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Ómnibus Deseo 525 Mundos diferentesDorien Kelly Sandy Bend siempre había sentido cierta debilidad por el nuevo jefe de policía, pero nunca habría pensado que haría realidad la fantasía. Y la realidad le decía que aquella relación no podía continuar; lo que no sabía era que Cal no podía dejar de pensar en ella y en pasar otra noche loca juntos... Atracción instantáneaJacquie D'Alessandro Josh Maynard iba a seguir su viejo sueño de aprender a navegar, pero no sabía si lo iba a conseguir con aquella instructora, porque estaba claro que Lexie Webster tenía sus propios planes... que consistían en seducirlo fuera como fuera. Y él no tenía ningún problema en seguir las órdenes de su maestra. Una aventura inofensivaDarlene Gardner La abogada Tiffany Albright quería deshacerse de sus trajes de ejecutiva por unos días y divertirse al máximo. Solo le faltaba un hombre alegre que la acompañara en su liberación. Cuando Tiffany y Chance McMann se conocieron, la atracción fue instantánea, pero Tiffany se negaba a darse cuenta de que no era el tipo de hombre que ella pensaba...
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Seitenzahl: 612
Veröffentlichungsjahr: 2023
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
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28036 Madrid
© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 525 - octubre 2023
© 2003 Dorien Kelly
Mundos diferentes
Título original: The Girl Most Likely To...
© 2003 Jacquie D'Alessandro
Atracción instantánea
Título original: In Over His Head
© 2003 Darlene Hrobak Gardner
Una aventura inofensiva
Título original: One Hot Chance
Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2003
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1180-511-7
Créditos
Mundos diferentes
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Atracción instantánea
Prólogo
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Una aventura inofensiva
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Dana Devine no creía en las señales. Claro estaba, hasta que su epifanía personal le llegó en forma de una tarta de zanahoria.
—Vamos a ver si me entero —le dijo a Hallie Whitman, su mejor amiga—. ¿Crees que esta tarta que he preparado es mejor que el sexo?
Hallie dejó el tenedor sobre el plato y lo empujó hacia el centro de la mesa de la cocina de Dana.
—Tal vez sea la cubierta de nata montada...
Hallie tenía otras maneras para calentar sus noches aparte de hornear pasteles. Dana sin embargo, se había pasado la mayor parte del año intentando conseguir la galleta de chocolate perfecta. Últimamente se había pasado a las tartas.
—Sé que es difícil para ti estando recién casada. Pero imagina que te preparas un rico pastel de zanahoria cualquier día de la semana —hizo una pausa—. Ahora imagina que no has practicado el sexo desde hace... casi un año.
—Oh, Dana...
—¿Qué harías entonces? ¿Te quedarías con el pastel, o con el sexo?
—Estoy muerta, responda como responda a eso, ¿no?
Dana suspiró y se pasó la mano distraídamente por la cabeza de cabello corto y rubio.
—No puedes evitarlo; después de todo, te casaste con el hombre de tus sueños. Pero sabes lo difícil que es para los que no tenemos donde elegir. Hace ya seis meses que salió mi sentencia firme de divorcio y... y...
¡Maldita sea! ¡Estaba llorando! Dana odiaba compadecerse a sí misma. Además, no era como si echara de menos a Mike, su ex marido. Resultaba duro tener que echar de menos a un tipo que le había sido infiel desde el principio.
Hallie sacó un pañuelo de papel y se lo pasó a Dana.
—¿Estás bien?
Dana se enjugó las lágrimas con rapidez.
—Estoy bien; de verdad. Creo que estoy algo cansada —añadió al notar la preocupación de su amiga.
La vida en su ciudad natal, Sandy Bend, en Michigan, era distinta en verano que en invierno. Enclavada entre el río Crystal y las blanquecinas dunas del lago Michigan, Sandy Bend había sido «descubierta» por algunos habitantes más solventes de Chicago en busca de un lugar más relajado. En verano llegaban cada vez más visitantes de la gran ciudad. Las urbanizaciones junto a la orilla del lago habían sustituido a las casitas de campo, y las boutiques de moda a los antiguos almacenes.
Algunos lugareños resentían el flujo tanto de dinero como de domingueros, tal y como llamaban a los residentes de fin de semana. Pero Dana no estaba disgustada. Era capaz de oler una oportunidad a distancia y de diseñar el plan perfecto para aprovecharla.
Dana tenía grandes planes. Después de todo, una mujer debía labrarse un porvenir. Su plan actual ocupaba la mitad de las páginas de un cuaderno y la mayor parte de sus pensamientos. Había estado trabajando a un ritmo frenético para ampliar su salón de peluquería y estética e incluir una especie de balneario con distintos servicios para los veraneantes. Solo estaban a finales de febrero, pero a Dana le parecía que le quedaba muy poco tiempo.
Para cambiar de tema, Dana le preguntó a Hallie acerca del mural que estaba planeando para la Sala Edén, una de las varias salas que Dana le iba a añadir a Devine Secrets. Aunque en realidad eso le preocupaba bastante poco puesto que sabía que su amiga era una artista consumada.
—Necesitas distraerte un poco, Dana, centrarte en algo que no sea el trabajo —hizo una pausa—. ¿Te había dicho ya que Cal rompió con Linda Curry la semana pasada?
—Varias veces. Y deja ya de hablar de Cal o te quitaré el pedazo de pastel.
Cal era el hermano mayor de Hallie, y en algún momento Hallie había decidido que su propósito en la vida era empujar a Dana a los brazos de Cal; pero Dana prefería mantenerse bien alejada de Cal Brewer. Cada vez que estaba con él se ponía nerviosa.
—De acuerdo. ¿Cuándo fue la última vez que saliste por ahí?
Una cosa era que Dana pensara en su desastrosa vida, y otra que lo expresara en voz alta.
—¿Contando el pase de peinados de Nueva York?
—¿El del otoño pasado cuando te dio aquella intoxicación por alimentos y no pudiste salir de la habitación del hotel?
—De acuerdo, sin contar esa vez, fue cuando fui a los Grandes Rápidos a hacer las compras de Navidad.
—Ir a un lugar que está a un par de horas por carretera no me parecen unas vacaciones, pero es mejor que nada.
Dana no pudo evitar una sonrisa de complicidad.
Hallie entrecerró los ojos.
—Un momento... ¿Las navidades de qué año?
Dana se recostó hasta tocar con la cabeza el respaldo de la silla.
—Da lo mismo, Hallie.
Su amiga se puso de pie y empezó a pasearse por la cocina pequeña y moderna.
—Has hecho cosas estupendas en Devine Secrets —dijo Hallie—, pero tú personalmente estás cada vez peor. ¿Te has mirado al espejo últimamente?
Dana resopló.
—Es algo difícil no mirarse al espejo en mi trabajo.
—No, quiero decir si te has mirado tú, no a las clientes. Tienes unas ojeras que ni el corrector te cubriría, y hace meses que no te haces nada nuevo en el pelo.
La verdad era que últimamente no cuidaba su apariencia, lo cual no era nada bueno en una mujer cuyo aspecto y comportamiento resultaban cruciales para su negocio.
Por mucho que se esforzara o por mucho que trabajara, un sector de Sandy Bend seguiría viéndola como la muchacha alocada que era en el instituto, aunque ya hubieran pasado años.
Hallie le interrumpió los pensamientos.
—¿Por qué no te tomas un respiro durante unos días?
—¿Y quién se ocupará del negocio?
Ese era uno de los inconvenientes de no tener socios.
—El domingo y el lunes tienes cerrados. Traslada las clientes del sábado a otro día e ignora las renovaciones.
Dana se dijo que Hallie tenía razón. Se trataba de su salud mental.
—¿Hipotéticamente hablando, dónde iría?
Hallie sonrió con expresividad.
—Iremos a Chicago.
—Chicago —suspiró Dana, dando a entender que era el paraíso.
Después de graduarse en el instituto se había ido a vivir allí, había ido a la escuela de peluquería y belleza, y después había trabajado de ayudante en un elegante salón junto a la calle Oak. Siempre había tenido talento, y poco a poco ese talento le había hecho subir de categoría. Había conocido a un grupo de personas que vivía la fascinante vida nocturna de la ciudad. Mike, que había pasado de amigo a novio, había ido cada fin de semana desde Sandy Bend. En esa época, la vida era emocionante, divertida, perfecta.
Mientras Dana soñaba despierta, Hallie intentaba tocar las teclas necesarias.
—Iremos a ver los escaparates de las zapaterías de la Avenida Michigan.
Los zapatos eran uno de los pocos caprichos que Dana se permitía de vez en cuando. Y cuanto más sexys fueran, mejor. Pero le gustaba comprárselos en las rebajas. Lentamente, las palabras de Hallie fueron calándole.
—¿Has dicho «iremos»?
—¡Claro! A mí tampoco me vendría mal un descanso. Quiero decir, me encanta Sandy Bend, pero a veces se aprecia mejor cuando te vas fuera un par de días. Un fin de semana de chicas me parece estupendo.
Dana pensaba lo mismo, pero el estado de sus finanzas la devolvió a la realidad.
—Solo que no tengo dinero para gastar ni sitio donde quedarme a dormir.
Hallie sonrió.
—Fácil. La gasolina a medias. Tú ocúpate de tus comidas y yo me encargo de la habitación del hotel. Podemos quedarnos en el Almont.
—Sí, claro —el Almont era un hotel de cuatro estrellas que no estaba lejos de la zona donde Dana había trabajado—. ¿Qué vamos, a robar primero un banco?
—No. La familia de Steve son los dueños del hotel, y te puedo garantizar que nos saldrá muy barato, si no gratis.
El ser dueño de todo un hotel resultaba inconcebible para Dana, cuyo padre había dirigido el club náutico local hasta que había fallecido cuando ella contaba doce años.
—¿Una habitación gratis en el Almont? —repitió.
Hallie se echó a reír.
—El invierno en Chicago no es lo mismo que la primavera en París. A no ser que no tengan sitio por la convención, que lo dudo, en esta época del año siempre hay habitaciones. Hablaré con Steve y lo arreglaré todo.
—¿Hablando de Steve, qué le parece que te marches así?
—No hay problema —dijo Hallie con alegre confianza—. Solo le daré un par de días para que me eche de menos.
Cuando Hallie y Dana se registraron en la recepción del Almont el viernes por la noche, encontraron un mensaje esperándolas. Durante el viaje, Steve se había roto la rodilla jugando un partido de baloncesto.
Dana se había resignado a volver a Sandy Bend, pero Hallie no lo permitió. En lugar de eso, lo arregló para volver con unos parientes políticos suyos que iban a pasar su fin de semana en la casa que tenían junto al lago Michigan. Dana podría volver el domingo por la tarde con el coche de Hallie.
Dicho así había parecido muy razonable. Pero cuando Dana se vio sola en aquella elegante habitación de hotel, donde a una se le hundían los tacones en la alfombra de lo espesa que era, se dio cuenta de que no sabía qué hacer. El llamar a sus antiguas amistades sería más una tortura que un placer. Ya no podía estar al mismo nivel que ellos, y de todos modos no quería.
¿Entonces qué? ¿Pasaría la noche viendo películas en la tele y comiendo panchitos del mini bar?
—Ridículo —se dijo mientras miraba por la ventana del piso quince.
A sus pies la esperaba una ciudad que le ofrecía todo lo que una mujer imaginativa podía desear, desde la ópera a baños de vapor aromatizados con esencias y masajes con aceites esenciales. Dana cerró las cortinas como si se apartarse de la tentación. Se sentó en el sofá de rico brocado color marfil y se quitó las botas negras de punta y tacón alto. Después se sentó en la cama y abrió la cremallera de su fin de semana. Desgraciadamente, estaba todo arrugado. No debería haber dejado que Mike se llevara su juego de maletas bueno.
Él viajaría más que ella; era lo que le había dicho en referencia a la novia rica que le había parecido más útil que la esposa a la que había encandilado para que se casara con él. En ese momento sabía ya que Mike solo la había querido para una cosa.
Aunque no estaba bien por su parte, Dana aún sentía cierta satisfacción al pensar que la novia rica lo había plantado a las pocas horas de que saliera la sentencia de divorcio. El juego de maletas estaba lleno de polvo, y Mike se había quedado sin esposa, sin novia y sin dinero.
Precisamente la noche anterior habían vuelto a discutir porque él se había presentado en el salón de belleza a pedirle un préstamo.
Dana deslizó la puerta del ropero para colgar los ceñidos pantalones negros con el suéter del mismo color que se había llevado para salir de compras. Después hizo lo mismo con el provocativo vestido color esmeralda con zapato a juego que se había llevado para intentar cambiar de actitud hacia los hombres. Poco servicio le harían si sucumbía a la atracción de la televisión.
Antes de que la inercia se apoderara de ella, Dana decidió tomar una ducha y bajar a escuchar un poco de música en vivo. Al entrar en el hotel, había visto un cartel anunciando la actuación de un trío de jazz en el bar.
De pronto se le ocurrió colgar el vestido de noche en el cuarto de baño para que el vapor de la ducha le quitara las arrugas. Si iba a animarse, al menos iría vestida adecuadamente.
Se desnudó delante del espejo y, por primera vez en mucho tiempo, se miró de verdad. Tenía ojeras, tal y como le había dicho Hallie. Al volverse de lado sonrió. Parecía que todo ese duro trabajo que había realizado últimamente le había ayudado a quitarse los dos o tres kilos que le sobraban. ¿Era aquel el cuerpo que estaba dispuesta a enseñarle a un hombre? Claro estaba, suponiendo que en casa encontrara a alguien dispuesto a acostarse con ella discretamente y sin compromisos.
Dana sonrió al pensar en ello. Estaba segura de que eso sería difícil. Entre la campaña que había iniciado para demostrarle a Sandy Bend que se había convertido en una mujer de negocios en toda regla y el modo en que Mike no dejaba de ir tras de ella, la discreción sería casi imposible.
Dana abrió la ducha de hidromasaje. Cuando consiguió la temperatura adecuada, se metió y cerró las mamparas. Al momento sintió el masaje de los chorros de agua sobre los hombros y la espalda. Por primera vez en varios meses, Dana sintió que empezaba a relajarse. Echó la cabeza hacia atrás para que los chorros pudieran darle en la cabeza. Tal vez aquello no fuera mejor que el sexo, pero sin duda sobrepasaba a la tarta de zanahoria.
Cal Brewer se aflojó el nudo de la corbata mientras entraba en el bar del hotel Almont. Como estaba muy cansado, en cuanto vio un taburete vacío se sentó. Acababa de pasar tres horas sustituyendo a su padre en una fiesta de jubilación, donde habían abundado el olor a cigarro puro y los chistes malos. Como hacía poco que había pasado a ocupar el puesto de su padre de jefe de policía de Sandy Bend, bueno, interino en el caso de Cal, estaba empezando a sentir como si se hubiera metido en la vida de otra persona.
En ese momento Cal no sabía qué deseaba más, una cerveza fresca o diez horas de sueño. Llevaba una temporada echando muchas horas en el departamento de policía de Sandy Bend. Supuso que lo que no le curara la cerveza, lo haría el sueño.
La barra y las dos docenas de mesas estaban llenas. En una espaciosa alcoba con ventanales que daban a la ciudad, un grupo interpretaba jazz. No era su estilo de música favorito, pero tampoco estaba mal.
Mientras la camarera le servía la cerveza de grifo, Cal se recostó sobre la barra y se relajó. Se alegraba de haber aceptado la oferta de Steve y Hallie para pasar la noche en una de las habitaciones del hotel. En realidad, había sido sobre todo Hallie la que le había insistido para que se quedara allí. A Cal le había parecido raro que se mostrara tan insistente, pero, pensándolo bien, de ese modo estaría más fresco para conducir al día siguiente.
Además, siempre le había gustado hospedarse en el Almont. Estar allí era como entrar en una película en blanco y negro. Durante años, Steve y él habían ido allí a dormir después de ir de fiesta en la calle Rush. Claro que Steve ya no era un candidato adecuado para salir de fiesta los fines de semana.
Aún le costaba hacerse a la idea de que su mejor amigo se había casado con su hermana pequeña el año pasado, aunque ellos parecían felices. En realidad, más que eso. Cal no sabía si sentir bochorno o un poco de envidia cuando se mostraban tan cariñosos públicamente.
Sin embargo la envidia no quería decir que él quisiera una esposa. Le gustaban demasiado las mujeres como para sentar la cabeza. Y aunque el otro candidato a jefe de policía, un viejo llamado Richard MacNee, había hecho correr el rumor de que llevaba una vida disoluta, eso no era cierto. Jamás salía con más de una mujer al mismo tiempo y nunca le mentía a ninguna. ¿Acaso era culpa suya que a lo largo de los años hubiera salido con tantas mujeres? Le gustaban todas y cada una de ellas, pero sospechaba que el viejo Dick MacNee no gustaba de la compañía de otros seres humanos, ya fuera de uno u otro sexo.
El clan de los MacNee y el de los Brewer nunca habían sido amigos. Años atrás, cuando MacNee estuvo de sheriff del condado durante una temporada, y el padre de Cal había sido jefe de policía, unas acusaciones de una supuesta corrupción habían llegado a oídos del padre de Cal, quien se mostró dispuesto a dar parte a la policía del estado para que lo investigaran. La llamada nunca se había llevado a cabo. MacNee había renunciado de repente a su cargo y había montado una empresa de seguridad por su cuenta. Su hijo Richard dirigía en el presente el negocio familiar, y MacNee parecía dispuesto a ir por Cal. A Cal no le hacía gracia, pero no podía hacer mucho más que cubrirse las espaldas.
Después de hacerle una señal, la camarera le colocó delante una segunda caña de cerveza
—¿Le apetece algo más? —dijo en tono neutral pero con un brillo pícaro en la mirada.
Cal apreció el ofrecimiento, pero decidió que no le interesaba.
—De momento estoy bien.
Lo único que deseaba era una buena noche de sueño. Le dolía la cara de tanto sonreír durante la fiesta de jubilados. Estaba trabajando duro para quitar la palabra «interino» de la descripción de su puesto, lo cual significaba dar la talla a pesar de estar a trescientos kilómetros de su casa.
Cuando se estaba tomando la tercera cerveza, Cal pensó en comer algo. Apenas había desayunado, el almuerzo había sido escaso y de cena solo estaba tomando unos cuantos panchitos del bol que tenía delante. Debería comer, pero sería demasiado esfuerzo.
Mientras bebía, Cal comenzó a relajarse del todo. Sí, recordaba esa sensación y también la echaba de menos. Sabía que más tenía que ver con estar lejos de Sandy Bend que con las tres cervezas que se había metido entre pecho y espalda. Fuera como fuera, se sentía muy bien, y tenía la intención de continuar así hasta que se quedara dormido.
Después de otra canción, el vocalista anunció que harían un pequeño descanso. El rumor de la conversación aumentó, pero en Cal tuvo el efecto de desconectarlo de su alrededor. Hasta que oyó un sonido que consiguió franquear la barrera de su indiferencia: el sonido de una risa de mujer tan suave y seductora que cualquier hombre de sangre caliente que estuviera en el bar volvería la cabeza. A Cal desde luego fue lo que le pasó.
Una sonrisa asomó a sus labios. De pronto entendió el porqué de la insistencia de su hermana para que se quedara en el Almont.
Cal conocía esa risa de humo y seda. Formaba parte de un envoltorio sensual llamado Dana Devine.
Cal empujó a un lado su cerveza y se volvió a mirar hacia la sala. Se apostaba veinte dólares a que Hallie estaba allí con Dana. Y veinte más a que habían estado esperando a que se presentara él. Paseó la mirada por las mesas buscando un par de mujeres, una rubia y la otra su hermana. Pero nadie se ajustaba a esa descripción. Miró hacia la salida, y después a los que bailaban en la pista. Cuando decidió que debía de haberse imaginado la risa de Dana la vio; entonces se preguntó cómo había podido no verla desde un principio.
Llevaba un vestido verde increíble; muy sexy, aunque apenas dejara nada al descubierto el cuerpo. Después estaba su modo de caminar, como si fuera la dueña del bar y aquella fuera su fiesta. Tal vez, solo tal vez, perdonara a su hermana por aquella bravuconada. En realidad, en su presente estado de alegría, tal vez acabara dándole las gracias. Jamás había salido con Dana, pero para bien o para mal siempre se había fijado en ella. En Sandy Bend había varias mujeres atractivas, pero ninguna tan exótica, ni con la capacidad de resultar tan endiabladamente frustrante como la señorita Devine.
Mientras calculaba sin darse cuenta su paso siguiente, si debería esperar o no a que ella se acercara a él, un hombre de cabellos canos se acercó a Dana y ella le sonrió. A Cal se le borró un poco la sonrisa de la cara.
De acuerdo, tal vez se hubiera equivocado al pensar que Hallie había engañado a Dana. O tal vez hubiera sido demasiado esperar por su parte.
Como un niño al que acababan de arrebatar su regalo de Navidad favorito, se sentó y observó a Dana abandonando la pista de baile. El tipo con el que estaba era lo bastante mayor para ser su padre. O su abuelo. Solo que Cal sabía que aquel hombre no era pariente de Dana.
Cal entrecerró los ojos mientras el hombre retiraba una silla de una de las mesas redondas donde había sentados otros cuatro hombres. No parecía un asunto de la peluquería. Lo que sí que se les veía era bien contentos de tener a Dana entre ellos.
Cal sintió curiosidad y se inclinó hacia delante, intentando pillar algo de la conversación; lo cual fue una maniobra de lo más estúpida, puesto que estaban a unos cuatro metros de distancia. Lo único que oía era su risa, cuya cadencia no lo ayudaba en absoluto a mantener la calma. Jamás había conseguido hacer reír a Dana; excepto tal vez de él.
Se volvió hacia la barra y se terminó la cerveza. Lo más sabio hubiera sido pagar la cuenta e irse a dormir; ignorar a Dana. Pero nunca había sido capaz de hacer eso. Al menos desde que había vuelto a Sandy Bend casada con Mike Henderson, el rey de los timadores. Y menos aún desde que había vuelto a estar soltera.
Dana tenía ocho años menos que él, la misma edad que su hermana, Hallie. Pero a diferencia de Hallie, Dana nunca había sido una verdadera niña. Siempre había tenido un espíritu adulto, como si hubiera experimentado antes en la vida. También era un chica ingeniosa y con propensión a meterse en líos.
Cuando ella estaba en el instituto, él ya era miembro de la brigada de policía de Sandy Bend. Lo curioso era que no recordaba haberla pillado jamás bebiendo alcohol ni con ningún tipo. Pero siempre había estado en medio de todo.
Se volvió a observarla de nuevo. Esa noche no era una excepción. Dana Devine era el centro de atención y estaba encantada. Sonreía con encanto y le brillaban los ojos con picardía. Sus admiradores se echaron a reír por algo que dijo ella.
Mientras la observaba intentó averiguar el origen de aquella tórrida, casi impaciente, emoción que lo recorría. ¿Podría ser un impulso? No, imposible. Los buenos policías no sentían impulsos. Los buenos policías eran personas estables, razonables... Cal se recordó a sí mismo que en ese momento no era policía. Era un ciudadano cualquiera, lejos de las miradas indiscretas de Sandy Bend.
La risa de Dana le llegó como el canto de una sirena. Estaba seguro de que un baile y un poco de conversación sería lo único que le haría falta para librarse de aquella obsesión. Sin duda al día siguiente se diría a sí mismo que las cervezas y el cansancio le habían llevado a hacer lo que estaba a punto de hacer. Al día siguiente pensaría en el error que había cometido cediendo a esa tentación. Observó cómo los hombres alzaban sus copas en un brindis por Dana, y a ella aceptándolo con elegancia. Le dio rabia que ella estuviera tan ajena a su presencia, cuando él no podía dejar de pensar en ella.
Cal pagó su cuenta a la camarera, que hizo lo posible por enterarse de si iba a volver o no al día siguiente. Al menos alguien lo apreciaba. Esa sensación de no haber sido juzgado adecuadamente fue lo que le impulsó hacia la mesa de Dana. El grupo empezaba a ocupar sus puestos sobre el escenario cuando Cal se acercó a la mesa.
—¿Dando un paseo por la gran ciudad?
Al oír la inesperada voz masculina, Dana, que había estado a punto de dar otro sorbo del mejor licor de manzana de todo Chicago, vertió un poco de la bebida verdosa sobre el mantel.
Con mano temblorosa dejó el vaso sobre la mesa mientras intentaba disimular su sorpresa. No le hacía falta darse la vuelta para saber quién le estaba hablando. Dana conocía a aquel hombre de toda la vida, se lo había imaginado desnudo la mitad de ella, pero solo había conseguido charlar con él de vez en cuando.
La sorpresa de volver a verlo fue suficiente para que el corazón se le desbocara.
—Hola, Cal. Te veo...
«Tan comestible como siempre», pensó.
—Bueno —continuó Dana—. ¿Qué haces por aquí?
—Baila conmigo y te lo explicaré —dijo—. Móntate en el coche de policía.
Molesta, Dana sonrió con dulzura.
—Haces que parezca tan tentador.
—Baila conmigo... por favor —dijo con expresión de impaciencia.
—Bueno, ya que me lo pides así... —Dana se llevó los dedos a la boca y pasó la punta de la lengua por unas gotas de licor de manzana.
Cal la miró con pasión, pero Dana estuvo segura de que no se trataba de deseo, sino más bien de rabia pura y simple. Sonrió e inclinó la cabeza hacia los ocupantes de la mesa, que también sonreían.
—Caballeros, si me permiten.
Le aseguraron que no les importaba que se marchara, y Dana se puso de pie. Era bastante alta, y con los tacones parecía aún más, pero de todos modos Cal se cernía sobre ella. Dana se apartó un poco de él para poder respirar.
—¿Lista? —le preguntó él.
Ella asintió. ¿Por qué Cal Brewer parecía enfadado cada vez que hablaba con ella? No recordaba haberle hecho nada malo, excepto tal vez burlarse de él cuando era un policía novato y ella una adolescente a la que le había dado por pintarse la cara de blanco, los labios de negro y el pelo de morado. Pero eso había sido años atrás, y en realidad no había sido nada más que un modo de pasar un verano aburrido en Sandy Bend. Pero a Cal ya debería habérsele pasado. Dana lo miró y vio su expresión seca e impasible.
Y decían que las mujeres eran rencorosas.
Cuando llegaron a la pista de baile él la tomó entre sus brazos con facilidad. Por alguna razón, a Dana dejaron de funcionarle los pies. Lo pisó una vez y se disculpó, pensando que debía prestar más atención a la música. Pero en lugar de eso se puso a pensar en las casi tres copas de licor de manzana que se había bebido. Sentada, no había problema, pero cuando una se levantaba... Se sintió mareada y torpe.
Nunca había estado tan cerca de Cal; ni siquiera en la boda de Hallie y Steve, en la que Cal había sido el padrino y ella la dama de honor. Pero Dana se había marchado corriendo al baño cuando había visto que les tocaba bailar juntos. Más tarde, Hallie la había acusado de cobarde; aunque Dana prefería pensar que lo había hecho por instinto de conservación.
Y ya que en aquella ocasión lo había hecho bien, se preguntó por qué no hacía lo mismo en ese momento. Cal le hacía sentirse demasiado consciente del vacío que rugía en su interior. Un vacío que sospechaba que ni cinco licores de manzana podrían disipar.
Le pareció percibir cierto olor a cigarro puro. De tal palo, tal astilla. Durante sus días de gamberrismo, había pasado bastante tiempo sentada al otro lado del escritorio de la comisaría, escuchando una perorata de labios de Bud Brewer mientras observaba las volutas rizadas de humo grisáceo que salían de un cajón semicerrado.
De tal palo tal astilla. Esa era una de las razones por las que Cal la fastidiaba. No era la misma chica que se había metido en tantos líos, pero seguía teniendo cierta alergia a la autoridad. Aunque fuera alguien alto, musculoso y que pudiera conquistar a las mujeres con tanta facilidad. Tal vez incluso a ella. Para distraerse Dana empezó a canturrear la triste melodía que el solista interpretaba al piano.
—Tienes una voz increíble.
—Gracias.
—Es de lo más sexy.
Ella sonrió.
—Eso me han dicho.
Pasado un momento, Cal añadió:
—Así que, ¿conoces a esos hombres con los que estabas sentada?
Ella se encogió de hombros. El movimiento fue suficiente para rozar aquel pecho musculoso, y Dana aspiró hondo y se retiró un poco. ¿Cómo era posible que alguien tan impasible provocara aquella reacción en ella?
—Ahora los conozco —contestó—. Fueron juntos a la Facultad de Farmacia en los años sesenta, y cada año se reúnen en Chicago.
Cal se acercó un poco más. Dana sabía que debía apartarse, ponerse a salvo otra vez. Pero también sabía que en ese momento le faltaba voluntad para hacerlo. El calor que desprendía aquel hombre era mejor que la ducha de la habitación del hotel. Cerró los ojos mientras se permitía imaginarse a ellos dos en la ducha, tan solo cubiertos por el vaho. Su deseo aumentó al imaginarse la sensación de sus manos grandes acariciándole la piel suave y mojada hasta agarrarle el trasero y... No debía pensar esas cosas. Resultaba peligroso.
—¿Son farmacéuticos?
Ella pestañeó, intentando recordar de qué habían estado hablando. Afortunadamente, pilló el hilo enseguida, evitando así quedar en ridículo.
—Sí, son farmacéuticos. ¿Pasa algo? ¿Crees que me van a echar algo en el licor y secuestrarme después?
—Lo dudo.
A Dana le sonó como si medio esperara que lo hicieran. Y lo cierto era que a ella no le hubiera importado, con tal de poder escapar de Cal y aquellos pensamientos que de repente la atormentaban. Mentalmente hizo una lista de las razones por las cuales Cal Brewer no era el candidato adecuado para una noche de sexo apasionado.
En primer lugar era policía, y ella se negaba a practicar el sexo con un poli. En segundo lugar era el hermano de su mejor amiga. En tercer lugar... De pronto sintió que le deslizaba las manos por la espalda hasta rozarle la parte superior de las nalgas. Dana lo miró a los ojos. Su expresión era relajada, muy relajada.
Bailaron en silencio. Dana pensó que jamás había sido tan consciente de su cuerpo, del modo en que su vestido de seda le acariciaba cada centímetro de su piel, del calor de aquel cuerpo junto al suyo, y de la respuesta ardiente en su interior donde antes solo había existido el vacío. Hizo un esfuerzo enorme para no precipitarse en hacerle una oferta de la que sabía que se arrepentiría después.
—¿Estás sola en la ciudad?
No solo oyó la pregunta, sino que su voz vibró a través de todo su ser. Estaba tan a punto de decirle lo sola que estaba allí.
Claro que Cal ni lo entendería ni le importaría. El estar solo no estaba en su diccionario. Había salido con todas las mujeres disponibles de Sandy Bend. Excepto con ella.
—Sí.
—¿Has quedado con alguien?
Echó la cabeza hacia atrás y lo miró. Como siempre, su expresión era impasible.
—¿Qué es esto, la inquisición?
Él se encogió de hombros.
—Solo siento curiosidad por saber qué estás haciendo aquí.
Lo de la curiosidad lo entendía. Ella sentía curiosidad por conocer el calor de sus labios, por ver cómo reaccionaría si lo invitaba a su habitación a vivir una noche de amor desenfrenado.
Pero Dana tenía que escapar de él; de modo que le respondió como si hubiera estado hablando con su padre.
—Mira, ha sido estupendo vernos, pero estoy muy cansada y necesito volver a mi habitación.
Sin decir nada, Cal la acompañó hasta el borde de la pista. En cuando pudo, Dana escapó de él. Se despidió de sus amigos los farmacéuticos, agarró su bolso y se dirigió a toda prisa hacia los ascensores.
Mientras avanzaba, se felicitó a sí misma por haberlo hecho tan bien. El quemar energía en horizontal con él hubiera sido tan inteligente por su parte como ponerse a jugar con una caja de explosivos. ¿Entonces por qué se sentía tan desdichada? Aminoró el paso mientras se quedaba pensativa. Lo cierto era que siempre había sido una mujer con afición a los fuegos artificiales. Sin embargo, esa vez había ido a lo seguro. Y aunque su maniobra había sido de lo más inteligente, también resultaba tremendamente aburrida.
—Dana...
Cal la había seguido... Dana se alarmó y emocionó al mismo tiempo. De modo que en lugar de dirigirse a los ascensores fue directamente al lavabo de señoras. Cuando se cerró la puerta, respiró aliviada; se sentó en una elegante butaca de tapicería floreada.
En ese momento la puerta se abrió y entró Cal.
—Estás loco —dijo Dana al verlo.
Él la ignoró mientras comprobaba a ver si había otras mujeres en los retretes. Al momento emergió con expresión satisfecha al ver que estaban solos.
—Qué bonito servicio tenéis las mujeres —comentó mientras observaba el tocador con sus espejos y los botes de perfume y crema de manos que descansaban sobre la superficie lacada.
Ella evitó mirarlo a los ojos.
—Claro que parece que no tenemos demasiada intimidad aquí dentro.
Cal se echó a reír mientras se acomodaba en el pequeño canapé a juego con la butaca donde estaba Dana.
—Yo creo que tenemos bastante intimidad.
—Me refería a las mujeres en general, no a nosotros dos.
—¿Quieres decirme por qué me has dejado tirado en la pista de baile? —al ver que se quedaba callada, Cal continuó—. No estoy acostumbrado a que me traten como si tuviera la peste —dijo en tono seco.
—No se trata de ti —contestó.
—¿De verdad? Yo siempre he creído que sí. Cada vez que me acerco a ti, te pones a la defensiva.
Dana se encogió de hombros, fingiendo una despreocupación que no sentía. No quería mantener una conversación con Cal; no deseaba participar en aquella situación tan tentadora e íntima.
—Eso te lo imaginas tú —dijo, a pesar de que nunca le hubiera considerado como un hombre imaginativo; después de todo, era policía.
Cal se puso de pie.
—Mira, no creo que tarde mucho tiempo en entrar alguien. Solo quería disculparme por preguntarte por qué estabas en Chicago. No es asunto mío y lo sé. Se me ha metido en la cabeza que Hallie tenía algo que ver con esto y que me había tendido una trampa otra vez. Hizo todo lo posible para que yo pasara la noche aquí, y...
Dana era una mujer avispada e inteligente. Sin duda de no haber sido por los licores de manzana se habría dado cuenta antes... Hallie Whitman era la reina de los planes.
—Vine aquí con tu hermana —reconoció—. Pero de habérseme ocurrido antes que su intención era juntarnos, me habría quedado en Sandy Bend hasta que me salieran canas.
—¿Y dónde está Hal? —preguntó él.
—Steve se ha hecho daño en la rodilla y tuvo que volver a casa.
—Sí. Lo creeré cuando lo vea con las muletas.
Dana se puso de pie y se alisó el vestido. Mientras lo hacía notó que la mirada de Cal seguía los movimientos de sus manos como una caricia. El pensar en ello le hizo experimentar una sensación de calor que la recorrió de arriba abajo.
—¿Crees de verdad que Hallie se inventaría algo así? —preguntó Dana con voz temblorosa.
—Ha hecho cosas peores.
Dana no podía discutirle eso. Le tendió la mano.
—¿Paz?
Cal le tomó la mano. De nuevo, Dana sintió cómo su voluntad la abandonaba.
—¿Y si firmamos el final de las hostilidades?
—Bien —retiró la mano y fue hacia la puerta.
Cal se la abrió y salió con ella.
—Buenas noches, señoras —le dijo al grupo que había estado a punto de entrar.
—Estoy segura de que creen que acabamos de hacerlo —dijo Dana mientras caminaban hacia los ascensores.
Cal se echó a reír.
—Y yo estoy seguro de que si lo hubiéramos hecho, no habría sido el primer buen rato que ha visto ese baño.
«Si lo hubiéramos hecho...» La posibilidad provocó a Dana, resultándole su imagen tan clara y tentadora que de pronto no podía pensar en otra cosa.
Esperaron en silencio hasta que llegó el ascensor. Dana entró casi a regañadientes.
Cal se unió a ella, presionó el botón del piso diecinueve y después la miró con expresión interrogante.
—Quince —dijo Dana.
—Espero que te lo pases muy bien mañana —comentó Cal mientras subían.
—Gracias. ¿Te quedas por aquí?
—No, me marcho por la mañana. Necesito subir a mi refugio.
Aunque nunca había pensado en pasar el día con él, Dana sintió de pronto cierta decepción.
—Pues que te diviertas.
El ascensor se detuvo y las puertas se abrieron. Dana sonrió superficialmente.
—Bueno, ha sido... interesante.
Él le devolvió la sonrisa, pero de pronto se puso serio.
—La próxima vez que me veas en Sandy Bend, no te cruces de acera.
—Yo no...
—Sí que lo haces, pero no tienes por qué hacerlo —se inclinó hacia delante y le dio un beso en la mejilla.
La voluntad de Dana estuvo a punto de desaparecer. Podría hacerlo. Podría invitarle a su cuarto, pedirle que se ocupara de aquel fuego que había nacido entre ellos, y que se olvidara de todo al día siguiente. Podría. Solo que no tenía agallas para hacerlo.
Salió de la cabina.
—Bueno, adiós.
—Nos veremos por ahí.
El ruido de las puertas cerrándose se repitió en su ánimo. Acababa de tirar por la ventana la oportunidad de vivir una fantasía. ¿Acaso había perdido el juicio?
Se dio la vuelta y metió el brazo por el hueco, obligando a las puertas a que se cerraran.
—¡Espera!
—Estoy esperando —dijo Cal, mientras presionaba el botón para que se abrieran las puertas.
—Yo... bueno, me preguntaba si te gustaría venir a mi dormitorio a tomar una copa —se olvidó del resto de sus dudas y continuó con valentía—. O algo más.
La alarma del ascensor empezó a sonar, pero Cal se quedó allí, mirándola con naturalidad.
—¿O algo más?
Ella asintió.
—¿Estás segura de ello? —le preguntó mirándola a los ojos.
No estaba segura de nada. Pero si no lo hacía, estaba bien segura de que se volvería loca.
—Desde luego —dijo, tragando saliva.
Él sonrió de medio lado, como si hubiera notado su nerviosismo, pero no comentó nada.
—Deja que suba un momento a mi habitación.
Demasiado cortada para hablar, Dana asintió de nuevo y salió al pasillo. Ya estaba; lo había hecho. Había lanzado los dados. Algo más aliviada, se dio la vuelta para ir a su habitación.
—¿Dana?
Volvió la cabeza. Cal sonreía con aquella sonrisa suya tan encantadora.
—El número de tu habitación. Dámelo.
—Quince doce.
Cal sonrió aún más, y sin poderlo remediar Dana le devolvió la sonrisa.
—Nos vemos dentro de un momento —dijo Cal.
Dana supo con toda seguridad que habría muerto de emoción para cuando llegara Cal.
A Cal le sorprendió que su hermana, que siempre olvidaba encender su teléfono, contestara enseguida cuando la llamó al móvil.
—¿Entonces es la rodilla izquierda otra vez? —le preguntó, refiriéndose a Steve—. ¿O te lo has inventado todo?
Su hermana no perdió comba.
—Hola, Cal. ¿Qué clase de pregunta ha sido esa?
Sonrió mientras se sentaba en el borde de la cama donde no tenía intención de dormir esa noche.
—Una bastante buena, teniendo en cuenta que...
Hallie gruñó.
—Es la rodilla derecha la que se ha destrozado, y aquí tengo a Steve con un bonito camisón verde de hospital.
Cal oyó la voz de Steve de fondo.
—Es horroroso, y la televisión está rota.
—Dile que me pasaré el lunes, en cuanto esté en casa para recuperarse. Y, Hallie, no funcionó.
—¿El qué no funcionó? —respondió tras una pausa significativa.
—El intentar juntarme con tu amiga Dana.
—¿Has visto a Dana? No tenía ni idea de que...
—Buen intento. La vi, nos saludamos y ese fue el final de la historia.
Su historia estaba diseñada para protegerlos a los dos del cotilleo. En Sandy Bend había una hora del día en el Café de la Esquina dedicada al cotilleo, y sus legendarias actividades con el sexo opuesto les habían dado ya tema suficiente sin tener que mezclar el nombre de Dana.
—Bueno, pues entonces...
—Entonces nada —dijo Cal mientras se pasaba la mano por el cabello húmedo; se había dado una ducha para quitarse el olor a cigarro puro—. Soy capaz de buscar una mujer yo solito.
Ella se echó a reír.
—De eso nunca ha habido duda. Lo que importa es si eres capaz de quedarte con alguna más de un mes.
—Déjalo ya, Hal.
—Yo no he dicho que haya tenido nada que ver —señaló.
—No hace falta que lo confieses. Sé lo meticona que eres.
—¿A qué viene eso?
Le relató los tres primeros ejemplos que se le ocurrieron
—Acuérdate de la fiesta de parejas antes de tu boda, de tu banquete de bodas, del primer día después de volver de tu luna de miel...
Su hermana se echó a reír.
—De acuerdo, de acuerdo, está bien.
—Cuida de Steve, ¿vale?
—Vale, pero si te vuelves a encontrar con Dana por casualidad...
—Adiós, Hal —Cal cortó la conversación y se guardó el teléfono, satisfecho de haber despistado a su hermana.
Se miró al espejo un momento. No sabía qué combinación de destino y locura se habían unido para empujarlo en brazos de Dana Devine, pero pensaba disfrutar de cada momento. Que no se dijera que Cal Brewer no sabía lo que era el paraíso cuando lo tenía delante.
Cuando Dana oyó que llamaban a la puerta, se volvió de espaldas a la radio en la que acababa de sintonizar una emisora de jazz. La agradable sensación de los tres licores de manzana empezaba a disiparse un poco, pero no lo suficiente como para echarse atrás.
Se asomó por la mirilla. Cal se había duchado. Su cabello, aún húmedo y negro como el azabache, se rizaba descontroladamente. También se había cambiado a unos pantalones vaqueros y una camisa. Sin más demora, Dana quitó la cadena y abrió la puerta.
—Hola —dijo, y lo invitó a pasar.
En aquel momento que ya no tenía los tacones puestos, se dio cuenta de que Cal era mucho más alto que ella. Y también que estaba más nerviosa que antes.
—Espero no haber tardado mucho —dijo mientras ella cerraba la puerta y echaba la cadena.
—No... no, en absoluto —tartamudeó—. ¿Te apetece beber algo?
Dana empezó a buscar en la pequeña nevera antes de que Cal pudiera contestarle.
—Creo que tengo... agua mineral, cerveza de importación... y algo de vino blanco —dijo sin darse la vuelta, puesto que aún no estaba lista para mirarlo.
—¿Dana?
Dana miró la lata de panchitos y la chocolatina. Ninguna de las dos cosas necesitaba estar en la nevera.
—¿Vas a salir de ahí pronto?
A Dana no le quedó más remedio que darse la vuelta. Cal le sonreía.
—Eso está mejor —la apartó con delicadeza y sacó un agua mineral para él—. ¿Y a ti que te apetece?
—Lo mismo.
Mientras él sacaba el agua, se acercó a la ventana, retiró las cortinas y se quedó mirando las luces de la ciudad. Al momento Cal se acercó a ella y le ofreció el agua.
—Qué bien.
—¿Qué bien qué?
—Se ve un pedazo de cielo —dio un sorbo de agua y sonrió. Supongo que soy bastante de pueblo como para que me guste ver cada noche las estrellas.
—Pues aquí no se ven.
—Pero Chicago tiene también sus ventajas —Cal la miró y levantó el vaso para brindar con ella.
—Gracias —dijo en tono débil.
¿Dónde estaban la rapidez mental y la genialidad con las que siempre había contado?
—¿Te gustaría sentarte... o algo?
Hizo una mueca al darse cuenta de que había dicho lo mismo que antes. Parecía que esa coletilla se le había pegado.
—Claro —Cal fue al canapé que estaba mirando hacia la televisión—. Espera un momento.
Colocó el pequeño sofá mirando hacia la ventana. Después encendió la lámpara de la mesilla de noche y apagó las demás luces.
—Mejor —dijo mientras retiraba la botella que había dejado sobre una mesa; después se sentó—. ¿Quieres sentarte conmigo?
Dana no estaba segura de lo que había esperado, pero desde luego no era eso.
—Claro.
Cal estiró sus largas piernas. Parecía tan relajado como ella tensa.
—¿Sabes? —dijo Cal dejando en el suelo el vaso de agua—. He estado pensando por qué huyes de mí cada vez que estamos cerca el uno del otro.
—¿De verdad? —respondió Dana en tono despreocupado, para evitar ahondar en el tema.
Él asintió.
—Es como la foto tuya que tienes colgada en la peluquería.
Era una foto que se había hecho cuando había trabajado en Chicago. En la foto, ella aparecía desnuda, de espaldas, y a su lado había un hombre tan negro como blanca era ella. Una franja estrecha de seda negra unía sus cuerpos.
—Te acercas a mí por la misma razón por la que elegiste esa foto para tu salón. Es como si retaras al resto del mundo a opinar.
Ella dio un sorbo de agua.
—La mejor defensa es una buena ofensa.
—Solo necesitas una defensa si intentas protegerte.
Ella contestó sin pararse a pensar.
—Muy inteligente, Brewer, pero no creo que hayas venido aquí a hacer un psicoanálisis.
—Eso es exactamente lo que yo quiero decir. ¿Crees que en este momento, aquí, podrías relajarte un poco?
Dana quiso levantarse para distanciarse un poco de él, pero Cal le agarró del brazo.
—De acuerdo, lo dejaré.
—Ven acá —tiró de ella hasta que Dana apoyó la cabeza sobre su hombro derecho—. Relajémonos y disfrutemos de la noche y de las vistas.
Durante un rato ninguno de los dos habló. Ella escuchó la cadencia de su respiración, los latidos de su corazón, y aspiró el aroma limpio de su cuerpo que la envolvía.
Según iban pasando los minutos allí junto a él, a Dana se le iba acelerando el ritmo del corazón. Quería que pasara algo, cualquier cosa, pero no se le ocurría nada para iniciar la acción. Sus días de seductora quedaban lejos ya. Además, el pensar en tomar la iniciativa con Cal no le pareció bien.
—¿Qué te ha traído por Chicago? —dijo para intentar tranquilizarse.
Él se movió un poco y colocó su mano izquierda sobre la de Dana, que estaba pegada a su muslo. Dana sintió un calor por dentro.
—Vine a una fiesta de jubilados. Uno de los antiguos compañeros de mi padre se jubila de la policía de Chicago. Mi padre está en Arizona y no tiene intención de regresar, de modo que yo he venido en representación de la familia —hizo una pausa—. Además, necesitaba salir un poco de Sandy Bend. No siempre es fácil vivir allí.
—Sobre todo cuando hay alguien en el periódico que se adelanta a todos tus movimientos —comentó a Dana, refiriéndose al competidor de Cal para el puesto fijo de jefe de policía.
—Bueno, MacNee me puso nervioso durante unas semanas, pero ya me estoy acostumbrando a sus artimañas.
—MacNee siempre ha sido un cretino pomposo. Nadie le hace ni caso.
Cal suspiró con fastidio y se llevó la mano de Dana a los labios para darle un beso.
—¿Por qué no dejamos Sandy Bend donde está?
—Me parece bien —dijo Dana más relajada.
Una suave música de jazz sonaba de fondo mientras charlaban sobre los lugares favoritos de Dana en Chicago y sobre las aventuras y desventuras de Cal y Steve cuando habían ido a la ciudad. Pasado un rato se quedaron un momento en silencio, hasta que Cal dijo:
—Te voy a besar.
Ella se volvió a mirarlo. Al ver que sonreía, sonrió también.
—¿Hay alguna razón por la que te sientas inclinado a avisarme?
—Solo te estoy dando la oportunidad de decir que no.
—Estaba pensando más bien en decirte que sí.
—Es lo mejor que he oído en mucho tiempo.
Le agarró la cara con una mano. Entonces empezó a besarla con suavidad y pasión, sin timidez alguna. En realidad Cal no tenía nada de tímido. Decía lo que pensaba y según parecía besaba sin inhibiciones. De modo posesivo, pero sin avasallar, aquel era seguramente el mejor beso que le habían dado en su vida. Aunque también era cierto que hacía mucho tiempo que un hombre no la besaba.
Dana se movió con impaciencia y le acarició el labio superior con la punta de la lengua. Cal sabía a pasta de dientes de menta y a hombre caliente. Quería estar más cerca de él, pero el corte del vestido se lo impedía. Como si Cal le hubiera leído el pensamiento, le echó las manos a la espalda y empezó a bajarle la cremallera lentamente. Con los ojos cerrados, apoyó la frente contra la suya mientras le deslizaba las puntas de los dedos por el centro de la espalda.
Cuando le retiró la parte superior del vestido, se estremeció al oír la exclamación de aprobación de Cal al ver sus pechos desnudos. Mientras sacaba los pies del vestido de seda verde que estaba ya en el suelo, Cal y ella se miraron a los ojos. Estaba casi desnuda, excepto por las braguitas negras, las medias negras y el liguero del mismo color.
—Ven aquí —le dijo él en tono ronco.
—Primero quítate la camisa.
Sin discutir, él se quitó la camisa y la lanzó sobre el vestido. Entonces Dana se quedó sin aliento. Supuso que en algún momento habrían coincidido juntos en la playa, pero desde luego no recordaba haber visto nunca algo tan magnífico como aquel torso musculoso.
—¿Algo más? —preguntó él.
Si continuaba así terminaría perdida. Dana sacudió la cabeza.
—Entonces ven aquí —dijo, y le tendió la mano.
En tres pasos Dana se plantó delante de él. Cal le acarició la parte de arriba de los muslos.
—Sabía que serías preciosa, pero esto...
Ella le hundió las manos en la mata de pelo húmedo y rizado mientras él le acariciaba primero la cintura, y continuaba subiendo hasta rozarle el lado de uno de sus pechos, para repetir el mismo movimiento con la otra mano. Dana aspiró y se estremeció mientras notaba un calor que le subía desde el pecho hasta la cara. No era vergüenza, sino deseo; un deseo muy fuerte.
Se apartó de su lado y se arrodilló junto a él en el pequeño sofá. Entonces colocó las manos sobre los hombros de Cal y se sentó a horcajadas encima de él.
No le sorprendió que él supiera lo que ella deseaba sin tener que pedírselo. Sin aviso previo, él empezó a lamerle un pezón. Dana estaba tan sensible que empezó a gemir.
—No pares.
—Ni en sueños —respondió él en el mismo tono ronco y sensual.
Había anhelado tanto aquello que sabía que estaba muy cerca de perder el control. Entonces Cal le echó un brazo a la cintura y la otra mano se la metió debajo de las braguitas y la tocó donde hacía mucho tiempo que no la tocaba un hombre. Dana echó la cabeza hacia atrás y se deleitó con las placenteras sensaciones que le proporcionaban sus dedos expertos. Deseaba prolongar el placer, continuar disfrutando, pero sintió que estaba perdiendo el control
—No pasa nada —le susurró Cal—. Disfruta.
En realidad no tenía elección; su cuerpo le marcaba un ritmo propio. Enseguida, Dana se arqueó y se estremeció violentamente.
No sabría decir cuánto tiempo había pasado abrazada, húmeda y saciada entre los brazos de Cal cuando él le preguntó:
—¿De vuelta a la tierra?
—Creo que sí.
—Bien —contestó en voz baja.
Después de depositarla en el sofá, Cal se acercó a la cama y retiró la colcha. Entonces la levantó en brazos y la dejó sobre el colchón con una facilidad que la dejó impresionada.
Entonces procedió a desnudarse con una determinación que le dejó sin aliento. Cuando terminó, se inclinó sobre ella y le quitó las medias, el liguero y las braguitas con rapidez. Sin perder ni un segundo, las lanzó descuidadamente sobre una silla.
—¿Estás bien?
Ella lo miró de arriba abajo y se dio cuenta de que él debía de haber percibido la sorpresa en sus ojos. Todo él era grande y bello.
—Mmm, tal vez necesite un momento para recuperarme.
—Treinta segundos y serás toda mía.
—Estaré lista en diez —le ofreció después de su primer beso.
Pero Dana mentía; estuvo lista en menos de cinco segundos.
Dana dormía con una confianza que Cal sospechó que jamás había visto en ella despierta. Supuso que en eso se parecerían.
Estaba boca abajo, con un brazo por encima de la cabeza y el otro debajo de la almohada.
Con cuidado de no despertarla, Cal se incorporó y apoyó la espalda sobre el cabecero. Tiró de la sábana suavemente hasta la parte alta de los muslos. La luz que se colaba por las cortinas entreabiertas le acariciaba la curva de su trasero, la suave extensión de su espalda.
Incapaz de resistirse, Cal se deslizó un poco para poder palparle suavemente cada vértebra bajo la piel color marfil. Había algo tan significativo en aquella parte tan vulnerable de su cuerpo, algo a lo que se sentía muy unido, a pesar de que ella no fuera suya.
Con ese pensamiento, la realidad quería derribar las defensas que había levantado entre ellos dos y el mundo. Después lo esperaban la culpabilidad y el pesar por haberse permitido aquella libertad; y la pena porque ya no podría volver a tenerla. Pero hasta el amanecer planeaba hacer lo posible por evitar lo inevitable. Incluso hasta más tarde, si era posible.
Se inclinó hacia delante y empezó a besarle los omóplatos, para continuar hasta la cintura y finalmente hasta la exuberante curva de sus nalgas. Ella se movió, murmuró algo y después terminó de despertarse.
Se volvió de espaldas y lo miró, pero no dijo nada. Él quería ofrecerle algo, algunas palabras que expresaran lo que ella le hacía sentir, pero nunca se le había dado bien expresar sus pensamientos de un modo que agradase a las mujeres.
Vio la duda reflejada en sus ojos color avellana. Cal le retiró un suave mechón de pelo de la sien y la besó allí también.
Ella le abrió los brazos y él la abrazó de buena gana. Ese sería su modo de decírselo. Así ella entendería lo increíble que le parecía. Cal supo que lo sentiría.
La ciudad se despertó. El ruido de los autobuses se mezclaba con el de las bocinas de los automóviles. Dana quería olvidarse del día, pero sabía que no podía. Abrió los ojos y estudió a Cal. Era muy apuesto y masculino. Aunque ya había perdido el bronceado del verano, su piel conservaba aún una tonalidad dorada. Tenía un cuerpo esbelto y fuerte, y sobre todo poseía una ternura en la que no se atrevía a pensar.
El matrimonio la había marcado; le tenía miedo a la intimidad. Entre lágrimas y acusaciones, Dana había jurado que no volvería a mantener una relación sentimental con otro hombre. Además, no tenía ni tiempo ni ánimo para hacerlo.
Y aunque estuviera buscando una relación seria, estaría loca si pensara que Cal Brewer tenía interés en ella más allá de aquel tórrido encuentro. Los oficiales públicos tendían a mantenerse apartados de mujeres con un pasado como el suyo. Aunque fuera solo eso, el pasado, tenía demasiados secretos, demasiadas noches locas a sus espaldas como para liarse con Cal.
En el instituto, el hijo de Richard MacNee, había hecho correr el rumor de que había estado haciendo el amor con ella en los vestuarios de la pista de baloncesto. Pero lo único que había conseguido de ella había sido que ella le diera un puñetazo en la nariz por intentar sobarla. Sin embargo, todo el mundo creía al empollón de Dickie júnior y nadie a Dana, la rebelde de la clase.
Dana se levantó de la cama y fue hacia la ducha. Mientras el agua le golpeaba suavemente la cabeza y la espalda, Dana apoyó las manos sobre la pared de baldosas. El haber metido la pata no era nada nuevo; solo que no recordaba la última vez que había cometido una equivocación tan grave. Agachó la cabeza mientras la terrible y nauseabunda sensación se instalaba en su estómago. ¿Por qué había pensado que estaba lista para desconectar emocionalmente y compartir algo tan íntimo como su cuerpo?
Necesitaba terminar con aquello allí, en Chicago. Antes de que le diera la tentación de pedir más.
Dana cortó la ducha y se secó, para seguidamente ponerse el vestido de la noche anterior que había dejado colgado de la percha.
En la habitación, Cal continuaba durmiendo. Se sentó en una butaca y lo observó. Entonces él abrió los ojos y su mirada penetrante buscó la suya inmediatamente.
—¿Llevas mucho rato despierta?
Ella sacudió la cabeza.
—No tanto. Solo lo suficiente para darme una ducha rápida.
—Supongo que no puedo convencerte para que vuelvas a meterte en la cama, ¿verdad?
Podría, pero no sería bueno para ninguno de los dos. Dana se puso de pie y miró el reloj.
—Pensé que tenías que volver a casa. Y yo tengo que hacer unas compras —señaló en dirección a su ropa.
—¿Entonces has terminado conmigo? —le preguntó Cal en tono seco—. Me quieres tirar como se saca la basura por la mañana, ¿no?
Dana se echó a reír pero le salió un sonido tenso.
—Vamos, Cal, no te pongas tristón. Ambos conocemos la situación. No estoy en tan buena posición para continuar con esto, lo que haya sido, que tú. En realidad, no espero siquiera a que me invites a un café cuando estemos en Sandy Bend. Tal vez hayamos salido del pueblo un rato, pero es hora de aceptar la realidad.
Cal se sentó y se bajó de la cama, y Dana se permitió solo una mirada para apreciar lo hombre que era. ¡Y también lo enfadado que estaba!
—¿Entonces qué he sido para ti? ¿Una pequeña vía de escape?
Dana tragó saliva y se estremeció. Había vivido demasiadas escenas feas con Mike y tenía miedo de que Cal no se marchara tranquilamente.
—Solo estoy diciendo lo que tú eres demasiado educado para decir.
Al ver la cara de sorpresa de Cal, Dana se dio cuenta de que aquello lo había afectado. Fue hacia la butaca y empezó a buscar su ropa.
—Tengo la ligera impresión de que me has utilizado para practicar el sexo. Y que sepas que no me hace ninguna gracia.
—Somos dos adultos que hemos querido...
—Déjalo. Yo nunca he utilizado a una mujer para aprovecharme sexualmente de ella. Nunca —repitió en tono rotundo.