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Una apacible tarde de verano, una joven de 16 años hace un picnic con sus padres, su hermano menor y la persona del servicio. De pronto, una banda criminal sale de la nada y la secuestra sin prestar atención a los gritos y las súplicas de su familia. El líder del grupo se la lleva por la fuerza a su casa, donde la viola mientras ella permanece inconsciente. Cuando la muchacha despierta, intenta violarla de nuevo, pero ella se resiste y le pide que mejor la mate de una vez […] La historia habría podido ocurrir en cualquier rincón de México […]
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Seitenzahl: 45
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LA FUERZA DE LA SANGRE
Licenciado Vidriera cumple 20 años y ha contado ya 100 historias
COLECCIÓNRELATO LICENCIADO VIDRIERA
COORDINACIÓN DE DIFUSIÓN CULTURALDirección General de Publicaciones y Fomento Editorial
Introducción
Jorge Volpi
La fuerza de la sangre
Aviso legal
La sangre de la fuerza
UNA APACIBLE TARDE DE VERANO, UNA JOVEN DE DIECISÉIS AÑOS HACE UN PICNIC CON SUS PADRES, SU HERMANO MENOR y la persona del servicio. De pronto, una banda criminal sale de la nada y la secuestra sin prestar atención a los gritos y las súplicas de su familia. El líder del grupo se la lleva por la fuerza a su casa, donde la viola mientras ella permanece inconsciente. Cuando la muchacha despierta, intenta violarla de nuevo, pero ella se resiste y le pide que mejor la mate de una vez. Sin jamás quitarse la capucha, el secuestrador sale un momento de la habitación y la muchacha aprovecha para memorizar lo que ve a su alrededor y robar un crucifijo de la pared. Al final, el líder de la banda se compadece de ella y la abandona en la calle. Una vez de vuelta con su familia, la adolescente insiste en presentar una denuncia ante las autoridades, pero sus padres la disuaden, convencidos de que la justicia jamás logrará detener al violador, mientras que ella será la única que deba cargar con la deshonra.
La historia habría podido ocurrir en cualquier rincón de México. En Una novela criminal (2018), yo mismo narré una semejante: una adolescente, en este caso de dieciocho años, secuestrada durante varios días por un hombre encapuchado que se hacía llamar El patrón; por fortuna, no la violó y, compadecido de ella, la dejó marchar sin más. Arropada por su familia, la joven sí presentó la denuncia, pero, en vez de investigar el crimen, la policía tramó el montaje televisivo que dio origen al caso Cassez-Vallarta. Decenas de secuestros y violaciones parecidas —por no hablar del número de desapariciones y feminicidios— ocurren cotidianamente en nuestro país; la historia del primer párrafo pertenece, sin embargo, a La fuerza de la sangre, una de las Novelas ejemplares publicadas por Miguel de Cervantes en 1613. La recurrencia del tema habla, por desgracia, de una constante inscrita en el centro mismo de una cultura patriarcal que apenas ha cambiado en cuatro siglos.
La brutalidad inicial de la narración de Cervantes —quien no parece sorprenderse demasiado ante ella— da paso a una farsa o una comedia de enredos que parecería querer limar su aspereza con una vuelta al orden típicamente barroca y su irrenunciable final feliz. Leocadia, la infeliz víctima de secuestro y violación, queda encinta y da a aluz a un hijo, Luisico, cuidado por sus padres como si fuera un sobrino. Cuando éste sufre un accidente, la familia rica que lo rescata no tardará en adoptar a la madre soltera y a su hijo como si fueran otros de sus miembros. Porque —claro— lo son: el niño es tan hermoso que a doña Estefanía le recuerda a su propio hijo, Rodolfo, entonces en Italia. La “fuerza de la sangre” apela a una trama casi darwiniana: los responsables de devolver la honra a la madre y borrar la ilegitimidad del niño son sus propios genes. Sin barruntar por supuesto la existencia de estos bichos egoístas que guían nuestros actos, Cervantes concibe una historia evolutiva en la que éstos son culpables tanto de los instintos reproductivos de Rodolfo como de la voluntad de su madre por reunificarlos con el ineludible matrimonio de su vástago con la bella Leocadia.
Aunque pueda resultar injusto juzgar un texto de hace cuatro siglos con la mirada del presente, el que la situación de las mujeres que han sido violadas apenas haya mejorado en cuatrocientos años —sigue habiendo lugares en los que la violación se cancela si el perpetrador se casa con su víctima— basta para dar cuenta de que la imaginación cervantina despliega, en esta ocasión, un conjunto de obsesiones nítidamente patriarcales: la pureza de las mujeres, el temor ante la ilegitimidad, la justificación de la violencia masculina a partir de sus instintos, el elogio de la belleza como equivalente de la virtud y las componendas familiares y sociales para ocultar el crimen. Es justo por ello que se vuelve más necesario que nunca leer esta eficaz pieza cervantina, construida casi como un rela-to policiaco: no para condenar a su autor de modo extemporáneo, sino para observar cómo aún nos interpela en el presente.
En la España del siglo XVII, la novella, una importación reciente de Italia que Cervantes se jactaba de inaugurar en la península, estaba asociada con los relatos licenciosos y picantes del Decamerón de Boccaccio. Pero, con la sombra contrarreformista de la Inquisición acechando a todos los escritores de la época, Cervantes insistía en dotar las suyas de una enseñanza moral: de ahí su apelativo de ejemplares. Hoy, nada parece haber de ejemplar en esta historia de un secuestro y una violación resueltas, in extremis, con el matrimonio de una adolescente con su verdugo. Y menos aún cuando en el texto no hay el menor indicio de que Rodolfo se arrepienta de su delito: cuando ve a Leocadia en la comida que le ha preparado su madre, no la reconoce y sólo ansía poseerla a cualquier costo; para él, los esponsales no son sino el trámite que le permitirá volver a dar rienda suelta a sus deseos.