El colectivo - Eugenia Almeida - E-Book

El colectivo E-Book

Eugenia Almeida

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Hace tres noches que el colectivo pasa sin abrir la puerta. Con esa frase clara, serena, pero sin dudas, inquietante, comienza la primera novela de la escritora cordobesa Eugenia Almeida (1972). La historia cuenta que en un pequeño y tranquilo pueblo de provincias, a mediados de los setenta, el colectivo deja de parar. A medida que el tiempo pasa, comienza a haber todo tipo de conjeturas. La alteración de la rutina evapora la armonía, la hipocresía se resiente, y salen a la luz envidias, penas y temores tantos años acallados. El chivo expiatorio son una pareja de jóvenes que llegaron de la ciudad y están de paso en el hotel. Son un cuerpo extraño en ese lugar, y son quienes más se desesperan por no poder abandonarlo. Quizás es pura impaciencia, aunque en verdad parecen tener muy buenas razones para querer huir rápidamente de allí.

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Seitenzahl: 153

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Eugenia Almeida

EL COLECTIVO

A mediados de la década del setenta, en un tranquilo pueblo de provincias un buen día el colectivo deja de parar. Esa primera vez los pasajeros quedan desconcertados a la vera del camino, viendo como el polvo se eleva y la máquina se aleja. Hay todo tipo de conjeturas, pero se supone que al día siguiente vuelva la normalidad.

Pero no vuelve. Día tras día, el colectivo sigue de largo, y al estupor inicial, le suceden la furia, las sospechas más audaces y un creciente rencor entre los vecinos. La alteración de la rutina evapora la armonía, la hipocresía se resiente, y salen a la luz envidias, penas y temores tantos años acallados. El chivo expiatorio son una pareja de jóvenes que llegaron de la ciudad y están de paso en el hotel. Son un cuerpo extraño en ese lugar, y son quienes más se desesperan por no poder abandonarlo. Quizás es pura impaciencia, aunque en verdad parecen tener muy buenas razones para querer huir rápidamente de allí.

Con una prosa serena y un exquisito don para crear climas, en El colectivo Eugenia Almeida reproduce los años de plomo de la Argentina en una pequeña aldea que estaba segura de vivir en un orden natural. Sin caer en sentimentalismos, sin abusar nunca del color local, esta novela muestra que los hilos de la violencia pueden surgir en los parajes más insospechados, y que a veces se manifiestan con un silencio, con un rumor o con repentinos gestos de desprecio. Y también con la muerte, claro.

Almeida, Eugenia

El colectivo / Eugenia Almeida. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Edhasa, 2022.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-628-052-5

1. Ensayo Económico. I. Bigongiari, Diego, trad. II. Título.

CDD 330.01

Diseño de cubierta: Pepe Far

Primera edición: abril de 2009Quinta reimpresión: junio de 2016Edición en formato digital: junio de 2022

© Eugenia Almeida, 2009, 2022

© de la presente edición Edhasa, 2016, 2022

Avda. Córdoba 744, 2º piso C

C1054AAT Capital Federal

Tel. (11) 50 327 069

Argentina

E-mail: [email protected]

http://www.edhasa.com.ar

Diputación, 262, 2º 1ª, 08007, Barcelona

E-mail: [email protected]

http://www.edhasa.es

ISBN 978-987-628-052-5

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

Conversión a formato digital: Libresque

Índice

CubiertaPortadaSobre este libroCréditosEpígrafeIIIIIIIVVSobre la autora

Una novela no es una confesión del autor, sino una investigación sobre lo que es la vida humana dentro de la trampa en que se ha convertido el mundo.

Milan Kundera

I

Hace tres noches que el colectivo pasa sin abrir la puerta.

El pueblo está bajo un cielo de lata. Gris y apenas ondulado. La tierra ensucia los dinteles y la falta de lluvia pone nerviosos a los perros. Desde la ventana del hotel, Rubén se asoma desganado y mira a la gente que está cruzando la vía. Son los Ponce, que viven del otro lado. Vienen otra vez con la cuñada a ver si ella puede volver a la ciudad. Antes de que lleguen al final del descampado, Rubén sale a la puerta. Desde lejos se ve su mano moviéndose como un péndulo en el aire, un badajo invertido colgando de nada, que se sacude para decir no.

El doctor Ponce hace otro gesto, con la cabeza, para avisar que lo ha visto.

–No para, hay que volver.

Marta se ríe. Victoria mira el hotel y cierra los ojos cuando el tierral se levanta por el viento. No sabe si sacudirse el vestido, si quitarse el sombrero, si girar y volver a la casa. Ponce afloja el nudo del cuello, se apoya sobre el pie izquierdo y mira a su mujer.

–No te rías.

Marta baja la cabeza para esconder la boca que está espléndida, abierta, extendida.

Hace cuatro días que los Ponce se acercan a la parada del hotel a la misma hora. Él se pone saco, corbata y los zapatos de salir. Simulando no hacer esfuerzo, carga la valija de su hermana. Las mujeres van unos pasos atrás, hablando y moviendo las manos.

El primer día llegaron al hotel a tiempo para que Victoria tomara el colectivo de las ocho. Diez minutos antes de cumplirse la hora, Ponce vio los faros doblando por el camino que sale de la ruta. La luz anticipó la curva y el abogado bajó a la calle de tierra. El colectivo aceleró levantando polvo y quebrando la música eterna, incansable, agresiva, de las chicharras. Ponce se dio vuelta para ver las luces traseras del colectivo yendo hacia la ciudad. Las mujeres quisieron hablar pero el hombre marcó el silencio con un gesto.

–Esperen acá.

Empujó la puerta del hotel y buscó a Rubén, que estaba por las mesas del fondo.

–¿Quién maneja hoy?

–Castro, el de Aguas Ciegas.

–Ciego es él, que no me vio. Desde que Pérez se fue, andan todos mal.

–¿No lo vio?

–No, pasó de largo.

Ponce giró y salió del hotel. Las mujeres se callaron cuando la sombra de él se alargó hasta tocarles los pies.

–Nenita, vas a esperar hasta mañana, ¿sabés?

Victoria asintió con la cabeza y miró de reojo a Marta, que seguía sonriendo.

El abogado cruzó las vías y mientras oía el cuchicheo de su mujer y su hermana pensaba en las luces traseras del colectivo. “Este Castro es un idiota. Si no me hubiera visto no habría acelerado. No quiso parar.”

Por la calle de la izquierda aparece Gómez en su bicicleta y al verlos volver les grita:

–¿Qué, se arrepintieron? –y pedalea con fuerza mientras levanta la mano para saludar. Ponce quiere gritarle pero la voz le sale baja, leve, inaudible.

–No, no quiso parar.

Se da cuenta de que Gómez no lo oyó y ya ve su espalda y su nuca una cuadra más allá. Desde ahí no se ve la bicicleta negra y parece que el hombre pedalea en el aire.

Ponce saca un cigarrillo del bolsillo y lo enciende. Al llegar a su casa espera a las mujeres para que entren primeras.

“Igual que en el ajedrez, las cosas pueden acomodarse sobre un tablero que las explique. Si uno está atento, puede anticiparse y colocarse de manera tal que no haya modo de evitar el jaque mate.”

Ponce sostiene el alfil entre sus dedos y deja que el cigarrillo se consuma. Oye que del otro lado de la puerta Marta y Victoria están poniendo la mesa. Abre el cajón derecho del escritorio y saca un recorte de diario. Usando su pluma empieza a llenar con letras los cuadrados que forman el crucigrama. Se oyen los pasos de Marta. Ponce abre la puerta y pasa entre las mujeres.

–Me voy al hotel.

Marta hace un gesto a su cuñada y levanta los cubiertos que eran para él, se acerca a la ventana y lo ve, de a intervalos, aparecer bajo los focos de luz de la calle. Se desata el delantal, abre uno de los cajones de la mesada y mete la mano hasta el fondo. Victoria sonríe. De abajo del plástico en el que están guardados los cubiertos, Marta saca su mano gorda cerrada sobre un papel plateado. Lo desenvuelve y aparecen tres cigarrillos. Busca la caja de fósforos y se sienta frente a su cuñada.

–Mañana vamos a ir a la feria, vamos a comprar duraznos y damascos. Es mejor que te quedes un día más.

Ponce busca su mesa con la vista y se acerca a la barra para sacar la caja de madera con el ajedrez. Rubén seca los vasos y atiende un jarro que está en el fuego.

El abogado enciende un cigarrillo mientras mira a la pareja del fondo. Son de afuera, se nota por la ropa. La mujer todavía es joven. Tiene un saco sobre los hombros. Él, de traje y corbata, le habla bajo, casi al oído. Seguramente son amantes, piensa. Busca sortijas en los dedos pero apenas hay luz. Ella tiene aspecto de estar en falta, nerviosa, algo desarreglada en contraste con él. Ponce lo imagina lustrando con fuerza los zapatos que brillan bajo la mesa. Rubén mira hacia la izquierda y se cruza con sus ojos. El bigote del abogado se mueve hacia abajo y el hotelero entiende. Mientras prepara dos vasos de whisky, Ponce le mira la espalda, la punta de la camisa que se ha salido del pantalón y cuelga hacia abajo.

El hotelero camina entre las mesas hasta llegar a Ponce. Toma el trapo que tiene apoyado en el antebrazo izquierdo. La mano se mueve rápida, en círculos, limpiando la mesa. El abogado mira las migas, minúsculas cenizas que vuelan al compás del movimiento. Rubén pone un vaso frente a su cliente y otro un poco más allá. Vuelve a la barra y busca, debajo del mostrador, una botella de whisky que tiene dos cruces sobre la etiqueta. Dos cruces idénticas hechas con la punta de un cuchillo. Se acerca a la mesa y la apoya diciendo:

–Su botella, doctor.

Ponce tiene un cigarrillo en la boca y la mitad ya es ceniza. Rubén se mueve rápido hasta la barra y trae un cenicero dorado, en forma de triángulo. El abogado baja el cigarrillo y lo golpea suave con el dedo índice. La ceniza cae entera.

Rubén se va hasta la mesa del fondo. Ponce, que había entrecerrado los ojos para protegerse del humo, lo espía sin abrirlos, lo sigue entre los obstáculos. Se distrae con la mujer. Obviamente no lleva enagua. En sombras se ven las piernas sanas, fuertes. Él cree sentir cómo tiemblan esas piernas cuando el hombre de la mesa del fondo habla con Rubén.

–No paró. Pasó antes, diez minutos antes. Yo iba a salir a hacer señas cuando el doctor...

Rubén se da vuelta y señala a Ponce. El hombre lo mira distraído, la mujer apenas se mueve.

–...entró y me dijo que no había parado. Seguramente no lo vio...

Ponce muerde la punta del cigarrillo y suelta un ruido bajo, sordo, como un gruñido.

–...pueden quedarse hasta mañana. A las siete y media salgo a la puerta para asegurarme de que pare...

Los hombres siguen hablando y Ponce mira a la mujer. Ella se sabe mirada. Y tiembla. Los distrae el ruido de un camión. Una cuerda y la lona golpean contra el parante de metal. Lejos, los perros de la viuda Juárez le ladran al comisario, que camina por la calle.

–Pasó Crespi con el camión. En media hora cierro, doctor.

Ponce deja el vaso de whisky en el que estaba tomando y agarra el otro. Lo mira a trasluz. Con una servilleta de papel lo frota y luego se sirve. Sospecha que Rubén guarda en su botella el whisky que sobra. Por eso enciende otro cigarrillo y, mientras lo fuma, va tirando la ceniza en el vaso que ya usó. Veintiocho minutos después, se levanta. Rubén entiende que ya es hora de cerrar. Ponce mira hacia la mesa del fondo y la ve vacía. No sabe en qué momento se fue la pareja. Han dejado vasos, colillas y trozos de papel que ella iba rompiendo mientras hablaba. La mesa parece un cuarto de hotel recién deshabitado. El abogado ya está de espaldas y levanta su mano izquierda para que Rubén la vea.

–Hasta mañana, doctor –oye mientras baja los escalones de piedra. La campanilla de la puerta sigue sonando casi hasta llegar a las vías.

El segundo día, Rubén salió a la puerta del hotel a las siete y media de la tarde. Detrás de él, la pareja de la mesa del fondo conversaba bajo, las voces apuradas, nerviosas, se oían como un coro de ranas. Rubén vio a los Ponce cruzar las vías. El doctor traía la valija de su hermana, que venía unos pasos atrás caminando con Marta. Los hombres se vieron de lejos y con un movimiento mínimo de las cabezas se saludaron.

Al llegar al hotel, Marta y Victoria se quedaron lejos de la pareja. Marta no dejaba de mirar a la mujer. Con una risa tapada, filosa, le dijo a su cuñada:

–No tiene enagua, ésa. Y no es del pueblo.

Victoria parecía no oír. Miraba el cielo, encapotado y tenso. Desde la mañana anterior la lluvia se hinchaba dentro de las nubes pero el viento no rotaba y la tormenta cambiaba de lugar sin poder soltarse.

–Ésa no es de la ciudad, seguro. No tiene medias. De la ciudad no es. Seguro que es de otro pueblo...

Victoria miró los ojos de la mujer, que le contestó con un gesto de asco. Victoria se sorprendió. Trató de entender lo que decía su cuñada, que hablaba casi sin respirar.

–...no son mujeres decentes, ¿qué hacen? ¿Por qué vienen acá? A este pueblo sólo se viene a hacer una diligencia o a pecar. Y él... seguro que es viajante...

Victoria miró a Ponce, que hablaba con Rubén. El traje de su hermano no tenía ni una arruga. La camisa del hotelero acusaba una quemadura de cigarrillo en la manga derecha.

–...son todos iguales. Se la pasan viajando por los pueblos y durmiendo en hoteles. Tienen dos o tres hijos y una tonta que los cuida. Nunca están en su casa, ésos. Llegan a un pueblo y corretean mujeres. Siempre hay una que no es decente y se deja. Después se van juntos a otro pueblo, para que no la reconozcan. ¿Te acordás de los Fuentes, los del molino? Bueno, ellos tenían una hija que siempre hacía eso. Pedía licencia en la escuela la pícara. Y se iba para Trillas, acá a cuarenta kilómetros. Y se revolcaba. Ya se supo en el pueblo, porque la vieron en un hotel de mala muerte, sentada en la falda de un viajante. Qué sinvergüenza, andar destrozando familias. Se tuvo que ir, se tuvo que ir del pueblo. Dicen que se fue a la ciudad. Que la han visto... trabajando... bueno... en los teatros, en los cafés. En la mala vida...

Victoria se apoya la mano en la garganta, la frente con gotas de sudor.

–...los Fuentes hacen de cuenta que no existe. Dicen que sólo tienen un hijo. Claro que oí que don Fuentes es el menos indicado...

Victoria busca el brazo de su cuñada.

–¿Estás bien vos? Estás pálida. ¡Ponce! Nenita está mal.

El abogado se da vuelta y parece otro hombre. Se acerca a su hermana y la sostiene. Victoria respira hondo y cierra los ojos. Al fondo del camino se oye el ruido del colectivo. El hotelero baja a la calle y mueve los brazos. La pareja se acerca al cordón.

Rubén oye el cambio de marchas del colectivo y lo ve acelerar. Se para en medio de la calle y levanta los brazos. El coche acelera y, en una maniobra, esquiva al hotelero que se queda inmóvil, con los brazos levantados, en una nube de polvo, en el medio de la calle. La pareja protesta, él levanta la voz. Ponce abraza a su hermana mientras Marta agita un abanico que sacó de su cartera.

–¿Te hace bien el aire, Nenita? ¿Te hace bien?

–Ya está –dice Victoria–, ya está. Gracias, Antonio. Ya está.

–Le deben haber hecho mal los mariscos. Yo sabía. A quién se le ocurre comer cosas de mar en este pueblo.

Ponce mira a su hermana y la ayuda a sentarse en el banco.

–Andá, Antonio, andá. Ya estoy bien.

El abogado mira a Rubén, que vuelve de la calle. Quiere hablarle pero los de afuera se acercan primero.

–Usted dijo que hoy nos íbamos sea como sea. Esto no será una estrategia para que su hotel tenga gente, ¿no es cierto? Porque nosotros teníamos que irnos ayer y recién mañana pasa el próximo colectivo.

Rubén se aleja un paso para sacar la cara del hombre de encima de la suya y con voz ensayada dice:

–Mire, yo entiendo que usted esté nervioso pero no me parece bien que dude de mi honestidad. Soy hotelero desde que nací porque este hotel perteneció a mi padre. Si tiene dudas sobre mi honorabilidad puede preguntar a cualquiera del pueblo...

–No, no –dice el viajante previendo un discurso agotador–, yo no dudo, lo que pasa...

–Incluso el doctor Ponce, uno de los hombres más respetados de...

Ponce, al oír su nombre, se acerca, pero entiende que todavía no es momento de intervenir.

–Está bien, está bien, yo quiero saber...

–...el doctor puede decirle qué clase de persona soy. Pero para que no queden dudas, el hotel los invita con el gasto de permanencia un día más y yo, personalmente, me voy a encargar de que mañana puedan volver a la ciudad.

Se hace un silencio. La pareja decide entrar. Parece que él va explicándole lo que han acordado. El abogado se acerca a Rubén, que está sacudiendo su pantalón, tratando de quitarle el polvo.

–¿Qué pasó? Mi hermana se descompuso y no vi. ¿No los vio?

–No sé –dice Rubén–, me tiene que haber visto. Debe pasar algo. Dese una vuelta más tarde.

Ponce se acerca a las mujeres y alza la valija. Cinco minutos después están del otro lado de las vías, camino a la casa. Marta, insólitamente, va callada.

Ponce entra en el bar y una risa ácida lo irrita. Se da vuelta y ve a la mujer que, sobre la falda del hombre, juega con una copa. Se ha puesto ropa interior negra y el bretel del corpiño se ha corrido y cae sobre el brazo izquierdo. Tres botones del vestido, desprendidos, permiten ver cómo nacen los pechos. Ponce se molesta. Sobre la mesa los vasos vacíos, llenos de huellas y manchas de rouge, son cadáveres secos. Rubén murmura y mueve las manos detrás de la barra. El abogado se tensa cuando oye al hombre usar con esa mujer la misma palabra que él usa para hablarle a su hermana.

–Vamos, nenita –dice la voz borracha desde la oscuridad.

Ella, que ahora sí tiene medias, se levanta la falda para acomodar la costura negra que acompaña las piernas. Suben por la escalera y desaparecen.

Ponce espera. Rubén se ocupa de pequeñas cosas, demorando la pregunta. El abogado se mira las manos y espera. Diez minutos después se limpia la garganta con una tos brusca. Rubén lo mira y revisa, inútilmente, que el bar esté vacío.

–Yo no sé, doctor...

La leche sobre el fuego, el trapo en la mano derecha.

–...qué pasará... no sé...

–¿Quién manejaba? –pregunta Ponce, seco.

–Castro.

–¿Otra vez? ¿No manejaba ayer?

–Sí, eso es lo raro. Tendría que haber sido otro.

–Castro otra vez. Si será estúpido.

–No sé...

–No será tan imbécil de ponerse en contra mía. Si esto es una revancha por lo que pasó con la chacra...

–No, doctor...

–Porque él tiene que entender que yo soy abogado, que es mi trabajo. Si cada uno de los que pierden se enfrenta conmigo... No lo puedo permitir, hay que atenerse a la ley. Para eso está, ¿no es cierto?

Rubén busca la botella de whisky.

–No, doctor, algo pasa. ¿Por qué lo habrán hecho manejar dos noches seguidas? Es raro...