La peor elección - Dorien Kelly - E-Book
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La peor elección E-Book

DORIEN KELLY

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Beschreibung

Amor en una ciudad pequeña. Hallie Brewer salió de su ciudad natal con la promesa de no volver jamás. Pero ahora que había vuelto sabía que le iba a costar mucho convencer a la gente de que ya no era el torbellino que había sido de niña. Y lo único que ella deseaba era que su amor de la adolescencia la viera como algo más que la Horrible Hallie.

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Seitenzahl: 150

Veröffentlichungsjahr: 2020

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Dorien Kelly

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La peor elección, n.º 1390- marzo 2020

Título original: The Girl Least Likely To...

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-967-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

A HALLIE Brewer le gustaba pensar que era una mujer sofisticada, tranquila, segura y cauta. Claro que también le gustaba creer que no se le veían las pecas de la nariz y que el pelo no se le volvía fosco con la humedad, pero un vistazo al retrovisor le demostró que no era así.

Para colmo, el aire acondicionado se había estropeado en Nevada y ella había perdido el valor allá por Chicago. ¿Quién había dicho que no se podía volver a casa? Claro que se podía, pero nadie le aseguraba a uno que fuera a ser fácil. Desde luego, para ella no lo estaba siendo.

Pasó junto a un letrero en el que se leía «Sandy Be d le da la bienvenida». La n de Bend se había caído cuando estaba en sexto curso y todavía seguir sin reemplazarse. También seguía allí la banderita con el ¡BANG! en el viejo tanque de enfrente del colegio.

Hallie supuso que debería reconfortarla encontrar que determinadas cosas nunca cambian, pero por eso precisamente no había vuelto allí en siete años. Tal vez, aunque ella se empeñara en pensar que había cambiado, no hubiera sido así. Volver a Sandy Bend era la prueba de fuego para saber si bajo su nuevo exterior deslumbrante seguía habitando la Hallie la horrible de Sandy Bend.

Aquella Hallie la horrible que incendió el centro de ocio mientras lo pintaba.

Aquella Hallie la horrible que, por lo menos, una vez cada verano hundía alguna embarcación y perdía la parte de arriba del biquini en el proceso.

Aquella Hallie la horrible a la que los chicos tenían por un chicazo y a la que las chicas insultaban.

No habría imaginado nunca que tendría que volver de California a Michigan y, desde luego, estaba decidida a no quedarse ni un minuto más de lo estrictamente necesario.

Sandy Bend yacía entre el lago Michigan y el ancho y caudaloso río Crystal, así que aunque hubiera querido no habría podido crecer. De allí había salido corriendo inmediatamente después de la graduación. Afortunadamente, estaba llena de turistas porque estaban a mediados de junio.

Hallie aparcó en uno de los pocos sitios vacíos que había en Main Street. Se peinó y se maquilló un poco para darse ánimos.

Salió del coche con cautela y se escondió entre una muchedumbre de viandantes. Cuanto más tiempo pudiera pasar desapercibida, mejor.

«No eres la misma persona», se aseguró andando hacia el centro.

Se percató de que habían puesto una tienda de ropa muy bonita donde solía estar la ferretería y que la farmacia había desaparecido para dar paso a una cafetería moderna. Parecía que ni siquiera Sandy Bend podía escapar al progreso.

—¿Hallie? Hallie Brewer, ¿eres tú?

Estupendo.

Hallie observó a la mujer que tenía enfrente. Olivia Hawkins había sido siempre una mujer muy pequeña, pero ahora ya era casi enana. Aun así, tenía mucho carácter y había que tener cuidado con ella.

—Sí, señora Hawkins, soy yo —contestó educadamente.

—Vaya, a ver si traes un poco de vida a la ciudad —apuntó la mujer—. Todavía recuerdo la que armaste hace unos años en el baile…

—Hace doce años de eso, señor Hawkins. Hace mucho tiempo…

—Sí, sí, pero fue buenísimo cuando sustituiste el ponche por ketchup y agua…

Lo había hecho en un momento de desesperación total. Pocos minutos antes de que comenzara el baile, se había dado cuenta de que sus hermanos habían descubierto el ponche que creía haber escondido.

—Nunca había visto a la gente tirarse el ponche a la cara.

Se acabaron los recuerdos. Si a la señora Hawkins se le ocurría ponerse a recordar todas las locuras que había hecho, se podían quedar allí todo el día.

—Me alegro mucho de haberla visto, señora Hawkins. Cuídese.

—¿Y te acuerdas de aquella vez que…?

Hallie le dijo adiós con la mano y se metió en la riada de gente que avanzaba por la acera. Al llegar a la comisaría de policía, entró.

Llamarlo comisaría era un poco exagerado ya que era tan solo un despacho con dos mesas. Con los pies apoyados en una de ellas, dormitaba un agente que tenía una revista encima de los ojos para que no le diera la luz.

Casi daba pena despertarlo, pero eso era exactamente lo que iba a hacer porque se había recorrido la mitad del país para hacerlo.

—Explícame esto —dijo arrojando sobre la mesa un recorte de periódico.

La revista con la que el agente se había tapado la cara salió volando por los aires y su hermano Mitch se puso en pie de un respingo.

—¿Hallie? ¿Qué haces aquí?

—Quiero una explicación —insistió señalando el titular.

Su hermano mayor abrió y cerró la boca dos veces y no dijo nada.

—A ver, aquí dice «El jefe de policía Brewer pasa por quirófano».

—Bueno, no es para tanto…

—¿Tampoco es para tanto que me haya tenido que enterar por la prensa también de que han operado a papá del corazón?

Mitch se pasó los dedos por el pelo, lo que en el lenguaje de los Brewer era un SOS.

—Papá no quería preocuparte, no quería que tuvieras que gastarte el dinero en venir… Por cierto, ¿has crecido o algo?

Más bien algo. Hallie era una mujer que se había desarrollado tarde y las curvas que tanto había ansiado no habían llegado hasta el segundo año de carrera. Mejor tarde que nunca.

—Se llaman pechos, Mitch.

—Hallie, que soy tu hermano —se sonrojó Mitch.

—Sí, y papá es mi padre. ¿Por qué Cal o tú no me habéis dicho nada?

Mitch dio un paso atrás aunque era más alto y más fuerte que ella.

—Solo ha sido un pequeño infarto. La prima Althea lo está cuidando…

Maldición. Althea Brewer Bonkowski era la prima de su padre y una mujer especial. Ahora Hallie ya sabía quién le había mandado el recorte de prensa por correo.

—¿Ha dejado la comuna?

Mitch sonrió.

—Bueno, ya sabes que dicen que puedes sacar a Althea de la comuna, pero no la comuna de Althea.

Hallie sonrió a pesar de que no quería.

—Espero que no esté haciendo nada ilegal.

—Ilegal, no sé, pero raro, sí. Lo está curando con cristales, aromaterapia y cánticos. A Cal y a mí nos tiene locos.

—Y supongo que a papá, también.

Mitch se encogió de hombros.

—No te creas. Le sienta bien discutir con ella. No hacía falta que vinieras hasta aquí para verlo. Con llamar…

—¿Y esto me lo dice el hermano que no se ha molestado ni en llamarme? No, quiero ver a papá con mis preciosos ojos azules. No pienso volver a Carmel hasta que me haya asegurado de que lo tenéis todo bajo control.

—¿Dudas de nosotros? Me ofendes, Hal.

—No me llames así. Sabes que lo odio.

Mitch sonrió.

—Ya no te queda tan bien como antes.

—Adulador. Me voy para casa. ¿Vendrás luego?

—Claro.

Cuando salía del despacho, vio una foto de su padre con sus dos hermanos y otros amigos de la ciudad.

De repente, se quedó petrificada al ver quién era el nuevo director del colegio.

No podía ser. Simplemente, no podía ser. Y, para colmo, no estaba gordo ni calvo, no. Estaba tan fuerte, rubio y guapo como siempre.

—¿Te pasa algo, Hal? —le preguntó su hermano.

Hallie se preguntó cuánto tiempo llevaba mirando la foto.

—Hallie —lo corrigió automáticamente—. No me habías dicho que Steve Whitman había vuelto —añadió tras tomar aire.

—No creí que te importara. Al fin y al cabo, es amigo de Cal, no tuyo.

—Claro —murmuró.

No, desde luego, Steve y ella nunca habían sido amigos. Steve había sido el comienzo de su humillante actuación con los hombres.

No debería preguntar nada más sobre él, pero no podía resistirse.

—¿Y qué hace?

—Volvió hace un año aproximadamente y se puso a dar clases. Ahora, es el director del colegio.

Hallie se apartó unos mechones de pelo de la cara y se odió por estar nerviosa de repente y querer verlo.

—¿No es un poco joven para ser director?

Steve tenía la edad de Cal, ocho más que ella, y formaba parte de los veraneantes de dinero que tenían preciosas casas en el lago. No como los Brewer, que vivían allí todo el año.

—Nadie quería el puesto —dijo Mitch acercándose a ella—. Es una suerte que Steve tenga dinero de sobra porque el año pasado solo se graduaron treinta chicos. Se dice que quieren hacer un colegio compartido con Diamond Valley. Es una pena.

Una pena, sí. Una pena era cómo se encontraba ella. Saber que Steve Whitman, el origen de todos sus desastres, estaba allí la había dejado sin habla.

—Estás un poco pálida, Hal. ¿Quieres que te lleve a casa?

Hallie negó con la cabeza.

—Estoy bien —mintió—. ¿Tienes un refresco sin azúcar?

«O, mejor, un chupito de algún licor fuerte?», añadió mentalmente.

—No, aquí solo hay cafetera, pero en el Corner Café tienen de todo —contestó Mitch mirándola preocupado—. Espera un momento que agarro la radio y te acompaño.

Hacía años que nadie cuidaba de ella y Hallie aprovechó que su hermano estaba cerca para abrazarlo.

—Te he echado de menos —confesó.

Y era cierto. Había echado de menos a sus hermanos, sus abrazos, sus bromas y su protección.

—Yo, también, Hal. Bienvenida a casa.

 

 

Steve Whitman sabía que, si alguien decía que vivir en una ciudad pequeña era aburrido, no había vivido en Sandy Bend. Por ejemplo, aquel día tan caluroso el paraíso se había instalado en la ciudad, el único lugar del mundo donde uno podía ver a un agente de policía con una mujer de piernas interminables del brazo.

Llevaba una minifalda amarilla cortísima y una camiseta blanca normal y corriente, pero que a ella le quedaba fenomenal.

En la ciudad, Mitch Brewer se habría metido en un buen lío por pasear con su novia en horas de servicio. Sin embargo, en Sandy Bend, donde, la verdad, la policía no tenía mucho trabajo, solo tendría que soportar unas cuantas miradas y comentarios sobre su buena suerte.

Steve fue hacia ellos. Necesitaba ver si la chica era tan guapa de cerca como de lejos o un año sin salir con nadie lo había vuelto loco.

La chica de pelo castaño miraba a Mitch como si fuera su ídolo y, sí, era guapísima. Tenía el pelo largo y ondulado y pecas. A Steve siempre le habían gustado las mujeres con pecas. Sí, desde luego, Mitch Brewer era un tipo afortunado.

—¡Hola, Mitch! —saludó Steve.

Inmediatamente, vio que la chica se paraba en seco. Observó sus ojos y se preguntó si se podían tener los ojos tan azules. Debía de llevar lentillas, como aquel alumno, que se las había comprado en color plata y parecía un reptil cuando se las ponía.

Se dio cuenta de que lo estaba mirando con miedo, luego con algo parecido a furia y, finalmente, con disgusto.

La vio girar, utilizando a Mitch como escudo, y dirigirse al callejón que había entre la Truro’s Tavern y la galería de arte.

Steve sabía que aquel callejón había sido tapiado hacía años y se preguntó dónde iba aquella chica.

No debería seguirlos, pero la verdad era que era un poco cotilla, como buen habitante de una ciudad pequeña, así que los siguió. Además, le había molestado aquella mirada que le había dedicado la chica, como si fuera su peor pesadilla.

Su madre le había enseñado a ser una persona extremadamente educada, así que estaba acostumbrado a que la gente fuera educada con él y le sonriera por la calle, no a que lo miraran así.

Y, menos, una mujer tan guapa.

 

 

«Atrapada como una rata», pensó Hallie.

Sintió deseos de abofetearse por haberse intentado esconder en el callejón y por olvidar que el callejón no tenía salida.

Debía de ser algo que había en el aire de Sandy Bend porque en siete años en California no había hecho tanto el idiota como en la media hora que llevaba allí. Sí, bueno, lo típico de que se le quedara la comida entre los dientes o tropezar por llevar tacones muy altos, pero nada más.

Miró a su alrededor y solo vio ladrillos. Lo peor era que sabía que detrás tenía a Steve, alto, bronceado y fuerte, su pesadilla y su fantasía. Debería salir de su escondite y decirle algo, pero no tenía fuerzas. Se sentía sucia y cansada y no quería admitirse a sí misma que se había metido ella solita en una situación estúpida. Decidió quedarse donde estaba hasta que Steve se hubiera ido, pero no iba a ser fácil.

—Suéltame —le dijo su hermano divertido.

—Shh, que viene. Escóndeme —contestó Hallie.

—¿Que te esconda? Por Dios, Hal.

Hallie se agarró a su cuello y bajó la cabeza.

—Hola, Mitch, ¿qué hay de nuevo? —saludó Steve.

Oh, seguía teniendo aquella voz tan dulce. Hallie apretó los párpados. Siete años tendrían que haber sido suficiente para que el corazón no se le acelerara al oírla, pero no había sido así.

—No mucho, Steve —murmuró Mitch.

Se hizo un incómodo silencio que Hallie arregló dándole un golpe a su hermano para que siguiera hablando.

—¿Vais a competir este año en la regata?

—Claro, Cal y yo, como todos los años —contestó Steve en tono divertido.

—Eh… estupendo, sí.

Hallie sintió deseos de levantar la vista, pero no lo hizo.

—¿Quién es esa persona que se esconde detrás de ti? —preguntó acercándose.

—¿Detrás de mí?

—Sí, no creo que lleves a una mujer colgada del cuello normalmente, ¿no?

Hallie decidió que aquello era ridículo, que no podía esconderse siempre, así que se soltó del cuello de su hermano y se puso a su lado.

Steve Whitman la miró anonadado de pies a cabeza. Sus ojos se encontraron. En aquel instante, comprendió que lo que siempre había creído sobre él era cierto…

El muy cretino no sabía quién era.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

ERA un poco irracional sentirse insultada porque el hombre al que ella había humillado siete años atrás no la reconociera, pero así era. Debería haberse puesto a dar saltos de alegría por haberse librado, pero se sintió herida.

—Te presento a… —dijo Mitch.

—Amanda Creswell —lo interrumpió su hermana—. Doctora Amanda Creswell, soy una vieja amiga de Mitch —añadió preguntándose por qué se hacía pasar por una doctora.

Pero ya lo había dicho y no había marcha atrás.

Steve esbozó aquella medio sonrisa que siempre la había derretido. Con el paso del tiempo, no había hecho sino convertirse en un hombre todavía más guapo, pero seguía manteniendo aquellos ojos color caramelo de café con leche.

—Bienvenida a Sandy Bend, doctora Creswell —dijo.

Hallie asintió muy seria.

—Me suena usted de algo… —comentó Steve mirándola fijamente.

Hallie se encogió de hombros con más tranquilidad de la que sentía.

—Debo de tener una cara muy común —contestó—. Bueno, Mitch y yo nos tenemos que ir. Tenemos prisa.

—¿Y de dónde es usted, doctora?

—De Arkansas —contestó Hallie arrepintiéndose al instante.

¿Por qué no había escogido un estado del que supiera algo?

—¿De verdad? ¿Qué tipo de medicina practica usted?

—Soy neurocirujana —contestó.

En eso al menos, no iba desencaminada y, además, lo había impresionado. Seguro.

—¿Ah, sí? —preguntó con escepticismo.

—¿Qué pasa? ¿No cree que en Arkansas haya neurocirujanos?

—Estoy seguro de que los hay, pero…

—¿Pero qué?

—Sus uñas —apuntó Steve.

Hallie se miró las uñas de porcelana rojas por las que había pagado un bonita suma y se apresuró a esconderlas.

—¿No le molestan para operar? —preguntó Steve sonriendo.

—He… estado trabajando en un proyecto de investigación robótica —contestó Hallie—. Microcirugía para reconstruir los vasos sanguíneos en la parte baja de la corteza cerebral.

No estaba mal. Por fin, tantas horas viendo series de médicos en la televisión le servían de algo.

—Impresionante —rio Steve—. Y pensar que Cal me había dicho que te habías licenciado en Bellas Artes. Desde luego, has estado haciendo muchas cosas, Hallie —añadió tocándole la barbilla con el índice.

¡Le había tocado la barbilla con el dedo! ¡Como si fuera una niña pequeña que acabara de aprender a atarse los zapatos!

Mientras Steve Whitman se alejaba silbando y su hermano se reía a carcajadas, Hallie deseó tener unas zapatillas rojas que la transportaran a Carmel.