Mundos diferentes - Dorien Kelly - E-Book
SONDERANGEBOT

Mundos diferentes E-Book

DORIEN KELLY

0,0
2,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 2,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Eran lo menos parecido a una pareja perfecta... Sandy Bend acababa de confirmar su reputación de alocada al acostarse con Cal Brewer. Bien era cierto que siempre había sentido cierta debilidad por el nuevo jefe de policía, pero nunca habría pensado que haría realidad la fantasía. Y la realidad le decía que aquella relación no podía continuar; lo que no sabía era que Cal también estaba viviendo su propia fantasía. Y que no podía dejar de pensar en Sandy y en pasar otra noche loca junto a ella...

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 207

Veröffentlichungsjahr: 2014

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Editado por Harlequin Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2003 Dorien Kelly

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Mundos diferentes, n.º 1232 - agosto 2014

Título original: The Girl Most Likely to…

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2003

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-4711-8

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Sumário

Portadilla

Créditos

Sumário

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Uno

Dana Devine no creía en las señales. Claro estaba, hasta que su epifanía personal le llegó en forma de una tarta de zanahoria.

—Vamos a ver si me entero —le dijo a Hallie Whitman, su mejor amiga—. ¿Crees que esta tarta que he preparado es mejor que el sexo?

Hallie dejó el tenedor sobre el plato y lo empujó hacia el centro de la mesa de la cocina de Dana.

—Tal vez sea la cubierta de nata montada...

Hallie tenía otras maneras para calentar sus noches aparte de hornear pasteles. Dana sin embargo, se había pasado la mayor parte del año intentando conseguir la galleta de chocolate perfecta. Últimamente se había pasado a las tartas.

—Sé que es difícil para ti estando recién casada. Pero imagina que te preparas un rico pastel de zanahoria cualquier día de la semana —hizo una pausa—. Ahora imagina que no has practicado el sexo desde hace... casi un año.

—Oh, Dana...

—¿Qué harías entonces? ¿Te quedarías con el pastel, o con el sexo?

—Estoy muerta, responda como responda a eso, ¿no?

Dana suspiró y se pasó la mano distraídamente por la cabeza de cabello corto y rubio.

—No puedes evitarlo; después de todo, te casaste con el hombre de tus sueños. Pero sabes lo difícil que es para los que no tenemos donde elegir. Hace ya seis meses que salió mi sentencia firme de divorcio y... y...

¡Maldita sea! ¡Estaba llorando! Dana odiaba compadecerse a sí misma. Además, no era como si echara de menos a Mike, su ex marido. Resultaba duro tener que echar de menos a un tipo que le había sido infiel desde el principio.

Hallie sacó un pañuelo de papel y se lo pasó a Dana.

—¿Estás bien?

Dana se enjugó las lágrimas con rapidez.

—Estoy bien; de verdad. Creo que estoy algo cansada —añadió al notar la preocupación de su amiga.

La vida en su ciudad natal, Sandy Bend, en Michigan, era distinta en verano que en invierno. Enclavada entre el río Crystal y las blanquecinas dunas del lago Michigan, Sandy Bend había sido «descubierta» por algunos habitantes más solventes de Chicago en busca de un lugar más relajado. En verano llegaban cada vez más visitantes de la gran ciudad. Las urbanizaciones junto a la orilla del lago habían sustituido a las casitas de campo, y las boutiques de moda a los antiguos almacenes.

Algunos lugareños resentían el flujo tanto de dinero como de domingueros, tal y como llamaban a los residentes de fin de semana. Pero Dana no estaba disgustada. Era capaz de oler una oportunidad a distancia y de diseñar el plan perfecto para aprovecharla.

Dana tenía grandes planes. Después de todo, una mujer debía labrarse un porvenir. Su plan actual ocupaba la mitad de las páginas de un cuaderno y la mayor parte de sus pensamientos. Había estado trabajando a un ritmo frenético para ampliar su salón de peluquería y estética e incluir una especie de balneario con distintos servicios para los veraneantes. Solo estaban a finales de febrero, pero a Dana le parecía que le quedaba muy poco tiempo.

Para cambiar de tema, Dana le preguntó a Hallie acerca del mural que estaba planeando para la Sala Edén, una de las varias salas que Dana le iba a añadir a Devine Secrets. Aunque en realidad eso le preocupaba bastante poco puesto que sabía que su amiga era una artista consumada.

—Necesitas distraerte un poco, Dana, centrarte en algo que no sea el trabajo —hizo una pausa—. ¿Te había dicho ya que Cal rompió con Linda Curry la semana pasada?

—Varias veces. Y deja ya de hablar de Cal o te quitaré el pedazo de pastel.

Cal era el hermano mayor de Hallie, y en algún momento Hallie había decidido que su propósito en la vida era empujar a Dana a los brazos de Cal; pero Dana prefería mantenerse bien alejada de Cal Brewer. Cada vez que estaba con él se ponía nerviosa.

—De acuerdo. ¿Cuándo fue la última vez que saliste por ahí?

Una cosa era que Dana pensara en su desastrosa vida, y otra que lo expresara en voz alta.

—¿Contando el pase de peinados de Nueva York?

—¿El del otoño pasado cuando te dio aquella intoxicación por alimentos y no pudiste salir de la habitación del hotel?

—De acuerdo, sin contar esa vez, fue cuando fui a los Grandes Rápidos a hacer las compras de Navidad.

—Ir a un lugar que está a un par de horas por carretera no me parecen unas vacaciones, pero es mejor que nada.

Dana no pudo evitar una sonrisa de complicidad.

Hallie entrecerró los ojos.

—Un momento... ¿Las navidades de qué año?

Dana se recostó hasta tocar con la cabeza el respaldo de la silla.

—Da lo mismo, Hallie.

Su amiga se puso de pie y empezó a pasearse por la cocina pequeña y moderna.

—Has hecho cosas estupendas en Devine Secrets —dijo Hallie—, pero tú personalmente estás cada vez peor. ¿Te has mirado al espejo últimamente?

Dana resopló.

—Es algo difícil no mirarse al espejo en mi trabajo.

—No, quiero decir si te has mirado tú, no a las clientes. Tienes unas ojeras que ni el corrector te cubriría, y hace meses que no te haces nada nuevo en el pelo.

La verdad era que últimamente no cuidaba su apariencia, lo cual no era nada bueno en una mujer cuyo aspecto y comportamiento resultaban cruciales para su negocio.

Por mucho que se esforzara o por mucho que trabajara, un sector de Sandy Bend seguiría viéndola como la muchacha alocada que era en el instituto, aunque ya hubieran pasado años.

Hallie le interrumpió los pensamientos.

—¿Por qué no te tomas un respiro durante unos días?

—¿Y quién se ocupará del negocio?

Ese era uno de los inconvenientes de no tener socios.

—El domingo y el lunes tienes cerrados. Traslada las clientes del sábado a otro día e ignora las renovaciones.

Dana se dijo que Hallie tenía razón. Se trataba de su salud mental.

—¿Hipotéticamente hablando, dónde iría?

Hallie sonrió con expresividad.

—Iremos a Chicago.

—Chicago —suspiró Dana, dando a entender que era el paraíso.

Después de graduarse en el instituto se había ido a vivir allí, había ido a la escuela de peluquería y belleza, y después había trabajado de ayudante en un elegante salón junto a la calle Oak. Siempre había tenido talento, y poco a poco ese talento le había hecho subir de categoría. Había conocido a un grupo de personas que vivía la fascinante vida nocturna de la ciudad. Mike, que había pasado de amigo a novio, había ido cada fin de semana desde Sandy Bend. En esa época, la vida era emocionante, divertida, perfecta.

Mientras Dana soñaba despierta, Hallie intentaba tocar las teclas necesarias.

—Iremos a ver los escaparates de las zapaterías de la Avenida Michigan.

Los zapatos eran uno de los pocos caprichos que Dana se permitía de vez en cuando. Y cuanto más sexys fueran, mejor. Pero le gustaba comprárselos en las rebajas. Lentamente, las palabras de Hallie fueron calándole.

—¿Has dicho «iremos»?

—¡Claro! A mí tampoco me vendría mal un descanso. Quiero decir, me encanta Sandy Bend, pero a veces se aprecia mejor cuando te vas fuera un par de días. Un fin de semana de chicas me parece estupendo.

Dana pensaba lo mismo, pero el estado de sus finanzas la devolvió a la realidad.

—Solo que no tengo dinero para gastar ni sitio donde quedarme a dormir.

Hallie sonrió.

—Fácil. La gasolina a medias. Tú ocúpate de tus comidas y yo me encargo de la habitación del hotel. Podemos quedarnos en el Almont.

—Sí, claro —el Almont era un hotel de cuatro estrellas que no estaba lejos de la zona donde Dana había trabajado—. ¿Qué vamos, a robar primero un banco?

—No. La familia de Steve son los dueños del hotel, y te puedo garantizar que nos saldrá muy barato, si no gratis.

El ser dueño de todo un hotel resultaba inconcebible para Dana, cuyo padre había dirigido el club náutico local hasta que había fallecido cuando ella contaba doce años.

—¿Una habitación gratis en el Almont? —repitió.

Hallie se echó a reír.

—El invierno en Chicago no es lo mismo que la primavera en París. A no ser que no tengan sitio por la convención, que lo dudo, en esta época del año siempre hay habitaciones. Hablaré con Steve y lo arreglaré todo.

—¿Hablando de Steve, qué le parece que te marches así?

—No hay problema —dijo Hallie con alegre confianza—. Solo le daré un par de días para que me eche de menos.

Cuando Hallie y Dana se registraron en la recepción del Almont el viernes por la noche, encontraron un mensaje esperándolas. Durante el viaje, Steve se había roto la rodilla jugando un partido de baloncesto.

Dana se había resignado a volver a Sandy Bend, pero Hallie no lo permitió. En lugar de eso, lo arregló para volver con unos parientes políticos suyos que iban a pasar su fin de semana en la casa que tenían junto al lago Michigan. Dana podría volver el domingo por la tarde con el coche de Hallie.

Dicho así había parecido muy razonable. Pero cuando Dana se vio sola en aquella elegante habitación de hotel, donde a una se le hundían los tacones en la alfombra de lo espesa que era, se dio cuenta de que no sabía qué hacer. El llamar a sus antiguas amistades sería más una tortura que un placer. Ya no podía estar al mismo nivel que ellos, y de todos modos no quería.

¿Entonces qué? ¿Pasaría la noche viendo películas en la tele y comiendo panchitos del mini bar?

—Ridículo —se dijo mientras miraba por la ventana del piso quince.

A sus pies la esperaba una ciudad que le ofrecía todo lo que una mujer imaginativa podía desear, desde la ópera a baños de vapor aromatizados con esencias y masajes con aceites esenciales. Dana cerró las cortinas como si se apartarse de la tentación. Se sentó en el sofá de rico brocado color marfil y se quitó las botas negras de punta y tacón alto. Después se sentó en la cama y abrió la cremallera de su fin de semana. Desgraciadamente, estaba todo arrugado. No debería haber dejado que Mike se llevara su juego de maletas bueno.

Él viajaría más que ella; era lo que le había dicho en referencia a la novia rica que le había parecido más útil que la esposa a la que había encandilado para que se casara con él. En ese momento sabía ya que Mike solo la había querido para una cosa.

Aunque no estaba bien por su parte, Dana aún sentía cierta satisfacción al pensar que la novia rica lo había plantado a las pocas horas de que saliera la sentencia de divorcio. El juego de maletas estaba lleno de polvo, y Mike se había quedado sin esposa, sin novia y sin dinero.

Precisamente la noche anterior habían vuelto a discutir porque él se había presentado en el salón de belleza a pedirle un préstamo.

Dana deslizó la puerta del ropero para colgar los ceñidos pantalones negros con el suéter del mismo color que se había llevado para salir de compras. Después hizo lo mismo con el provocativo vestido color esmeralda con zapato a juego que se había llevado para intentar cambiar de actitud hacia los hombres. Poco servicio le harían si sucumbía a la atracción de la televisión.

Antes de que la inercia se apoderara de ella, Dana decidió tomar una ducha y bajar a escuchar un poco de música en vivo. Al entrar en el hotel, había visto un cartel anunciando la actuación de un trío de jazz en el bar.

De pronto se le ocurrió colgar el vestido de noche en el cuarto de baño para que el vapor de la ducha le quitara las arrugas. Si iba a animarse, al menos iría vestida adecuadamente.

Se desnudó delante del espejo y, por primera vez en mucho tiempo, se miró de verdad. Tenía ojeras, tal y como le había dicho Hallie. Al volverse de lado sonrió. Parecía que todo ese duro trabajo que había realizado últimamente le había ayudado a quitarse los dos o tres kilos que le sobraban. ¿Era aquel el cuerpo que estaba dispuesta a enseñarle a un hombre? Claro estaba, suponiendo que en casa encontrara a alguien dispuesto a acostarse con ella discretamente y sin compromisos.

Dana sonrió al pensar en ello. Estaba segura de que eso sería difícil. Entre la campaña que había iniciado para demostrarle a Sandy Bend que se había convertido en una mujer de negocios en toda regla y el modo en que Mike no dejaba de ir tras de ella, la discreción sería casi imposible.

Dana abrió la ducha de hidromasaje. Cuando consiguió la temperatura adecuada, se metió y cerró las mamparas. Al momento sintió el masaje de los chorros de agua sobre los hombros y la espalda. Por primera vez en varios meses, Dana sintió que empezaba a relajarse. Echó la cabeza hacia atrás para que los chorros pudieran darle en la cabeza. Tal vez aquello no fuera mejor que el sexo, pero sin duda sobrepasaba a la tarta de zanahoria.

Cal Brewer se aflojó el nudo de la corbata mientras entraba en el bar del hotel Almont. Como estaba muy cansado, en cuanto vio un taburete vacío se sentó. Acababa de pasar tres horas sustituyendo a su padre en una fiesta de jubilación, donde habían abundado el olor a cigarro puro y los chistes malos. Como hacía poco que había pasado a ocupar el puesto de su padre de jefe de policía de Sandy Bend, bueno, interino en el caso de Cal, estaba empezando a sentir como si se hubiera metido en la vida de otra persona.

En ese momento Cal no sabía qué deseaba más, una cerveza fresca o diez horas de sueño. Llevaba una temporada echando muchas horas en el departamento de policía de Sandy Bend. Supuso que lo que no le curara la cerveza, lo haría el sueño.

La barra y las dos docenas de mesas estaban llenas. En una espaciosa alcoba con ventanales que daban a la ciudad, un grupo interpretaba jazz. No era su estilo de música favorito, pero tampoco estaba mal.

Mientras la camarera le servía la cerveza de grifo, Cal se recostó sobre la barra y se relajó. Se alegraba de haber aceptado la oferta de Steve y Hallie para pasar la noche en una de las habitaciones del hotel. En realidad, había sido sobre todo Hallie la que le había insistido para que se quedara allí. A Cal le había parecido raro que se mostrara tan insistente, pero, pensándolo bien, de ese modo estaría más fresco para conducir al día siguiente.

Además, siempre le había gustado hospedarse en el Almont. Estar allí era como entrar en una película en blanco y negro. Durante años, Steve y él habían ido allí a dormir después de ir de fiesta en la calle Rush. Claro que Steve ya no era un candidato adecuado para salir de fiesta los fines de semana.

Aún le costaba hacerse a la idea de que su mejor amigo se había casado con su hermana pequeña el año pasado, aunque ellos parecían felices. En realidad, más que eso. Cal no sabía si sentir bochorno o un poco de envidia cuando se mostraban tan cariñosos públicamente.

Sin embargo la envidia no quería decir que él quisiera una esposa. Le gustaban demasiado las mujeres como para sentar la cabeza. Y aunque el otro candidato a jefe de policía, un viejo llamado Richard MacNee, había hecho correr el rumor de que llevaba una vida disoluta, eso no era cierto. Jamás salía con más de una mujer al mismo tiempo y nunca le mentía a ninguna. ¿Acaso era culpa suya que a lo largo de los años hubiera salido con tantas mujeres? Le gustaban todas y cada una de ellas, pero sospechaba que el viejo Dick MacNee no gustaba de la compañía de otros seres humanos, ya fuera de uno u otro sexo.

El clan de los MacNee y el de los Brewer nunca habían sido amigos. Años atrás, cuando MacNee estuvo de sheriff del condado durante una temporada, y el padre de Cal había sido jefe de policía, unas acusaciones de una supuesta corrupción habían llegado a oídos del padre de Cal, quien se mostró dispuesto a dar parte a la policía del estado para que lo investigaran. La llamada nunca se había llevado a cabo. MacNee había renunciado de repente a su cargo y había montado una empresa de seguridad por su cuenta. Su hijo Richard dirigía en el presente el negocio familiar, y MacNee parecía dispuesto a ir por Cal. A Cal no le hacía gracia, pero no podía hacer mucho más que cubrirse las espaldas.

Después de hacerle una señal, la camarera le colocó delante una segunda caña de cerveza

—¿Le apetece algo más? —dijo en tono neutral pero con un brillo pícaro en la mirada.

Cal apreció el ofrecimiento, pero decidió que no le interesaba.

—De momento estoy bien.

Lo único que deseaba era una buena noche de sueño. Le dolía la cara de tanto sonreír durante la fiesta de jubilados. Estaba trabajando duro para quitar la palabra «interino» de la descripción de su puesto, lo cual significaba dar la talla a pesar de estar a trescientos kilómetros de su casa.

Cuando se estaba tomando la tercera cerveza, Cal pensó en comer algo. Apenas había desayunado, el almuerzo había sido escaso y de cena solo estaba tomando unos cuantos panchitos del bol que tenía delante. Debería comer, pero sería demasiado esfuerzo.

Mientras bebía, Cal comenzó a relajarse del todo. Sí, recordaba esa sensación y también la echaba de menos. Sabía que más tenía que ver con estar lejos de Sandy Bend que con las tres cervezas que se había metido entre pecho y espalda. Fuera como fuera, se sentía muy bien, y tenía la intención de continuar así hasta que se quedara dormido.

Después de otra canción, el vocalista anunció que harían un pequeño descanso. El rumor de la conversación aumentó, pero en Cal tuvo el efecto de desconectarlo de su alrededor. Hasta que oyó un sonido que consiguió franquear la barrera de su indiferencia: el sonido de una risa de mujer tan suave y seductora que cualquier hombre de sangre caliente que estuviera en el bar volvería la cabeza. A Cal desde luego fue lo que le pasó.

Una sonrisa asomó a sus labios. De pronto entendió el porqué de la insistencia de su hermana para que se quedara en el Almont.

Cal conocía esa risa de humo y seda. Formaba parte de un envoltorio sensual llamado Dana Devine.

Capítulo Dos

Cal empujó a un lado su cerveza y se volvió a mirar hacia la sala. Se apostaba veinte dólares a que Hallie estaba allí con Dana. Y veinte más a que habían estado esperando a que se presentara él. Paseó la mirada por las mesas buscando un par de mujeres, una rubia y la otra su hermana. Pero nadie se ajustaba a esa descripción. Miró hacia la salida, y después a los que bailaban en la pista. Cuando decidió que debía de haberse imaginado la risa de Dana la vio; entonces se preguntó cómo había podido no verla desde un principio.

Llevaba un vestido verde increíble; muy sexy, aunque apenas dejara nada al descubierto el cuerpo. Después estaba su modo de caminar, como si fuera la dueña del bar y aquella fuera su fiesta. Tal vez, solo tal vez, perdonara a su hermana por aquella bravuconada. En realidad, en su presente estado de alegría, tal vez acabara dándole las gracias. Jamás había salido con Dana, pero para bien o para mal siempre se había fijado en ella. En Sandy Bend había varias mujeres atractivas, pero ninguna tan exótica, ni con la capacidad de resultar tan endiabladamente frustrante como la señorita Devine.

Mientras calculaba sin darse cuenta su paso siguiente, si debería esperar o no a que ella se acercara a él, un hombre de cabellos canos se acercó a Dana y ella le sonrió. A Cal se le borró un poco la sonrisa de la cara.

De acuerdo, tal vez se hubiera equivocado al pensar que Hallie había engañado a Dana. O tal vez hubiera sido demasiado esperar por su parte.

Como un niño al que acababan de arrebatar su regalo de Navidad favorito, se sentó y observó a Dana abandonando la pista de baile. El tipo con el que estaba era lo bastante mayor para ser su padre. O su abuelo. Solo que Cal sabía que aquel hombre no era pariente de Dana.

Cal entrecerró los ojos mientras el hombre retiraba una silla de una de las mesas redondas donde había sentados otros cuatro hombres. No parecía un asunto de la peluquería. Lo que sí que se les veía era bien contentos de tener a Dana entre ellos.

Cal sintió curiosidad y se inclinó hacia delante, intentando pillar algo de la conversación; lo cual fue una maniobra de lo más estúpida, puesto que estaban a unos cuatro metros de distancia. Lo único que oía era su risa, cuya cadencia no lo ayudaba en absoluto a mantener la calma. Jamás había conseguido hacer reír a Dana; excepto tal vez de él.

Se volvió hacia la barra y se terminó la cerveza. Lo más sabio hubiera sido pagar la cuenta e irse a dormir; ignorar a Dana. Pero nunca había sido capaz de hacer eso. Al menos desde que había vuelto a Sandy Bend casada con Mike Henderson, el rey de los timadores. Y menos aún desde que había vuelto a estar soltera.

Dana tenía ocho años menos que él, la misma edad que su hermana, Hallie. Pero a diferencia de Hallie, Dana nunca había sido una verdadera niña. Siempre había tenido un espíritu adulto, como si hubiera experimentado antes en la vida. También era un chica ingeniosa y con propensión a meterse en líos.

Cuando ella estaba en el instituto, él ya era miembro de la brigada de policía de Sandy Bend. Lo curioso era que no recordaba haberla pillado jamás bebiendo alcohol ni con ningún tipo. Pero siempre había estado en medio de todo.

Se volvió a observarla de nuevo. Esa noche no era una excepción. Dana Devine era el centro de atención y estaba encantada. Sonreía con encanto y le brillaban los ojos con picardía. Sus admiradores se echaron a reír por algo que dijo ella.

Mientras la observaba intentó averiguar el origen de aquella tórrida, casi impaciente, emoción que lo recorría. ¿Podría ser un impulso? No, imposible. Los buenos policías no sentían impulsos. Los buenos policías eran personas estables, razonables... Cal se recordó a sí mismo que en ese momento no era policía. Era un ciudadano cualquiera, lejos de las miradas indiscretas de Sandy Bend.

La risa de Dana le llegó como el canto de una sirena. Estaba seguro de que un baile y un poco de conversación sería lo único que le haría falta para librarse de aquella obsesión. Sin duda al día siguiente se diría a sí mismo que las cervezas y el cansancio le habían llevado a hacer lo que estaba a punto de hacer. Al día siguiente pensaría en el error que había cometido cediendo a esa tentación. Observó cómo los hombres alzaban sus copas en un brindis por Dana, y a ella aceptándolo con elegancia. Le dio rabia que ella estuviera tan ajena a su presencia, cuando él no podía dejar de pensar en ella.