacudieron la cabeza.
—No —contestó Petter con tono de envidia—, de nuestra clase, solo acude Jossan.
—Pero ¿qué alumnos tienen clases extra? Por lo que dijo Ulla, entendí que se trataba de varios.
Otro sonido de disgusto recorrió el aula.
—Alguien de tercero que va a solicitar plaza en el Real Conservatorio de Estocolmo.
—¿Quién es?
—Ulla no nos ha dicho de quién se trata. No lo sabemos.
—Pensadlo detenidamente —les pidió Kajsa—. ¿Pasó ayer algo fuera de lo normal? —A nadie se le ocurrió nada—. ¿Cómo os llamáis los tres que estuvisteis en Max ayer?
Kajsa apuntó sus nombres en la libreta. Erik pareció pensar que ya habían molestado lo suficiente y sacó sus tarjetas de visita para repartirlas entre algunos alumnos de la clase.
—Si se os ocurre algo, no tenéis más que llamarnos; el detalle más insignificante puede resultar valioso. Sabéis que Josefin tiene una madre y un padre que están muy preocupados y que se preguntan dónde está ahora, ¿verdad?
Justo cuando iban a salir por la puerta, Kajsa volvió a asomarse al aula.
—Se me olvidó preguntar una cosa. ¿Quién es la mejor amiga de Josefin?
Todos se volvieron hacia una chica de pelo oscuro, y el alumno que estaba sentado a su lado le dio un empujoncito en el costado. Ella alzó con timidez la mano.
—Supongo que soy yo.
—Ajá —contestó Kajsa—. ¿Cómo te llamas?
La chica se quedó callada, visiblemente sobresaltada por la pregunta.
—Se llama Anna —respondió Petter enseguida.
—Anna Umegård —confirmó ella misma después.
—Bien —contestó Kajsa apuntándolo—, pues ya lo sé. ¡Adiós!
Kajsa cerró la puerta tras de sí y corrió para alcanzar a su compañero, que ya había llegado a la escalera.
—Lo has manejado muy bien —dijo su supervisor.
Kajsa observó atentamente a Erik para ver si lo decía en serio. No pudo detectar sarcasmo en su tono, pero tampoco lo había dicho con entusiasmo.
—Interesante lo del grupo de Facebook —comentó Kajsa.
—¿Tú crees? —Erik miró con escepticismo a la policía en prácticas—. Eso conduce fácilmente a que circulen un montón de rumores, y no es bueno en una ciudad tan pequeña como Örnsköldsvik. Un montón de críos jugando a hacer de detectives privados, difundiendo falsedades y llegando a odiarse entre sí. Y a otros.
—¡Anda, relájate! —dijo Kajsa—. ¿Y qué dices? ¿Vamos a ir a visitar a esa misteriosa baronesa?
—Piensa que solo se trata de una chica desaparecida. Tenemos cosas más importantes que investigar.
—¿Como qué?
—Por ejemplo, ¿qué me dices del robo de este otoño en la empresa Hägglund? —Kajsa suspiró—. ¿O por qué no revisar lo de la incursión de este verano cuando robaron los motores de veintitrés barcos? Mira a ver qué puedes sacar de ahí. Personalmente, creo que fue algún grupo báltico. Además —añadió—, dentro de poco terminamos nuestro turno.
—Vale, vale —dijo Kajsa—, pero vamos a pasar por donde el informático para ver si nos da acceso a los datos de la cuenta de Josefin.
7
Faraz miró a su alrededor. No podía quedarse eternamente en la terminal de autobuses. Ya llevaba siete horas allí sentado, desde que había llegado el autobús de la compañía Ybuss por la mañana. No había comido, bebido ni ido al baño desde el día anterior a mediodía. Apático, se había quedado pegado al banco. Los vigilantes habían pasado varias veces por delante de él y lo habían mirado fijamente con recelo. Cada vez que se acercaban, él fingía estar leyendo un viejo horario que había a su lado. Debería irse a otro sitio, pero ¿adónde? Afuera llovía y hacía un viento de narices. Tenía ganas de hacer de vientre, pero no quería reconocerlo. El estómago le había dejado de rugir hacía mucho tiempo. Faraz intentó abstraerse de todo, pensamientos, sentimientos y necesidades físicas.
Al final, no pudo más y buscó con la mirada la señalización del baño. Las flechas indicaban que se encontraba un piso más arriba. Tan pronto como Faraz decidió levantarse, se le saltaron de nuevo las lágrimas. Sentía como si alguien le hubiera amarrado un peso de cien kilos alrededor de los pies. Con dificultad, dio unos pasos hacia la escalera mecánica. Todo se movía a cámara lenta, pero él se había aguantado ya demasiado tiempo, ahora tenía que darse prisa. Los diez metros desde la escalera se le hicieron eternos. Una vez que llegó a los servicios, lo detuvo un hombre junto a la entrada.
—Diez coronas, ¡por favor!
Diez coronas. Vaya mierda. Estresado, rebuscó en todos los bolsillos. Maldita sea, no encontraba su dinero.
—Por favor, te pago luego. Te lo prometo, tengo dinero.
Pero el tipo que estaba en la entrada ya había oído eso muchas veces. A los niños y a sus madres podía dejarlos pasar, pero no a moritos drogadictos. Menos aún si estaban llorando a consecuencia de la abstinencia; entonces, podía pasar cualquier cosa. Se volvían locos o tomaban una sobredosis y morían. ¿Y a quién le tocaría limpiar? El vigilante de los lavabos negó con la cabeza.
Faraz se dio cuenta de que no podía aguantarse aunque encontrara las diez coronas, ya era demasiado tarde, y el vientre cedió a la presión. Con gesto de sufrimiento, le suplicó por última vez al hombre de los servicios.
—Mierda, me he cagado. ¡Joder, déjame entrar! Déjame entrar…
Como siguió negándose, Faraz comenzó a trepar por el torno de acceso. Tenía que entrar al baño. Ya. Y lavar los únicos pantalones que tenía.
Pero el encargado no quería drogadictos cagados dentro de sus aseos. Sin dificultad, hizo bajar del torno al intruso de un empujón y llamó a seguridad. Cuando Faraz trató de levantarse, vio que venían corriendo desde distintas direcciones tres vigilantes. Debían encontrarse muy cerca. No tuvo tiempo ni siquiera de ponerse de pie antes de deslizarse en su propia mierda, que salía a presión por una de las patas del pantalón cada vez que se movía. Faraz cayó de lleno en la plasta.
Pero ahora alguien había cortado por fin los malditos pesos que llevaba alrededor de los pies. El corazón le latía desbocado. La adrenalina fluía por su sangre, llegando a cada pequeña célula. No lo iban a atrapar ni de coña. Faraz se levantó con ayuda del torno. Se agazapó como un jugador de rugby con una pelota invisible bajo el brazo. Bajó el centro de gravedad para conseguir más fuerza en el placaje y apuntó hacia el espacio entre dos guardias de seguridad. Podría conseguirlo. Insha’Allah.
A su mente acudió un recuerdo. Tenía cinco años y estaba con su madre en el mercado. Habían logrado comprar una gallina vieja. Esta tenía las patas atadas y se movía hacia arriba y hacia abajo en la mano de su madre. En casa se alegrarían, hacía mucho tiempo que no comían gallina a pesar de que tenían dinero. Su madre lo agarraba fuerte con la otra mano. Sin previo aviso, se escuchó una fuerte explosión.
Todo el mundo echó a correr de acá para allá fuera del mercado. Faraz creyó que eran fuegos artificiales. Solo los había visto una vez y se puso a mirar el cielo con expectación, pero su madre le gritó: «¡Agáchate! ¡Corre!». Los dos echaron a correr. Se escuchó un silbido extraño a su alrededor, y su madre lo arrastró hacia el callejón más cercano. Corrieron y corrieron un barrio tras otro. El polvo se metía en los ojos de Faraz, y los cerró. Se dejó guiar a ciegas por su madre, que lo llevaba bien agarrado de la mano. Corría, tosía y, a veces, tropezaba, pero su madre siempre lo ponía en pie.
En atletismo había aprendido a inclinar el cuerpo hacia delante para tomar impulso y aumentar la velocidad; así que no tuvo ni que pensar en ello, le salió automáticamente y en unos pocos metros alcanzó una gran velocidad. De forma inesperada, se lanzó contra el primer guardia de seguridad en lugar de esquivarlo. El encontronazo resultó brutal, pues el vigilante no estaba preparado para la fuerza del hombro derecho del joven.
Faraz vio que se quedaba atrás, lo bastante lejos de él como para que no pudiera darle alcance. Los otros dos guardias comprendieron entonces que no se trataba de un golfillo impertinente de los habituales. Este parecía inusualmente fuerte. Imprevisible. ¿Quizá peligroso también? En diagonal, delante de él, llegó corriendo uno de los guardias y parecía muy enfadado. Su intención era cortarle la vía de escape, Faraz lo vio en sus ojos. Era un tipo alto y fuerte.
En Örnsköldsvik los adolescentes solo podían elegir entre dos cosas: deporte o iglesia. Faraz se alegró de su decisión ese día. Inesperadamente, giró hacia la izquierda cuando se acercaba al último vigilante e hizo un giro elegante, una finta que le facilitó sortear al guardia. Antes de que este se diera cuenta, Faraz había bajado ya la mitad de la escalera mecánica y le sacaba una ventaja considerable. Saltó el último tramo de escaleras en diagonal, como lo haría un corredor de vallas.
Faraz volvió a su recuerdo de cuando tenía cinco años. Solo cuando vieron la casa aminoraron el paso, pero únicamente para gritarle a la hermana pequeña de su madre que se diera prisa. «¡Abre la puerta!». Cuando llegaron a su casa y su madre vio que aún seguía sujetando la gallina, empezó a llorar. Ya no quedaba nada de ella, solo las patas.
De pronto, se dieron cuenta de que estaba sangrando. Faraz preguntó si su madre había enfermado cuando tuvieron que salir corriendo del mercado, pero nadie le dijo nada. Al rato, llegó el médico. Faraz le preguntó si su madre se iba a morir. El médico le dijo que tenía que rezar a Alá. Él, que era un niño bueno, rezó una oración tras otra.
En esa ocasión, también rezó. «Por favor, Alá, sálvame de los guardias. ¡Muéstrame el camino!». Tal vez Dios se hubiera levantado ese día con buen pie y decidiera ayudar a Faraz.
Fuera de la estación de autobuses giró hacia la izquierda, cruzando entre los paraguas de la gente. No notó la lluvia torrencial.
Se cubrió la cabeza con la capucha y esperó que la mancha marrón que tenía en el trasero no apestara demasiado. Caminó protegido por la lluvia de noviembre sin rumbo; a veces por un puente, otras, junto al agua. Llegó a una cuesta larga y, cuando levantó la vista, se encontró junto a una tienda de ropa de segunda mano. Ropa usada.
Perfecto.
A diferencia de cuando tenía cinco años, parecía que en esa ocasión sí que había alguien que escuchaba sus oraciones.
«Gracias, Alá. Tú me ayudas a escapar de los guardias y me guías para encontrar ropa nueva». No quería pensar en la situación en la que se encontraba, en que estaba huyendo sin dinero.
Ahora tenía un par de pantalones de gabardina color gris oscuro con la raya planchada. No valía la pena buscar unos vaqueros bonitos, se trataba de coger los primeros buenos que parecieran de su talla. Había dejado tirados los calzoncillos sucios en un probador e incluso se había limpiado el trasero lo mejor posible con una camiseta que alguien había dejado allí.
Faraz miró deprimido a su alrededor, al parecer, había acabado en un parque después de abandonar la tienda. ¿Y ahora qué? Ya casi no aguantaba más. Estaba empapado y tenía frío. Después, se dio cuenta de que no era un parque, sino un cementerio con una iglesia. Siempre podría ir allí a resguardarse, ¿no?
Aunque había algo que se lo impedía. Él no había estado nunca en una iglesia, pero sospechó que llamarían inmediatamente a la policía. Los suecos no querían musulmanes en sus iglesias.
8
Lo primero que hizo Kajsa al regresar a la comisaría fue sacar una hoja de tamaño A3 en blanco. En medio dibujó un círculo y dentro escribió «Josefin/Jossan» con un bolígrafo verde. Después, añadió los nombres de los miembros de la familia encima, en rojo. «Sten-Åke, el Tren, Wallbäck» en un círculo, «Gunvor Wallbäck» en otro. A la derecha apuntó «Max» en azul y hojeó las páginas de su libreta para encontrar los nombres de los adolescentes que habían estado en la hamburguesería. «Katja, Anders y Klas».
A la izquierda del entrenador dibujó una nube grande y escribió dentro «Modo Hockey» con letra pequeña a lápiz. En el lado diagonalmente opuesto dibujó otra nube igual de grande que también rodeaba a Katja, Anders y Klas, y puso «Nolaskolan» con el mismo lápiz. Más adelante podría rellenar las nubes con más nombres si fuera necesario.
Debajo del círculo central dibujó otro de color naranja y colocó allí el nombre de la baronesa.
Pero se interrumpió al sentir el aliento de alguien en la nuca. Cuando se dio la vuelta, no se sorprendió al ver que se trataba de Freddie Ek. Hacía tiempo habían entrenado juntos en el mismo club de esquí. Hasta ahora había hecho todo lo posible para evitarlo durante sus prácticas.
—Al final, no viniste a la boda de Anita y Tompa. Te echamos de menos —prosiguió Freddie cuando vio que ella no contestaba—. A Anita le dolió que no vinieras.
—No pude —dijo Kajsa sin mirar a Freddie y temiendo que se diera cuenta de que estaba mintiendo—. Fue en plena época de exámenes. No me fue posible ir.
Luego, se dio la vuelta y observó a Freddie. No había cambiado lo más mínimo en los tres años que habían pasado.
—¿No te parece curioso que los dos hayamos acabado de policías aquí en el mismo Örnsköldsvik de toda la vida? Cuando te mudaste, pensé que no te volvería a ver más que en las reuniones de viejos alumnos.
—Me mudo a Estocolmo en cuanto acabe esto. Pienso solicitar un puesto allí abajo.
—Qué pena, es agradable verte aquí de nuevo. No hemos tenido tiempo de hablar desde que empezaste a trabajar con nosotros, no hemos coincidido ni una vez. ¿Te apetece tomar una cerveza conmigo algún día después del trabajo?
—De acuerdo —dijo Kajsa—, una cerveza, pero después de que se celebre la Copa de Örnsköldsvik.
Kajsa dio a entender que tendrían que seguir hablando en otro momento.
Cuando Freddie se hubo marchado, Kajsa se echó hacia atrás y miró a través de la pequeña ventana reforzada de los años sesenta. La tormenta de nieve había pasado, así que casi había dejado de nevar, pero los meteorólogos predecían aún más precipitaciones. Maravilloso. Si la nieve no se derretía, prepararían las pistas arriba en Skyttis, el club de esquí, y podría sacar los esquís de fondo. En años buenos, cuando el viento había metido la nieve hasta el túnel bajo la E4, se podía esquiar todo el camino desde la casa de sus padres hasta Örnsköldsvik.
Kajsa bajó la vista a su escritorio y miró fijamente su mapa mental. Luego, empezó a hojear su libretita repasando otra vez la denuncia de la persona desaparecida. Cuando acabó, también estaban Anna Umegård en un círculo y Petter en otro dentro de la nube de Nolaskolan. Abajo, en la esquina izquierda, anotó el grupo de Facebook ¿Dónde está Jossan? en una nube grande y trazó una línea a Nolaskolan.
—Oye —dijo Erik asomando la cabeza—, quedan dos minutos para las tres. Yo me marcho ya.
—Está bien —dijo Kajsa—. ¡Hasta mañana!
Erik vio su dibujo, entró con curiosidad y se puso al lado de Kajsa.
—Interesante, ¿qué tenemos aquí? ¿Estos son los nuevos métodos que os enseñan en la Escuela Superior de Policía?
—No, en realidad, no. Solo es una técnica de estudio que me gusta usar cuando no tengo nada mejor que hacer. El método se llama mindmap o mapa mental.
—Pon una foto de la chica en medio.
Alargó el brazo para alcanzar el sobre con los retratos escolares y lo sacudió hasta sacar una foto pequeña de Josefin.
—Pero no podemos birlar una foto así sin más —protestó Kajsa.
—Claro que sí —dijo Erik—. Si los Wallbäck comentan algo, diles simplemente que la necesitábamos para nuestro trabajo policial. Pero, lo dicho, yo me marcho ya, ¡y tú no te quedes mucho tiempo!
De cualquier manera, Kajsa no tenía nada mejor que hacer, aparte de enviar un SMS a Sam para contarle lo aburrido que era todo en Örnsköldsvik. ¿Debería mencionar que Freddie Ek trabajaba en el mismo sitio? Al final, decidió que emplearía mejor su tiempo allí sentada preocupándose por Josefin, o Jossan, como la llamaban. Kajsa dejó de pensar en Freddie, su antiguo compañero de club, y decidió no enviar un SMS a Sam.
Todos los compañeros de clase de Josefin parecían sorprendidos de su súbita desaparición. La habían descrito como una chica alegre y enérgica. Posiblemente, se podía detectar cierta envidia por su talento musical. Es decir, que la chica no era ignorada ni acosada, algo que ocurría a menudo en los casos de desapariciones voluntarias. Al contrario, parecía que era muy apreciada.
Según las estadísticas, se había fugado de casa. Según las estadísticas, regresaría en uno o dos días. Pero lo poco que Kajsa sabía sobre Josefin no encajaba con esa teoría. Una chica que se fugaba solía llevar un tiempo teniendo problemas, se saltaba clases, tenía peleas en casa. En este caso, parecía que no había nada de eso.
Pero había un detalle que llamaba la atención. No todo parecía completamente normal en su hogar, aunque era difícil decir con exactitud cuál era el problema. La madre no miraba a los ojos, parecía sometida, hundida. ¿Y el padre? Pero un padre severo y una madre débil apenas eran razones suficientes para fugarse.
Si no se había ido voluntariamente, ¿qué había sucedido? ¿Un accidente? Hubo una tormenta de nieve el día en el que desapareció Josefin. Por lo que se sabía, iba bien abrigada con un plumas rojo, manoplas de lana y gorro. Kajsa bajó al sótano a buscar un mapa topográfico detallado del terreno que cubría tanto el instituto como la casa. El camino más natural para llegar al domicilio desde el instituto era bajar a la E4 y luego seguir a lo largo de la carretera Modovägen.