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El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha por Miguel de Cervantes Saavedra, decimoquinto tomo. Este libro contiene los capítulos XXX al XXXVII de la segunda parte y un prólogo de Walter Muschg.
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Seitenzahl: 114
FONDO DE CULTURA ECONÓMICA
Primera edición FONDO 2000, 1999Primera edición electrónica, 2017
Contiene los capítulos XXX al XXXVII de la segunda parte de El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha. Prólogo de Walter Muschg, Historia trágica de la literatura, FCE, México, 1956, pp. 424-425.
D. R. © 1999, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México
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ISBN 978-607-16-5303-1 (ePub)ISBN 978-607-16-5288-1 (ePub, Obra completa)
Hecho en México - Made in Mexico
Deje las novelas para Cervantes; y las comedias a Lope, a Don Pedro Calderón y a otros; los días a la semana; y la semana al Tasso. Y con esto señor mío, su libro, sin nada será Para todos.
FRANCISCODE QUEVEDO
PRÓLOGO. Walter Muschg.
CAP. XXX.—De lo que le avino a Don Quijote con una bella cazadora.
CAP. XXXI.—Que trata de muchas y grandes cosas.
CAP. XXXII.—De la respuesta que dio Don Quijote a su reprehensor, con otros graves y graciosos sucesos.
CAP. XXXIII.—De la sabrosa plática que la Duquesa y sus doncellas pasaron con Sancho Panza, digna de que se lea y de que se note.
CAP. XXXIV.—Que da cuenta de la noticia que se tuvo del cómo se había de desencantar la sin par Dulcinea del Toboso, que es una de las aventuras más famosas de este libro.
CAP. XXXV.—Donde se prosigue la noticia que tuvo Don Quijote del desencanto de Dulcinea, con otros admirables sucesos.
CAP. XXXVI.—Donde se cuenta la extraña y jamás imaginada aventura de la Dueña Dolorida, alias de la Condesa Trifaldi, con una carta que Sancho Panza escribió a su mujer, Teresa Panza.
CAP. XXXVII.—Donde se prosigue la famosa aventura de la Dueña Dolorida.
Plan de la obra.
WALTER MUSCHG
Si a los semidioses les iba de esta manera, ¡qué podían esperar los déclassés y los insubordinados! Molière perteneció a la clase no honorable de los actores, y por eso se le negó la sepultura con los ritos de la Iglesia a pesar del favor del rey; se le enterró una noche, en el mayor silencio, en un cementerio que ya ha desaparecido. Naturalmente, en todo este asunto tuvo mucho que ver el odio contra el autor del Tartufo. Cervantes, un noble empobrecido como Grimmelshausen, se vio perseguido durante toda su vida por el infortunio. En sus años mozos, con una educación académica insuficiente y sin prestigio social, acompañó a un cardenal español a Roma y después esperó ganar laureles en una cruzada contra los turcos. Pero perdió un brazo en la batalla de Lepanto, en el viaje de regreso cayó en manos de piratas y trabajó durante dos años en Argel en calidad de esclavo. Un misionero, que quería liberar a un noble aragonés, pagó el rescate del poeta porque su dinero no le alcanzó para el señor aristócrata. Cervantes regresó a España después de una ausencia de diez años, solicitó en vano un cargo público y probó fortuna como escritor. Fracasó en su intento de hacer dinero con una novela pastoril, La Galatea, y tampoco en las tablas obtuvo el éxito esperado. Se trasladó con su familia a Sevilla, donde obtuvo el empleo de Intendente de Víveres de la Gran Armada. Entonces viajó como comprador y recaudador de impuestos, pero hasta este trabajo le produjo funestos resultados. Su contabilidad dejaba mucho que desear y dos veces estuvo preso por deudas a la corona. En la cárcel de Sevilla comenzó la redacción del Quijote, que tuvo un éxito casi sin precedente y fue difundido inmediatamente en varias ediciones y traducciones, pero que no rindió muchos beneficios a su autor. Los libreros le pagaron mal, pues los derechos de imprenta sólo se concedieron por diez años para una región limitada. La Corte y los grandes no quisieron saber nada del autor, pues éste se había creado enemigos poderosos con sus ataques. Para colmo de males, mientras escribía la continuación de su novela apareció una apócrifa segunda parte, cuyo autor lo atacó en la forma más vil, se burló de su mutilación y su miseria y declaró con toda franqueza que su intención era la de robarle los beneficios que produjese la continuación de la novela. Cervantes murió solo y desamparado, y se ignora el lugar donde reposan sus restos.
De lo que le avino a Don Quijote con una bella cazadora
Asaz melancólicos y de mal talante llegaron a sus animales caballero y escudero, especialmente Sancho, a quien llegaba al alma llegar al caudal del dinero, pareciéndole que todo lo que dél se quitaba era quitárselo a él de las niñas de sus ojos. Finalmente, sin hablarse palabra, se pusieron a caballo y se apartaron del famoso río: Don Quijote, sepultado en los pensamientos de sus amores, y Sancho, en los de su acrecentamiento, que por entonces le parecía que estaba bien lejos de tenerle; porque, maguer era tonto, bien se le alcanzaba que las acciones de su amo, todas o las más, eran disparates, y buscaba ocasión de que, sin entrar en cuentas ni en despedimientos con su señor, un día se desgarrase y se fuese a su casa; pero la fortuna ordenó las cosas muy al revés de lo que él temía.
Sucedió, pues, que al otro día, al poner del sol y al salir de una selva, tendió Don Quijote la vista por un verde prado, y en lo último dél vio gente, y llegándose cerca, conoció que eran cazadores de altanería. Llegóse más, y entre ellos vio una gallarda señora sobre un palafrén o hacanea blanquísima, adornada de guarniciones verdes y con un sillón de plata. Venía la señora asimismo vestida de verde, tan bizarra y ricamente, que la misma bizarría venía transformada en ella. En la mano izquierda traía un azor, señal que dio a entender a Don Quijote ser aquélla alguna gran señora, que debía serlo de todos aquellos cazadores, como era la verdad; y así, dijo a Sancho:
—Corre, hijo Sancho, y di a aquella señora del palafrén y del azor que yo, el Caballero de los Leones, beso las manos a su gran fermosura, y que si su grandeza me da licencia, se las iré a besar y a servirla en cuanto mis fuerzas pudieren y su alteza me mandare. Y mira, Sancho, cómo hablas, y ten cuenta de no encajar algún refrán de los tuyos en tu embajada.
—¡Hallado os le habéis el encajador! —respondió Sancho—. ¡A mí con eso! ¡Sí, que no es ésta la vez primera que he llevado embajadas a altas y crecidas señoras en esta vida!
—Si no fue la que llevaste a la señora Dulcinea —replicó Don Quijote—, yo no sé que hayas llevado otra, a lo menos en mi poder.
—Así es verdad —respondió Sancho—; pero al buen pagador no le duelen prendas, y en casa llena presto se guisa la cena; quiero decir que a mí no hay que decirme ni advertirme de nada; que para todo tengo y de todo se me alcanza un poco.
—Yo lo creo, Sancho —dijo Don Quijote—. Ve en buena hora, y Dios te guíe.
Partió Sancho de carrera, sacando de su paso al rucio, y llegó donde la bella cazadora estaba; y apeándose, puesto ante ella de hinojos, le dijo:
—Hermosa señora, aquel caballero que allí se parece, llamado el Caballero de los Leones, es mi amo, y yo soy un escudero suyo, a quien llaman en su casa Sancho Panza. Este tal Caballero de los Leones, que no ha mucho que se llamaba el de la Triste Figura, envía por mí a decir a vuestra grandeza sea servida de darle licencia para que con su propósito y beneplácito y consentimiento, él venga a poner en obra su deseo, que no es otro, según él dice y yo pienso, que de servir a vuestra encumbrada altanería y fermosura; que en dársela vuestra señoría hará cosa que redunde en su pro, y él recibirá señaladísima merced y contento.
—Por cierto, buen escudero —respondió la señora—, vos habéis dado la embajada vuestra con todas aquellas circunstancias que las tales embajadas piden. Levantaos del suelo; que escudero de tan gran caballero como es el de la Triste Figura, de quien ya tenemos acá mucha noticia, no es justo que esté de hinojos; levantaos, amigo, y decid a vuestro señor que venga mucho en hora buena a servirse de mí y del Duque, mi marido, en una casa de placer que aquí tenemos.
Levantóse Sancho, admirado así de la hermosura de la buena señora como de su mucha crianza y cortesía, y más de lo que le había dicho que tenía noticia de su señor el Caballero de la Triste Figura, y que si no le había llamado el de los Leones, debía de ser por habérsele puesto tan nuevamente. Preguntóle la Duquesa, cuyo título aún no se sabe:
—Decidme, hermano escudero: este vuestro señor, ¿no es uno de quien anda impresa una historia que se llama de El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, que tiene por señora de su alma a una tal Dulcinea del Toboso?
—El mesmo es, señora —respondió Sancho—; y aquel escudero suyo, que anda, o debe de andar, en tal historia, a quien llaman Sancho Panza, soy yo, si no es que me trocaron en la cuna; quiero decir, que me trocaron en la estampa.
—De todo eso me huelgo yo mucho —dijo la Duquesa—. Id, hermano Panza, y decid a vuestro señor que él sea el bien llegado y el bien venido a mis estados, y que ninguna cosa me pudiera venir que más contento me diera.
Sancho, con esta tan agradable respuesta, con grandísimo gusto volvió a su amo, a quien contó todo lo que la gran señora le había dicho, levantando con sus rústicos términos a los cielos su mucha fermosura, su gran donaire y cortesía. Don Quijote se gallardeó en la silla, púsose bien en los estribos, acomodóse la visera, arremetió a Rocinante, y con gentil denuedo fue a besar las manos a la Duquesa; la cual, haciendo llamar al Duque su marido, le contó, en tanto que Don Quijote llegaba, toda la embajada suya; y los dos, por haber leído la primera parte de esta historia y haber entendido por ella el disparatado humor de Don Quijote, con grandísimo gusto y con deseo de conocerle, le atendían, con prosupuesto de seguirle el humor y conceder con él en cuanto les dijese, tratándole como a caballero andante los días que con ellos se detuviese, con todas las ceremonias acostumbradas en los libros de caballerías, que ellos habían leído, y aun les eran muy aficionados.
En esto, llegó Don Quijote, alzada la visera; y dando muestras de apearse, acudió Sancho a tenerle el estribo; pero fue tan desgraciado, que, al apearse del rucio, se le asió un pie en una soga de la albarda, de tal modo, que no fue posible desenredarle; antes, quedó colgado dél, con la boca y los pechos en el suelo. Don Quijote, que no tenía en costumbre apearse sin que le tuviesen el estribo, pensando que ya Sancho había llegado a tenérsele, descargó de golpe el cuerpo, y llevóse tras sí la silla de Rocinante,que debía de estar mal cinchado, y la silla y él vinieron al suelo, no sin vergüenza suya, y de muchas maldiciones que entre dientes echó al desdichado de Sancho, que aun todavía tenía el pie en la corma.1 El Duque mandó a sus cazadores que acudiesen al caballero y al escudero, los cuales levantaron a Don Quijote maltrecho de la caída, y, renqueando y como pudo, fue a hincar las rodillas ante los dos señores; pero el Duque no lo consintió en ninguna manera; antes, apeándose de su caballo, fue a abrazar a Don Quijote, diciéndole:
—A mí me pesa, señor Caballero de la Triste Figura, que la primera que vuesa merced ha hecho en mi tierra haya sido tan mala como se ha visto; pero descuidos de escuderos suelen ser causa de otros peores sucesos.
—El que yo he tenido en veros, valeroso príncipe —respondió Don Quijote—, es imposible ser malo, aunque mi caída no parara hasta el profundo de los abismos, pues de allí me levantara y me sacara la gloria de haberos visto. Mi escudero, que Dios maldiga, mejor desata la lengua para decir malicias que ata y cincha una silla para que esté firme; pero como quiera que yo me halle, caído o levantado, a pie o a caballo, siempre estaré al servicio vuestro y al de mi señora la Duquesa, digna consorte vuestra y digna señora de la hermosura y universal princesa de la cortesía.
—¡Pasito, mi señor Don Quijote de la Mancha! —dijo el Duque—; que adonde está mi señora Doña Dulcinea del Toboso no es razón que se alaben otras fermosuras.
Ya estaba a esta sazón libre Sancho Panza del lazo, y hallándose allí cerca, antes que su amo respondiese, dijo:
—No se puede negar, sino afirmar, que es muy hermosa mi señora Dulcinea del Toboso; pero donde menos se piensa, se levanta la liebre; que yo he oído decir que esto que llaman naturaleza es como un alcaller que hace vasos de barro, y el que hace un vaso hermoso también puede hacer dos, y tres, y ciento; dígolo porque mi señora la Duquesa a fee que no va en zaga a mi ama la señora Dulcinea del Toboso.
Volvióse Don Quijote a la Duquesa, y dijo:
—Vuestra grandeza imagine que no tuvo caballero andante en el mundo escudero más hablador ni más gracioso del que2 yo tengo; y él me sacará verdadero si algunos días quisiere vuestra gran celsitud servirse de mí.
A lo que respondió la Duquesa: