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El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha por Miguel de Cervantes Saavedra, décimo tomo. Este libro contiene los capítulos XLVII al LII de la primera parte y un prólogo de Stephen Gilman
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Seitenzahl: 102
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FONDO DE CULTURA ECONÓMICA
Primera edición FONDO 2000, 1999Primera edición electrónica, 2017
Contiene los capítulos XLVII al LII de la primera parte de El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha. Prólogo de Stephen Gilman, tomado de “Invención”, La novela según Cervantes,FCE, México, 1993.
D. R. © 1999, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México
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ISBN 978-607-16-5298-0 (ePub)ISBN 978-607-16-5288-1 (ePub, Obra completa)
Hecho en México - Made in Mexico
Cuando nosotros compadecemos a Don Quijote, recapacitamos sobre nuestros propios contratiempos; y cuando nos reímos de él reconocemos, puesta la mano sobre el corazón, que no es más ridículo que nosotros mismos, con la sola diferencia de que él dice lo que nosotros sólo pensamos.
SAMUEL JOHNSON (1750)
PRÓLOGO. Stephen Gilman.
CAP. XLVII.—Del extraño modo con que fue encantado Don Quijote de la Mancha, con otros famoso sucesos.
CAP. XLVIII.—Donde prosigue el Canónigo la materia de los libros de caballerías, con otras cosas dignas de su ingenio.
CAP. XLIX.—Donde se trata del discreto coloquio que Sancho Panza tuvo con su señor Don Quijote.
CAP. L.—De las discretas alteraciones que Don Quijote y el Canónigo tuvieron, con otros sucesos.
CAP. LI.—Que trata de lo que contó el Cabrero a todos los que llevaban a Don Quijote.
CAP. LII.—De la pendencia que Don Quijote tuvo con el Cabrero, con la rara aventura de los disciplinantes a quien dio felice fin a costa de su sudor.
Plan de la obra.
STEPHEN GILMAN
Con el fin de entender el contexto en que Cervantes destaca su propia inventiva, así como la importancia de la invención, debemos, una vez más, detenernos por un momento y contemplar las circunstancias históricas y literarias del siglo en que nació. Desde nuestra privilegiada perspectiva de fines del siglo XX, la contribución de la pedante poética renacentista a la construcción de una narrativa nueva y peculiar, la cual, a su vez, inventaría un género mayor de la literatura contemporánea, constituye un misterio que debe ser esclarecido con profusión. Comencemos por remontarnos unos cincuenta años antes del nacimiento de Cervantes en 1547, y tratemos de entender la ebullición —casi incomprensible— de España en aquellas décadas decisivas que cierran el siglo XV e inician el XVI. Empezando con la unión de Castilla y Aragón, bajo los reinados de Fernando e Isabel y con el establecimiento de la Inquisición, fue ésta una época de cambio en todos los aspectos de la vida pública y privada. Aun los baños públicos fueron clausurados de una vez por todas. Sólo en el año de 1492 (un annus mirabilis, si alguna vez lo hubo), además del descubrimiento del 12 de octubre, cayó Granada, terminando con el último bastión moro de la península; los judíos fueron expulsados; se representó la primera obra teatral en castellano; apareció la primera gramática de una lengua moderna; se escribió, por primera vez, un libro de ficción con la clara intención de publicarlo. Todo parecía comenzar al mismo tiempo.
Aunque la ola de cambios políticos y sociales que acompañaron los reinados de los monarcas Católicos y de Carlos V ocupaba la atención de la mayoría, el súbito aumento de la extensión del mundo conocido —¡al doble o al triple!— representaba un desafío más duradero y profundo para la conciencia. Y uno de los síntomas más peculiares de estos cambios fue el regreso de la idea de invención a sus orígenes etimológicos anteriores a la idea del foro. De esta manera, por ejemplo, en 1512 un cronista habla de la “invención e conquista de las Indias que ahora de Portugal llamamos”. En otras palabras, Cervantes nació en una época en que la invención y el ingenio alcanzaban un nuevo prestigio, cuando los hombres que sabían cómo “llegar” o “descubrir” lo que buscaban (o aun las maravillas que ni siquiera imaginaban) eran justamente célebres.
Más familiar a nuestros oídos que la “invención de las Indias” (ya que habitualmente se cree que no se puede inventar lo que ya existe) fue la comparable redefinición de la palabra en el contexto del descubrimiento literario y de la innovación. En el año en que Colón “descubrió” San Salvador, Juan del Encina acometía la misma empresa en el teatro, mientras Diego de San Pedro lo intentaba con un best-seller de ficción. Es posible que en el mismo año, el autor anónimo del Primer Acto de La Celestina descubriera cómo emplear las convenciones retóricas y las frases comunes del estoicismo como topika con el fin de explorar la temporalidad de la conciencia en el diálogo, invento que perfeccionaría Fernando de Rojas en 1497. Y éste era sólo el comienzo. La literatura del siglo siguiente (al igual que la producción de la revolución industrial inglesa) fue un antecendente de absoluta mutabilidad: romances de caballería, romances pastoriles y picarescos; adopción del verso endecasílabo italiano; estrofas nunca antes empleadas; un teatro nacional único; y al final de este Siglo de Oro, una diversidad de géneros literarios personales tales como Los sueños de Quevedo; las Soledades de Góngora, y las peculiares narraciones en prosa de Cervantes y Gracián. Un nuevo mundo geográfico y otro poético recuperaban, cada uno a su manera, el sentido etimológico de la palabra inventar, y le otorgaban un nuevo significado. Los poetas creaban y los exploradores descubrían con el mismo verbo.
La comparación entre el cúmulo de cambios literarios en castellano que comenzaron en los años de 1490 (y que continuaron hasta la muerte de Calderón, dos siglos después) y la Revolución Industrial puede parecer forzada, pero fue justificada al pie de la letra por los críticos de la época. Por ejemplo, Alfonso Sánchez, profesor de hebreo en la Universidad de Alcalá (quien, al igual que Juan de la Cueva, se interesó en defender a Lope de Vega como “moderno”), preguntaba a aquellos que adoptaban lo que se consideraba las reglas clásicas del drama: “Si en las artes mecánicas es lícito, y cada día lo vemos, añadir nuevas cosas a lo inventado, ¿por qué no hemos de hacer lo mismo en las artes y en las ciencias? Sólo por su modestia no quiere arrogarse Lope el título de creador de un arte nuevo…” Lope mismo elogiaba a Vicente Espinel por ser el “suave inventor” de la quinta cuerda de la vigüela, y asimismo, por ser el creador de la estrofa de diez versos llamada décima.
En cuanto a Cervantes, su aguda conciencia de la semejanza entre los cambios mecánicos y los cambios literarios es clara en el Prólogo a las Ocho comedias. Estas ocho obras, nos dice, nunca fueron representadas en escena; a decir verdad, fueron rechazadas, al parecer de modo bastante humillante por directores profesionales después de que su invencible rival, Lope, había usurpado “la monarquía del teatro”. Se quedaron en un cajón, y a la postre se publicaron como “libro” al final de la carrera de Cervantes, en 1615: al parecer, con el fin de sacar partido del éxito del Quijote, y proporcionar al autor los medios económicos adicionales que necesitaba. El Prólogo —puede, entonces, aceptarse con merecida compasión— fue un intento de compensar su pasada desazón al incluir una historia en miniatura del teatro cuyo propósito era destacar su papel como inventor que había colaborado en la evolución del género. Un tal Navarro, nos dice Cervantes, fue el primero en llevar al escenario cierto tipo de efectos, “inventó tramoyas, nubes, truenos y relámpagos, desafíos y batallas”. Sin embargo, el propio Cervantes, en obras anteriores —y más exitosas— había dado el paso decisivo al reducir la desproporcionada estructura formal de los cinco actos planteada por el clasicismo a sólo tres actos. De este modo, Cervantes inventaba por sí solo lo que habitualmente se había considerado como las supremas innovaciones de Lope.
Desde nuestra perspectiva actual, lo más importante del Prólogo no está en la autocomplaciente historia minúscula del teatro, sino en el hecho de que Cervantes no distinga el “descubrir” o “llegar” externo —el cual corresponde a nuestra idea tecnológica de lo que los inventores llevan a cabo—, de la visión poética. En la misma frase, y sin transición alguna, Cervantes vindica sus propias aportaciones: “Fui el primero que representase las imaginaciones y los pensamientos escondidos del alma, sacando figuras morales.” Regresaremos después a este aserto debido a su importancia en el arte narrativo del Quijote. Es de suponer que, de momento, esta afirmación sólo sugiere que Cervantes, en tanto que creador y crítico, no distingue claramente forma y contenido. La introducción de una máquina teatral o el mejoramiento de un género literario y la exploración de un alma son todos aportes semejantes: logros literarios conscientes, de los que el inventor puede estar igualmente orgulloso.
De este modo, a pesar de que Cervantes pueda parecer caduco —“un cierto mancebito cuellierguido, / en profesión poeta…” (El viaje del Parnaso, capítulo 8)—, no era reaccionario en el sentido de que sólo deseara conservar la tradición. Ya en el Prólogo a La Galatea ataca Cervantes “los ánimos estrechos, que en la brevedad del lenguaje antiguo quieren que se acabe la abundancia de la lengua castellana”, es decir, a los que no “entienden”, ni desean explotar la maravillosa “libertad” literaria de esa “edad dichosa nuestra”. Dejemos, afirma Cervantes, que ellos se den cuenta de las ventajas del “campo abierto, fértil y espacioso” que está ante nosotros y que ofrece nueva “facilidad y dulzura” combinadas con “gravedad y elocuencia”, así como una “diversidad de conceptos agudos, graves, sutiles y levantados”.
En conclusión, es evidente en estos prólogos, como en cualquier otro texto, que como inventor Cervantes se interesaba sobre todo en afirmar que sabía lo que estaba haciendo: que sus innovaciones eran conscientes e intencionales. Como veremos más adelante, Lope y su generación se presentaban a sí mismos como ingenios innatos capaces de producir sin razonar toda la exuberante diversidad de versificaciones, formas y géneros de su invernadero del Siglo de Oro, mientras que Cervantes estaba decidido a continuar con la meditada experimentación creadora de las décadas anteriores. Y una vez que comenzó, Cervantes demostró lo que deseaba: alteró la forma y la función de los capítulos; incorporó técnicas dramáticas en la narración (como después lo harían Fielding, Stendhal y Gogol); jugó irónicamente con su propia —y simultánea— presencia y ausencia en tanto autor; y sobre todo, al redefinir la idea de discusión, tejió a su albedrío, los “lizos” tradicionales del relato en un tapiz sin precedente. En otras palabras, si Cervantes no hubiese advertido de la autoconciencia de su arte, la maravilla del Quijote parecería un milagro. Los términos Renacimiento y Barroco, no obstante útiles en ciertos contextos, son confusos en otro: al declarar que el autor es el Zeitgeist, encubren lo que en realidad sucede. Sólo estamos abordando la elección que un anciano llevó a cabo —después de mucho meditar—, al inclinarse por Dédalo y rechazar a Orfeo. Si no como cantante, como inventor Cervantes reclama una bienvenida mitológica.
Del extraño modo con que fue encantado Don Quijote de la Mancha, con otros famosos sucesos
Cuando don Quijote se vio de aquella manera enjaulado y encima del carro, dijo:
—Muchas y muy graves historias he yo leído de caballeros andantes; pero jamás he leído, ni visto, ni oído, que a los caballeros encantados los lleven desta manera y con el espacio que prometen estos perezosos y tardíos animales; porque siempre los suelen llevar por los aires con extraña ligereza, encerrados en alguna parda y escura nube, o en algún carro de fuego, o ya sobre algún hipogrifo o otra bestia semejante; pero que me lleven a mí agora sobre un carro de bueyes, ¡vive Dios que me pone en confusión! Pero quizá la caballería y los encantos destos nuestros tiempos deben de seguir otro camino que