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Atrapados e indefensos en mitad de la naturaleza, Lincoln Cade y Lindsay Blair se dejaron llevar por el deseo y la pasión. La luz del día trajo consigo la ayuda que necesitaban, pero también la inevitable despedida, ya que la amistad obligó a Lincoln a ocultar lo que sentía. Pero años después ya no era necesario guardar el secreto por más tiempo... ahora nada podría impedirle a Lincoln recuperar el amor de aquella mujer...
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Seitenzahl: 185
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2001 BJ James
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Llevados por el deseo, n.º 1089 - junio 2018
Título original: A Lady for Lincoln Cade
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-9188-226-8
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Si te ha gustado este libro…
–¡Lin! ¡Hey, Lincoln!
Después de que la voz se apagara, los cascos de un caballo todavía resonaban en la quietud de la llanura de Belle Reve. Lincoln Cade suspiró, por la calma perdida. Estaba cansado después de otro largo día que comenzaba con su trabajo de veterinario y acababa en la plantación de la familia. Levantó la vista de la valla que estaba arreglando y dirigió la mirada hacia la luz oblicua que caía sobre los exuberantes campos, tan habituales en Carolina del Sur.
Caballo y jinete eran solo una sombra que cabalgaba sobre la rica hierba.
Seguro de que no se trataba de una de las típicas explosiones de júbilo de Jesse Lee, se dirigió al caballo y lo sujetó por las bridas, pensando que algo malo había sucedido.
–¿Qué pasa Jesse? ¿Se trata de Gus?
–No, muchacho. Tu padre está perfecto –explicó el vaquero–. Nada que un buen brebaje no pueda animar.
Lincoln se rio.
–¿Cuántas veces te ha despedido hoy?
–Una docena –respondió lacónico, con una media sonrisa.
–¿Y cuántas veces le has amenazado tú con marcharte a Arizona?
La cara ajada de Jesse mostró, en ese momento, una amplia sonrisa.
–Psss, más o menos igual –reconoció.
–Si no se trata de Gus, ¿por qué tanta prisa?
Jesse se sacó un paquete del bolsillo y se lo ofreció a Lincoln.
–El cartero de Belle Terre lo mandó de manera especial porque el cartero de Oregón lo había enviado urgente. Pensé que podía esperar hasta que llegaras, pero la señorita Corey dijo que no; y ya sabes que lo que la señorita dice va a misa.
La mirada del vaquero estaba fija en el paquete, pero Lincoln no se dio cuenta, solo le interesaba el remitente.
–¡Qué extraño! ¿Verdad?
El comentario de Jesse penetró los pensamientos del muchacho.
–¿Extraño? ¿Por qué?
–No sé –farfulló–, me parece raro. Espero que no sean malas noticias. Es muy desagradable que te den malas noticias por correo.
Lincoln apretó el paquete.
–¿Piensas que es algo malo?
La mirada sombría de Jesse se encontró con la de él.
–No sé a quién conoces en Oregón, pero tengo ese presentimiento.
«Oregón».
Lincoln no había pensado en Oregón desde hacía mucho tiempo; no se lo había permitido.
Intentó sonreír al recordar lo supersticioso que era el viejo vaquero.
–Yo no siento nada malo, Jesse –mintió–. Probablemente no sea nada.
–Solo hay una manera de averiguarlo –respondió, con una mezcla de preocupación y curiosidad–. ¿No vas a abrirlo?
–Cuando acabe aquí –respondió guardándose el paquete–. Lo leeré más tarde.
–Es decir, sean buenas o malas noticias, lo quieres averiguar tú solo.
–Eso es. Sean buenas, malas y de quien quiera que sean.
–¿Por qué no lo dijiste antes? –dijo, dando la vuelta al caballo–. No es asunto mío, además, no conozco a nadie en Oregón –añadió, arreando al caballo.
El caballo y su jinete estaban ya fuera de la vista cuando Lincoln dejó el martillo a un lado y tomó el paquete. Con la cabeza hacia abajo, el sombrero le oscurecía el rostro. Tomando aliento, rompió el envoltorio.
Se trataba de una carta oficial escrita a máquina con unas palabras añadidas a mano. Después, otros dos sobres pequeños con una banda roja cayeron en sus manos. Los dejó sobre la valla y leyó la carta en voz alta.
Estimado Sr. Cade:
Como jefe de correos le pido disculpas por la demora en la entrega de esta correspondencia. Debido a la pobre salud del antiguo encargado, algunas cartas se traspapelaron y nunca fueron entregadas. Entre ellas, he encontrado estas que llevan su dirección. Sinceramente espero que el retraso no le haya causado molestias. Le aseguro que se están tomando las medidas necesarias para…
Lincoln miró fijamente los sobres que tenían el matasellos del mismo pueblo de Oregón, pero con una semana de diferencia entre ellos. Uno estaba escrito con la letra del hombre que había conocido toda su vida y el segundo, con la escritura menos familiar de una mujer. Una mujer a la que, a pesar de las mentiras que él se contara, no había podido olvidar durante seis largos años.
Sus manos temblaban al tomar la carta de la mujer, que había llegado primero. Con dolor de corazón, rasgó el sobre y extrajo el folio; lentamente, con un rictus amargo en los labios, lo leyó. Después, abrió el siguiente sobre. Finalmente, cuando acabó, su mirada se perdió en el horizonte.
El tiempo pasaba lentamente durante los días de verano. Sin embargo, a Lincoln le parecía que volaba. Demasiado rápido e inflexible. Igual que la vida, cuando se dejaban cosas por hacer; pronto era demasiado tarde.
Recogió sus herramientas, las envolvió y la puso detrás de la montura. La valla podía esperar. Tomó las riendas de su caballo que lo tenía atado a la sombra de un arbusto y lo montó. El caballo giró hacia la casa, hacia Belle Reve.
–Todavía no, Diablo –murmuró Lincoln–. Primero tenemos que hacer una visita.
Llevó el caballo hacia un sendero, probablemente lo reconocería. Lincoln dejó vagar su mente y rememoró el pasado… y los amigos perdidos.
Su destino no estaba muy lejos, pero cuando llegó al final de la senda, el sol se había empezado a ocultar tras los arboles, rociando las hojas y las ramas de oro viejo. Era la hacienda de los Stuart. La perdición de los Cade, siempre tan hambrientos de tierras.
De manera muy acertada, el primer Stuart había construido la casa al final de un claro, al lado de un riachuelo que servía de frontera entre las tierras de los Stuart y de los Cade.
Hubo un tiempo en el que Lincoln pasaba, al menos, una o dos horas diarias en aquel lugar prohibido. Pero ya habían pasado muchos años desde la última vez que lo visitó.
Más allá de las malas hierbas, de las voluntariosas flores y de los vegetales que aún crecían en aquella tierra rica, la granja no había cambiado mucho. Si la ausencia de vida y de risa no se consideraba como un cambio, pensó bajándose del caballo, junto a las escaleras.
Al subir los escalones, una tabla podrida se rompió bajo sus pies recordándole que ya habían pasado más de siete años desde que murió Frannie Stuart; más de siete años desde que llenara aquel lugar con amor y risas.
Cuántas veces había corrido a través de aquellos campos cuando era niño, escapando de una plantación fría y rígida al calor y el amor de esa pequeña granja. Cuántas veces había envidiado a su mejor amigo por lo maravillosa que era su madre. Frannie Stuart siempre tenía un abrazo preparado para cualquiera de los pequeños Cade, especialmente para Lincoln; sin embargo, a Lucky nunca le importó. Leland Stuart, apodado Lucky por los amigos, tenía un corazón tan grande como su madre.
Sus pisadas resonaban en el silencio mientras atravesaba el porche. Al ir a abrir la puerta, esta se abrió sola. En realidad, no le sorprendió porque no recordaba ni una sola vez que la hubiera encontrado cerrada.
Al entrar en la casa, se introdujo en los recuerdos de un niño; tan vívidos, que podía escuchar el grito de bienvenida de Frannie y oler sus galletas recién horneadas. Siempre las devoraban. Llegaban hambrientos después de haberse evadido de sus deberes para irse a pescar o a cazar o a jugar a Tarzán en el río.
Lincoln miró a su alrededor. Había telas de araña y polvo por todas partes. Pero todo seguía en el mismo lugar. Frannie y Lucky podían haberse marchado pretendiendo volver, pero nunca lo habían hecho.
Se paseó por la casa. En la habitación de Lucky todavía estaban todos sus trofeos de béisbol, también había uno suyo, y una foto tomada cuando Diablo y él eran aún jóvenes.
Lucky no tenía padre, ni tampoco recordaba haber tenido ninguno. Lincoln no tenía madre. Quizá eso fue lo que los unió por primera vez. Pero el cariño y los intereses comunes los convirtieron en amigos de sangre. Desde la escuela hasta la universidad, habían sido inseparables. Todavía había evidencias de su amistad en aquella casa.
Al igual que su propia familia, los Stuart eran una vieja familia prominente de las tierras bajas de Carolina del Sur. Y, al igual que les pasó a los Cade, habían perdido su fortuna hacía mucho tiempo.
Cuando Frannie volvió a Belle Terre tenía cuarenta años y llevaba un bebé en los brazos, Lucky.
No le importaron los comentarios por tener un hijo ilegítimo y se asentó en la granja. Vivió con humildad; en su cuarto se notaba la carencia de objetos que cualquier mujer abría apreciado. Pero el coraje y el gran sentido de la aventura nunca le faltaron.
Y esos valores los heredó Lucky. Al mirar la foto, con dos chicos de ojos abiertos sentados junto a un fuego, escuchando las historias que ella les contaba sobre los lugares que había visitado y las cosas que había hecho, se dio cuenta de que también a él se los había regalado.
Cuando acabó el recorrido por la casa, sus labios mostraban una sonrisa amarga por los viejos recuerdos y las viejas amistades que nunca volverían.
Al volver al porche, los últimos rayos del sol habían pintado el cielo de un rojo profundo. Parecía que el mundo se había incendiado.
Lincoln no quería quedarse, pero un sentimiento de familiaridad le hizo sentarse en las escaleras a contemplar el espectáculo. Tantas veces se había sentado con Lucky en aquel lugar… Era fácil recordar los sueños que habían compartido en días como ese. Días en los que estaban seguros de que vivirían para siempre, de que serían amigos para siempre y que compartirían grandes aventuras.
«Grandes aventuras planeadas en este mismo lugar», pensó Lincoln. Incluso la última aventura que destruyó su amistad tal y como la habían conocido.
Sintiéndose muy débil, se levantó y fue a por Diablo. Le habló dulcemente y lo montó.
Echó una última mirada a la casa abandonada que parecía estar esperando.
–¿Qué esperas? –preguntó en voz alta. Pero él sabía la respuesta; Frannie ya se lo había dicho en alguna ocasión:
«Para convertirse en un hogar, una casa necesita amor y risas. Sin ellos, se transforma en una casucha».
Hacía ya siete años que había muerto. Lucky hacía tres meses. No podía cambiar el pasado, pero juró que, sin importar el tiempo que le llevara, pagaría la deuda que había adquirido hacía seis años.
Una deuda que le llegaba ese mismo día, en una carta desde la tumba.
–Vamos a casa, Diablo –murmuró Lincoln–, tengo trabajo que hacer, una dama a la que encontrar y promesas que cumplir.
–Entrega especial.
Con una cesta en la mano, Haley Garrett apareció en la puerta de la oficina de Lincoln. Tenía la esperanza de que este abandonara el intenso escrutinio del cielo nocturno. Sus hombros se tensaron al oírla y, cuando se giró, una intensa palidez cubría su rostro moreno.
–¡Lincoln! –exclamó Haley asustada–. ¿Pasa algo malo? Parece que has visto un fantasma.
Lincoln negó con la cabeza mientras pestañeaba para aclarar su visión.
–No pasa nada malo. Mi mente estaba vagando, pensé…
–Que era ella. Sí, Lincoln, ella, Linsey Stuart, la mujer que llevas semanas buscando.
–¿Cómo sabes lo de Linsey?
Haley sonrió mientras dejaba la cesta en la mesa.
–Sería difícil no saberlo, teniendo en cuenta que has estado buscándola por teléfono y no se puede decir que nuestra oficina esté insonorizada. No te había dicho nada porque pensé que no era asunto mío; pero, como compañera veterinaria y amiga, lo hago ahora.
–¿Es que no estoy cumpliendo bien con mi trabajo? –preguntó él encaminándose hacia la mesa.
–Al contrario –respondió tomándolo de la mano–. Estás trabajando demasiado. Hoy has traído al mundo un potro que venía de nalgas a las tres y, a las seis, has ido a visitar una vaca enferma. Luego te has saltado el desayuno, la comida y, si no fuera por la cesta de la señorita Corey, seguro que también te saltabas la cena.
–¿Cómo afecta a nuestra sociedad que yo me salte las comidas, Haley?
–Sociedad –recalcó ella–. Esa es la palabra clave. Yo podía haberte ayudado con esas llamadas.
–Hoy ha sido demasiado para mí. ¿Para ti no?
–Sí. Pero yo no tengo un problema que me esté consumiendo –respondió, mientras tomaba una foto de la mesa–. ¿Es esta Linsey?
La mirada de Lincoln se dirigió hacia la foto que había sacado de la granja de los Stuart.
–Linsey, Lucky y yo. En Montana, durante nuestro último año de preparación para paracaidistas apaga-fuegos.
–¿Linsey saltaba en paracaídas sobre bosques en llamas?
La mujer de la fotografía era pequeña, con un halo de elegancia. Haley se podía imaginar a una deportista aventurera, pero nunca eso.
–Nadie pensó que pudiera hacerlo –contestó, mostrando una sonrisa melancólica–. Pero lo hizo. Todos lo hicimos. Ahí fue donde nuestros caminos se cruzaron, durante el primer año de entrenamiento. Lucky y yo habíamos sido amigos toda nuestra vida y, en cuanto la conocimos a ella, encajó. Había crecido en un orfanato y, pronto, nos convertimos en una familia.
–Esta foto es de hace años. ¿Cuándo fue vuestro último salto?
–Hace siete años, Lucky se tuvo que marchar a casa porque su madre estaba enferma. Unos meses más tarde, volvió y saltamos una última vez.
–¿Qué pasó para que no saltarais más?
Lincoln estaba mirando a Haley, pero su mente y, tal vez, su corazón, retrocedió en el tiempo.
–Estabamos en Oregón –dijo con voz distante–. El bosque llevaba dos semanas ardiendo, y los paracaidistas teníamos que luchar no solo contra el fuego sino también contra el viento. Nosotros siempre íbamos juntos, apoyándonos. De repente, el viento cambió y, entonces, el fuego nos separó del resto del equipo.
Él se quedó callado; ella esperó y su silencio fue recompensado.
–Lucky recordaba haber visto un río por lo que nos dirigimos hacia él, pero nos caímos por un desprendimiento de tierras. Un golpe en la cabeza me dejó confuso e inestable y no podía salir de allí.
–Pero Linsey y Lucky sí –se atrevió a comentar Haley.
–Solo salió Lucky –respondió, dirigiéndose a la ventana–. El fuego volvió a girar. Lucky calculó que con la tierra quemada, el desprendimiento y el río, nos quedaba poco tiempo para que el fuego nos rodeara. Dejó a Linsey para que cuidara de mí, y se marchó solo a través de caminos quemados que podían volver a prender en cualquier momento. Arriesgó su vida por mí.
–Y por Linsey –murmuró Haley, estudiado su perfil, viendo el dolor de corazón que escondía al resto del mundo.
Él había sido su compañero durante la carrera de veterinaria y, como lo conocía bien, sabía que escondía algo más.
–La amabas.
–Los dos la amábamos.
–Por eso te apartaste de su camino. ¿Dónde está Lucky ahora?
–Murió –respondió mirando hacia otra parte–. Hace cuatro meses.
–Lo siento –respondió con lágrimas en los ojos–. Por eso buscas a su mujer, para ayudarla.
–Lo hago por Lucky. No estuve allí cuando me necesitó… Pero al morir él, Linsey se marchó sin dejar ni rastro. Nadie puede dar con ella.
Lincoln no dijo nada más.
No importaba cuales fueran sus motivos para querer encontrar a Linsey. Si eso era lo que querían, esperaba que encontraran amor y paz juntos.
–Es tarde Lincoln. Tú estás exhausto y yo hambrienta. ¿Damos por terminado el día y nos comemos lo que hay en la cesta?
Él aceptó el sándwich que le ofrecía con una sonrisa; pero el color plata de sus ojos no reflejó ninguna alegría.
Lincoln se quedó mirando el mechón de pelo marrón enganchado en la alambrada. Era la tercera vez en una semana que iba a comprobar el estado de la valla y la segunda vez que encontraba alguna evidencia de que algún animal la había atravesado o había pasado cerca. En lo primero que pensó fue en ciervos; pero al examinarlo más de cerca calculó que sería de un perro.
Pero no conocía ningún perro marrón. Lo que dejaba la amenaza de algún grupo de perros abandonados. Perros que podían perseguir a un caballo hasta hacerlo morir; solo por el placer de perseguirlo.
Su hermano Jackson tenía en la pradera una manada de caballos árabes negros demasiado valiosos como para correr ningún riesgo. Decidió que tenía que avisar a su hermano y lo ayudaría a atrapar a los animales.
Cuando acabó su inspección, intentó contener el impulso de cabalgar por el sendero que conducía hasta la granja vecina; pero, finalmente, sucumbió a una necesidad contra la que llevaba varias semanas luchando.
No le haría daño echar un vistazo. El grupo de perros podía estar refugiado en la granja, además, tenía que reparar un escalón.
–Todavía nos quedan un par de horas de luz, Diablo –le dijo a su caballo, mientras observaba la posición del sol.
Diablo estaba deseando echar a correr. Lincoln disfrutó de la carrera que le llevaba por la vereda que hacía cien años habían utilizado los Stuart para ir al pueblo.
Cuando tuvo la casa en el horizonte, frenó el caballo hasta ponerlo al paso. Si los perros habían construido su guarida en la casa, tenía que ir con precaución.
–Despacio, muchacho, no hagas ruido. ¡Qué diablos!
Apoyado sobre la montura, a través de un claro entre los árboles, vio luz en la casa. ¿Era una alucinación? ¿Un reflejo del sol en el cristal de la ventana?
Quizá. Pero el chirriar de las bisagras oxidadas no era ninguna ilusión. Ni tampoco la mujer que apareció en el porche. Con su pelo radiante como el sol, era muy real y también le resultaba muy familiar.
–¿Linsey? –preguntó con un susurro que se confundió con el sonido del viento que mecía las hojas de los robles. Lincoln la miró con la ansiedad de un hombre que lleva demasiado tiempo en la oscuridad y que, de repente, ve un rayo de sol.
Con incredulidad, recordó a la Linsey de hacía seis años, primero vio las diferencias impuestas por el tiempo y la vida. Después, las cualidades que el paso del tiempo no había logrado borrar.
Todavía llevaba el pelo largo y rizado. Su barbilla se elevaba con determinación y su sonrisa se curvaba en un gesto que mostraba, al mismo tiempo, júbilo infantil y sensualidad.
Dejó el doloroso estudio de la boca y la cara. Esa persona de carne y hueso se correspondía con la mujer a la que él había renunciado… por Lucky.
El viento que levantaba hojas en espiral a su alrededor voló a través del claro hacia ella y le ajustó la camisa al cuerpo. Lincoln notó que sus pechos eran más redondos, más llenos. La inocencia había dado paso a la madurez y la voluptuosidad. Una metamorfosis que hacía que su cintura y sus caderas parecieran más esbeltas.
Hacía seis años, perdió a una chica. Ese día, encontró a una mujer, en todo su esplendor.
Para el resto del mundo, ella siempre había sido una chica bonita, llena de vida y valentía. Lincoln, desde el primer momento, la había considerado espectacular. Pero no tan guapa como en ese momento. Estaba tan hermosa que dudaba que fuera real.
Después de haberla buscado por todas partes, la encontraba allí. Exactamente en el lugar donde debía estar, en el hogar de Lucky Stuart. El último sitio en el que se le hubiera ocurrido mirar.
¿Cuánto tiempo llevaría allí? Le tranquilizó pensar que ya la había encontrado, pero a la vez sintió rabia. Rabia porque eso le importaba, rabia porque ella le importaba.
Durante años, había intentado olvidar el pasado. Desde un episodio apasionado y desesperado en un derrumbamiento en un bosque de Oregón, rodeados por el fuego, hasta el día que la acompañó hasta el altar para entregársela a Lucky.
Pensó que había logrado olvidarla.
Hasta que recibió las cartas. Entonces, se dio cuenta de que todos sus esfuerzos habían sido en vano.
Sin embargo, su vida transcurría de forma serena y no quería que las viejas heridas vinieran a perturbarla. No se había parado a pensar en ese momento el día que comenzó a buscarla; no había pensado en otra cosa que en los deseos de un amigo moribundo. En ese instante, después de un mes y una pequeña fortuna, después de la angustia pasada durante cada minuto de aquella búsqueda, sintió la tentación de salir corriendo, como si nunca la hubiera visto y nunca la hubiera amado.
Pero nunca había roto una promesa, y no lo iba a hacer entonces. Se pasó una mano por el rostro deseando borrar la rabia de su corazón con la misma facilidad con la que podía borrarla de su cara.
–Cade.
Lincoln se quedó helado, con los labios entreabiertos para proferir un saludo que nunca diría.
–¿Cade? ¿Dónde estás, tigre? Será mejor que entres en casa antes de que oscurezca.
Paralizado por la sorpresa de que hubiera podido verle entre las sombras, Lincoln no respondió. No podía responder a aquella voz llena de amor que borraba su rabia.
En ese momento, escuchó el ladrido de un perro, después la voz de un niño.
–Estoy aquí, mamá. En el granero con Brownie.