El momento de amar - Bj James - E-Book

El momento de amar E-Book

BJ James

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Beschreibung

Habían pasado dieciocho años, desde que una terrible tragedia obligara a María Delacroix a marcharse de Belle Terre y abandonar al sheriff Jericho Rivers, su primer amor. Ahora, por fin, había regresado a los brazos de Jericho, pero alguien del pasado estaba decidido a acabar con ella. Tanto su corazón como su vida estaban en peligro. Con su sonrisa provocativa y su cabello de color azabache, María estaba más hermosa que nunca. Jericho estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para mantenerla a salvo, y para conseguir que se quedara en Belle Terre, a su lado.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2000 BJ James

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El momento de amar, n.º 1036 - marzo 2019

Título original: A Season for Love

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1307-485-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

La estaba mirando.

Desde su escondite en el primer piso del museo podía ver tanto a los visitantes como a los patrocinadores, que celebraban su inauguración en el salón principal, y leer la expresión de sus caras, pero solo ella tenía el poder de cautivarlo, de fascinarlo.

Hubo un tiempo en que no hubiera sido bienvenida, en que los venerables ciudadanos que la estaban acogiendo aquella noche, con tanta familiaridad, hubieran evitado saludarla por la calle. Los hombres trajeados que hoy codiciaban una sonrisa o una palabra suya, en el pasado habían codiciado su cuerpo de adolescente.

Belle Terre la había injuriado y tratado de una forma brutal, pero aun así, se movía entre sus gentes con elegancia aristocrática, como si siempre hubiera sido una de ellos. Rechazando los aperitivos, las copas de champán y las invitaciones a bailar, los trataba con amabilidad, pero guardando las distancias. Con un vestido dorado que realzaba su hermoso cuerpo, María Elena Delacroix, la proscrita de Belle Terre, se movía aquella noche en la inauguración del museo, como una reina en su corte.

La mayoría de los hombres que había allí estaban medio enamorados de ella y uno lo estaba completamente.

–Sheriff Rivers.

Al oír su nombre, Jericho Rivers se volvió y vio a Court Hamilton, su ayudante.

–¿Sucede algo, Court?

–No, señor –se colocó al lado del sheriff y miró hacia abajo.

–Menuda fiesta. Mi abuela dice que las fiestas de este tipo eran muy comunes en su época.

–Ya, pero hay cosas y personas que no son comunes en ninguna época –tan solo señaló con la cabeza, ya que le habían enseñado que señalar con el dedo era de mala educación, pero bastó para que Jericho supiera a quién se refería–. Mi hermana me ha dicho que la señorita Delacroix y tú erais amigos en el instituto.

Jericho estaba seguro de que la hermana mayor de Court, parte de la sociedad bienpensante de Belle Terre, no se habría dignado nunca a dirigir la palabra a María Elena. Ni siquiera él se había portado como un buen amigo.

–Todos la conocíamos –respondió con tristeza, al recordar cómo la había fallado.

–Con un cuerpo y una cara así, debe haber sido la chica más popular del instituto, pero estoy seguro de que ninguno de vosotros sospechaba que se iba a convertir en una periodista famosa.

Jericho guardó silencio, recordando a la pobre muchacha que siempre estaba sola en el instituto.

–Dudo que ninguno de nosotros supiera qué esperar de la señorita Delacroix –calló un momento y después añadió–: y, aún no lo sabemos.

Court Hamilton era como un cachorro impaciente. Demasiado entusiasta e inquisidor.

–De todos modos, es genial que haya regresado, ¿verdad?

Jericho se lo preguntó también, valorando las consecuencias que podría traer su regreso. ¿Quién se beneficiaría o sufriría más con su vuelta? ¿Los habitantes de Belle Terre o ella?

Irritado por los recuerdos del pasado, habló a su ayudante de un modo que no se merecía.

–¿Has venido a cotillear, Hamilton?

–No, señor –le respondió Court, confundido, por el tono de su jefe–. He venido para relevarlo. Pensé que tal vez hubiera alguien con quien quisiera hablar, antes de que terminara la fiesta.

Jericho miró su reloj. Era casi medianoche y la celebración debía estar a punto de terminar.

–Gracias Court –le dijo ya sin irritación–. Sí hay alguien.

Tras descender las escaleras, con la agilidad de un atleta, a pesar de su rodilla lesionada, se detuvo un momento para observar a los celebrantes desde la atalaya que le proporcionaba su impresionante altura.

Al contrario de María Elena, él si era un habitante de Belle Terre de pleno derecho. Nacido en el seno de una familia adinerada, muy atractivo y con una personalidad magnética, podía haber sido el príncipe de la ciudad y, sin embargo se había mantenido alejado de las pretenciosas y sofisticadas mujeres fatales de su misma clase.

Tras constatar que no había ningún problema de seguridad, se dispuso a atravesar la multitud y la gente le abrió camino, impresionada por su extraordinaria presencia. Atravesó el suelo de mármol con paso seguro, saludando a unos y otros amablemente, pero sin entablar conversación con nadie, hasta que llegó a una puerta, que estaba abierta.

Mientras se quedaba allí parado, recordando, la orquesta terminó una de sus canciones favoritas de Cole Porter, pero ni siquiera se dio cuenta.

Casi demasiado bajo para que se le oyera, murmuró:

–Buenas noches, María Elena.

Capítulo Dos

 

 

 

 

 

–¿De verdad es el sheriff Rivers? –estaba de espaldas a él, en la terraza, y lo único que delataba que lo esperaba era la tensión con que se aferraba a la enorme balaustrada.

Se volvió a mirarlo, y esbozó una sonrisa provocativa. Con la luna iluminando el mar a su espalda, y el viento desordenando sus cabellos, de un color cobrizo intenso, todos sus sueños y viejos recuerdos volvieron a él.

–Bastante buenas, desde luego –Jericho se apartó de la puerta, dejando atrás el barullo de la fiesta, y cruzó la distancia que los separaba, colocándose a su lado en la balaustrada.

–Ha pasado mucho tiempo, Jericho.

–Sí –el silencio cayó entre ellos como una piedra. La fiesta había terminado y tan solo se oía el murmullo de las olas al romper en la orilla.

La luna llena se reflejaba en el agua. Jericho recordó las veces que había contemplado aquella vista pensando en ella. Sintió la mirada femenina sobre él y esperó, pensando que era María Elena quien debía dar el primer paso.

–No esperaba volver a verte aquí. Bueno, la verdad es que no esperaba regresar a Belle Terre –dijo ella, rompiendo el silencio.

–Yo tampoco.

María se echó a reír y movió la cabeza.

–Jericho Rivers, mi buen amigo. Sigues siendo un hombre de pocas palabras.

Con las manos todavía en la barandilla de hierro, se volvió hacia ella, mirándola desde su impresionante altura.

–¿Qué quieres que diga, María Elena?

–No estoy segura.

–¿Por qué has venido? –la voz masculina era tan suave y misteriosa a la vez como la noche.

–Por trabajo.

–No me digas que la inauguración de un museo dedicado a la historia de una pequeña ciudad costera merece ser cubierto por una periodista famosa –le dijo él, con incredulidad.

–Tiene interés humano, Jericho. La historia de Belle Terre y su reverencia hacia el pasado es de interés humano.

–Ya. Lo que pasa es que, seguramente, alguno de tus jefes se enteró por casualidad de la inauguración y recordó que tú eras de Belle Terre. ¿Fue así como ocurrió?

–Más o menos.

–Pero podías haberte negado y no lo hiciste –le dijo, con una nota de ternura en la voz. Su rostro carecía de expresión, pero su mirada era turbulenta.

El calor de esa mirada llegó hasta los lugares más recónditos y solitarios del cuerpo de María, despertando las necesidades y sueños que tenía adormecidos. Aquella mirada había hecho latir su corazón tan deprisa, que temía que se le fuera a salir del pecho. Con la mano apoyada en el hombro, como para tratar de liberarse de las tensiones que había acumulado a lo largo del día, negó con la cabeza–. ¿Por qué has vuelto, María Elena? –le preguntó Jericho, con voz profunda–. ¿Por qué no rechazaste el trabajo?

–Soy reportera. No escojo mis trabajos. Me limito a ir donde me manden. Y esta vez me han mandado… –Jericho se acercó más a ella y sintió el aroma turbador de su cuerpo. Confusa, trató de seguir con su mentira–. Esta vez me han mandado a…

–Casa –terminó él su frase, con una palabra que ella no pensaba decir y en un tono de voz, que nunca le había escuchado. Su mirada ya no era turbulenta. La batalla que había librado consigo mismo parecía haber terminado. Cuando la miró, solo vio ternura en sus ojos–. A casa y junto a mí.

–¡No! –gritó. Miró hacia otro lado, y trató de escapar, pero Jericho fue más rápido y colocándose detrás, con una mano a cada lado de ella en la barandilla, le impidió moverse, y sin tocarla, se inclinó hacia ella.

–Quédate.

–No puedo –le dijo con voz temblorosa e insegura–. Los miembros de mi equipo me deben estar buscando.

–¿Para volver al hotel? –se acercó más a ella y sus cuerpos se rozaron. El calor masculino la envolvió–, ¿y dormir sola?

–Sí –le desafió–. ¡Sola!

–¿Es eso lo que quieres? –le preguntó, mientras le hacía volverse hacia él. Sus miradas se encontraron–. ¿De verdad es eso lo que deseas, María Elena?

Haciendo acopio de todas sus fuerzas, María le respondió.

–Vine a realizar un trabajo, Jericho. Eso es todo. Dónde y con quién duerma no tiene la menor importancia.

–¡Mentirosa! –dejó de mirarla a los ojos y deslizó la mirada hasta el pronunciado escote de su vestido–. ¿No es esa la razón por la que te has puesto ese vestido tan provocativo? ¿Por la que has salido sola a la terraza a esperarme?

–He venido a Belle Terre por trabajo. No se trata de una vuelta a casa –trató de mirar hacia otro lado, pero la mano masculina en su mejilla se lo impidió–. No lo hagas, Jericho –había desesperación en sus ojos–. Vine para cubrir una noticia, no para estar contigo.

–¿Ah, no? –la miró con ternura, al darse cuenta de que estaba librando la misma batalla que había librado él durante horas. Sus dedos se deslizaron hasta el cuello de María, donde el pulso le latía muy deprisa–. ¿Y esto qué significa entonces?

María, eludiendo la respuesta, tomó uno de los dedos masculinos entre el pulgar y corazón e hizo girar la alianza que llevaba Jericho en él.

–¿Y esto? –susurró–, una alianza de oro en la mano derecha, ¿Qué significa?

Jericho enlazó la mano de María y rozó la delicada piel de sus muñecas con los labios, antes de mirarla otra vez a los ojos.

–Significa lo que tu desees que signifique, María Elena. Por el tiempo que tu quieras. Tal vez solo por esta noche.

María rio amargamente, y apoyó la cabeza en el hombro de Jericho.

–¡Maldito seas, Jericho! Después de dieciocho años, esto.

–Lo voy a considerar como un sí –le dijo él, hundiendo los dedos en sus cabellos.

–Sí –susurró María, levantando la cabeza–. ¡Sí, maldito seas, Jericho! –enlazando el cuello masculino con sus manos, le buscó la boca–. En el cielo y el infierno, después de todos estos años, ¿por qué siempre tienes que ser tú?

–El infierno no tardará en llegar, mi amor –le dijo, abrazándola–, pero, esta noche, te prometo solo el paraíso.

 

 

María durmió toda la noche, hecha un ovillo, demasiado cansada como para moverse de su sitio en el lecho.

Sin embargo Jericho se había despertado, al sentir las primeras luces del alba colarse por las rejillas de la persiana. Sentado en un sillón la contemplaba dormir, con sus brillantes cabellos esparcidos sobre la almohada. A medida que se iba haciendo más de día y, los primeros rayos de sol entraban en la habitación, le empezó a preocupar que la pudieran molestar, pero no se atrevió a bajar más la persiana, por temor de hacer ruido y despertarla.

La vio moverse inquieta y murmurar algo ininteligible, y se levantó a taparle con la sábana los senos desnudos, que habían quedado al descubierto en la agitación de su sueño. Volvió a sentarse y, abrumado por el deseo, le dolió pensar que María no estaba soñando con él o con la noche que habían pasado juntos.

–Lo quiero todo, cariño: la noche, el día, tus sueños. A ti María Elena… despierta o dormida –susurró, apasionadamente.

Incapaz de resistir la tentación, tomó una de las manos de María y, para su sorpresa, observó que dejaba de fruncir el ceño, y su gesto se tornaba sereno. Enlazó las dos manos femeninas en las suyas y descansó la frente en ellas, cerrando sus ojos doloridos.

Recordó la noche anterior: la habitación iluminada por la luz de la luna, y los tenues sonidos de suspiros y respiraciones agitadas. Caricias suaves, besos apasionados, dulces gritos ahogados, que hablaban más que las palabras.

Sentir la suavidad del cuerpo de ella sobre el suyo, el cosquilleo de sus pechos, cuando se reclinaba hacia él, descubriendo los cambios que el tiempo y la madurez, habían impreso en el muchacho que había sido su primer amante. La humedad de sus lágrimas, mientras besaba las pálidas cicatrices que le habían dejado sus numerosas operaciones de rodilla. Notar cómo contenía la respiración, expectante, cuando él no la dejaba seguir con su exploración y la alzaba para acariciarle los pechos, haciendo que se le endurecieran los pezones con los labios y la lengua.

Recordó lo hermosa que estaba en la penumbra, cuando lo enlazó con sus piernas; y nunca podría olvidar cómo empujó su cuerpo contra el suyo, aceptándolo, envolviéndolo, haciéndolo penetrar muy dentro de ella.

Recordó el calor de sus cuerpos sudorosos, las caricias de María y sus palabras incitantes, cómo lo volvía loco de placer.

–¿Jericho? –la suavidad de la voz de María y sus dedos, acariciándole el pelo, le hicieron volver a la realidad.

Jericho levantó la cabeza y sus ojos se encontraron con los de ella, pero ninguno de los dos dijo nada. Después de un momento, María sonrió.

–Buenos días, María Elena.

–María Elena. Nadie más que tú me llama así –le dijo, mientras le dibujaba con un dedo el contorno de los labios. Para el resto del mundo soy simplemente María, y a veces la señorita Delacroix.

–¿Cómo quieres tú que te llame?

–Me gusta el modo en que pronuncias mi nombre –le acarició el rostro, con una sonrisa dulce en los labios–. Creí haberte soñado.

–Soy real, mi amor.

–Siempre fuiste mi ancla, mi fortaleza. Mi única realidad.

–Me abandonaste –le dijo con ternura y reproche a la vez.

–No podía hacer otra cosa, Jericho. Si me hubiera quedado, ¿qué habría sido de mí? ¿Y de ti?

Soltó su mano de la de él y se sentó en la cama, mirando a su alrededor, contemplando la decoración espartana de la habitación, del refugio de aquel hombre de pocas palabras, al que había amado siendo muy joven.

–Eras un Rivers. El prestigio de tu apellido te hacía tener claro quién eras y lo que podías llegar a ser. Sin embargo, yo era una Delacroix, y hasta que dejé Belle Terre, pensaba que no podía llegar a ser nada más que una proscrita, nada más que una muchacha con sangre de cortesana en sus venas. En realidad una cortesana a los ojos de la sociedad bienpensante de Belle Terre.

Quererte fue un cuento de hadas imposible que terminó el día en que me agredieron. Cuando los chicos terminaron de enseñarme cuál era mi lugar, uno de ellos amenazó con violarme y me dejó claro lo que sería de mí, si me quedaba en Belle Terre.

–¡Cobardes enmascarados! –gritó Jericho, con rabia–. Te hicieron daño y además, nos quitaron algo precioso –su rostro se oscureció al recordar la noche en que la encontró, en una calle oscura, luchando por seguir viviendo. Era solo una chica, su chica, con la ropa medio rota, rodeada por un grupo de muchachos enmascarados, que la acechaban como lobos–. Al final los creíste a ellos en vez de a mí.

–Tenías apenas dieciocho años, Jericho. Aunque tu apellido tuviera mucho peso, y tu fueras fuerte, valiente y honrado, no podías cambiar los prejuicios de un pueblo sureño aristocrático –María le acarició los cabellos–. Y todavía no puedes, cariño.

–Eso significa que te vas a volver a marchar.

–La historia ha terminado. Ya no hay nada que hacer aquí.

–¿Y esto qué? –gritó Jericho, levantándole la mano, en cuya muñeca se podía ver una pulsera de oro. No había hablado de ella durante la gala, ni en la pasión de la noche, pero, en aquel momento al verla brillar, se le cortaba la respiración.

–Un tributo –respondió María–. A un recuerdo que guardaré siempre en mi mente como un tesoro –un movimiento ligero de la muñeca femenina mostró que el anillo de Jericho hacía juego con la pulsera de María–, por algo hermoso que solo podrá ser un recuerdo para nosotros.

–Y si te volvieras a enamorar, ¿qué pasaría, María Elena Rivers?

Oír el apellido que había llevado en su corazón durante años, hizo que a María se le llenaran los ojos de lágrimas, pero se esforzó por contenerlas.

–Eso no ocurrirá.

–¿Y si ocurriera?

A María se le hizo un nudo en la garganta al oír aquello, pero como sabía que se merecía que alguien le diera el amor y la vida que ella no podía proporcionarle, le dio la única respuesta que pudo.

–Cuando llegue ese momento, procuraré estar lejos de ti.

Jericho rio con amargura.

–Es la segunda vez que se cruzan nuestros caminos, y siempre con el mismo resultado. Me pregunto si significará algo.

–Significa que Belle Terre fue el lugar equivocado y nuestros años de adolescentes los menos apropiados para amarnos.

–¿Alguna vez te has preguntado qué habría ocurrido si…? –Jericho no terminó la frase.

–¿Si mi padre no hubiera amado tanto Belle Terre, a pesar de sus prejuicios arcaicos, y se hubiera marchado? ¿Si no se hubiera enamorado de mi madre y ella de él? ¿Si ninguno de los dos hubiera tomado nunca una gota de alcohol? Pero sobre todo, ¿si no nos hubiéramos fijado el uno en el otro en el colegio? Sí –suspiró María Elena–, me lo pregunto. Pero…

–Pero no fue así, y lo que ocurrió fue que emprendimos una vida de casados que en realidad nunca empezó y que, sin embargo, no termina nunca.

–Sí, pero, rara vez, nos ofrece días como este.

Jericho sonrió.

–¿Y qué hacemos, entonces?

–Bueno –María fingió estar considerando las posibilidades–. El día acaba de empezar, ya tengo las maletas hechas y mi avión no sale hasta las seis. Lo único que me queda por hacer es recoger el coche de alquiler del garaje del museo.

–Además es sábado –dijo Jericho–, mi día libre –echó un vistazo al despertador, que había sobre la mesita de noche–. Eso significa que tenemos doce preciosas horas. ¿Tiene alguna idea de cómo podríamos pasarlas, señora Rivers?

–Una –María se bajó los tirantes del camisón y dejó que se deslizara por sus brazos hasta caer al suelo–, y muy buena, sheriff Rivers –tiró de él hasta la cama y le preguntó, con picardía–: ¿te parece que dos amantes que se ven tan poco podrían hacer algo mejor, en estas horas que les quedan?

–¿Doce horas, cariño? –susurró Jericho en su cuello–. No creo que tenga fuerzas.

–Eso, amor mío, no lo sabrás nunca, si no lo intentas.

Jericho le respondió con una carcajada y un beso, empezando de nuevo a seducirla lentamente. Le acarició el rostro y los cabellos, con ternura y delicadeza, encontrando la textura de su piel tan fascinante como si no la hubiera visto o acariciado antes.

Mientras moldeaba las curvas del cuerpo de María con las manos, volvía a descubrir por qué llevaba tantos años amándola, deseándola. Cuando sus cuerpos se unieron, Jericho sintió la misma dulzura que si fuera la primera vez, y el mismo dolor que si fuera la última.

Se amaron apasionadamente, y cuando el deseo quedó satisfecho, se acariciaron con ternura.

De repente, en la distancia, se oyó el llanto de un bebé, pronto acallado.

María Elena dejó de acariciar el pecho de Jericho y se puso tensa. Estaba mirando hacia la ventana, por donde se colaba el sol de la mañana, pero ella solo veía oscuridad. El azul del cielo se había convertido en negro, un negro tan profundo como el de aquella noche aciaga, que ahora acudía a su mente, después de tantos años.