El otro príncipe - Jackie Ashenden - E-Book
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El otro príncipe E-Book

Jackie Ashenden

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Beschreibung

El destino le iba a poner un príncipe en su camino. Rafael, el príncipe regente, solía evitar los escándalos, como interrumpir la boda de la princesa heredera Amalia. Sin embargo, Rafael acababa de enterarse de que Lia estaba esperando un hijo suyo. Él era ilegítimo y eso lo obsesionaba, y no estaba dispuesto a permitir que se repitiera el pasado. Habían educado a Lia para que fuera la reina perfecta y solo se rebeló cuando estuvo entre los poderosos brazos de Rafael. Estaba prometida solo porque tenía que cumplir con el deber y jamás se había atrevido a soñar otra cosa. El problema era que cuando se trataba de Rafael, lo único que anhelaba era otra cosa...

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2021 Jackie Ashenden

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El otro príncipe, n.º 191 - septiembre 2022

Título original: Pregnant by the Wrong Prince

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1141-023-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

ALTO!

La exclamación llegó desde el fondo como una avalancha que retumbó en la catedral y dejó mudo al obispo.

Amalia De Vita se quedó helada en el pasillo camino del altar y con el corazón desbocado.

Él lo sabía.

La idea era espantosa y le tembló la mano que tenía en el brazo de su padre. Estuvo a punto de llevársela al abdomen en un gesto instintivo, pero se contuvo en el último momento.

Era imposible, no podía saberlo, no lo sabía nadie. Ni siquiera Matías, su prometido. Había mantenido el secreto y estaba segura de que no se le había escapado.

Matías, alto y moreno, estaba en el altar vestido con su impecable traje hecho a medida. Tenía el ceño fruncido y miraba hacia el fondo de la iglesia, seguramente, hacia el dueño de esa voz sombría y atronadora.

Lia no se dio la vuelta porque ya sabía de quién era esa voz. El miedo la atenazaba por dentro.

Debería habérselo dicho.

Se hizo un silencio sepulcral y los cientos de asistentes miraron fijamente hacia las puertas de roble.

–Se cancela la boda –siguió esa voz en un tono autoritario que impresionó a todo el mundo–. De Vita, entrégame la mujer si no te importa.

El padre de Lia, el asesor más apreciado por el anterior rey, se dio la vuelta con el cuerpo rígido por la sorpresa.

–Excelencia…

–Rafael… –Matías dio un paso al frente–. ¿Qué significa todo esto?

No hubo respuesta.

Unos pasos se acercaron por detrás de ella y alguien le agarró un brazo con delicadeza y firmeza a la vez. Un guardia real.

No…

Lia tembló con ganas de negarlo mientras se soltaba el brazo con el corazón saliéndosele del pecho.

Su padre la miraba y ella podía captar su asombro. No le extrañó. Era Amalia De Vita, la novia elegida para Matías Alighieri, heredero al trono de Santa Castelia. ¿Por quería prenderla un guardia real?

–Lia…

Los ojos azules de su padre no podían disimular la perplejidad mientras miraba al guardia real y a ella alternativamente.

Naturalmente, tenía que estar perplejo, pero ella no había sido capaz de contarle la verdad, no habría podido soportar su decepción.

Se enteraría en ese momento.

Se quedó en silencio con la mirada fija a través de la gasa del velo y la tensión adueñándose de ella. Si no se moviese, quizá todo se desvaneciera, quizá él se desvaneciera.

Matías estaba acercándose con la furia reflejada en su atractivo rostro. Sus testigos se habían quedado en el altar y hablaban entre ellos mientras el obispo miraba con un gesto de censura.

Los susurros, amplificados por la fantástica acústica de la catedral, se movían como arrastrados por el viento entre la aristocracia de Santa Castelia.

Estaba gestándose un escándalo.

Entonces, se acallaron los susurros y se hizo otro silencio sepulcral.

Se oyeron los pasos, rotundos y pausados, como si fuera quien fuese quien estaba acercándose a ella tuviera todo el tiempo del mundo, como si no le importara lo más mínimo que los ojos de todo el país estuvieran clavados en él por haber interrumpido la boda del siglo.

Sin embargo, naturalmente, no le importaba.

Matías era el príncipe heredero, pero gobernaba su hermano mayor. Rafael Navarro, el español bastardo, el príncipe regente de Santa Castelia.

No podía darse la vuelta, no podía mirarlo.

Ni podía ni se atrevía porque él lo sabría todo en cuanto viera su cara y la mirara a los ojos.

Jamás había podido ocultarle algo.

Su padre sería el único defraudado.

Se estremeció y trago saliva para intentar no dejarse llevar por el miedo.

Ella era la princesa heredera de Santa Castelia, el título que le habían otorgado cuando se formalizó su compromiso con Matías. Era buena y pura. Era respetable y no le había salpicado ni el más mínimo atisbo de escándalo. No se traslucía ningún sentimiento inapropiado.

Era irreprochable en todos los sentidos.

Las pisadas se detuvieron detrás de ella.

Aun así, no pudo darse la vuelta y se concentró en el rosetón azul, rojo y verde que había encima del altar.

–¿Estás rezando a Dios, Lia? –la voz le sonó como una noche sombría y llena de todo tipo de malos augurios–. Yo no lo haría, estoy seguro de que no va a escucharte a ti.

Ella no dijo nada, solo podía oír los latidos desenfrenados de su corazón.

–Excelencia… –repitió Gian.

–Silencio –replicó Rafael en un tono casi insultante.

El padre de Lia sabía que era mejor no discutir y no dijo nada.

A ella le dolía el corazón, pero no tenía valor para darse la vuelta allí, en ese momento y con su padre delante.

–Entiendo –siguió Rafael–. Es lo que quieres, ¿no?

Los pasos empezaron a rodearla lentamente y ella quiso empezar a dar vueltas como si fuera una bailarina en una caja de música para no tener que verlo, para que su penetrante mirada no la atravesara y desvelara todos sus secretos, toda su humillación.

Aunque él ya sabía cuál era su humillación. Si no, no habría interrumpido una boda que llevaba años preparándose.

Era posible que Rafael Navarro eludiera los escándalos por todos los medios, pero, aparentemente, hasta él tenía un límite, y ella lo había traspasado.

¿Acaso se había creído que podía ocultarle eso?

Efectivamente, había sido una necia, pero había esperado exactamente eso.

Podía notarlo por su derecha y enseguida lo tendría delante, lo vería enseguida, él lo sabría todo enseguida.

Ella ya sabía que no era posible ocultarse de Rafael.

Solo podía esperar que se hubiese equivocado, que él tuviese otro motivo para haber interrumpido la boda con el heredero al trono delante de todo el país, un motivo que no tuviera nada que ver con ella.

Se preparó, agarró el ramo de flores con todas sus fuerzas y levantó la barbilla. Al menos, el velo la protegía un poco.

Rafael se paró delante de ella y le tapó la visión del altar y de Matías, solo pudo ver la amplitud de su pecho.

Tragó saliva e intentó no temblar.

Se había olvidado de lo alto que era, de lo imponente, de lo… inamovible que era. Era un hombre hecho con granito y acero, un hombre que podría aguantar cualquier cataclismo. Ella era una adolescente cuando él llegó allí como regente y todo el mundo se quedó aterrado.

Había llegado como consejero delegado de una empresa multimillonaria, pero había parecido más bien un general, un caudillo, un líder militar aterrador que había hecho que la guardia real parecieran unos niños que jugaban a ser soldados.

Sin embargo, no era así en realidad.

Eso era lo que decía su ridículo corazón, el corazón que se había quedado fascinado por el hermano mayor del hombre con el que debería casarse, el corazón que no tenía nada que ver con la encantadora y dócil hija de Gian y Violetta De Vita, que la habían criado y modelado para ser la reina perfecta. Un corazón peligroso, rebelde, apasionado… y estúpido.

Miró fijamente la tela del traje gris que cubría esos músculos y huesos pétreos.

Sintió un escalofrío.

No quería levantar la mirada, pero si no lo hacía, indicaría que tenía que ocultar algo y él lo sabría. Sin embargo, él ya conocía su lado apasionado y peligroso, ¿qué podía perder?

Era una cobarde.

Efectivamente, también había sido eso, pero quizá no lo fuera ese día.

Tomó aire y lo miró a los ojos desde detrás del velo.

Se le congeló el aire en los pulmones.

No era guapo, pero eso era irrelevante cuando se trataba del regente de Santa Castelia. Tenía el pelo negro y muy corto y el rostro era un conjunto de ángulos y planos que se juntaban de una forma cautivadora y aterradora a la vez.

Era un hombre con un atractivo y una autoridad que hacían que la gente quisiera obedecerle con su mera presencia.

Sin embargo, el miedo no le helaba el corazón por su rostro, era por sus ojos.

Eran grises y cristalinos como la plata, cortantes como el filo de una espada o un bisturí.

Unos ojos increíblemente bonitos, unos ojos que veían la verdad.

Lia no pudo respirar.

Rafael levantó las manos, tomó el borde del velo de seda y se lo subió por encima de la cara, no quedó nada entre ella y su afilada mirada.

No tenía escapatoria, no podía ocultarse.

La expresión de su rostro era indescifrable, pero sus ojos resplandecían como el mercurio.

–¿Creías que ibas librarte? –le preguntó él en un tono delicado que le pareció más aterrador todavía–. ¿Creías que no iba a darme cuenta?

Lia no habría podido hablar ni aunque su vida hubiese dependido de ello. Tenía un estruendo en los oídos. La catedral se había quedado sin aire como si le hubiesen hecho el vacío.

Solo había hielo y oscuridad, y esa mirada implacable que la atravesaba.

–Rafael –intervino su hermano Matías detrás de su espalda–. ¿Qué pasa? Deberías haber estado aquí hacía dos horas.

Sin embargo, Rafael no se dio la vuelta, no hizo ningún caso a su hermano. Se limitó a mirar a Lia como si quisiera aplastarla donde estaba.

–Vendrás conmigo y vendrás sin rechistar.

Ella tragó saliva para intentar hablar.

–Pero yo…

Él se inclinó un poco y acercó la boca a su oído. Susurró en un tono tan grave que ella lo sintió en el pecho.

–A no ser que quieras que todo Santa Castelia sepa que el bebé que estás esperando no es de mi hermano.

Lia estuvo a punto de soltar el ramo de flores. Una oleada de un calor abrasador, seguida por otra gélida, se apoderaron de ella.

¿De verdad se había creído que podría mantenerlo en secreto durante mucho tiempo?

No, no durante mucho tiempo, solo hasta la boda, hasta que pudiera contárselo a Matías, que sería comprensivo. Al fin y al cabo, su matrimonio no era por amor, era un matrimonio concertado hacía mucho tiempo, cuando eran pequeños, entre su padre y el rey Carlos.

Sin embargo, ya era tarde.

Se sentía aturdida. Todo era un embrollo, intentaba entender cómo era posible que se le hubiese escapado, aunque también era posible que se le hubiese escapado a la médica que había ido a ver en Italia.

Se oyeron más murmullos, los asistentes empezaban a inquietarse y querían saber qué estaba pasando. ¿Por qué había interrumpido el regente la boda? ¿De qué estaba hablando con la novia? ¿Qué sería eso tan interesante?

No tenía alternativa, tenía que irse con él, nadie más podía saber su humillación.

Podía notar la cercanía de su padre y su perplejidad. Él también querría saber lo que estaba pasando, pero ¿qué pensaría cuando lo supiera? ¿Y su madre? ¿Qué dirían cuando se enteraran de lo que había hecho?

Le ardían las mejillas y quería llorar, pero reunió la fuerza que necesitaba para mirarle a esos espantosos ojos plateados.

Lo negaría, diría que estaba equivocado y exigiría una prueba de ADN…

–No –la palabra de él fue como un mazazo antes de que ella pudiera hablar siquiera–. No vas a negarlo y no hay escapatoria. No puedes esconderte en ningún sitio, no de mí, princesa –él sonrió y a ella se le heló el corazón otra vez–. Soy ineludible.

 

 

Rafael Navarro no se había considerado nunca una buena persona. La bondad no era parte de su naturaleza. Sí tenía cierta facilidad, que otros llamaban talento, con el dinero, una atención a los detalles inmejorable y la voluntad de hierro que se necesitaba para gobernar con una eficiencia implacable el diminuto país montañoso cerca de España.

Además, tenía que salirse con la suya.

También le espantaban las sorpresas y despreciaba los planes que no se dirigían hacia donde él quería. En ese momento estaba furioso, aunque no solía dejarse llevar por la furia. Aunque, naturalmente, la furia era la única reacción lógica a las dos horas pasadas.

Dos horas de sorpresas y en las que su vida había dado un vuelco y no según lo previsto, y, al parecer, todo por la mujer que tenía delante.

Una mujer menuda y delicada que llevaba un traje de novia desorbitadamente caro, él sabía lo que había costado hasta el último euro, de la seda más fina con bordados de plata y cuentas de cristal diminutas. También sabía el precio del velo de seda bordada, de la diadema de diamantes, del rubí Alighieri que llevaba en la mano y de las zapatillas de plata hechas a mano.

Sabía el precio de esa boda y también el de su cancelación.

Era culpa de ella.

Ella le había dado un vuelco a su ordenada vida, ella la había arruinado y él debería haberlo sabido desde que la vio… y en ese momento haría que lo pagara.

Sin embargo, no solo era culpa de ella… Dejó a un lado tan improcedente pensamiento y sintió cierta satisfacción al ver el miedo que se reflejaba en sus ojos azules… y tenía motivos para tenerlo.

Estaba pálida, el maquillaje que debería resaltar la perfección serena de sus rasgos no podía disimularlo. Aun así, estaba preciosa. Tenía unas cejas oscuras y arqueadas, unas pestañas sedosas, una boca tentadora del tono rosado más maravilloso y una barbilla respingona que él sabía, por experiencia propia, lo enérgica y obstinada que podía ser.

No era la chica buena y modosa que tenía fama de ser y él lo sabía desde que la sorprendió una noche en el despacho de su padre bebiéndose su whisky y fumándose uno de sus puros.

Debería habérselo dicho a Gian en aquel momento, pero no lo hizo.

Matías debería subir al trono dentro de seis meses y Amalia De Vita se había preparado durante toda su vida para ser su esposa. No había mujer más indicada para ser la reina de Santa Castelia. La familia De Vita era de un linaje muy antiguo y ofrecía nobleza ancestral a un trono muy perjudicado por las andanzas del padre de Rafael, el rey Carlos. Rafael había estado de acuerdo desde el primer momento en que no serviría ninguna otra mujer.

Ese matrimonio debería haber sido su último regalo a un país que no lo había acogido con calidez aunque le había rogado que tomara las riendas cuando murió su padre.

Otro hombre más ruin habría aprovechado la ocasión para enseñarles a ser agradecidos, pero él no había sido nunca ruin, estaba por encima de menudencias como la venganza.

No obstante… Una furia gélida se adueñaba de él mientras miraba los ojos azules de Amalia, aunque se mezclaba, a regañadientes, con el respeto.

Tenía miedo, pero, aun así, también tenía la barbilla levantada con firmeza.

–No hace falta esta puesta en escena, Excelencia –replicó ella con esa voz delicada y mesurada que él sabía que no era la suya–. Si quiere que vaya con usted, lo haré, pero no quiero que un guardia real me saque de mi propia boda.

El rostro de Gian De Vita era una auténtica careta de desconcierto. Estaba claro que Lia no le había contado nada y, seguramente, debería agradecérselo. Él no había tenido nunca un buen concepto de Rafael aunque había sido quien le había rogado que fuera el regente hasta que Matías tuviera la edad necesaria, y todo eso no iba a mejorar el concepto que tenía de él.

Una lástima…

No tenía nada que perder. La boda ya estaba arruinada. Había trabajado muchísimo durante los seis años de su regencia para mantener la paz en Santa Castelia y para reparar las décadas de escándalos y despilfarros que habían caracterizado al reinado de su padre. Había querido ser un ejemplo de moderación y decoro… y todo para acabar así.

Efectivamente, no tenía nada que perder. La corona no había sido nunca suya y no lo sería. Además, había provocado el tipo de escándalo que le habría espeluznado hacía solo una semana.

Sin embargo, todo era distinto en ese momento.

La chica buena y pura no era tan pura después de todo y había estado ocultando un secreto, ocultándoselo a él.

Ya no podía ocultarlo más.

Él también había incumplido espectacularmente su promesa al haber ido allí. También podría terminarlo de la misma manera, como indicaba la tradición.

–Entonces, si no quieres que un guardia real te saque de la catedral, te sacaré yo.

La levantó antes de que alguien pudiera decir algo, se la echó al hombro y fue hasta la puerta entre el alboroto de toda la catedral.

La limusina que lo había llevado seguía esperándole con el conductor abriéndole la puerta.

Antón no pareció inmutarse lo más mínimo cuando vio que el regente bajaba las escaleras de la catedral con la novia al hombro. Se limitó a esperar a que Rafael depositara dentro a Lia y a que se sentara él para cerrar la puerta.

Rafael, mientras la limusina se ponía en marcha, se dijo que tenía que acordarse de subir considerablemente el sueldo a ese conductor.

Lia se sentó enfrente de él con el tul arremolinado alrededor de ella, el velo enmarañado y la diadema ladeada.

Ya no estaba pálida y tampoco tenía miedo.

Tenía las mejillas rojas por la indignación y los ojos resplandecientes por la furia.

Estaba preciosa cuando se libraba de esa apariencia recatada que le habían inculcado sus padres.

No dijo nada, solo levantó el ramo de flores y se lo tiró.

Él lo agarró antes de que le alcanzara la cara y una lluvia de pétalos blancos le cayó sobre el traje. Si alguien hubiese mirado en ese momento por la ventanilla de la limusina, podría haber pensado que eran una novia preciosa y su flamante marido divirtiéndose un rato.

No estaba divirtiéndose en absoluto.

Rafael dejó el ramo en el asiento, a su lado.

–¿Qué habías dicho sobre la puesta en escena?

–¿Cómo te atreves? –le preguntó ella con una voz nada mesurada y rebosante de rabia–. ¡Delante de todo el país! ¡Delante de Matías y de mi padre! ¿Cómo te atreves a tocarme siquiera?

Rafael no contestó. Algunas veces, el silencio era mucho más elocuente que un ataque furibundo. Por eso, fue recogiendo lentamente los pétalos de su traje y colocándolos al lado del ramo formando un dibujo y dejó que ella gritara hasta que se quedó sin fuelle.

Entonces, levantó la cabeza y la miró a los ojos.

–¿Has terminado?

–¡No!

–Perfecto –replicó él sin hacerle caso–, ha llegado el momento de que hablemos un rato.

–¿Que hablemos un rato? ¿De qué?

–De tu embarazo, de que llevas meses intentando ocultarlo. Más concretamente, de que has intentado ocultármelo a mí.

–¿A ti? –preguntó ella levantando la barbilla–. ¿Por qué iba a haber intentado ocultártelo concretamente a ti?

Rafael la miró fijamente. Estaba intentando aguantar el tipo, eso estaba claro.

–¿Por qué? –replicó él con frialdad–. Porque el bebé es mío, Lia. ¿Por qué si no?

Capítulo 2

 

 

 

 

 

LIA SE quedó muy quieta aunque bullía de rabia y miedo por dentro.

De rabia porque se la había llevado de la catedral delante de su padre, de Matías, del obispo, de toda la aristocracia de Santa Castelia y de todo el país, que estaba viendo la retransmisión en directo, se la había echado al hombro como si no pesara nada y se la había llevado como si fuera… una delincuente.

Miedo por lo que podría llegar a hacer cuando ya sabía lo que había estado ocultándole durante tres meses, lo que le había parecido que no tenía más remedio que ocultarle porque ¿qué iba a hacer si no?

Había cometido un error enorme y había habido consecuencias, y todo había sido culpa de ella. Incluso no podía decirle que no sabía de quién era el bebé, aunque eso fuera lo que le decía su instinto.

Él sabía la verdad sobre ella y la había sabido siempre.

Le costaba un esfuerzo inmenso sofocar la rabia y el miedo, pero tenía muchos años de experiencia disimulando los sentimientos y podía hacerlo. Había perdido el dominio de sí misma al tirarle el ramo de flores y no podía perderlo otra vez.

Aunque todavía sentía su hombro pétreo y musculoso en el abdomen y la calidez de su cuerpo que había atravesado todas las capas del traje de novia, y eso no ayudaba.

Hacía que recordara aquella noche, hacía tres meses, cuando entre ellos solo había habido pieles desnudas y una pasión incontenible…

No podía pensar en eso en ese momento, cuando tenía su mirada gélida y furiosa clavada en ella.

–¿Qué? –siguió él en ese tono despreocupado e insultante que ella no podía soportar–. ¿No vas a negarlo otra vez? ¿No vas a decirme que no sabías que estabas acostándote conmigo? A lo mejor creías que era un desconocido. Evidentemente, lo prefieres a acostarte conmigo. Vamos, princesa, soy todo oídos.

A ella no le salía la voz. Quería bajar la ventanilla para que el aire invernal le permitiera respirar. Se sentía como si estuviera asfixiándose mientras él la miraba como la había mirado siempre, como si pudiera ver dentro de ella.

–Tengo una prueba de paternidad –siguió él cuando ella no dijo nada–. Si quieres verlo…

–¿Por qué?

Ella lo preguntó con la voz ronca, furiosa con él irracionalmente por haber necesitado una prueba. Aunque ella no le hubiese dicho nada sobre el embarazo y se hubiese comportado como si aquella noche juntos no hubiese sucedido jamás. Tuvo que hacerlo, los dos tuvieron que hacerlo.

Él no se movió, pero su terrible mirada plateada seguía resplandeciendo.

–Porque no sabía si era el único afortunado al que visitabas por las noches. Tenía que cerciorarme de que el bebé fuera mío.

A Lia la habían educado para que fuera equilibrada y elegante en cualquier circunstancia, para que no perdiera nunca la compostura, pero, en ese momento, el dominio de sí misma que le habían inculcado todos los días de su vida saltó por los aires en mil pedazos.

Todo el miedo y la angustia que la habían dominado durante esos tres meses, toda la desdicha y la rabia, se desbordaron como una oleada arrolladora. Quería llorar, pero eso no solucionaría nada. Además, no estaba furiosa con él, lo estaba consigo misma.

Debería habérselo dicho en cuanto la prueba de embarazo dio positiva, debería haber reunido el valor para dar la cara y para asumir la responsabilidad del error que había cometido… y para hacer frente a las consecuencias.

Mejor dicho. No debería haber permitido que la rabia se hubiese adueñado de ella y hubiese ido al cuarto que había creído que era de Matías… pero…

 

«Lia no podía dormir. Se había pasado horas mirando por la ventana del dormitorio y el corazón era como un ovillo de alambre de espino. Rafael llevaba dos semanas sin acudir a las reuniones en el despacho de su padre y lo echaba de menos. Lo echaba de menos como si echara de menos a una parte de sí misma.

Él la evitaba y ella no entendía por qué, solo sabía que le dolía.

Detrás de ella en la cama, como un charco de seda azul, estaba el vestido que debería llevar al día siguiente en el baile que se celebraría para anunciar oficialmente su compromiso con Matías.

Ni siquiera podía mirarlo. Cada vez que lo miraba solo podía ver el futuro que le esperaba. Su futuro como esposa de un hombre que no la amaba y al que ella tampoco amaba, su futuro como la virtuosa reina de Santa Castelia.

Un futuro que era como los barrotes de una jaula que iban cerrándose alrededor de ella.

Él era el problema, él era el motivo para que no pudiera soportar el futuro en ese momento y no sabía qué hacer al respecto, aunque tampoco se podía hacer nada.

Era la princesa heredera. Llevaba toda su vida prometida a Matías y su futuro estaba grabado en piedra. Su padre siempre le había dejado claro que, después de los excesos del rey Carlos, Santa Castelia necesitaba una mano firme y equilibrada. Matías sería esa mano y ella le daría el equilibrio.

Juntos sacarían a Santa Castelia de las tormentas de escándalo, codicia y corrupción y la llevarían a aguas más tranquilas.

Ella era la hija tardía de sus padres, un milagro de la fecundación in vitro. Era una hija muy querida y deseada y no debería tener ninguna queja cuando había hijos a los que no querían lo más mínimo.