El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, 19 - Miguel de Cervantes Saavedra - E-Book

El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, 19 E-Book

Miguel de Cervantes Saavedra

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Beschreibung

El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha por Miguel de Cervantes Saavedra, decimonoveno tomo. Este libro contiene los capítulos LXII al LXVIII de la segunda parte y un prólogo de Francisco A. de Icaza.

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MIGUEL DE CERVANTES SAAVEDRA

El ingenioso hidalgoDon Quijote de la Mancha19

FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

Primera edición FONDO 2000, 1999Primera edición electrónica, 2017

Contiene los capítulos LXII al LXVIII de la segunda parte de El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha. Prólogo de Francisco A. de Icaza, tomado del t. I de sus Obras, pp. 502 y ss.

D. R. © 1999, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-5307-9 (ePub)ISBN 978-607-16-5288-1 (ePub, Obra completa)

Hecho en México - Made in Mexico

Pero hay un modo aún más rápido de presentar el asunto a quienes han de correr mientras leen: reducir toda la literatura a titulares de prensa, seguidos de una pequeña nota que resuma el argumento. Por ejemplo, el Quijote:

CABALLERODEMENTEENUNALUCHAESPECTRAL

Madrid, España (Agencia de Noticias Clásicas) (Especial). Se atribuye a histerismo de guerra la extraña conducta de Don Quijote, un caballero local que ayer por la mañana fue arrestado mientras “combatía” con un molino. Quijote no supo dar una explicación de sus actos.

ERNEST HEMINGWAY

ÍNDICE

PRÓLOGO. Francisco A. de Icaza.

CAP. LXII.—Que trata de la aventura de la cabeza encantada, con otras niñerías que no pueden dejar de contarse.

CAP. LXIII.—De lo mal que le avino a Sancho Panza con la visita de las galeras, y la nueva aventura de la hermosa morisca.

CAP. XLIV.—Que trata de la aventura que más pesadumbre dio a Don Quijote de cuantas hasta entonces le habían sucedido.

CAP. LXV.—Donde se da noticia de quién era el de la Blanca Luna, con la libertad de don Gregorio, y otros sucesos.

CAP. LXVI.—Que trata de lo que verá el que lo leyere o lo oirá el que lo escuchare leer.

CAP. LXVII.—De la resolución que tomó Don Quijote de hacerse pastor y seguir la vida del campo, en tanto que se pasaba el año de su promesa, con otros sucesos en verdad gustosos y buenos.

CAP. LXVIII.—De la cerdosa aventura que le aconteció a Don Quijote.

Plan de la obra.

PRÓLOGO

FRANCISCO A. DE ICAZA

INFLUENCIA DEL “QUIJOTE” EN LA LITERATURA INGLESA

I

Con ser la lengua inglesa la primera a que se tradujo el Quijote, poco tiempo después de aparecido, se ha supuesto en Inglaterra que el influjo que el texto original ejerció en aquel público y en aquel teatro fue anterior todavía. Se dice —y parece probado— que la traducción de Shelton, impresa en 1612, estaba hecha años antes; y se añade por los vulgarizadores hispanizantes —y aquí entran mis dudas— que Wilkins y Middleton, en 1607 y 1608, respectivamente, hablaban ya en sus comedias de la aventura de los molinos de viento, y que Ben Jonson, en 1610 y en 1611, aludía también al famoso caballero andante.

En este caso una mención suelta sería más significativa que una traducción entera. Para comprobarla habría de tenerse presente, en primer lugar, la fecha del permiso de representación de esas obras, medio que ya puso en claro algún debatido asunto de influencia española en el teatro isabelino, y ver después si existen las frases relativas al Quijote en el original o ediciones primitivas, pues bien pudieron agregarse en impresiones hechas cuando ya el Quijote era popular.

Sabido es que el teatro hacía entonces, ocasionalmente, veces de gaceta, y el comentario de la actualidad se entremezclaba a la ficción cómica, pero este comento exigía en el auditorio el conocimiento previo del asunto; de otro modo, no habrían interesado las palabras del comediante, y de igual manera que las alusiones de Lope, de Tirso y de Calderón nos dan la medida de la popularidad del Quijote en España, las de los comediógrafos ingleses prueban su popularidad en Inglaterra.

Sería maravilloso ver comprobado que tal popularidad precedió a las traducciones de Cervantes, porque eso demostraría cuán generalizado estaba entonces en Inglaterra el conocimiento del español y la lectura de sus autores en los textos originales, extremo poco probable y que las modernas investigaciones rechazan aun tratándose de los más célebres comediógrafos ingleses, que es sabido trabajaron a través de traducciones ajenas. Pero no pudiendo detenerme a dilucidar el asunto me conformo con dejarlo anotado, sin afirmar nada, ya que cosas más extraordinarias hay en la historia de la difusión del libro, y para la gloria de Cervantes basta y sobra con que consiguiera ese triunfo, fuera cuando fuese.

II

Inglaterra se adelantó a Francia en el conocimiento del Quijote —dice un docto hispanista francés, el Sr. Morel-Fatio—, pues la traducción de Shelton precedió a la de Oudin.

Todos los humoristas ingleses —añade—, incluso los más grandes, como Fielding y Sterne, deben algo al español. Pero si Cervantes hizo a los ingleses la merced de inspirar a sus mejores cuentistas y de moldear el talento de sus humoristas, los ingleses en cambio pagaron el favor a Cervantes obligando a los españoles a leerle más atentamente y a tomarle más en serio.

Si Morel-Fatio se refiriera sólo, o por lo menos principalmente, al periodo que media entre la edición de lord Carteret y gran parte de la segunda mitad del siglo XVIII, en que se generalizó en España ese espíritu hostil a Cervantes, de que ya hice mención y que fue promovido por las disputas acerca del teatro español del Siglo de Oro, tendría Morel-Fatio sobrada razón. En todo caso, es evidente, y lugar común en los estudios de literatura comparada, la gran influencia de Cervantes en las letras inglesas. En Inglaterra, por asociación de ideas, el Quijote trae a la memoria de las personas cultas el Hudibras, de Butler; el Joseph Andrews, de Fielding; el Tristam Shandy, de Sterne, y el Sir Lancelot Greaves, de Smollett.

Aunque el parentesco de estas obras con el Quijote sea no sólo indudable sino declarado por los propios autores —como gloriándose de su antecesor español—, en sus diversos entronques tienen condiciones y méritos muy distintos. Ninguna de ellas es plagio. La carcajada de Fielding, que intenta hacer con la novelística empalagosa de Richardson y sus Pamelas lo que Cervantes con los libros de caballerías, y la ternura desequilibrada de Sterne, frecuentemente frío ante lo grave y conmovido por lo insignificante, están, dentro de sus peculiaridades, algo más cerca de la tristemente risueña ironía cervantina que la bufonada vengativa de Butler, transformando a los puritanos en falsos Quijotes, y la cruel rudeza de Smollett en las aventuras y empresas por tierras lejanas de Sir Lancelot. Pero estos matices de vago y dudoso parecido hay que atribuirlos, principalmente, a la modalidad mental de esos escritores y hasta a la forma a la que sus narraciones hubieron de acomodarse. La serie inacabable de versos pareados del poema satírico de Butler y las interminables disquisiciones que sobre todo lo divino y humano se mezclan a las aventuras de Sir Lancelot serían estorbo suficiente al paralelismo con la obra de Cervantes.

Quien sólo conozca de Sterne algunas valiosas páginas escogidas no podrá imaginar la pesadez y abrumadora lentitud con que diluye en las otras un átomo de acción y de idea: muy distantes están todos y cada uno de los satíricos y humoristas ingleses de la varia y fecunda inventiva en fácil y amena forma, ya insinuante, ya regocijada, con que sucesos y aventuras se enlazan en el Quijote a descripciones y comentarios sin cansancio ni esfuerzo.

Lo admirable no es, en cada caso, lo que los más célebres escritores ingleses han dicho durante tres siglos de Cervantes y su obra. La sucesión de fragmentos reunidos a guisa de antología de la crítica cervantina no puede dar idea por sí sola de la importancia de estos juicios —a menudo equivocados— si no se le relaciona con el espíritu de los autores que los emitieron. Asombra cómo los temperamentos moral y literariamente más contradictorios convienen desde diversos puntos de vista en la admiración cervantina. ¿Qué misterioso lazo logró unir el gracejar bufón, rudo y primitivo de Butler, y su risa insultante con el humorismo a ras de tierra de Fielding y su carcajada alegre y sana, o con el reír desatentado y cruel de Smollett y el sentimentalismo histérico de Sterne? ¿Ni qué tiene que ver todo eso, sino de muy lejos, con la sonrisa tristemente irónica de Cervantes?

III

El humorismo inglés penetró de antiguo, más en los críticos que en los adaptadores e imitadores, el sentido de la ironía cervantina: de esa grave ironía —“ora triste, ora risueña”— que, según Walter Scott, sólo él logró alcanzar. No ya los grandes poetas, sino los discretos traductores del Quijote y hasta los modestos comentaristas de aquellas traducciones, dieron casi siempre a propósito de esa característica de la obra una nota certera y justa. Pero si no puede decirse que la parte épica y tierna de la obra de Cervantes pasara inadvertida en Inglaterra, porque están ahí, entre otras, para desmentirlo las conocidas palabras de Taylor Coleridge sobre la piedad de Cervantes hacia toda humana flaqueza y las no menos repetidas de Wordsworth sobre “la razón anidando en el recóndito albergue de la locura” del Quijote, es evidente que algunos entre los grandes románticos o lo comprendieron a medias, como Shelley, o lo entendieron al revés, como Byron. Y es lastimoso, porque lo mejor en la vida de este excelso poeta fue quijotesco, y al atacar a Cervantes en sus estrofas del Don Juan, parece tomar como ofensa propia la narración cervantina, que nadie como él estaba en condiciones de comprender y admirar.

IV

La voz de Byron resuena esta vez, más por aislada y discordante que por ser suya. El Quijote era y es intangible en Inglaterra. Su asimilación a la literatura inglesa, aun siendo maravillosa, fue el fenómeno literario más claro y fácil de explicar. Se le dio a conocer por traducciones sucesivas; se le hizo popular llevando al teatro su asunto, sus episodios y las novelas en él insertas; y, después, cuando el espíritu de Cervantes se había incorporado al pensamiento nacional, reapareció en obras originales, hoy clásicas en la literatura inglesa, cuyos propios autores declaran y establecen el influjo que el glorioso maestro extranjero en ellos ejerció.

Lo acabo de anotar, pero conviene explicarlo: más que las menciones sueltas de estimación cervantina de que se puede hacer abundante acopio en la literatura inglesa de estos y aquellos tiempos —frases entonces originales, pero que hoy suenan a vulgaridad después de cuanto ha escrito sobre Cervantes, durante siglos, la admiración del mundo entero—, hay que tener en cuenta, para medir la grandeza del triunfo, el espíritu y significación de quienes las escribieron.

Poco importaría que Locke declarara al Quijote “insuperable en utilidad y donaire”; que Defoe, aun suponiéndole, disparatadamente, sólo una burla al duque de Medina Sidonia, recogiera como alabanza el mote de quijotista; o que sir William Temple colocara a Don Quijote en primera línea entre las grandes obras de la invención moderna: nada indicaría que Samuel Johnson, al reflexionar sobre los reveses de su vida, puesta la mano sobre el corazón, se creyera tan ridículo como Don Quijote, con la sola diferencia de que aquél dijo lo que él apenas se atrevió a pensar; o que, harto de lecturas cansadas, lo leyera y releyera declarándolo siempre de los pocos libros que le parecieron cortos. Poco significaría, también, que Lamb, en un acceso de admiración equivocada, quisiera arrancar el alma magnánima del Don Quijote, genio, de la profana compañía del Sancho, vulgo; y que Walter Scott, novelando incidentalmente la guerra de España y Francia, supusiera en su entusiasmo que los franceses trataron con benignidad al Toboso, porque dio nombre a Dulcinea, y que los españoles cobraban aliento cuando en los desfiladeros escabrosos a cada revuelta pensaban ver a Don Quijote entre los suyos. Aciertos, errores y vulgaridades poco o nada nos enseñarían, repito, si este libro extraño no hubiera juntado en su estimación las más contrapuestas ideas. Promueve admiraciones que son verdaderas antinomias. Lo admira Locke, el filósofo de la limitación, que decía aforísticamente: “El negocio en este mundo no es intentar conocer todas las cosas, sino sólo aquellas que importan al manejo de nuestra vida”. Lo alaba Temple, apóstol práctico de un egoísmo culto y equilibrado, lo más ajeno que puede haber del quijotismo; y con él son sus más fervientes entusiastas los rígidos secuaces de un arte limitado en la idea y en la forma, estricto admirador de la antigüedad clásica, en cuya idea comulgan del propio modo la mesurada y cortés corrección del mismo Temple, amante “más que de la verdad del barniz de ella”, que la rudeza y dogmatismo de Johnson, grosero en la vida y esmerado en el arte, o la ceremoniosa e impecable poesía de Pope, tan desmedrado de cuerpo como altisonante de retórica. Y con ellos convienen Lamb, innovador que, saltando sobre aquella cultura, busca sus modelos en el Renacimiento y en la Edad Media y rompe aquel estilo aristocrático y oratorio en busca de lo ingenuo y lo primitivo, y Coleridge, que a la vez que lleva a la poesía el lenguaje de la vida diaria persigue los