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Adams había vuelto a Belle Terre para salvar la plantación de su familia, pero al ver a Eden Claibourne de nuevo, tuvo que luchar contra su antiguo deseo por la mujer a quien jamás había olvidado. La desgarbada muchachita se había convertido en una sensual diosa, que Adams deseaba ardientemente llevarse a la cama. Pero Eden merecía a un hombre que pudiera ofrecerle algo más que una tórrida y fugaz pasión. ¿Resultarían los tentadores besos de su primer amor lo suficientemente convincentes como para que aquel hombre hastiado y solitario bajara la guardia?
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Seitenzahl: 225
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2000 Bj James
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Dulce retorno, n.º 1005 - julio 2019
Título original: The Return of Adams Cade
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-1328-422-4
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Prólogo
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Si te ha gustado este libro…
–Sí señor, yo soy el mayor accionista de la empresa. No, señor, no está en venta.
La primera parte fue dicha con suavidad; la negación con cortesía y respeto.
Pero ni uno solo de los poderosos veteranos de la empresa interpretó equivocadamente el trato respetuoso, la suavidad o la cortesía. Hombres como los que estaban sentados en el discreto pero impecablemente decorado despacho solían ir siempre preparados. Cada ejecutivo que tenía delante sabía que aquel hombre, mucho más joven, era un sureño de buena familia, nacido y criado en una histórica plantación en la costa de Carolina del Sur. Cada uno de ellos sabía que era un excelente analista e ingeniero de plataformas petrolíferas; un innovador, un intuitivo inventor, un astuto inversor, un cuidadoso hombre de negocios.
Era Adams Cade. A sus treinta y siete años era el intelecto joven más prometedor del mundo de los negocios. Un exiliado de su tierra y su familia. Un ex presidiario.
Lo primero era el motivo por el cual ese consejo de empresa se había presentado allí. Lo segundo la razón por la que nadie confundía su cortesía con debilidad.
–Adams… ¿Puedo llamarte Adams? –Jacob Helms se levantó confiadamente de su silla; era un hombre alto y delgado, vestido impecablemente, de ademanes señoriales y palabra concisa–. Me doy cuenta que las Empresas Cade no están ni estarán nunca en venta.
Hizo una pausa y su mirada se topó con otra mirada llena de determinación. Al recordar a un osado joven desafiando a la vieja guardia muchos años atrás, Helms sonrió para sus adentros.
–Por esa razón hemos venido a ofrecerte una oportunidad distinta –Jacob Helms miró un momento a su alrededor–. Te proponemos un consenso, una alianza, por decirlo de otro modo –Helms arqueó una ceja y miró a Cade significativamente–. ¡A que es la primera vez que oyes algo así!
La expresión de Adams no delató sus pensamientos.
–¿Por qué?
La pregunta dejó helado a Jacob Helms.
–¿Que por qué no has oído esta proposición antes?
–No, señor. Quiero decir que por qué la estoy oyendo ahora –le echó una mirada a los demás hombres que esperaban, atentos a la destreza de su jefe–. ¿Por qué con el consejo de Helms, Helms y Helms a la zaga?
Helms avanzó unos pasos y se volvió con la gracia de un maestro de ballet dando una lección magistral.
–Cierto.
Adams se recostó en el asiento y esperó a que se levantara el telón y empezara el espectáculo.
–La respuesta es sencilla. Porque podemos ofrecerte el pacto perfecto. Una alianza con una empresa que ofrece unos servicios que concuerdan con los tuyos –vaciló–. Y porque hemos venido a ofrecerte millones. Cientos de millones.
–¿Por qué? –la expresión de Adams no cambió–. ¿Para qué?
–Para quién –Helms le corrigió en tono teatral mientras se acercaba al momento cumbre–. Para John Quincy Adams Cade, hijo mayor de César Augusto Cade. Descendiente de una selecta familia procedente de las tierras bajas de Carolina del Sur. Para ti, Adams Cade, y para tu talento.
–Hasta que me chupe la sangre para después olvidarse de la superioridad de Adams Cade.
El maestro de inventores, el caballero sureño, el exiliado de su hogar y ex presidiario también estuvo a punto de sonreír.
Entre el murmullo horrorizado de los miembros del consejo se levantó la voz estentórea de Jacob Helms.
–Jamás. Ahí reside la belleza de la alianza. En la seguridad.
–Entonces… –Adams cruzó las manos sobre el estómago– …¿Qué saco yo de ello aparte del dinero?
–¿Qué más podrías querer? –Jacob Helms y su grupo de adeptos se sintieron frustrados–. No lo entiendo.
–No –dijo Adams en tono suave–. Ya veo que no.
–¿Pero considerarías nuestra oferta?
Adams tardó en responder, mientras pasaba por la criba toda la información acerca de Helms, Helms y Helms que había recabado a lo largo de los años. La cual comprendía un consorcio de confianza, que ensalzaba los valores; una empresa honorable, dirigida por hombres de honor.
–Sí.
La respuesta apenas fue un suspiro. Del susto, a Jacob Helms estuvieron a punto de caérsele al suelo las gafas de montura de oro.
–¿Has dicho que sí?
Adams asintió.
–Sí, señor, consideraré su oferta.
Jacob Helms estaba acostumbrado a jugar en su propio territorio. En aquella, una batalla que no estaba seguro de poder ganar, se había llevado a su distinguida junta directiva como una demostración de fuerza. Y de pronto parecía haber ganado la contienda a la primera escaramuza. Se reprendió a sí mismo para sus adentros por haber aumentado los millones a cientos de millones, y seguidamente se dispuso a cerrar el trato.
–¿Quieres que cerremos el trato con un apretón de manos?
–¿Aceptaría la palabra de un ex presidiario? –le respondió Adams.
–Aceptaría la palabra de Adams Cade sin importarme que haya estado en prisión –el hombre hizo una pausa–. No. Aceptaría la palabra de Adams Cade porque ha sobrevivido a cinco años en prisión y la experiencia le ha hecho mejorar.
–En ese caso, dependiendo del acuerdo sobre mi personal y otros…
El teléfono que había junto a Adams empezó a sonar, y finalmente lo descolgó.
–¿Sí, Janet? –arrugó el entrecejo–. ¡Jefferson! –exclamó–. ¡Pásamelo!
Todos se quedaron en silencio, con los ojos fijos en Adams Cade.
–¿Jefferson? –Adams no se movió ni respiró durante unos segundos–. ¿Jeffi? –murmuró entonces suavemente.
El nombre de la infancia escapó de los labios de un hombre que llevaba en su corazón el dolor de muchos años.
–¿Cómo estás? ¿Lincoln? ¿Jackson? –tartamudeó y bajó la voz–. ¿Cómo está él? ¿Cómo está Gus?
La expresión agradable de minutos atrás se había convertido en una mueca de dolor. El apuesto rostro había palidecido. Adams escuchaba totalmente inmóvil. Entonces, su cuerpo se estremeció al escuchar la noticia, e instintivamente se puso derecho.
–Voy para allá –dicho esto se dispuso a colgar, pero a mitad de camino cambió de parecer–. ¿Jeffi? –Adams vaciló mientras temía la respuesta a la pregunta que debía formular–. ¿Ha preguntado por mí?
El silencio reinaba en la habitación. Nadie se movió. Entonces Adams suspiró y se estremeció de nuevo.
–No pasa nada –susurró–. No esperaba que lo hiciera. No, no lo sientas –se apresuró a añadir–. Nada de esto es culpa tuya –suspiró de nuevo con voz ronca–. De todos modos iré, en cuanto el avión esté listo –Adams escuchó de nuevo, ajeno a su público–. Allí no –dijo en tono irrevocable–. Iré a Belle Terre. No… No a la plantación… A Belle Reve no.
Los hombres de Helms escuchaban con atención, pero a Adams no le importó.
–Desde las afueras de Belle Terre a Belle Reve hay menos de ocho kilómetros. Apenas suficiente para tomar un taxi… ¿Dónde me voy a hospedar? –Adams sacudió la cabeza muy pensativo–. Llevo tanto tiempo fuera que no conozco ningún sitio ya. Sugiéreme algo… Le diré a Janet que se ocupe del resto –tomó un rotulador y en un cuaderno que tenía delante garabateó los nombres de algunos sitios donde poder hospedarse en la pintoresca ciudad–. Con estos me valen. Janet elegirá por mí.
Dejó el rotulador a un lado y se retiró el puño de la camisa para ver la hora que era. Adams colgó el teléfono y se puso de pie. Solo entonces recordó que tenía visita.
–Caballeros, me temo que tendremos que continuar esta reunión en otro momento. Mi padre está enfermo. Voy a abandonar Atlanta de inmediato.
–No puedes irte –le soltó Jacob Helms con dureza.
Esa era la voz de mando, la que sus subalternos obedecían instantáneamente.
Pero Adams Cade jamás había sido un subalterno.
–Se equivoca, señor. Me puedo marchar. Y voy a hacerlo.
–Teníamos un trato.
–No, señor –Adams le corrigió–. Estábamos a punto de hacer un trato.
Helms se puso rojo de rabia. Miró a los miembros de su junta directiva y de nuevo a Adams, que lo había desafiado tan elegantemente.
–Habíamos hecho un trato.
–Habíamos accedido a hacer un trato, si todas las piezas encajaban en su sitio. De momento, no puede ser –Adams apoyó las manos en la brillante y diáfana superficie de madera de su mesa de despacho–. Esta reunión fue idea suya, las condiciones las de su elección. Escuchar y aceptar o no aceptar su proposición era cosa mía.
–¿Era? –Jacob Helms, a pesar de su arrogancia, no había construido su imperio siendo torpe.
–Sí, señor –Adams se puso derecho–. «Era» es la palabra clave. Ahora no tengo la posibilidad de elegir.
Jacob Helms se apoyó sobre la mesa y se inclinó hacia Adams.
–¿Tu hermano te llama para decirte que tu padre está enfermo y tú retrasas un trato multimillonario?
Adams se limitó a asentir, sin mostrarse sorprendido de que Helms supiera que había estado hablando de su padre y de la salud de este con su hermano Jefferson.
–¿Por un hombre que te desheredó, un hombre que ni siquiera desea mirarte a la cara, vas a arriesgarte a perder nuestra oferta?
–Por mi padre arriesgaría cualquier cosa. Y por él debo marcharme –se volvió hacia los directivos y les habló con amabilidad–. Caballeros, deben disculparme. Debo tomar un avión –dicho eso y sin preocuparse más de Helms o de su trato multimillonario, Adams abandonó el despacho.
Después de una larga ausencia, Adams Cade iba a volver a las tierras bajas de Carolina del Sur, la tierra y las islas de su juventud.
A la tierra, las islas y al padre que amaba.
–Esta aquí, señora Claibourne. ¡Y es peligroso!
Eden Claibourne, dueña de La Hostería de River Walk, colocó la última de las flores en el enorme centro que pronto adornaría el porche de la casita del río, y retrocedió. Inspeccionó su obra cuidadosamente, asintió con gesto de aprobación y se volvió hacia la joven que estaba allí, con la lengua fuera.
–¿Dónde está, Merrie? –tenía la voz suave y musical, con tan solo un ligero acento de las tierras bajas de Carolina del Sur.
Merrie, la más joven, más bonita y más impresionable de todo el personal, se agarró las manos para tranquilizarse.
–Lo llevé a la biblioteca y Cullen le aseguró que estaría allí enseguida.
–Gracias.
Eden Claibourne estudió el rostro de la joven, cuya mirada de ojos oscuros embellecía. Merrie era la hija de una amiga de una amiga, una estudiante en la facultad local y una nueva vecina de Belle Terre. Sin embargo, la reputación del nuevo huésped lo había precedido incluso hasta la tranquila posada.
–Te das cuenta que no es peligroso, ¿verdad, Merrie?
–No quiero decir peligroso, señora Claibourne. ¡Peligroso con mayúscula, por lo guapo que es! –Merrie se echó a reír–. Así es cómo lo describirían mis compañeras de clase.
–¿Ah, entonces ahora estáis estudiando lenguaje coloquial? –Eden se echó a reír, puesto que normalmente Merrie no se fijaba en los miembros del sexo opuesto, fueran o no guapos; la chica estaba enamorada de los caballos, y punto–. ¿A todo esto, le has ofrecido a nuestro huésped algo de beber? ¿O tal vez una copa de vino bien fresco?
Merrie asintió con la cabeza y al hacerlo su larga melena rizada y negra se bamboleó suavemente.
–El señor Cade prefiere tomar vino más tarde, en su habitación.
–Excelente.
Eden le puso la mano suavemente en el hombro mientras pensaba en la época en la que Adams Cade ejercía sobre ella el mismo efecto. La manera de expresarse había sido distinta años atrás, pero el efecto era el mismo.
Dejando a un lado recuerdos que era mejor no menear, Eden se dirigió a Merrie en su tono razonable de siempre.
–Haz el favor de decirle a Cullen que le pida al sumiller que escoja varias botellas de vino de la bodega, y luego que Cullen lleve estas flores junto con el vino a la casita del río. Yo mientras iré a recibir a nuestro nuevo huésped.
Segura de que sus instrucciones serían cumplidas al pie de la letra bajo el ojo crítico de su administrador Cullen Pavaouau, Eden Roberts Claibourne corrió a la biblioteca.
A través de los años, muchos huéspedes de influencia y muchas celebridades habían escogido hospedarse en la elegante casa construida antes de la Guerra Civil Americana que Eden había trasformado en hotel. Pero incluso antes de volver a Belle Terre para reclamar y rescatar la bella e histórica mansión de las ruinas, en calidad de esposa de Nicholas Claibourne, había experimentado lo que era vivir y relacionarse con los ricos, con los famosos y con los aspirantes a ambas cosas. Sin embargo, durante todas esas ocasiones, a todos los sitios donde los viajes de los Claibourne la habían llevado, en todos los círculos profesionales y sociales donde habían sido bien recibidos, nada ni nadie había provocado la emoción en el corazón de la señora de River Walk que Adams Cade.
–¡Santo cielo! ¡Soy peor que Merrie!
Apoyó la mano sobre la puerta de madera tallada y respiró hondo para tranquilizarse. Se retiró el cabello castaño claro de la frente y se estiró la blusa.
–¡Peligroso con mayúscula! –murmuró entre dientes.
Eden se puso derecha y entró en la habitación.
Allí estaba él, de espaldas a la puerta, mirando hacia las praderas y el ancho río. De tan ensimismado que estaba, Adams no la oyó acercarse, regalándole así unos valiosos instantes en los que aprovechó para mirarlo, para buscar los cambios que los años, la vida y la cárcel le habían causado.
Parecía más corpulento. No más alto, sino más voluminoso. Pero ese aumento estaba más en consonancia con la anchura de sus hombros que la delgadez de su juventud. Era el resultado del tiempo y la madurez. Tal y como lo eran las hebras plateadas que se entrelazaban entre sus cabellos.
Eden no sabría decir qué le distrajo de sus pensamientos. ¿Sería el alocado revoloteo de su corazón?
Como si no hubieran trascurrido trece años desde que se habían visto, Adams Cade se volvió y la miró con solemnidad.
Bajo el aire de sofisticación que presentaba Eden Claibourne, los recuerdos de una joven se sucedieron temblorosos. Imágenes del joven y apuesto hombre que había conocido bailaron en su pensamiento y en su corazón. Pero cuando su mirada brillante se cruzó con la de él, buscó en el sombrío y apuesto rostro algún indicio del pícaro y risueño joven.
El pilluelo al que ella había amado en su juventud. En la época en la que todos los que la conocían la llamaban Robbie y en la que había sido como una sombra de Adams y sus hermanos, arriesgándose cada vez que lo hacía él, siguiendo sus pasos. Todo por una sonrisa y para que le acariciara los rebeldes cabellos rizados que su abuela solía cortarle.
En ese momento, en la penumbra de la biblioteca, buscó a Adams, el amigo que había creído perder para siempre por culpa de la tragedia que lo había enviado a prisión. Adams, su primer y tierno amor.
Pero en su mirada profunda de ojos marrones no vio ningún pilluelo, no vio risas, ni recuerdos. Solamente un riguroso y sereno control.
Vestido con aquel traje inmaculado, Adams era el esplendor personificado. La camisa apropiada, la corbata apropiada, los impecables zapatos, le recordaron a otra noche en la que había estado espléndido, si bien no demasiado apropiado. Una noche absolutamente maravillosa.
Trece años habían trascurrido desde la noche de la presentación de Eden en sociedad. Ella tenía entonces diecinueve y estaba en su primer año de facultad. Él tenía veinticuatro y, a sus ojos era un hombre de mundo. Pero a pesar de esa sofisticación, Adams había accedido a ser su acompañante durante la temporada. Había tolerado, por la pesada de Robbie Roberts, las formalidades y las interminables galas que tan aburridas y molestas le resultaban. La noche del baile fue tan galante y estaba tan guapo que Eden sintió tanto amor por él que le dolía el corazón.
Después de la presentación y de la fiesta, caminaron por la playa con los pies descalzos y agarrados de la mano, y Eden deseó que aquella noche no terminara jamás. Cuando Adams la besó a la luz de la luna y la tumbó en la arena, ella se echó a sus brazos con avidez.
Cuando perdieron la cabeza, los metros y metros de raso blanco de su traje largo fueron su refugio de enamorados. Y en ese momento de arrebato, cuando Adams pronunció el nombre de Eden una y otra vez, ella descubrió que el dolor del amor podía ser también su gran dicha.
Fue una noche mágica; Adams fue mágico. Y cuando la despidió con un beso a la puerta de su casa, jamás pensó que pasarían trece años antes de volverlo a ver.
Trece años y toda una vida recordando.
En un silencio que tan solo duró unos segundos pero que a ella se le hizo eterno, Eden lo miró a los ojos y se dio cuenta que él no había olvidado. Pero también se preguntó si alguna vez recordaba.
Adams dio un paso adelante y extendió el brazo con la palma de la mano hacia arriba. Entonces esperó con la paciencia aprendida a base de pasar tiempo en la cárcel.
No habría rechazado a aquel hombre cauto y silencioso aunque hubiera sido esa su intención. No hubiera podido de haberlo intentado. En silencio, como él, le colocó la mano sobre la suya y sintió el calor y la firmeza de sus dedos.
–Eden.
El nombre que se escapó de sus labios fue un leve susurro. No la llamó Robbie, sino Eden. El mismo nombre que había dicho una vez anteriormente en una playa bañada por la luz de la luna. Entonces se dio cuenta de su error y comprendió que por muchas cosas horribles que le hubieran pasado, Adams Cade jamás había olvidado, y jamás había dejado de recordar.
–Tienes el pelo más oscuro –tenía la voz grave y vibrante, madurada por los años–. Recuerdo tus rizos rubios.
Eden asintió y él la miró de arriba abajo, despacio.
–Eres más alta, y más esbelta –murmuró mientras su oscura mirada retrocedía por la misma ruta hasta toparse con la mirada de ella.
–Solo un poco –le aseguró Eden.
Aunque aún no había cumplido los treinta y dos, sabía que las suaves curvas de su juventud se habían estilizado.
–Jamás pensé que volvería a Belle Terre. Ni que me encontraría a Robbie Roberts convertida en la bella y elegante Eden Claibourne, dueña de esta extraordinaria hostería.
–Yo tampoco –admitió Eden, recuperando un poco la compostura–. Pero estás aquí, y yo soy quién soy y lo que soy. Así que, bienvenido a River Walk y a mi casa en Belle Terre –Eden, que seguía agarrada a él, le sonrió–. Como pensé que vendrías cansado del viaje, te he preparado la casita del río.
–¿Casita? –la miró con menos cautela, aunque aún con alguna reserva–. ¿No me voy a quedar en la posada?
–Por supuesto que puedes quedarte aquí si quieres. Pero primero, échale un vistazo.
Lo condujo hasta la ventana desde donde se veían la finca y el río, y señaló un edificio. Situada al borde del río, el edificio de un solo piso estaba casi oculto tras los árboles y la vegetación.
La casita, pequeña en comparación con el edificio principal y muy pintoresca, aparecía moteada por las sombras del atardecer mientras los rayos del sol que se ocultaba se filtraban a través de los robles cubiertos de musgo. Dentro de esa sombra, enormes arbustos de azaleas, camelias y adelfas se entremezclaban con altas palmeras. Como se agrupaban tan densamente alrededor del patio de la casa, las cuidadas plantas ofrecían más intimidad.
–Hay porches a ambos lados, con un camino privado en la ribera –le explicó Eden mientras él estudiaba la casita con mirada de aprobación–. Pensé que preferirías la intimidad, al menos al principio.
Adams asintió, agradeciendo su consideración. Volver a las tierras bajas y a los recuerdos de aquellos días dolorosos ya era en sí bastante difícil, sin tener que añadirle las miradas de los curiosos. Un día o dos de tranquilidad para aclimatarse y habituarse al pulso de la ciudad le allanarían un poco el camino.
–Gracias, Eden, por tu amabilidad.
–Ha sido más consideración que amabilidad, Adams.
Se encogió de hombros y con ese gesto Eden le quitó importancia al apresurado pero preciso cuidado que habían puesto en cada detallada preparación de la estancia de Adams en la hostería. Esperaba que jamás conociera el furor que el conocimiento de su inesperada llegada había inspirado.
–Parte del encanto de la hostería reside en que equiparamos nuestro servicio a las necesidades especiales de nuestros huéspedes –añadió.
–Entonces os doy las gracias a ti y a tus empleados.
Percibió algo en el tono de voz de Adams que le hizo arrepentirse de haber rechazado, aunque cortésmente, su gratitud, y también de haberse dirigido a él como si fuera cualquier otro huésped. Adams se había convertido en un hombre notable, en una celebridad del mundo de los negocios. Estaba segura de que por esa misma razón se había convertido en objeto de consideración y deseo, y por ello de que no sería ajeno a una atención especial. ¿Pero con qué frecuencia por una causa noble? ¿O porque alguien se preocupara de Adams de verdad, no para obtener de él algún favor?
–Adams –empezó a decir y como no sabía cómo explicarse, decidió hablarle con el corazón en la mano; le rozó la mejilla, como queriendo borrar los años de dolor–. Me alegro de que hayas venido, y quiero que te sientas bien y cómodo en mi casa –Eden sintió que se estaba comportando con presunción y le retiró la mano de la mejilla–. Bueno pero, dejemos esto –dobló los dedos que seguían sobre la palma de su mano y sonrió–. Debes de estar cansado y hambriento después del vuelo.
–Ha sido un día muy largo –Adams reconoció mientras se esforzaba en recordar el tiempo que hacía desde que una preciosa mujer lo acariciaba con tanta delicadeza y sonreía solo para él.
–Entonces, como desee, señor… –Eden inclinó la cabeza– esta noche, y en cualquier momento –añadió, con la consideración y el respeto que merecía un viejo amigo–. Puedes tener lo que desees durante tu estancia aquí. Cualquier cosa que se ajuste a tus necesidades: intimidad, retiro, compañía, enredos; las comidas en el comedor de la hostería o en la casita. Lo que más se ajuste a tus planes o a estado de ánimo se llevará a cabo con la mayor habilidad de la que es capaz el servicio. Lo único que tienes que hacer es pedir, Adams.
En ese momento una cena tranquila, alejada de las miradas de curiosos, y en compañía de alguien que no quisiera hablar de negocios era lo que más apetecía a Adams.
–Me encantaría cenar en la casita, pero no quiero molestar a tus empleados.
Eden se echó a reír, recordando las amigables disputas entre sus empleados para ver quién podía escaparse un momento del atestado comedor de la hostería. A veces eso significaba poder echarse un cigarrillo; otras, tomar un poco el aire.
–Jamás lo considerarían una inconveniencia. En realidad, hay más de un voluntario dispuesto a servirte esta noche.
–Entonces, me gustaría cenar allí, Eden; como sospecho que ya habrías adivinado y planeado –se volvió y le acarició la cara y los cabellos con la mirada–. Me gustaría todavía más si quisieras acompañarme.
Adams tenía una voz profunda y vibrante, tierna como una caricia. Cada delicada tonalidad despertaba en ella un recuerdo que mejor sería dejar dormido.
–Normalmente estoy todas las noches en el comedor –objetó–. Saludando a los huéspedes, por si hay algo fuera de sitio.
–Lo cual ocurre…
La mirada confiada que Adams le dedicó le hizo sonreír.
–Lo cual, sinceramente, ocurre muy raramente, dado que tengo un eficiente mayordomo y un personal muy leal.
–Ah, justo lo que pensé cuando llegué. Una operación comercial bien pensada y dirigida –le tomó de la mano y se la colocó sobre el brazo–. Así que –dijo en tono persuasivo mientras con el pulgar le acariciaba los dedos–, aunque te van a echar en falta, ningún huésped se echará a llorar sobre su crema de puerros o sus melocotones al Grand Marnier, si tienen que soportar una noche sin ver tu encantadora sonrisa, ¿verdad?
Al ver la sorpresa en su rostro, Adams se echó a reír. Su risa pícara despertó en Eden otra tanda de recuerdos que le aceleraron en pulso.
–Pareces saber muchas cosas sobre la hostería. Incluso nuestras especialidades favoritas de primavera.
–Gracias a Janet, no a mí.
–¿Janet? –Eden no consiguió ocultar la curiosidad; le sorprendió que mencionara el nombre de una mujer porque, aunque no podía explicar su certeza, Adams Cade parecía un hombre sin ataduras.
–Mi secretaria –Adams dejó de acariciarle la mano que descansaba sobre su brazo, pero no la soltó–. Mi muy eficiente secretaria que leyó muchas cosas sobre La Hostería de River Walk, pero nada sobre el lujo y la intimidad de la casita del río.
–La casita no está anunciada. La alquilamos muy de vez en cuando, a huéspedes con necesidades especiales.
–¿Como Adams Cade, la oveja negra que ha vuelto al hogar? –Adams hizo una mueca, y la picardía no impregnó sus palabras esa vez–. Adams Cade, cuya reputación estoy seguro de que lo precede. Al menos si los rumores circulan tal y como yo recuerdo.
De nuevo estaba allí el dolor. Un dolor que luchaba por ocultar tras bruscas deducciones. Pero ni el tiempo ni la tragedia habían conseguido cambiar el timbre de los tonos que Eden había aprendido a entreoír, y a amar más que nada en el mundo, durante días, meses y años.
Eden lo miró a los ojos con solemnidad.
–Sí –dijo–. Para huéspedes como Adams Cade, porque Adams Cade, «es» una persona muy especial.
–Un criminal condenado, un ex presidiario, un camorrista, la oveja negra de la familia, el desheredado –dijo, mencionando tan solo unos cuantos de sus pecados–. ¿Cómo puedo ser especial?
–Para mí no eres ninguna de esas cosas –protestó Eden–. Ninguna. Y malditas sean las personas de miras estrechas, con sus feos rumores hacia los demás.