El juego de la tentación - Dorien Kelly - E-Book
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El juego de la tentación E-Book

DORIEN KELLY

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Beschreibung

Tenía que demostrarle que había cambiado... y nadie jugaba con fuego mejor que ella Volver a Sandy Bend, Michigan, no era lo que Kira Whitman entendía por seguir adelante, pero por culpa de su sospechoso socio, debía quedarse en el pueblo hasta que se resolvieran los problemas. Pero tampoco allí encontraría la tranquilidad que buscaba, especialmente después de que el sexy Mitch Brewer la sorprendiera entrando en casa de su hermano. De niña, Kira era conflictiva y Mitch estaba empeñado en que seguía siéndolo de mayor. Pero Kira sabía que en realidad sentía debilidad por ella, igual que ella había estado soñando con él desde que se habían besado por primera vez...

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Seitenzahl: 186

Veröffentlichungsjahr: 2012

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2005 Dorien Kelly. Todos los derechos reservados.

EL JUEGO DE LA TENTACIÓN, Nº 1430 - mayo 2012

Título original: Tempting Trouble

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2005

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0103-5

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo Uno

Kira Whitman estaba segura de que, si realmente existiera en concepto de karma, en ese momento ella sería una cucaracha en vez de una agente de una de las mejores agencias inmobiliarias del sur de Florida. Y en cuanto a los cínicos que comparaban a los agentes inmobiliarios con cucarachas, Kira no tenía tiempo para ellos. Estaba demasiado ocupada amasando grandes sumas de dinero.

Kira y Roxanne, su compañera en Inmuebles Whitman-Pierce, habían hecho, en el amado Porsche rojo de Roxanne, un viaje de casi tres horas que finalmente había merecido la pena. Casa Pura Vida era una impresionante residencia de cinco dormitorios y seis baños a orillas de un lago.

–Echémosle otro vistazo –le dijo Kira a su compañera dirigiéndose una vez más a la casa.

En ese momento sonó el móvil de Roxanne. Lo sacó del bolso de diseño, vio el número en la pantalla, murmuró algo poco agradable y lo volvió a meter en el bolso sin contestar. Seguía sonando cuando entraron en la casa.

–¿No crees que deberías responder? –preguntó finalmente Kira.

–Déjalo que suene –contestó Roxanne encogiéndose de hombros–. Entonces, ¿cuánto crees que deberíamos pedir por este lugar? ¿Cinco y medio?

–No, por lo menos seis cuatrocientos –replicó Kira mientras abría las cristaleras que conducían a una gran sala.

Miró por encima de su hombro y vio que su compañera estaba comprobando la lista de llamadas a su móvil. Quienquiera que fuera, hizo que Roxanne pusiera una mueca.

Kira entró en la cocina, que tenía una enorme cristalera para contemplar el maravilloso paisaje pero que no dejaba que quien estuviera fuera viera el interior. Se dirigió al centro de la estancia y apoyó la cadera en la isla central, donde Roxanne y ella habían dejado los maletines al entrar. Se quedó allí hasta que su compañera entró en la habitación.

–¿Seis cuatrocientos? ¿Estás segura? –preguntó Roxanne, retomando la conversación como si nunca la hubieran interrumpido.

–Sí.

La habilidad de Kira para tasar hasta el último centavo de una propiedad era un don de familia. Su padre, con el que no había hablado desde hacía tres años, era un magnate inmobiliario en Chicago. Coleccionaba edificios de oficinas igual que otros hombres de su edad coleccionaban coches clásicos.

Todos aquellos años de adolescencia en los que Kira había medio escuchado las charlas de negocios durante la cena finalmente habían dado sus frutos. Era buena en su trabajo y le encantaba que le pagaran por husmear en las casas de los demás.

Roxanne abrió su maletín y sacó un PDA, la única concesión que hacía a la organización, y sólo porque la hacía parecer importante. Tecleó algunos números y luego sacudió la cabeza.

–Yo digo que lo bajemos un poco. De todas formas, estamos hablando de una diferencia de menos de un millón de dólares. Será mejor que le echemos un vistazo rápido.

Roxanne había entrado en el círculo social de Kira tres años atrás, cuando se había trasladado a Coconut Grove. Su compañerismo había tenido sentido al principio, cuando habían unido sus fuerzas. Roxanne había llevado la contabilidad y había hecho que la oficina funcionara sin problemas, mientras que Kira se había concentrado en las ventas. Por entonces, a las dos les encantaba la salvaje vida nocturna de South Beach.

Entonces Roxanne había cambiado. Y, para ser justos, era posible que Kira también lo hubiera hecho. Pero en los últimos meses Roxanne se había entregado a las fiestas locas como si fuera un deporte de riesgo. Había dejado de lado a los amigos que tenía en común con Kira, diciendo que la aburrían. Llegaba tarde a la oficina, trabajaba cada vez menos y esperaba que le pagaran aún más. A Kira se le estaba agotando la paciencia.

–Para esta zona, seis cuatrocientos es una buena cifra. El cliente quiere conseguir lo máximo. Me dijiste que esto es una segunda vivienda, así que no hay prisa para venderla, ¿no?

–Eh…

–Roxanne dejó en el aire lo que fuera que estuviera a punto de decir.

Kira siguió su línea de visión. Un enorme SUV negro se había detenido junto al coche de Roxanne.

Roxanne se tensó. Vieron a hombre bajarse del asiento del copiloto y rodear el Porsche de Roxanne. Otro tipo salió del SUV y se unió a él.

–¿Alguno de ellos es el propietario? –preguntó Kira, aunque tenía sus dudas. Roxanne no se comportaría así si lo fuera.

–No exactamente.

–¿Amigos tuyos?

Kira necesitó toda su fuerza de voluntad para no decir la palabra «amigos» con sarcasmo. En su época salvaje, habían frecuentado tugurios de mala muerte, pero nunca habían llegado tan bajo como Roxanne estaba haciendo últimamente.

–Son más bien conocidos –contestó Roxanne–. Espera un segundo, me desharé de ellos –se fue antes de que Kira pudiera contestar.

Kira miró a través de la cristalera mientras su compañera hablaba con los hombres. Su actitud le decía que no estaba siendo una charla amigable.

Unos momentos después sonó su teléfono móvil. Consideró la posibilidad de no contestar, pero luego pensó que no era justo, cuando había regañado a Roxanne por haber hecho eso mismo.

Al otro lado de la línea estaba su cliente más exigente. Kira saludó a Madeline y trató de contestar sus preguntas sobre el número exacto de enchufes e interruptores de la luz que había en una vieja mansión de Coral Gables, todo ello mientras intentaba no perderse detalle de lo que ocurría en el exterior.

Logró contentar a Madeline justo cuando la discusión al otro lado de la cristalera subía de tono. Estaba a punto de salir para hacer de mediadora cuando Roxanne levantó sutilmente un dedo hacia ella y articuló con los labios unas palabras que a Kira le parecieron algo así como «Quédate ahí». Inmediatamente después vio con incredulidad que su compañera subía al asiento trasero del SUV.

«¡Maldición!»

Agarró su móvil y marcó el número de Roxanne justo cuando el vehículo desaparecía de su vista. El mensaje que había grabado Roxanne saltó tras el primer timbrazo.

–Hola, éste es el buzón de voz de Roxanne Pierce. Por favor, deja tu nombre, número y un mensaje después de la señal. Te llamaré en cuanto pueda.

–Roxanne, soy Kira. Llámame y cuéntame lo que está pasando.

Colgó el móvil y miró el reloj. La una y veinte. Decidió llamar a la oficina.

–Hola, Susan –dijo cuando contestó la recepcionista–. Hazme un favor y llámame al móvil si Roxanne aparece por allí… Sí, se suponía que tenía que estar conmigo, pero parece que se ha distraído un poco –después de sortear algunas preguntas, colgó y se dispuso a esperar.

Pasaron quince minutos. Veinte. Cuarenta. Llamó dos veces más al móvil de Roxanne con idéntico resultado. Lo único que seguía dándole paciencia con Roxanne era el ser consciente de que algunos años atrás ella había sido tan irresponsable como su compañera.

A falta de algo mejor que hacer, Kira fue hasta la pared vertical de pizarra que había en el exterior y por la que discurría el agua que iba a parar a una piscina. Notó que sus músculos se destensaban un poco y sonrió. Definitivamente, aquélla era una casa para compartir con un hombre. Alguien sexy, alto y musculoso, con manos grandes y seguras y un buen sentido del humor…

Alguien como Mitch Brewer…

¡Hey! ¿De dónde había salido ese pensamiento?

Confundida, Kira se apartó del agua. Tal vez Casa Pura Vida tuviera una fuente de la verdad en vez de una fuente de la juventud. Porque ella no había pensado conscientemente en Mitch Brewer en años. De acuerdo, en meses. Y los sueños recurrentes no contaban. Estaba dispuesta a admitir que su subconsciente estaba fuera de control; no era fácil olvidar a un hombre que la fastidiaba tan fácilmente como la excitaba. Pero Mitch y la ciudad de Sandy Bend, en Michigan, formaban parte del pasado. Entonces ella había sido otra persona y, a decir verdad, nadie a quien ella deseara recordar.

Pasó otra hora. Kira dio una vuelta por la casa y encontró el sistema en estéreo de la casa. La música era mejor compañía que el silencio, que empezaba a crisparle los nervios. Deseó tener algo donde sentarse, pero el propietario no había dejado mucho mobiliario. Incluso se habría conformado con una silla plegable. Se había herido la cadera derecha cuando era una adolescente y no podía sentarse en el suelo.

La hora se convirtió en dos horas y media, suficiente tiempo para echar tres partidas de solitario en su PDA, uno igual que el de Roxanne, y regalo de Navidad de su compañera.

No sabía cuánto tiempo más debía esperar. Su madre y sus hermanas lo sabrían; incluso su hermano mayor, Steve, parecía tener una regla para cada situación. Si Kira se hubiera llevado bien con alguno de ellos, tal vez se lo habría preguntado pero, como no era así, decidió darle a Roxanne otra media hora.

A las tres en punto Kira estaba totalmente furiosa, sintiéndose víctima de otro truco estúpido de Roxanne. Recogió sus cosas y las de Roxanne, cerró con llave Casa Pura Vida y comenzó el largo viaje de vuelta a la oficina de Coconut Grove. Al menos podía usar el Porsche de su compañera.

El aparcamiento de Whitman-Pierce estaba vacío cuando aparcó junto a su propio coche. Recogió sus cosas y dejó las de Roxanne dentro. Después entró en la oficina y dejó las llaves del Porsche sobre el escritorio de su compañera.

Mientras se dirigía a casa en su coche, intentó decidir si se tomaría un buen merecido cóctel antes o después de llamar a su padre a su casa de verano en Michigan.

–Definitivamente, antes –murmuró para sí misma.

Iba a necesitar una buena dosis de peloteo para conseguir que su padre le dejara el dinero para comprar la parte de Roxanne. Un trago le vodka la ayudaría a tragarse el orgullo.

Kira entró en Jacaranda Drive para dirigirse a la casa de alquiler de un solo piso en la que llevaba viviendo tres años. Tener un alquiler relativamente barato significaba que había podido ahorrar una suma decente de dinero para comprar la vivienda que realmente quería. Desafortunadamente, esa cantidad no era nada comparada con lo que tendría que pagar para deshacerse de Roxanne.

Cuando ya se aproximaba al camino de entrada a su casa vio a dos hombres parados frente a la puerta. Desde detrás, no le resultaban familiares. Aminoró la velocidad y vio que un tercer hombre, mayor que los otros y vestido con una camisa de golf y pantalones demasiado ajustados, caminaba desde la parte trasera de la casa para unirse a los otros dos.

Kira decidió pasar de largo y dobló una esquina. Había una pequeña furgoneta azul aparcada en el otro lado de la calle. Al acercarse, su mirada se encontró brevemente con la de la ocupante del vehículo. No había nada especial en la mujer que ocupaba el asiento del conductor. Tenía el aspecto de cualquier otra morena, conservadora y vestida con traje. No había nada en su sosa expresión que justificara la señal de alarma que sintió Kira en ese momento, pero eso fue precisamente lo que sintió. Ya que creía en confiar en sus instintos, Kira pisó con fuerza el acelerador y se dirigió a la carretera principal.

Pensó en pedir ayuda, pero la única persona a la que se le ocurrió llamar fue a Susan, la recepcionista de la oficina. El hermano de Susan era detective privado; podría pedirle su teléfono para un amigo de un amigo o algo así. No era un plan muy elaborado, pero no tenía ninguna idea mejor.

Sin perder de vista la carretera, alargó la mano para agarrar el teléfono móvil. Estaba a punto de marcar cuando sonó, enviándole otra dosis de adrenalina por las venas. Cuando consiguió que el corazón se le hubiera bajado de la garganta, respondió:

–¿Di… diga?

–Sabemos que los tienes.

–¿Que tengo el qué? –logró decir al escuchar la voz desconocida. Giró a la derecha y se metió en el aparcamiento de una tintorería. No se veía capaz de conducir y tratar con la voz misteriosa al mismo tiempo.

–No te hagas la tonta.

–De verdad, no sé de qué estás hablando.

–Roxanne ha dicho que sí. Sabes quién es Roxanne, ¿verdad?

–Sí.

–Entonces, no eres tan estúpida. Ha dicho que te los dio ayer. Ahora lo único que tienes que hacer es entregarlos.

Kira recostó la cabeza contra el volante. ¿Qué le había dado Roxanne, aparte de una dosis extra de estrés?

–¿No se te ha ocurrido pensar que Roxanne puede estar mintiendo?

El hombre se rió.

–Esta vez no, cariño. Mételos en un sobre y déjalos esta noche en la recepción del hotel Coco, a nombre de Suárez. Y hazlo sola. ¿Lo has entendido?

Kira puso los ojos en blanco. No iba a ir a ningún sitio sola, y menos aún al hotel Coco, un sitio sórdido donde los hubiera.

–Sí. Sola. Claro.

–Bien.

Estaba claro que el tipo no entendía los finos matices del sarcasmo.

–Mira, amigo, estás perdiendo el tiempo. No sé de qué me estás hablando y de ninguna manera voy a ir a…

Se calló al darse cuenta de que había colgado. Exasperada, llamó a Roxanne una vez más.

–Hola, soy Roxanne Pierce –le dijo un nuevo saludo del buzón de voz de Roxanne–. Estoy de vacaciones, y tú no. Deja un mensaje y te llamaré.

¿De vacaciones? Kira agarró el teléfono con fuerza, imaginándose que era la garganta de su compañera.

–Roxanne, soy Kira. No sé en qué lío te has metido esta vez, pero no voy a participar, ¿de acuerdo? Llámame, y hazlo ahora.

Colgó y consideró sus limitadas opciones. La policía no era una de ellas. Si Roxanne había desaparecido, aún no había pasado suficiente tiempo como para que se encargaran del caso. Pero Kira sabía que necesitaba a alguien de fuera. Alguien objetivo y con experiencia. Alguien que no estuviera al borde de un ataque de nervios, como se sentía ella en aquel momento.

Volvió a agarrar el móvil, decidida a llamar a Susan y meterse en el mundo de los detectives privados. Cuando esperaba a que la recepcionista le contestara, vio que la furgoneta azul de antes pasaba despacio por delante. Se le puso la piel de gallina.

Capítulo Dos

Un día y medio después, Kira había llegado a su destino.

Bienvenidos a Sandy Bend, decía un cartel en las inmediaciones de la ciudad.

–¿Bienvenidos? Debe de ser una broma –dijo Kira al leerlo.

Habían pasado tres años desde su última visita y ahora aquella ciudad se le antojaba tan atractiva como aparecer en Liberia en biquini.

Excepto por Mitch Brewer. Aunque Sandy Bend era el lugar más aburrido del mundo, saber que él estaba cerca siempre había conseguido estremecerla. Mitch había sido un duro adversario, sin acceder a retirarse sólo porque ella fuera muy femenina y muy rica.

Contrariamente a sus costumbres, Kira aminoró la marcha y notó que el corazón se le aceleraba al pasar por delante de la comisaría. Sintió un conocido cosquilleo de emoción y buscó con la mirada el viejo Mustang de Mitch en el aparcamiento. No había ningún Mustang. Pero no sabía si Mitch seguía usando el mismo coche.

Sí sabía que seguía siendo policía en Sandy Bend. Había conseguido la información gracias a una llamada de teléfono que le había hecho a su hermano Steve por Navidad. Steve estaba casado con la hermana de Mitch, Hallie.

Pero no estaba allí para ver a Mitch, a Hallie ni a ninguna otra persona de la ciudad. Estaba allí porque nadie en su sano juicio esperaría encontrarla en Sandy Bend. Incluida ella.

También eran inesperados los cambios que se habían dado en la ciudad. Mientras conducía por Main Street vio un balneario, varias boutiques, una joyería y muchos restaurantes nuevos. Si el lugar hubiera sido tan interesante varios años atrás, no habría matado las horas intentando molestar a los demás.

Giró a la izquierda y se dirigió a la casa de sus padres. Era el tipo de vivienda que hacía que se les cayera la baba a los editores de revistas de arquitectura. Kira también reconocía que era espectacular, a pesar de ser tan fría y estar tan vacía como una galería de arte moderno.

Kira se detuvo frente a la verja de entrada, se bajó del coche y tecleó el código de seguridad en el panel. El número no había cambiado: 062671. Era la fecha que conmemoraba el primer trato que su padre había cerrado con una propiedad de Chicago.

–Qué conmovedor, papá –dijo mientras se abría la verja. La cámara de seguridad la siguió y ella saludó con la mano a quienquiera que estuviera al otro lado.

Una vez en el recinto, aparcó, salió del coche e intentó alisarse la falda. Sabía que tenía un aspecto horrible, y la cadera derecha le dolía más que de costumbre.

Subió los incontables escalones de piedra azul de la entrada y vio que alguien la estaba esperando en la puerta. Rose Higgins se había hecho cargo de la casa desde que Kira tenía uso de razón.

–Vaya, si es la señorita Kira –dijo el ama de llaves, con un tono sarcástico que era el recordatorio de lo mal que se habían llevado cuando Kira había sido una niña.

–Hola, Rose. Me alegro de verte. Pero, ¿crees que podrías evitarte el «señorita»?

–Rose enarcó una ceja–. ¿Están mis padres en casa?

–Están en Londres, con tu hermano y tu cuñada, y no volverán hasta finales de agosto.

¡Perfecto!

Ahora Kira tenía a su disposición una lujosa soledad de seiscientos cincuenta metros cuadrados. Se acercó un poco más a la puerta, casi salivando al pensar en una ducha de vapor en el baño de su dormitorio.

–No creo que les importe si me quedo unos días, ¿verdad? –preguntó Kira, aunque pensaba que la pregunta era una mera formalidad.

–Tal vez no, pero no creo que les gustara a los inquilinos.

–¿Inquilinos? Vamos, Rose. Papá nunca ha alquilado esta casa.

–Hasta ahora. Son nuevos socios de negocios de tu padre, ya sabes –el ama de llaves se dispuso a cerrar la puerta–. Si llaman tus padres, les diré que te has pasado para verlos.

–No te molestes –le dijo Kira.

Rose le dedicó una sonrisa malévola.

–Entonces, adiós –la puerta se cerró con un sonido contundente.

Kira se dio la vuelta e ignoró los rugidos de su estómago, que le decían que ya había pasado la hora de comer y que no había tomado nada. Nunca se había sentido tan cansada. Ni tan desesperada. Se había quedado sin dinero y no quería usar sus tarjetas de crédito, por miedo a que la localizaran.

–Y ahora, ¿qué? –se dijo mientras se dirigía a su coche.

Tal vez el hambre o la desesperación le hubieran agudizado la mente, porque rápidamente pensó en un plan. Si Steve y Hallie estaban en Londres, su casa estaría vacía. Y como su casa era la antigua residencia Whitman, Kira conocía sus defectos. Como el pestillo roto de la ventana de un dormitorio, del que tantas noches de verano se había aprovechado siendo una adolescente.

Kira sonrió. A veces era bueno ser una mala chica.

Lo peor de vivir en Sandy Bend era que todo el mundo se metía en los asuntos de los demás. Pero Mitch Brewer se vio obligado a admitir que a veces eso también era lo mejor de vivir allí.

Gracias a algún ciudadano preocupado, sabía que quienquiera que fuera que hubiera entrado en la casa de su hermana, no lo había hecho hacía mucho.

Mitch rodeó a pie el coche azul aparcado frente a la casa. Llevaba casi diez años siendo policía y nunca había visto a un ladrón que condujera un Mercedes. Se fijó en la matrícula y vio que era de Florida.

Regresó a su coche y se puso en contacto con la comisaría para darles los detalles de la matrícula y saber así quién era el propietario del vehículo. Cuando lo supo, dio gracias en silencio a quienquiera que fuera responsable de haberle llevado allí a Kira Whitman, Princesa Real. Mitch sabía que estaba en Florida, pero no esperaba que regresara a Sandy Bend. Sonrió mientras se dirigía a la casa.

–Policía –dijo mientras llamaba a la puerta–. ¿Hay alguien ahí?

Mitch contó hasta tres y volvió a llamar. Al no obtener respuesta, sacó un llavero de su bolsillo y abrió la puerta.

–Policía –repitió mientras se abría la vieja puerta de roble.

Mitch entró y se guardó las llaves. En el piso de arriba se escuchaba una radio a todo volumen. Subió las escaleras y oyó el ruido del agua de la ducha al correr. Se acercó un poco más.

–Policía.

Mitch apoyó la palma de la mano contra la puerta del baño y estaba debatiéndose entre llamar o no cuando la puerta se abrió un poco hacia dentro… y él se quedó sin respiración.

Olvidar que Kira Whitman tenía un cuerpo que lo había mantenido en excitación constante durante su juventud había sido un error. Ahora su precioso trasero estaba frente a él, mientras Kira permanecía en la bañera, bajo el chorro de agua caliente. Y Mitch sabía que tendría que mirar a otro sitio si no quería que lo que le estaba ocurriendo a su entrepierna se le fuera de las manos.

Bajó las escaleras y entró en el salón, dispuesto a esperar. Podía ser un hombre paciente… especialmente ahora, que había visto desnudo el trasero de Kira Whitman.

Kira se aclaró el pelo y se unió al estribillo de una antigua canción disco que sonaba por la radio. Después de darse un último restregón con el maravilloso jabón de lavanda de Hallie, cerró el grifo. Se secó el pelo con una mullida toalla blanca y se enrolló otra alrededor del cuerpo. Suspiró de placer.

–Algodón egipcio… no hay nada mejor –dijo.