El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, 18 - Miguel de Cervantes Saavedra - E-Book

El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, 18 E-Book

Miguel de Cervantes Saavedra

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Beschreibung

El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha por Miguel de Cervantes Saavedra, decimoctavo tomo. Este libro contiene los capítulos LIV al LXI de la segunda parte y un prólogo de Ilán Stavans.

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MIGUEL DE CERVANTES SAAVEDRA

El ingenioso hidalgoDon Quijote de la Mancha18

FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

Primera edición FONDO 2000, 1999Primera edición electrónica, 2017

Contiene los capítulos LIV al LXI de la segunda parte de El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha. Prólogo de Ilán Stavans, “Sentido del falso Quijote”, tomado de La pluma y la máscara, México, 1993.

D. R. © 1999, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-5306-2 (ePub)ISBN 978-607-16-5288-1 (ePub, Obra completa)

Hecho en México - Made in Mexico

Pero para colmo nos dio alcance la maestra y nos obligó a soltar todo lo que habíamos cogido. Y así acabó todo. Yo no había visto ni el menor asomo de diamante, y así se lo dije a Tom Sawyer, que me repuso que los había a montones, así como árabes, elefantes y todas las demás cosas.

—Si es verdad —le dije—, ¿cómo es que no se ven?

Me replicó que si yo no fuera tan ignorante y hubiera leído un libro titulado Don Quijote sabría la respuesta sin necesidad de hacer preguntas tan tontas. Me explicó que todo se había transformado por arte de encantamiento. Y me aseguró que allí había cientos de soldados, de tesoros y de elefantes, pero que nuestros enemigos, a los que él llamaba magos, lo habían convertido en una excursión de niños de la escuela dominical, sólo por despecho.

—Bueno —le dije yo entonces—, pues lo que deberíamos hacer es perseguir a los magos esos.

Tom Sawyer me dijo que no era más que un zoquete.

MARK TWAIN

ÍNDICE

PRÓLOGO. Ilán Stavans.

CAP. LIV.—Que trata de cosas tocantes a esta historia y no a otra alguna.

CAP. LV.—De cosas sucedidas a Sancho en el camino y otras, que no hay más que ver.

CAP. LVI.—De la descomunal y nunca vista batalla que pasó entre Don Quijote de la Mancha y el lacayo Tosilos, en la defensa de la hija de la dueña doña Rodríguez.

CAP. LVII.—Que trata de cómo Don Quijote se despidió del Duque y de lo que sucedió con la discreta y desenvuelta Altisidora, doncella de la Duquesa.

CAP. LVIII.—Que trata de cómo menudearon sobre Don Quijote aventuras tantas, que no se daban vagar unas a otras.

CAP. LIX.—Donde se cuenta el extraordinario suceso, que se puede tener por ventura, que le sucedió a Don Quijote.

CAP. LX.—De lo que sucedió a Don Quijote yendo a Barcelona.

CAP. LXI.— De lo que sucedió a Don Quijote en la entrada de Barcelona, con otras cosas que tienen más de lo verdadero que de lo discreto.

Plan de la obra.

PRÓLOGO

ILÁN STAVANS

All his best passages are plagiarisms.Aren’t they? All his best passages are plagiarisms

JEROMY PLIMPTON, The Forgotten Question

En la historia de la literatura, no saber a ciencia cierta quién fue el tal Alonso Fernández de Avellaneda ha sido motivo de enojo y acalorada especulación. De la esquiva biografía del impostor nos han llegado cuatro claves: una, que nació y murió entre el siglo XVII y el siguiente, aunque las fechas exactas son incostatables y, por lo tanto, inconsecuentes; que era amigo o conocido de Lope de Vega y devoto de Jesucristo y su Iglesia; que en 1614 publicó, en la imprenta de Felipe Roberto en Tarragona, su único libro: El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, que contiene la Tercera Salida del personaje y sigue una división tripartita perfectamente geométrica (tres partes [V, VI y VII] de 36 capítulos cada una, repartidas en 12, 12 y 12); y que su nombre es un seudónimo: detrás de Avellaneda se esconde un incógnito inquisidor aragonés o el dominico Alonso Fernández o Mateo Luján de Saavedra, quien continuó, también con pluma amañada, el Guzmán de Alfarache. Son múltiples las posibilidades de su identidad; la verdad, una sola pero evasiva. De ahí la polémica y el desconsuelo.

La redacción de una aventura novelística en pluma ajena es hoy un acto harto común; James Bond y Sherlock Holmes primero fueron producto de Ian Lancaster Fleming y sir Arthur Conan Doyle y luego de otros pocos inspirados. Menos frecuente, aunque nada improbable, era la misma saeta al borde del mismísimo Siglo de Oro. ¿Qué urgencia obligó a Avellaneda a falsear y adelantarse a la Segunda Parte, que vería la luz apenas un año más tarde? La inmensa popularidad de la Primera de 1605 y la impaciente espera de una continuación que Cervantes prometía y se entretenía postergando. Y también, una revancha misteriosa y personal constatada en el prólogo del seudo-Quijote, donde el usurpador avisa que el otro, el auténtico manco de Lepanto, “tomó por tales [medios] el ofender a mí…” (lo que sugiere que los destinos de ambos se cruzaron); y que era un tipo despreciable “a quien todo y todos lo enfadan, es falto de amigos, y cuyas mejores fortunas son la Galatea y las comedias en prosa, no así las novelas, más satíricas que ejemplares”.

De joven guardé en mi biblioteca una edición vasca del verdadero Quijote, ilustrada por Gustavo Doré, al lado del amarillento volumen deshojado y con carátula maltrecha, donde se describen las mentirosas aventuras de El Caballero de la Triste Figura y su leal escudero Sancho Panza. Tenerlas juntas, para mí, era un acto simbólico que apuntaba al anverso y reverso de todas las cosas. Mi edición de Avellaneda es la preparada por Marcelino Menéndez y Pelayo, que apareció en Barcelona en 1905, hija de la imprenta de la Librería Científico-Literaria de Toledano López y Cía.; la adquirí en un almacén de viejo en el centro de la ciudad de México. El volumen de Cervantes, si mal no recuerdo, me lo regaló una enamorada israelí en 1980, no sin antes inscribirlo con una frase moralista y ultimadamente maléfica de Brecht (“Hay hombres que luchan un día y son buenos […] Pero hay los que luchan toda una vida y son imprescindibles”). Antes de cumplir los 20 de edad, mi lectura de ambos fue lenta y paulatina, igual a las del egoísta “lector macho” de Julio Cortázar: husmeaba capítulos y seleccionaba segmentos, admiraba ilustraciones, seguía cronologías y si de casualidad llegaba al final era por coincidencia y no por abultamiento. Hoy me enorgullezco de tales saltos y falta de consistencia progresiva: los Quijotes que descubrí eran míos y de nadie más, luchaban, amaban y morían a mi ritmo y habitaban mi fantasía y no la ajena. No efectué una lectura de golpe —usando la jerga alcohólica mexicana, “de hidalgo”— sino hasta mi carrera de estudiante universitario, donde le perdí sabor a las letras y aprendí, ante mi vergüenza, a reducir el placer de un texto a sus secretas estructuras y móviles mecánicos. Afortunadamente me desembaracé más tarde de esas nefastas presunciones y a mi gusto y preferencia redescubrí los varios Quijotes, los genuinos y los embusteros. Así los vuelvo a leer hoy: al azar y sin orden. El verdadero Quijote a diario me inunda de espasmo y hace exquisitas mis reflexiones; me dejo llevar por sus artificios y me estremezco ante su inventiva laberíntica. (Una ambición que tarde o temprano dará su fruto me obliga a soñar desde hace tiempo con la redacción de una paródica novela de detectives, donde se le seque el seso a August Dupin.) La edad, cualquier amante de la literatura lo sabe, obliga a regalar libros. En 1984 me mudé de dirección y país y también lo hizo mi biblioteca. En el tránsito perdí muchos volúmenes. Pero sigo teniendo al Cervantes de siempre aparejado con su vieja y leal concubina, Avellaneda.

Ese Cervantes, lo dijeron Lugones, Borges, Paul Groussac y lo digo yo, era un mal narrador pero un jugoso y animado imaginador:1sus descripciones son tediosas; sus frases y párrafos, repetitivos y abultados. La magia y el sabor de Sancho Panza y su señor, sin embargo, son incuestionables porque su creador supo transformarlos en metáforas del espíritu. No así el arte del impío Avellaneda, peor escritor que el de Alcalá de Henares, mucho menos “ingenioso”. Probar esta discrepancia de talentos es fácil; bastaría la fantasmal presencia de Cide Hamete Benengeli. En el original —si es que de original puede hablarse—, el árabe escribe el manuscrito que luego reescribe el ex prisionero en Argelia; hay parodia; hay distanciamiento; hay un ataque al mero concepto de la inspiración artística; hay un espectacular juego de traducciones. El pobre Avellaneda no sólo embrutece la maniobra, sino que la defrauda y aniquila: en vez de Benengeli introduce a otro musulmán, el historiador Alisolán (anagrama de Solisdán), “no menos moderno que verdadero”, quien halla entre ciertos anales misteriosos la nueva salida del invicto opositor de gigantes y defensores de sojuzgados. Pero en menos de un santiamén se olvida de él y no ocurre nada; igual idea, pues, pero sin ningún embellecimiento. Y hay trazos aun más bobos: el seudo-Quijote, por ejemplo, estandariza el nombre de Martín Quijada y elimina sin más sus multiplicaciones onomásticas (Alonso Quijano o Quijada o Quesada o Quesana), torpeza que reduce a cero las divisiones de identidad del protagonista; o bien, primero hace cuerdo al personaje central y luego describe su locura sin justificarla; o aglutina referencias eclesiásticas y habla de la Virgen en superlativos asonantes (“sacratísima”, “beneditísima”), olvidando que, de ser moderna, una novela del siglo XVII debía jugárselo todo en el ámbito secular. Hay quien dice que la mejor fortuna del embaucador son las dos novelitas intercaladas, que se leen cómoda y gustosamente; es cierto, pero no debemos olvidar que ambas pecan de piadosas: El rico desesperado castiga con el infierno y hasta el suicidio a quien abandona la vida eclesiástica; y Los felices amantes premia con la beatitud a una priora de convento cuyo marido, cruel y acartonado, la prostituyó. El talento de Cervantes, por su parte, no escatima ante las tentaciones que le ofrece Avellaneda: en la Segunda Mitad de su Quijote, a partir del capítulo LIX, lo ataca tantas veces como le viene en gana; al redactar su testamento, Alonso Quijano se burla “del autor que dicen que compuso una obra que anda por ahí…”, y al comentar a Benengeli, dice que “sólo los dos fuimos para en uno, a despecho y pesar del escritor fingido y tordesillesco”. (De ahí que Fitzmaurice Kelly asegure que haya imitaciones mutuas y M. Pidal confíe que Cervantes de hecho conocía en persona a Avellaneda aun antes de la publicación de su texto. Lo prueba el episodio de Maese Pedro [II, XXXI], quizás inspirado en el capítulo XXVII del falseador.)

Llego así a mi tesis central: a pesar de las mil y una quejas e insinuaciones, a pesar de la infamia, el falso Quijote es tanto o más relevante que el texto genuino y acreditado de Cervantes. Lo es por su aterrorizante carácter de copia. Anverso y reverso, luz y sombra… el verdadero y el mentiroso son dos caras de una misma moneda. Mustio, ininspirado, cojitranco, gris, vulgar, mediano, insuficiente, mezquino, anodino, cualquiera que sea el calificativo, la genialidad de Avellaneda estriba en su ausencia de genialidad. La literatura universal, decía Ralph Emerson (Essays: Second Series, 1844), está a tal grado plagada de repeticiones que al lector entendido no le queda más remedio que sospechar como autor cabal de todos los libros a un homogéneo Espíritu que los redacta al compás del tiempo “como si fuesen capítulos de un solo volumen”. El anti-Quijote es evidencia de la infección que tarde o temprano invade a todo clásico: el plagio.

Debemos reconocer entonces como trazo maestro, insuperable del Destino, el haber escondido la identidad de Alonso Fernández de Avellaneda. Muy en el fondo, todos sufrimos el temor de ser él y tarde o temprano lo somos: una copia, una mediocridad. ¿Acaso podemos comprobar, sin margen de duda, que nuestros actos no son un remedo, una réplica de otros originales? La mera existencia del apócrifo Quijote, el hecho de que esté entre nosotros, es prueba irrefutable de la tercera necedad del universo de autoplagiarse (en palabras de Deborah Tannen, de “imitarse”) y quizás sea la entrada triunfal del kitsch en la historia de la literatura.

1 Véase mi ensayo “Cervantes para Borges”, en Manual del (im)perfecto reseñista,UAM, México, 1989; reproducido en Anthropos, núms. 98 y 99, 1989.

CAPÍTULO LIV

Que trata de cosas tocantes a esta historia y no a otra alguna

Resolviéronse el Duque y la Duquesa de que el desafío que Don Quijote hizo a su vasallo por la causa ya referida pasase adelante; y puesto que el mozo estaba en Flandes, adonde se había ido huyendo, por no tener por suegra a Doña Rodríguez, ordenaron de poner en su lugar a un lacayo gascón que se llamaba Tosilos, industriándole primero muy bien de todo lo que había de hacer. De allí a dos días dijo el Duque a Don Quijote cómo desde allí a cuatro vendría su contrario, y se presentaría en el campo armado como caballero, y sustentaría cómo la doncella mentía por mitad de la barba, y aun por toda la barba entera, si se afirmaba que él la hubiese dado palabra de casamiento. Don Quijote recibió mucho gusto con las tales nuevas, y se prometió a sí mismo de hacer maravillas en el caso, y tuvo a gran ventura habérsele ofrecido ocasión donde aquellos señores pudiesen ver hasta dónde se extendía el valor de su poderoso brazo; y así, con alborozo y contento, esperaba los cuatro días, que se le iban haciendo, a la cuenta de su deseo, cuatrocientos siglos.