El héroe de sus sueños - Rebecca Winters - E-Book
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El héroe de sus sueños E-Book

Rebecca Winters

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Beschreibung

En la foto era guapo… en la realidad era sencillamente impresionante. El millonario neoyorquino Payne Sterling estaba acostumbrado a ser famoso, pero no esperaba encontrarse su foto en la portada de varias novelas románticas. Payne jamás había posado para tal retrato, por eso estaba empeñado en localizar al autor que tanto lo había avergonzado. La bella e inteligente Rainey Bennett había visto la fotografía de Payne entre las que había tomado su hermano en las vacaciones; y sin tener la menor idea de que aquel tipo fuera un famoso empresario, pensó que tenía imagen de héroe. Un héroe que quería llevarla a juicio… hasta que le propuso otra manera de compensarle por el daño.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Rebecca Winters

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El héroe de sus sueños, n.º 1835 - abril 2016

Título original: Manhattan Merger

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2004

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8178-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Tío Payne…

Payne Sterling, de treinta y tres años de edad, levantó la mirada de la pantalla del ordenador portátil y vio que Catherine, su sobrina favorita, entraba volando en el despacho. Parecía que sus pies no tocaban el suelo. Su prometida la seguía a paso algo más lento, en su silla de ruedas. Las dos parecían aterrorizadas por alguna cosa.

–¡Tienes que ver esto!

Catherine, que parecía frenética, le puso delante un libro de bolsillo.

–Tranquilízate, cariño.

Desconcertado, Payne tomó el libro, lo miró atentamente y descubrió con sorpresa que se trataba nada menos que de una novela romántica titulada Fusión en Manhattan, de Bonnie Wrigley. Bajo el título había una ilustración en la que se veía a un hombre que sostenía a una mujer en brazos. Estaban ambos de pie en el despacho de un rascacielos de Nueva York, porque al fondo se adivinaba el perfil de Manhattan. Al echarle un segundo vistazo al dibujo, Payne cayó en la cuenta de que aquel no era un despacho cualquiera.

Ni aquel hombre un hombre cualquiera.

Aunque no se tratara de una fotografía, al mirar aquella ilustración le pareció estar viéndose en un espejo. Se quedó mirándola un minuto entero, asombrado e incrédulo.

–Prométeme que no le dirás a mi madre que leo estas cosas, tío Payne. El caso es que desde hace un año he notado que muchos de los hombres de las portadas se parecen a ti. Pero es que éste eres tú –a Catherine le tembló la voz–. Hasta tiene el mismo corte del pelo.

Payne ya lo había notado.

–Tiene razón, Payne –exclamó Diane ansiosamente–. Ese hombre tiene tu misma complexión y el mismo pelo castaño oscuro. Es de tu misma altura. Es igual que tú. Hasta tiene el mismo tono azul de tus ojos. Por eso le he dicho a Catherine que tenía que enseñarte esa novela.

Las dos habían palidecido.

–Hasta lleva el mismo tipo de traje y de camisa que tú sueles llevar a trabajar, tío Payne. Y las ventanas y la vista son idénticas a las de tu despacho. La persona que ha hecho esta portada tiene que saber muchísimas cosas sobre ti. ¡Mira! –dijo Catherine, señalando el dibujo–. ¿Ves ese cuadro del barco pasando por delante de un faro? ¡Tú tienes uno igual en tu despacho! ¿Y qué me dices de ese cuadrito del bulldog que hay encima de la mesa?

Payne se había fijado en aquellos detalles de inmediato, pero no había querido decir nada para no alarmarlas más. El hecho de que hubiera contratado un arquitecto para transformar el viejo faro de Crag’s Head en la casa en la que llevaba viviendo varios años hizo que se dispararan sus sospechas. Miró fijamente a su sobrina de quince años, cuyo cabello rubio pálido era igual que el de su hermana.

–¿Has leído ya esta novela?

–No. En cuanto se la enseñé a Diane, decidimos mostrártela inmediatamente.

–Has hecho bien.

En alguna parte había oído que todo el mundo tiene un doble. Posiblemente, más de uno. Tal vez aquello fuera una fantástica coincidencia, pero no podía arriesgarse. Sobre todo, teniendo en cuenta lo que había sucedido en Navidad.

–¿De dónde sacas estos libros, Catherine?

–Una de las doncellas los lee primero y luego me da unos cuantos. Cuando acabo, se los devuelvo.

–¿Qué doncella?

–Nyla.

–Catherine no debería leer esos libros, Payne –declaró Diane–. La persona que te ha puesto en las portadas, sea quien sea, seguramente leyó un montón de novelas basura en su juventud y ya no distingue la realidad de la fantasía.

–No son basura –se apresuró a decir Catherine–. Son historias muy emocionantes sobre gente que se enamora. Se aprenden muchas cosas y se conocen muchos sitios. A mí me parecen maravillosas. Si mi madre y tú os tomarais la molestia de leer alguna, también quedaríais enganchadas –Diane miró a Payne con indignación–. Oye, tío Payne, no te enfades con Nyla. No quiero que se meta en un lío por mi culpa. Fue ella la que me dijo que debía comentártelo. Si se lo dices a papá o a mamá, harán que me quede con los abuelos la próxima vez que se vayan de viaje. Y Nyla podría perder su trabajo.

Él sacudió la cabeza.

–No voy a poner en peligro el empleo de Nyla. Por el contrario, debería darle las gracias por fomentar tu pasión por la lectura. Esto ha sacado a la luz algo que hay que aclarar de inmediato.

Diane se estremeció.

–Puede que sea otra loca que te esté siguiendo sin que tú lo sepas. No hay duda de que ha estado en tu despacho, Payne. Tengo miedo por ti.

Su prometida tenía razones para estar atemorizada. Menos de seis meses antes, Diane Wylie había recibido un balazo destinado a él y disparado por una acosadora, y ahora se encontraba condenada a una silla de ruedas, tal vez para siempre.

Consumido por la culpa, Payne rodeó la mesa y se agachó a su lado. Le agarró la mano y dijo:

–Ahora mismo no sé qué pensar, pero voy a averiguar si se trata de otra perturbada. Vosotras quedaos aquí. Enseguida vuelvo.

Se levantó, acarició la mejilla pálida de su sobrina y, tomando la novela, salió con calma del despacho de su cuñado. Unos minutos después encontró a Nyla en la cocina disfrutando del té de la tarde con otros miembros del personal doméstico. El semblante de la doncella adquirió una expresión seria cuando Payne le mostró la novela y le preguntó dónde la había comprado.

–Yo las consigo a través de un club de libros, pero se pueden comprar ejemplares usados en una tienda de libros de segunda mano del pueblo. Se llama Libros Luz de Vela. Tienen de todo.

–Gracias, Nyla.

–De nada. Le aviso que he visto su cara en otras portadas, aunque el pelo y los ojos eran distintos. Hasta que recibí este libro, pensé que se trataba sólo de una extraña coincidencia. Le sugerí a Catherine que se lo comentara. El parecido es asombroso. Y el de la historia también.

¿El de la historia también?

Sin perder más tiempo, Payne sacó su teléfono móvil, llamó a seguridad y ordenó que se encontraran con él en la parte de atrás de la casa de su hermana. Desde los diecisiete años, Payne había sido víctima de media docena de incidentes provocados por fanáticas que lo acosaban, incidentes a los que la intervención de la policía había puesto fin. Pero el pasado diciembre, entre Navidad y Año Nuevo, una psicótica había logrado introducirse en el complejo Sterling, situado en el South Fork de Long Island. Nadie sabía si había llegado por mar o había logrado burlar a los guardas de la puerta. En aquel momento, los Sterling estaban dando una cena en honor de los Wylie, quienes ese mismo día los habían invitado a almorzar. Los Wylie vivían en la parte norte de Long Island y desde hacía muchos años el intercambio de invitaciones entre ellos se había convertido en una tradición.

Antes de las vacaciones navideñas Payne había estado una larga temporada en el extranjero, por lo que se había pasado casi todas las fiestas solo en su despacho, poniendo al día el papeleo. Mientras estaba enfrascado en su trabajo, su madre lo llamó enojada porque se hubiera perdido el almuerzo con los Wylie. ¿Podía al menos contar con él para la cena? Y, por favor, ¿podía llevar a Diane, que estaba de compras en la ciudad? De ese modo, nadie llegaría tarde.

Sabiendo lo mucho que se preocupaba su madre por aquellas cosas, Payne convino en ir a buscar a Diane y llevarla con él. Acababan de salir del coche y se dirigían al pórtico delantero de la casa de los padres de Payne cuando aquella perturbada salió de entre los arbustos. Aquella mujer, que parecía tener unos treinta años, decía estar enamorada de él. Si ella no podía tenerlo, tampoco lo tendría ninguna otra mujer.

Al ver un destello metálico, Payne tuvo tiempo de apartar a Diane antes de que disparara el arma, pero la agresora tenía escasa puntería. Para horror de Payne, la bala se incrustó en la parte inferior de la espalda de Diane antes de que él tirara al suelo a la intrusa. Aquella espantosa experiencia había cambiado la vida de todos.

Durante todo el trayecto hacia el hospital, Diane se había aferrado a él con todas sus fuerzas. Creyéndose al borde de la muerte, le había confesado cuánto lo necesitaba y lo mucho que lo había amado siempre. Payne ignoraba entonces que ella albergara sentimientos tan profundos por él. Nunca se había interesado por ella de ese modo, pero en aquel instante no importaba, pues no hubiera podido abandonarla en el estado en que se encontraba.

Varios meses después, ella aún no podía caminar, aunque conservaba parte de la sensibilidad en las piernas. Los médicos decían haber hecho todo lo posible y recomendaban que acudiera a una clínica de Suiza famosa por sus logros en lesiones medulares como la suya. Temiendo el fracaso, Diane se había negado en redondo a considerar aquella sugerencia y a permitir que nadie la ayudara. Para entonces, Payne había hecho inventario de su vida y había llegado a la conclusión de que, si le pedía que se casara con él, Diane tal vez se mostrara más inclinada a recibir el tratamiento que necesitaba.

Pero, tras el anuncio de su compromiso, ella parecía haberse replegado más aún en sí misma y hasta se negaba a hablar del viaje a Suiza. Y, lo que era peor aún, había desarrollado un miedo casi irracional a que volvieran a dispararles.

Para tranquilizarla, Payne había hecho aumentar las medidas de seguridad en torno a ella y a los Wylie, así como alrededor de cuantos habitaban en la finca de los Sterling. Su prometida estaba protegida veinticuatro horas al día. En cuanto a Payne, cuatro guardaespaldas lo acompañaban siempre que salía a atender sus negocios. Un helicóptero lo llevaba de casa a su oficina en Manhattan. Si tenía que viajar al extranjero, usaba su avión privado. Cuando tenía que desplazarse en coche a algún punto de Long Island, uno de sus guardaespaldas conducía su limusina blindada y de cristales ahumados.

De camino a la librería de Oyster Bay, le entregó la novela a Mac, un antiguo buzo del ejército que desde hacía tres años era su guardaespaldas.

–¿Qué te parece esto?

Mac echó un vistazo al libro y dejó escapar un silbido. Sus ojos grises se clavaron en Payne con desconcierto antes de que le devolviera el libro.

–¿Cómo es que sales en la portada?

–Eso es lo que intento averiguar.

Mientras el conductor buscaba la librería Luz de Vela, Payne abrió la novela buscando el copyright. Red Rose Romance Publishers, Inc., Segunda Avenida, Nueva York. Sus ojos se achicaron. Nunca había oído mencionar aquel nombre, pero la dirección quedaba al este de Central Park, junto al Turtle Bay Grill, donde a menudo quedaba para comer con sus clientes extranjeros.

Al parecer, el libro había sido publicado dos meses antes. Eso significaba que quien estuviera detrás de todo aquello, lo conocía mucho antes de la fecha de publicación. La mayoría de las editoriales preparaban la edición de los libros con tres o más años de adelanto.

Había una advertencia: «Ningún personaje, nombre o incidente contenido en este libro existe fuera de la imaginación del autor». ¡Y un cuerno!

Una mueca crispó el rostro de Payne. Le dio la vuelta al libro para leer la contraportada. Para cuando leyó la segunda frase, ya había empezado a sudar frío.

¿Secretos?

El poderoso y apuesto multimillonario neoyorquino Logan Townsend oculta a su prometida y a toda su familia un doloroso secreto.

–Dios mío –musitó.

Cuando se ve envuelto en un accidente en el desierto del oeste americano, la doctora Maggie Osborn descubre cuál es ese secreto. Sin que él lo sepa, Maggie pone en peligro su vida para salvar a Logan.

Pero los secretos siempre salen a la luz.

Logan no descubre hasta su regreso a Nueva York que Maggie le está ocultando algo. A punto de sellar la fusión más importante de su vida, se debate entre el deseo y el deber.

Tras leer la última línea, Payne sintió como si alguien pasase sobre su tumba. Convencido de que nada de cuanto contenía aquel libro era accidental, estrujó con fuerza el volumen. De buena gana hubiera ensuciado la isla arrancando una a una sus páginas para librarse de él. Pero por varias razones obvias no podía hacerlo y se veía forzado a quedarse allí sentado mientras intentaba contener su ira.

Sam, el guardaespaldas que iba al volante, se desvió por un callejón y detuvo el coche frente a la entrada posterior de la librería en cuestión. John y Andy, dos de los guardias de seguridad, saltaron fuera del coche y se apresuraron a entrar en la tienda antes que Payne.

Era casi la hora de cerrar, un martes de junio por la tarde. La ocasión no podía haber sido más propicia para no llamar la atención.

Cuando le dieron el visto bueno, Payne salió de la limusina con Mac a sus espaldas y entró en el claustrofóbico establecimiento, un laberinto de recovecos y estrechos pasillos. Había novelas del suelo al techo allí donde se mirara. No había duda, pues, de que aquello era el verdadero paraíso de los amantes del libro de bolsillo.

Los ojos de la dependienta, una mujer de cierta edad que esperaba tras el mostrador, se iluminaron al ver a Payne.

–¡Buenas noches, señor Sterling! Soy Alice Perry. Me honra usted con su visita –le tendió la mano y él se la estrechó.

–Encantado de conocerla, señora Perry –respondió Payne.

–¿En qué puedo ayudarlo?

Él le entregó la novela combada. Ella le echó un vistazo y alzó la mirada hacia él con excitación.

–¡Sabía que era usted! –exclamó–. Todas las lectoras de novelas románticas me lo dicen últimamente.

Payne dejó escapar un bufido.

–Según mi sobrina, hay otras novelas aparte de esta en cuya portada aparecen dibujados hombres que se me parecen.

–¡Oh, sí! –dijo ella–. Pero no tanto como en ésta.

De modo que ni Catherine ni Nyla habían exagerado lo más mínimo. Las cosas iban de mal en peor.

–En este momento, no hay disponible ni un solo ejemplar de Fusión en Manhattan en toda la costa atlántica. El teléfono no deja de sonar. Me llaman libreros de todas partes pidiéndome ejemplares. La gente que tuvo la suerte de comprarla cuando salió por primera vez, se agarra a ella como si fuera un salvavidas. Yo me he quedado con ejemplares para mí y para mi hija, que me ayuda a llevar la tienda. Tal vez, antes de marcharse, pueda firmárnoslos. Nos encantaría que lo hiciera.

–Lo haría encantado, si hubiera dado mi permiso para aparecer en esas portadas.

La sonrisa de la señora Perry se desvaneció.

–No comprendo.

–Yo tampoco, señora Perry. Por eso he venido, para intentar resolver este misterio.

–¿Quiere decir que han utilizado su imagen así, por las buenas?

–No lo sé, pero pienso averiguarlo –Payne intentó calmar su ira–. ¿Puedo ver esos libros, si es tan amable?

–Sólo me quedan cuatro. Los tengo guardados bajo llave en la trastienda hasta que el viernes llegue un librero de Connecticut. Es un coleccionista y me va a pagar cinco mil dólares por cada ejemplar. Espere un momento, ahora mismo los saco.

–¿Sólo cinco mil? –susurró Mac con sorna cuando la mujer desapareció de su vista.

Payne ignoró su comentario y se acercó a la estantería más cercana, en la que figuraba el cartel: «Misterio». Estaba atiborrada de títulos de diversos autores, ordenados alfabéticamente. Payne sacó un volumen con intención de ver qué clase de portada tenía. La fotografía mostraba una populosa escena callejera de alguna parte de Londres. En la página del copyright figuraba el nombre de una editorial británica.

Payne se acercó a otra sección titulada «Comedia Romántica publicada en Los Ángeles». En las portadas figuraban caricaturas pintadas.

–Aquí están.

Payne volvió a guardar el libro y se acercó a la mujer, que acababa de poner cuatro libros sobre el mostrador, ante él. Al primer vistazo quedó horrorizado.

Aquella era su cara.

En uno de los libros aparecía caracterizado como un normando de larga y rubia cabellera, ojos castaños, muslos abultados y bíceps el doble de grandes que los suyos. El libro se titulaba La novia de Roald. En otro, titulado El príncipe de los sueños, aparecía como un príncipe castellano, ataviado con ropajes ceremoniales, con el pelo y los ojos negrísimos. En el tercero, Amor encubierto, Payne era un miembro de la Policía Montada del Canadá, de ojos grises, con su uniforme rojo de gala y el sombrero cubriéndole el cabello. El último se titulaba El pastor de estrellas. En él Payne aparecía como un hombre del futuro, con el pelo rojizo y los ojos marrones.

En todas aquellas portadas, rodeaba con los brazos a una bella mujer. Las ilustraciones parecían ser obra de una misma persona.

–Menuda vida te pegas –susurró Mac con sorna.

Payne no respondió y observó los lomos de los libros. Los cuatro pertenecían a la editorial Red Rose Romance Publishers y habían sido publicados ese año.

–¿Cuántas editoriales publican novelas románticas en formato de bolsillo, aparte de Red Rose?

–Muchísimas en todo el mundo, pero las de mis estanterías proceden casi todas de Estados Unidos, Inglaterra y Canadá. Red Rose es la que más publica al año con diferencia.

–¿Ha visto usted mi cara en alguna portada, aparte de las de Red Rose?

–No.

Aquella era, de momento, la única buena noticia del día. Confiaba en que Red Rose fuera una editorial pequeña que apenas tuviera distribución.

–¿Los libros están ordenados por editoriales?

–Sí.

–¿Le importaría enseñarme la sección de novela romántica?

Ella se echó a reír.

–Es prácticamente toda la tienda, a excepción de la estantería dedicada a la literatura de misterio y de ciencia ficción, que está ahí enfrente.

Él intentó no mostrarse sorprendido.

–Podríamos ver primero la sección dedicada a Red Rose.

–Sígame, señor Sterling –ella lo condujo casi hasta la puerta–. Empieza aquí y va hasta el fondo de la tienda.

Él abrió mucho los ojos, incrédulo.

–¿Todas esas novelas son de Red Rose?

–Sí. La editorial tiene nueve colecciones diferentes, dependiendo de la clase de novela que esté buscando. Como es natural, aquí están únicamente las versiones en inglés. Pero sus libros se publican en más de cien idiomas –¡más de cien! Eso significaba que…–. Nosotros tenemos algunos ejemplares en italiano y ruso, para algún visitante ocasional –añadió ella.

Payne se preguntó cuántas veces habría estado Catherine allí sin que su madre lo supiera. Quería a su hermana Phyllis, pero, al igual que la madre de ambos, esta era un tanto intransigente. Conociendo su refinado gusto por las bellas artes, la música y la literatura, Payne dudaba de que Phyllis se hubiera molestado nunca en leer una novela romántica de bolsillo. Se preguntaba si Diane también las despreciaba por principio. O tal vez hubiera leído unas cuantas siendo una adolescente y ahora se negaba a admitirlo. Payne sentía curiosidad por saberlo. A sus ojos, Diane se habría convertido en una persona más real si se hubiera opuesto a los deseos de su madre como hacía Catherine.

–¿Hasta qué fecha se remontan estos libros?

–Red Rose lleva publicando al menos cuarenta años, que yo sepa.

¿Cuarenta años?

Payne observó aquella enorme cantidad de material de lectura. Evidentemente, a parte de Nyla y Catherine, miles de personas llevaban comprando aquellos libros al menos cuatro décadas. Eso era mucho tiempo. Demasiado para que aquella no fuera una compañía respetable.

–Si quiere ver la lista de los libros que publican, la encontrará en los carteles que cuelgan del techo sobre cada sección. Hay para todos los gustos.

–Ya lo veo –masculló Payne.

Un toque de romance, Un toque de pasión, Un toque de espionaje, Un toque de historia, Un toque maternal, Un toque de realeza, Un toque de ciencia ficción, Un toque del Salvaje Oeste, Un toque de humor.

–Puede usted mirar cuanto quiera.

–Gracias.

Dado que la librera había sacado ya de los estantes todos los ejemplares en que aparecía su retrato, no tenía sentido rebuscar entre aquellas montañas de libros. La sola idea desafiaba su imaginación. Sin embargo, sacó un libro de cada sección para examinar las portadas. En la mayoría figuraban ilustraciones, en vez de fotografías. Los llevó al mostrador.

–Me llevo estos nueve. Esos otros cuatros, quisiera que me los prestara usted veinticuatro horas –sacó una tarjeta de crédito de su cartera–. Añada veinte mil dólares a su cuenta. Cuando le devuelva los libros, puedo recuperarlos.

Ella sacudió la cabeza.

–Confío en que me los devolverá, señor Sterling. No voy a cobrarle nada.

–Gracias –Payne guardó la tarjeta de crédito y sacó un billete de cien dólares–. Me ha sido usted de gran ayuda –dijo, deslizándolo hacia ella. Ella fue a darle el cambio, pero él le dijo que no se molestara.

–Pero esto es demasiado…

–Acéptelo, por favor –dijo él con una sonrisa.

–Si insiste. Después de todos estos años, es tan emocionante conocer en persona al miembro más legendario de la familia Sterling…

Payne había oído muchas veces aquel comentario a lo largo de su vida. Sin embargo, no tenía sentido recordarle a aquella mujer que su sitio en el mundo se debía al mero azar de su nacimiento. El lugar que ocupaba ella había sido decidido del mismo modo.

Además, él se levantaba por las mañanas, trabajaba con ahínco y sufría antes de irse a la cama cada noche, como ella y como todo el mundo.

Ella escudriñó su mirada.

–Confío en que esto resulte ser solamente un error sin mayores consecuencias.

–Yo también lo espero.

De lo contrario, acabaría de empezar otra pesadilla.

Ella guardó los libros en una bolsa y se la entregó a Payne. Este añadió Fusión en Manhattan a la bolsa.

–Prometo devolvérselos. Gracias de nuevo, señora Perry.

–No hay de qué.

–Vámonos –le murmuró Payne a Mac.

Una vez acomodados en la limusina, telefoneó a Drew Wallace, su abogado, y le explicó lo sucedido. Quedaron en verse en Crag’s Head tan pronto como Drew se librara de un importante compromiso para cenar.

Satisfecho porque Drew pudiera acudir a cualquier hora y sin previo aviso, Payne le dijo que mandaría el helicóptero a recogerlo. El encuentro tenía que celebrarse sin falta esa noche, en la más estricta intimidad.

Cuando regresó a la casa de su hermana, encontró a Diane en el jardín trasero, mirando revistas de bodas. Catherine estaba intentando enseñar algunos trucos al golden retriever de la familia utilizando galletas para perro.

Aunque Payne quería a todas sus sobrinas y sobrinos, siempre había sentido debilidad por Catherine. El corazón de la chiquilla se derretía por los infortunados de este mundo, ya fueran animales o personas. De todos los hijos de su hermana, Catherine era la que peor se había tomado la muerte de su hermano Trevor, enfermo de leucemia. Payne estaba convencido de que, cuando la recibiera, Catherine dedicaría toda su herencia a la investigación contra la enfermedad.

Desde el tiroteo, su sobrina estaba muy unida a Diane y parecía empeñada en que su prometida volviera a caminar algún día. Aquel empeño había hecho aumentar el afecto que Payne sentía por ella como ninguna otra cosa.

Mientras Phyllis y Trent estaban de viaje con sus tres hijos mayores, la sobrina de Payne, que había preferido quedarse, estaba ayudando a Diane y a la madre de ésta a organizar la boda, prevista para el primero de agosto.

Sin que Diane lo supiera, Payne había despejado su agenda para poder llevársela a Suiza el mes entero. Pasarían su luna de miel en un hospital célebre por obrar milagros en pacientes con dolencias semejantes a la de Diane. Payne pensaba llevarla costara lo que costase.

Tras salir de la limusina, le dio a Mac la bolsa y se acercó a su prometida. Ella sonrió al verlo, a pesar de que sus ojos aún parecían atemorizados. Payne le dio un rápido beso en los labios, sabiendo que lo que iba a contarle la desilusionaría inevitablemente.

–Hay que ocuparse de ese problema con las portadas. Me temo que tendremos que dejar para otro día la cena en Nueva York.

–No sé por qué, pero sabía que dirías eso.

–Drew vendrá en cuanto pueda.

–Me alegro.

–Te llamaré en cuanto acabemos de hablar. Mientras tanto, Sam te llevará a casa.

Payne empujó la silla de ruedas hasta la limusina y, tomando a Diane en brazos, la sentó en el asiento de atrás. Catherine y el perro corrieron a despedirse de ella mientras el chófer plegaba la silla y la guardaba en el maletero.

–Prométeme que me llamarás luego para decirme qué ha pasado.

Payne no podía mirarla sin pensar en sus piernas casi inermes. Aunque no había apretado el gatillo, él había sido el desencadenante de lo sucedido.

–Sabes que lo haré –le apretó la mano y cerró la puerta de la limusina.

–Adiós, Diane –dijo Catherine.

Mientras el coche se alejaba, Payne rodeó a su sobrina con el brazo y la llevó hacia la casa. Necesitaba su ordenador.

–Quiero darte las gracias por ser tan buena con Diane.

–Quiero que se ponga mejor.

–Yo también.

–Está convencida de que nunca más podrá caminar, pero yo le he dicho que eso es una tontería, porque todavía tiene sensibilidad en las piernas. No permitiré que se dé por vencida. Aunque no quiera ir a esa clínica de Suiza, tienes que llevarla, tío Payne.

Él sostuvo la puerta abierta para que entraran Catherine y el perro. Una vez dentro de la casa, dijo:

–Eso pienso hacer.

–Mientras estaba en el pueblo, Diane empezó a llorar y dijo que no quería pasar por otra operación que no le sirviera de nada.

Payne apretó los dientes.

–Me temo que verme en esa portada le ha hecho recordar el horror de lo que le pasó en Navidad.

–Razón de más para que luche con todas sus fuerzas para recuperarse –dijo Catherine encendidamente–. Por lo menos, el médico no ha dicho que no hubiera remedio. No como le pasó a Trevor –su voz tembló.

–Tienes razón –Payne la besó en la frente–. Te quiero por preocuparte tanto por todos. Cuando tu madre me pidió que te cuidara mientras estaban en México, me alegré mucho. ¿Sabes qué?, intentaré sacar tiempo mañana por la tarde para llevaros a Diane y a ti a navegar.