0,49 €
El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha por Miguel de Cervantes Saavedra, decimocuarto tomo. Este libro contiene los capítulos XXII al XXIX de la segunda parte y un prólogo de H. Rollin Patch.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 126
FONDO DE CULTURA ECONÓMICA
Primera edición FONDO 2000, 1999Primera edición electrónica, 2017
Contiene los capítulos XXII al XXIX de la segunda parte de El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha. Prólogo de H. Rollin Patch, tomado de “La visión de trasmundo en las literaturas hispánicas”, de El otro mundo de la literatura, FCE, México, 1956.
D. R. © 1999, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México
Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672
Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.
ISBN 978-607-16-5302-4 (ePub)ISBN 978-607-16-5288-1 (ePub, Obra completa)
Hecho en México - Made in Mexico
Don Quijote no me causa lástima; antes, creo que merece veneración un ser tan noblemente ocupado; y opino que la razón anida en el recóndito y majestuoso albergue de su locura.
WILLIAM WORDSWORTH
PRÓLOGO. H. Rollin Patch.
CAP. XXII.—Donde se da cuenta de la gran aventura de la cueva de Montesinos, que está en el corazón de la Mancha, a quien dio felice cima el valeroso Don Quijote de la Mancha.
CAP. XXIII.—De las admirables cosas que el extremado Don Quijote contó que había visto en la profunda cueva de Montesinos, cuya imposibilidad y grandeza hace que se tenga esta aventura por apócrifa.
CAP. XXIV.—Donde se cuentan mil zarandajas tan impertinentes como necesarias al verdadero entendimiento de esta grande historia.
CAP. XXV.—Donde se apunta la aventura del rebuzno y la graciosa del titerero, con las memorables adivinanzas del mono adivino.
CAP. XXVI.—Donde prosigue la graciosa aventura del titerero, con otras en verdad harto buenas.
CAP. XXVII.—Donde se da cuenta quiénes eran maese Pedro y su mono, con el mal suceso que Don Quijote tuvo en la aventura del rebuzno, que no la acabó como él quisiera y como lo tenía pensado.
CAP. XXVIII.—De cosas que dice Benengeli, que las sabrá quien le leyere, si las lee con atención.
CAP. XXIX.—De la famosa aventura del barco encantado.
Plan de la obra.
H. ROLLIN PATCH
Varios son los pasajes paródicos del Quijote cuya perfecta gracia no puede aquilatarse si no se tienen muy en cuenta los motivos de trasmundo vulgarizados en las novelas de caballerías. Queda señalado el miraje de las ínsulas que enciende la imaginación de Sancho Panza. Cuando don Quijote quiere dar al Canónigo la idea esencial del libro de caballerías (I, L) no deja de contar cómo de un lago de pez hirviente, lleno de animales feroces, sale una voz tristísima que invita al caballero a zambullirse. Una vez dentro, ve el andante un hermoso paraje “con quien los Elíseos campos no tienen que ver”, hipérbole que subraya sin lugar a dudas su calidad paradisiaca. A la distancia, surge el castillo “cuyas murallas son de macizo oro, las almenas de diamantes, las puertas de jacintos”. Un cortejo de doncellas —reflejo de la “tierra femenina”— le trae al castillo, le baña, le viste y le sirve de comer en silencio, mientras se oye una música “sin saberse quién la canta ni adónde suena”, como en el viejo motivo de los servidores invisibles, presente, por ejemplo, en el Conde Partinuplés. Otro episodio que refleja con fina perspicacia varios motivos de ultratumba frecuentes en las novelas de caballerías es el de la cueva de Montesinos (II, XXIII) Don Quijote se encuentra sin saber cómo en el “más bello, ameno y deleitoso prado”, desde donde divisa “un real y suntuoso palacio o alcázar cuyos muros y paredes parecían de transparente y claro cristal fabricadas”; de ese palacio sale el venerable anciano Montesinos, quien oficia de guía: en una sala baja, toda de alabastro, muestra al visitante el sepulcro de mármol de Durandarte y a éste, en carne y hueso, tendido sobre su monumento. Mientras Montesinos y don Quijote departen, éste ve, a través de las paredes de cristal, una procesión de doncellas enlutadas a quienes encabeza Belerma. En el delicioso coloquio con Sancho y con el primo humanista, Cervantes insiste en que el tiempo de la visión de don Quijote en la cueva no coincide con el tiempo real, ya que en la hora que sus amigos le han sostenido la soga, tres veces ha amanecido y anochecido al hidalgo, esto es, Cervantes subraya el tiempo abreviado, muy usual en las visiones. Aparte el encuentro con Montesinos y los otros personajes del romance, don Quijote ve, a la manera de los Infiernos de enamorados, muchas ilustres figuras caballerescas, Dulcinea y sus compañeras, la reina Ginebra, la dueña Quintañona entre otras. El “pequeño batel sin remos, vela, mástil ni jarcia alguna” que conduce al caballero a la aventura que le está destinada (II, 1), se refleja con implacable distorsión cómica en el capítulo “De la famosa aventura del barco encantado” (II, XXIX): andando riberas del Ebro, don Quijote descubre “un pequeño barco sin remos ni otras jarcias algunas”, atado a un tronco de la orilla. Inmediatamente sitúa lo que ve en su propia categoría caballeresca: el barco le llama a entrar en él y socorrer a algún menesteroso “porque éste es el estilo de las historias caballerescas, y de los encantadores que en ellas se entremeten y platican”, y cuyo procedimiento explica en detalle. Al acercarse a las aceñas, don Quijote reconoce, en efecto, el “castillo o fortaleza donde debe de estar algún caballero oprimido, o alguna reina, infante o princesa malparada, para cuyo socorro soy aquí traído”. Sólo el fracaso hace comprender al desdichado caballero que la aventura no le estaba destinada.
Los libros de caballerías lograron enorme difusión e influjo, el cual, como es sabido, rebasó su propio género. Sin ser propiamente caballerescas, merecen recuerdo varias narraciones de compleja filiación en las que el elemento caballeresco es el más marcado. Valgan como ejemplo la Historia de los amores de Clareo y Florisea y trabajos de la sin ventura Isea de Alonso Núñez de Reinoso, los Colloquios satíricos de Antonio de Torquemada y las Noches de invierno de Antonio de Eslava. Núñez Reinoso toma como punto de partida las últimas páginas de los Amores de Clitofonte y Leucipa de Aquiles Tacio y, fantaseando a lo caballeresco mucho más que a lo griego, convierte su narración en un imram. Clareo y los suyos arriban a la Ínsula Deleitosa, morada de la princesa Narcisiana, allí confinada (como la Felisalva de Don Clarisel de las Flores) para que su letal hermosura no extermine a la humanidad. Más adelante, aportan a la Ínsula de la Crueldad, sepultura de cuantos han muerto de muerte cruel; la isla está concebida como un infierno (es oscura, exhala negros vapores sulfúreos, negras son sus casas y arboledas, sangrientas sus aguas y en toda ella se oyen alaridos dolorosos), pero la enumeración descriptiva de los ilustres muertos (Hipólito, Pompeyo, Cleopatra, etc.) recuerda más bien el arquetipo de las Casas de la Fama, Fortuna o Amor. En el capítulo siguiente, los navegantes llegan a la Ínsula de la Vida, muy “fértil y abundosa”, en la cual, entre jardines y bosques, se levanta el palacio del duque de Atenas, todo de oro y cristal. El capítulo XXIII desarrolla una aventura caballeresca cuyos escenarios son el Valle de la Pena y la Casa del Descanso; en esta última, el perpetuo placer pone olvido en sus habitantes. En el Castillo del Remedio de Amor (capítulo XXVII), de oro y pedrería, pasean cantando y conversando muchas hermosas damas ricamente ataviadas, como en una versión cortesana de la “tierra femenina”. El capítulo XXX describe muy por menudo la Casa de la Fama, no como galería de personajes famosos, al modo medieval, sino al modo ovidiano, como mansión alegórica del rumor, y el siguiente pormenoriza “las casas del dios Plutón”, conforme a los mitos clásicos más trillados. El último capítulo, tras una breve incursión satírica contra los monasterios españoles, reanuda la peregrinación depositando a Isea en la Ínsula Pastoril, cuya naturaleza y ejercicio alaba Reinoso con inequívoco fervor humanista. Antonio de Torquemada, autor del Olivante de Laura, condenado en el escrutinio del Cura y del Barbero, presenta en el Colloquio pastoril, último de sus Colloquios satíricos, un episodio fantástico más afín a la novela caballeresca y sentimental que a la pastoril. El pastor Torcato recorre en forma sobrenatural diversas naciones hasta encontrarse en un prado paradisiaco, al cual cercan florestas pobladas por diferentes animales que andan pacíficos en él, y por pájaros de dulcísimo canto. A su vez, las florestas están rodeadas de montañas en las que se yerguen altos muros que forman triángulo: cada lado está hecho de piedras preciosas y sostiene un riquísimo palacio —el de la Fortuna, de la Muerte y del Tiempo—, en el centro de los cuales se levanta, no menos magnífico, el castillo leonado de la Crueldad. De improviso, con gran estruendo de música y artillería, se abre el primer castillo y sale Fortuna, en carro tirado por veinticuatro unicornios blancos y rodeada de personajes alegóricos (Razón, Justicia, etc.), se justifica ante el pastor y se vuelve por donde vino. Con pareja pompa comparecen, hablan y se retiran la Muerte, el Tiempo y la Crueldad. Esta última trae en su compañía, además de figuras alegóricas, a la amada del pastor, quien rasga a éste las ropas, mientras Crueldad le abre el costado izquierdo; ambas beben su sangre, le sacan el corazón y le abandonan a Tribulación, Angustia, Desesperación y Cuidado. Con ellos el pastor recorre por los aires, desiertos, ciudades y países extraños, hasta llegar a su punto de partida y despertar; no ve a sus cuatro compañeros, pero los siente aposentados para siempre en su corazón. De las Noches de invierno es precisamente el cuento más célebre (Noche I, 4), como fuente presunta de La tempestad de Shakespeare, el que ofrece algunos motivos bien palpables de la visión de trasmundo: el sabio rey Dárdano, desposeído por el usurpador Nicíforo, huye con su hija. A la orilla del mar halla una barca que detiene en medio del Adriático y baja depositando a sus tripulantes en un maravilloso palacio de plata bruñida y pórfido, jaspe, oro, marfil, nácar y gemas, con primorosas decoraciones mitológicas y que contiene, además, “un deleitable jardín lleno de mucha variedad de frutas y flores que jamás pierden el sabor ni olor”. Probablemente sea ésta una de las versiones más detalladas del motivo de la “tierra submarina”, no muy frecuente en la literatura española.
Donde se da cuenta de la grande aventura de la cueva de Montesinos, que está en el corazón de la Mancha, a quien dio felice cima el valeroso Don Quijote de la Mancha
Grandes fueron y muchos los regalos que los desposados hicieron a Don Quijote, obligados de las muestras que había dado defendiendo su causa, y al par de la valentía, le graduaron la discreción, teniéndole por un Cid en las armas y por un Cicerón en la elocuencia. El buen Sancho se refociló tres días a costa de los novios, de los cuales se supo que no fue traza comunicada con la hermosa Quiteria el herirse fingidamente, sino industria de Basilio, esperando della el mesmo suceso que se había visto; bien es verdad que confesó que había dado parte de su pensamiento a algunos de sus amigos, para que al tiempo necesario favoreciesen su intención y abonasen su engaño.
—No se pueden ni deben llamar engaños —dijo Don Quijote— los que ponen la mira en virtuosos fines.
Y que el casarse los enamorados era el fin de más excelencia, advirtiendo que el mayor contrario que el amor tiene es la hambre y la continua necesidad; porque el amor es todo alegría, regocijo y contento, y más cuando el amante está en posesión de la cosa amada, contra quien son enemigos opuestos y declarados la necesidad y la pobreza; y que todo esto decía con intención de que se dejase el señor Basilio de ejercitar las habilidades que sabe, que aunque le daban fama, no le daban dineros, y que atendiese a granjear hacienda por medios lícitos e industriosos, que nunca faltan a los prudentes y aplicados. El pobre honrado (si es que puede ser honrado el pobre) tiene prenda en tener mujer hermosa, que cuando se la quitan le quitan la honra y se la matan. La mujer hermosa y honrada, cuyo marido es pobre, merece ser coronada con laureles y palmas de vencimiento y triunfo. La hermosura, por sí sola, atrae las voluntades de cuantos la miran y conocen, y como a señuelo gustoso se le abaten las águilas reales y los pájaros altaneros; pero si a la tal hermosura se le junta la necesidad y estrecheza, también la embisten los cuervos, los milanos y las otras aves de rapiña; y la que está a tantos encuentros firme, bien merece llamarse corona de su marido.
—Mira, discreto Basilio —añadió Don Quijote—; opinión fue de no sé qué sabio que no había en todo el mundo sino una sola mujer buena, y daba por consejo que cada uno pensase y creyese que aquella sola buena era la suya, y así viviría contento. Yo no soy casado, ni hasta agora me ha venido en pensamiento serlo, y con todo esto, me atrevería a dar consejos al que me lo pidiese del modo que había de buscar la mujer con quien se quisiere casar. Lo primero, le aconsejaría que mirase más a la fama que a la hacienda; porque la buena mujer no alcanza la buena fama solamente con ser buena, sino con parecerlo; que mucho más dañan a las honras de las mujeres las desenvolturas y libertades públicas que las maldades secretas. Si traes buena mujer a tu casa, fácil cosa sería conservarla, y aun mejorarla, en aquella bondad; pero si la traes mala, en trabajo te pondrá el enmendarla; que no es muy hacedero pasar de un extremo a otro. Yo no digo que sea imposible; pero téngolo por dificultoso.
Oía todo esto Sancho, y dijo entre sí:
—Este mi amo, cuando yo hablo cosas de meollo y de sustancia, suele decir que podría yo tomar un púlpito en las manos y irme por ese mundo adelante predicando lindezas; y yo digo dél que cuando comienza a enhilar sentencias y a dar consejos, no sólo puede tomar un púlpito en las manos, sino dos en cada dedo, y andarse por esas plazas a ¿qué quieres, boca? ¡Válate el diablo por caballero andante que tantas cosas sabes! Yo pensaba en mi ánima que sólo podía saber aquello que tocaba a sus caballerías; pero no hay cosa donde no pique y deje de meter su cucharada.
Murmuraba esto algo Sancho, y entreoyóle su señor y preguntóle:
—¿Qué murmuras, Sancho?
—No digo nada, ni murmuro de nada —respondió Sancho—: sólo estaba diciendo entre mí que quisiera haber oído lo que vuesa merced aquí ha dicho antes que me casara; que quizá dijera yo agora: “El buey suelto bien se lame”.
—¿Tan mala es tu Teresa, Sancho? —dijo Don Quijote.