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Durante siglos, las sociedades han tratado la dominación masculina como lo "natural". ¿Y si viéramos, no obstante, la desigualdad de género como algo más frágil que ha tenido que ser constantemente reconstruido y reafirmado? En este libro audaz y radical, la reconocida periodista científica Angela Saini explora las raíces de lo que llamamos patriarcado, descubriendo una historia compleja de cómo se incrustó por primera vez en las sociedades y se extendió por todo el mundo desde la Prehistoria hasta el presente. Saini viaja a los asentamientos humanos más antiguos, analiza los últimos hallazgos de la ciencia y la arqueología y rastrea las historias culturales y políticas desde las Américas hasta Asia, encontrando que: Desde el siglo xix, filósofos, historiadores, antropólogos y feministas han cuestionado lo que significaba el patriarcado. En nuestra época, a pesar de la resistencia al sexismo, el abuso y la discriminación, incluso los esfuerzos revolucionarios por lograr la igualdad a menudo han terminado en fracaso. Pero El patriarcado es un libro profundamente esperanzador, uno que revela una multiplicidad de arreglos humanos que socavan las viejas narrativas grandiosas y exponen la supremacía masculina como no más (y no menos) que un elemento en constante cambio en los sistemas de control.
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Angela Saini
El patriarcado
Los orígenes de la dominación masculina
Traducción del inglés por Silvia Alemany
Título original: The Patriarchs
Esta traducción se publica por acuerdo con Angela Saini
© Angela Saini, 2023
© de la edición en castellano:
2024 Editorial Kairós, S.A.
Numancia 117-121, 08029 Barcelona, España
www.editorialkairos.com
Traducción del inglés al castellano: Silvia Alemany, 2023
Revisión: Amelia Padilla
Diseño cubierta: Editorial Kairós
Ilustración cubierta: KeithBinns
Composición: Pablo Barrio
Primera edición en papel: Febrero 2024
Primera edición en digital: Febrero 2024
ISBN papel: 978-84-1121-233-5
ISBN epub: 978-84-1121-255-7
ISBN kindle: 978-84-1121-256-4
Todos los derechos reservados.
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«Cuando maté lo hice con la verdad, y no con un cuchillo. Es mi verdad lo que les asusta. Esta temible verdad me da un gran coraje. Me protege de mi temor a la muerte, o a la vida, el hambre, la falta de abrigo o la destrucción. Es esta temible verdad la que me impide temer la brutalidad de los gobernantes y los policías».
NAWAL AL-SA’DAWI, Mujer en punto cero, 1991
Cronología
Mapa del linaje matriarcal
Introducción
1. La dominación
2. La excepción
3. El génesis
4. La destrucción
5. La restricción
6. El aislamiento
7. La revolución
8. La transformación
Epílogo
Agradecimientos
Bibliografía
Títulos relacionados
Cubierta
Portada
Créditos
Epígrafe
Sumario
El patriarcado
Agradecimientos
Bibliografía
De 13 millones a 4 millones de años a.C.: El linaje humano difiere de los otros simios, incluyendo a chimpancés y a bonobos, según diversas valoraciones científicas.
Aproximadamente 300.000 años a.C.: Nuestra especie, el homo sapiens, aparece en el registro arqueológico de África.
10.000 a.C.: Una revolución agrícola da comienzo en el antiguo Creciente Fértil de Oriente Medio, a la que siguen miles de años de cultivos vegetales en todo el mundo, y eso simboliza el inicio del período Neolítico de esta zona.
7400 a.C.: Las grandes comunidades neolíticas de Çatalhüyük, situadas al sur de Anatolia, son relativamente ajenas al género, según el arqueólogo Ian Hodder.
Aproximadamente 7000 a.C.: El cadáver de una cazadora de caza mayor es enterrado en los Andes peruanos.
5000 a 3000 a.C.: Surge en Europa una especie de cuello de botella genético, y también en varias zonas de Asia y África; y eso implica que un pequeño número de hombres tienen desproporcionadamente más hijos que otros.
3300 a.C.: Es el inicio de la Edad de Bronce en África del Norte, Oriente Medio, el subcontinente indio y diversas partes de Europa.
2500 a.C.: Kubaba funda la tercera dinastía de los Kish en Mesopotamia y gobierna como reina por derecho propio.
2500 a.C. a 1200 a.C.: Un movimiento de varios pueblos procedentes de la estepa euroasiática penetran en Europa, y luego en Asia llevando consigo culturas más violentas y más dominadas por el hombre, según la arqueóloga Marija Gimbutas.
750 a.C.: Las antiguas residencias señoriales de Grecia están divididas en espacios separados para las mujeres y los hombres.
700 a.C.: El antiguo poeta griego Hesíodo describe a la mujer diciendo que «es de una raza y de una tribu mortales» y que «está en su naturaleza hacer el mal» en su influyente historia del mundo La teogonía.
Alrededor de 622 a.C.: Se redacta una forma temprana del libro de Deuteronomio del Antiguo Testamento, en el que se dan instrucciones a los hombres sobre cómo deben tratar a las mujeres capturadas en la batalla.
Aproximadamente en 950 a.C.: Una líder y guerrera vikinga de rancio abolengo es enterrada en Birka, Suecia.
1227: Fallecimiento del líder mongol Chinggis (Genghis) Khan, cuyos descendientes se cree en la actualidad que son uno de cada doscientos hombres que pueblan el planeta.
1590: Reunión de las mujeres nativas americanas haudenosaunee en Seneca Falls para exigir la paz entre sus pueblos.
1680: Patriarca o El poder natural de los reyes, del teórico político inglés sir Robert Filmer, defiende el derecho divino de los reyes argumentando que un monarca tiene autoridad natural sobre su pueblo del mismo modo que un padre lo tiene sobre su hogar.
1765: Commentaries on the Laws of England, del famoso jurista inglés sir William Blackstone, refuerza el principio de que la existencia legal de la mujer se incorpora a la de su marido cuando contrae matrimonio.
1848: La primera convención en pro de los derechos de la mujer se celebra en la capilla metodista de Seneca Falls, en Nueva York.
1870: El Acta sobre la Propiedad de las Mujeres Casadas se aprueba en el Reino Unido, la cual permite a las mujeres casadas conservar legalmente sus ganancias.
1884: El filósofo socialista alemán Friedrich Engels escribe que las sociedades matriarcales fueron derrocadas por «la derrota histórica y mundial del sexo femenino».
1900: La reina madre del Imperio asante ghanés Nana Yaa Asantewaa lidera una guerra de independencia contra el Imperio británico.
1917: La Revolución rusa conduce a la creación del primer estado socialista.
1920: La Rusia soviética se convierte en el primer país del mundo en legalizar el aborto.
1960: Sirimavo Bandaranaike es la primera mujer en ser elegida primera ministra en Sri Lanka.
1976: La legislatura de Kerala en la India abole el linaje matrilineal.
1979: La Revolución iraniana derroca la monarquía gobernante y conduce a la creación de una República Islámica conservadora.
1989: El muro de Berlín cae y marca el inicio del colapso de la Unión Soviética.
1994: El secuestro de las jóvenes casaderas es proclamado ilegal en Kirguistán.
2001: Los Países Bajos se convierten en el primer país en legalizar los matrimonios de parejas del mismo sexo.
2017: La Organización para el Trabajo Internacional incluye el matrimonio obligatorio en sus cómputos estadísticos sobre la esclavitud moderna por primera vez.
2021: Los talibanes recuperan el poder en Afganistán tras veinte años de guerra, y por lo pronto impiden el acceso a la educación y al trabajo a las mujeres y las niñas.
2022: La Corte Suprema de Estados Unidos anula el dictamen de 1973 de Roe contra Wade que establecía el derecho federal al aborto.
2022: La muerte de Mahsa Amini en Irán tras su arresto por parte de la policía religiosa islámica provoca un aluvión de protestas contra la República islámica.
He estado muy ocupada con las imágenes de las diosas mientras escribía este libro. De entre ellas, hay una que me merece especial interés.
Se trata de una litografía popular hindú realizada hace algo más de un siglo. Kali, la asesina de demonios, el símbolo de la muerte y del tiempo, nos desafía para que supervisemos la carnicería que ha desatado. Con los ojos abiertos de par en par y sacando la lengua, su intensa piel azul sobresale de la página. La melena negra y ondulada le llega hasta la cintura, rodeada por una falda de brazos amputados. Del cuello le cuelga una guirnalda de cabezas cortadas como si fueran flores. En una mano sostiene una espada y en la otra, la cabeza de un demonio. En la tercera mano sostiene una bandeja que recoge la sangre vertida a manera de una ofrenda, mientras que con la cuarta señala la sangrienta escena que la rodea en señal de bendición.
Los antiguos dioses y diosas hindúes por lo general son transgresores, como si hubieran sido convocados por otros universos. Ahora bien, en la era del imperio, las autoridades británicas y los misioneros cristianos de la India se sentían tan aterrorizados por Kali, en concreto, que los revolucionarios nacionalistas la adoptaron como símbolo de oposición a las normas coloniales. En algunas representaciones se la ve con cadáveres a modo de pendientes, y con cuerpos enteros atravesándole los lóbulos. «¡Qué retrato más espantoso! –escribió una inglesa en un panfleto publicado por la Sociedad de Misiones de los Clérigos de la Biblia en 1928–. ¡Y se atreven a llamar a esta deidad femenina y salvaje la dulce madre!».
La paradoja de Kali es que es una madre divina, una que desafía todos los supuestos modernos sobre la feminidad y el poder. Tanto si es un reflejo como una subversión de la humanidad, el hecho de que se hicieran representaciones de ella nos sigue sorprendiendo a todos. En el siglo XXI la han adoptado las activistas por los derechos de la mujer desde Nueva Delhi hasta Nueva York, y la han descrito como el icono feminista que necesitamos en la actualidad. En esa diosa podemos seguir reconociendo el potencial que tenemos de destruir el orden social. Podemos visualizar la irrefrenable rabia que se aloja en el corazón de los oprimidos. Incluso podemos llegar a preguntarnos si esas cabezas que le cuelgan del cuello no serán las de los patriarcas de la historia.
Este es el poder que ejerce en nosotras el pasado. ¿Por qué en pleno siglo XXI nos remitimos a una figura de la historia antigua para confiar en la capacidad que tenemos de cambiar el mundo? ¿Qué nos da Kali que no somos capaces de encontrar en nosotras mismas?
El filósofo Kwame Anthony Appiah preguntó en una ocasión, siguiendo esta misma línea, por qué algunos nos sentimos en la necesidad de creer en un pasado más igualitario para representarnos un futuro más equitativo. Tanto historiadores como científicos, antropólogos, arqueólogos y feministas se han sentido fascinados por esta pregunta. Como periodista de divulgación científica especializada en temas de racismo y sexismo, a menudo me planteo esta cuestión. Queremos saber la razón de que nuestras sociedades se hayan estructurado de esta manera, y cómo eran en tiempo pasados. Cuando contemplamos a Kali, me pregunto si no estaremos refiriéndonos a la posibilidad de que hubo un tiempo en que los hombres no gobernaban, un mundo perdido en el que la feminidad y la masculinidad no significaban lo que significan en la actualidad.
El deseo de contar con un precedente histórico también nos está diciendo otra cosa. Indica que nuestras vidas nos pueden parecer faltas de sentido en determinados momentos. La palabra que ahora usamos para describir la opresión de las mujeres, «el patriarcado», se ha convertido en una palabra devastadoramente monolítica, que describe todos los escenarios en los que las mujeres y las niñas de todo el mundo sufren maltratos e injusticia, y me refiero a la violencia doméstica y a las violaciones, pero también a la brecha en los salarios debido al género y a los postulados de la doble moral. Tomado en su conjunto, la escala y la magnitud de todo esto parece que escapan de nuestro control. La opresión por causa del género empieza a parecernos una gran conspiración que se extiende hasta los confines de los tiempos. Debió de ocurrir algo terrible en nuestro pasado ya olvidado para que hayamos terminado situadas donde estamos en la actualidad. Las personas llevan muchos años intentando entender el origen del patriarcado.
Fue en 1680 cuando el teórico político inglés sir Robert Filmer luchó para defender la norma divina de los reyes argumentando en su Patriarca o El poder natural de los reyes que el estado era como una familia, y con ello implicaba que los reyes en realidad eran los padres y sus súbditos, los hijos. La cabeza visible del estado era el patriarca terrenal por antonomasia, por la gracia de Dios, cuya autoridad se retrotraía hasta los tiempos bíblicos de los patriarcas. En la visión que tiene Filmer del universo (muy conveniente para él, como aristócrata que deseaba defender al rey de sus críticos), el patriarcado era algo natural. Empezaba a pequeña escala en las familias de los pueblos, en las que el padre ejercía su dominio en el hogar, y terminaba a gran escala, en las marmóreas instituciones de la política, la ley y la religión.
Durante un tiempo, a mediados del siglo XIX, y también durante la segunda mitad del siglo XX, los intelectuales volvieron a interesarse por lo que era el patriarcado y por qué surgió. ¿Era por el dominio global de los hombres sobre las mujeres, o era algo más específico? ¿Concernía al sexo, o concernía al trabajo? ¿Estaba apoyado por el capitalismo o era algo independiente del sistema? ¿Tenía su propia historia o era un patrón universal determinado por nuestra propia naturaleza?
Centenares de años después, la explicación fractal de Robert Filmer seguía ejerciendo un cierto atractivo. En Política sexual, un texto feminista clásico de 1970, la activista americana Kate Millet definía el patriarcado como el control de los hombres más jóvenes por parte de los hombres más maduros, así como el control de las mujeres por parte de los hombres en general. Empezando por el padre, el poder en función del género se creía que se irradiaba desde el hogar hasta la comunidad y el estado.
Sin embargo, seguía existiendo la cuestión de cómo era posible que los hombres hubieran llegado a conseguir ese poder en un inicio. En 1979, explorando en lo que hasta entonces había llegado a ser una veta muy rica de escritos feministas sobre el patriarcado, la socióloga británica Veronica Beechey se dio cuenta de que la dominación masculina a menudo se consideraba que estaba basada en el sexo y la reproducción. La opresión de las mujeres parecía radicar en la premura patológica de los hombres por controlar los cuerpos de las mujeres. «Sin embargo –escribió Beechey–, nunca ha terminado de aclararse qué es lo que convierte a los hombres en opresores sexuales, ni, lo que es más importante, cuáles son las características de determinadas formas de sociedad que sitúan a los hombres en posiciones por las que son capaces de ejercer el poder sobre las mujeres».
Como Beechey descubrió, lo que complica cualquier teoría universal del patriarcado es que la desigualdad y la opresión entre los géneros nunca han sido las mismas para todos y en cualquier parte del mundo. En la diosa Kali tenemos un símbolo del poder femenino. Quizá pertenezca al ámbito de lo legendario, pero no tendría tanta popularidad si no reconociéramos en ella una parte de nosotras mismas.
En la India, donde viví durante un tiempo, las mujeres indias de clase alta y media solían emplear tanto a hombres como a mujeres en el servicio doméstico, para cocinar y limpiar por unos salarios de subsistencia. Yo tenía veintidós años y vivía sola, pero eso no impedía que tuviera a dos hombres trabajando para mí. Los que pertenecen a la casta más baja de la jerarquía social hacen la mayor parte de los trabajos más sucios y peor pagados del país, incluida la recogida de los excrementos de origen humano y animal. Durante la primera cuarentena de la pandemia de 2020, cuando los sirvientes domésticos regresaron a sus casas porque no podían trabajar, las mujeres más ricas del país se encontraron de la noche a la mañana con que tenían que desempeñar las tareas domésticas quizá por primera vez en su vida. A inicios del año siguiente (fuera o no fuese pura coincidencia), un partido político del estado indio de Tamil Nadu inició una campaña para que las amas de casa cobraran un sueldo mensual.
Como preguntó la catedrática de Estudios de la Mujer Chandra Talpade Mohanly, «¿Cómo es posible referirse a la división sexual del trabajo cuando el contenido de esta división cambia radicalmente de un entorno a otro, y de una encrucijada histórica a otra?». Si existieran ciertos aspectos fundamentales de la naturaleza femenina y masculina que determinaran que el hombre ejerciera el control sobre la mujer, dividiéndonos netamente en dos papeles muy diferenciados, cabría esperar que, a lo largo y a lo ancho de este mundo, y durante el transcurso de la historia, se compartieran unos patrones vivenciales y laborales similares.
Nada más lejos de la realidad. La condición social inferior de algunas mujeres nunca ha impedido que otras mujeres de la misma sociedad ostenten una gran riqueza o un gran poder por derecho propio. Ha habido reinas, emperadoras, faraonas y poderosas guerreras desde que se tiene constancia histórica. Durante los dos últimos siglos, las mujeres han sido monarcas de Gran Bretaña durante más años que los hombres. Las mujeres han tenido esclavos y criados y siguen teniéndolos. Hay culturas que dan prioridad a las madres, y, en ellas, los niños ni siquiera parecen pertenecer al mismo hogar que sus padres.
«Las mujeres, en función de su clase social, tienen experiencias históricas distintas –escribió Gerda Lerner, una de las fundadoras en el ámbito académico de la historia de las mujeres en Estados Unidos, mientras barajaba estas contradicciones–. Sí, las mujeres forman parte de los personajes anónimos de la historia, pero a diferencia de estos, también, y siempre, han formado parte de la élite reinante. Están oprimidas, pero no como lo estarían los grupos raciales o étnicos, aunque algunas lo estén. Están subordinadas y explotadas, pero no como las clases bajas, aunque algunas de ellas lo estén».
En 1989, la experta legal Catharine MacKinnon escribió que se había dado cuenta de que, salvo algunas excepciones, «el feminismo no tenía constancia del poder masculino como un todo ordenado, aunque perturbado. El feminismo empezó a ser una denuncia épica en busca de una teoría, una teoría épica que necesita hallar justificaciones escritas». Los productos finales del poder masculino están bien documentados (en una mayor proporción de hombres en los puestos de mando, en la preferencia que se tiene por los hijos varones en muchas partes del mundo, en las tasas de acoso sexual, en una estadística tras otra), pero, por sí mismo, eso no explicaría que los hombres llegaran a gobernar en un principio. «El tema que debe explicarse, es decir, el desarrollo de la supremacía del hombre, se da por sentado con gran eficacia –observó MacKinnon–. El poder social no se explica, solo se reafirma».
Lo que en realidad nos ha traído hasta aquí tiene tintes míticos. Si se explotaba más a las mujeres que a los hombres, escribió MacKinnon, se consideraba que la causa radicaba en su carácter y no en su condición física. La falta se encuentra en nuestro interior, no en el exterior. Incluso Karl Marx, que soñaba con abolir la desigualdad social con el comunismo, no podía escapar a la sospecha de que la desigualdad sexual era una excepción a las otras formas de opresión, basada en las diferencias biológicas en lugar de en la historia.
Durante un tiempo, los intentos de encontrar una base universal que diera explicación de la opresión de las mujeres terminaron siendo meros ejercicios de simplificación, a veces hasta llegar al absurdo. Había quien se explicaba los orígenes del patriarcado diciendo que las mujeres eran completamente incapaces de resistirse a la coacción y al dominio masculinos. Decían que eran demasiado débiles, y los hombres, demasiado fuertes, según este punto de vista. La más curiosa de estas teorías afirma que el gran cambio de inflexión de la prehistoria se dio cuando las sociedades pacíficas y centradas en las mujeres de repente se vieron derrocadas por unos hombres violentos y saqueadores que mostraban una irrefrenable ansia de poder y de control sexual. Los dioses patriarcales substituyeron a las diosas madre cálidas y protectoras.
«En otras palabras –escribió la socióloga francesa Christine Delphy, mostrándose precavida ante estas especulaciones históricas–, la cultura de nuestra propia sociedad se atribuye a la naturaleza de una sociedad hipotética».
La antropóloga americana Michelle Rosaldo también se mostró escéptica. «Somos las víctimas de una tradición conceptual que descubre su esencia en las características naturales que nos diferencian de los hombres, y luego declara que lo que en la actualidad tienen las mujeres deriva de lo que en esencia son las mujeres», escribió la autora en 1980. Basándose en las observaciones antropológicas de las sociedades de todo el mundo, Rosaldo pensó que la dominación masculina era generalizada, sin lugar a dudas. Pero también se dio cuenta de que se manifestaba de tan distintas maneras que no tenía ningún sentido imaginar que fuera una especie de experiencia común globalizada, o que hubiera alguna causa que lo provocara.
«Haríamos muy bien si pensáramos en el sexo biológico como si fuera una raza biológica –propuso la antropóloga–, y en tomarlo como una excusa en lugar de como la causa de todo el sexismo que vemos».
Las excepciones son lo que en realidad pone a prueba lo que presuponemos. No es en los grandes y muy simplistas relatos históricos donde descubrimos quiénes somos, sino en los márgenes de estos, donde las personas viven de una manera distinta a como cabría esperar. En todas las culturas se demuestra que lo que imaginamos que son unas normas biológicas fijas o unas historias lineales claras, por lo general, son todo lo contrario. Somos una especie que muestra una enorme variación en la manera en que elegimos vivir, con un increíble margen de maniobra para cambiar. Pensando que la desigualdad de géneros está arraigada en algo inalterable que está en nuestro interior no conseguimos verla tal como es: algo más frágil que debe rehacerse y reafirmarse constantemente.
Estamos en vías de rehacer todo eso, incluso ahora.
Parece que hay muy pocas pruebas convincentes de la existencia de unas utopías matriarcales que fueron derrocadas de un solo plumazo. Y tampoco hay pruebas de que la opresión de las mujeres empezara en casa. Al contrario, vemos en los registros históricos datados de la misma época que los primeros estados e imperios empezaron a crecer mientras intentaban expandir su población y conservar los ejércitos para defenderse. Las élites que gobernaban esas sociedades necesitaban mujeres jóvenes para que tuvieran el máximo número de hijos posible, y en cuanto a los jóvenes, se les educaba para que fueran unos guerreros solícitos. Es en este punto donde es posible vislumbrar la aparición de las reglas de género que doblegan el comportamiento y la libertad de los individuos en su día a día. Las virtudes como la lealtad y el honor son reclutadas al servicio de estos objetivos básicos. Las tradiciones y las religiones, a su vez, se desarrollaron en torno a los mismos códigos sociales.
Las presiones sociales se filtraron en los hogares domésticos, e influyeron en la dinámica de las relaciones personales. En esas partes del mundo donde las novias abandonaban su familia de origen para irse a vivir con la familia de su marido, parece ser que la institución del matrimonio fue conformada a partir de la extendida y deshumanizadora práctica de la captura de cautivas y de la esclavitud. Las esposas podían ser tratadas como forasteras en sus propias comunidades, y solo ascendían de posición social a medida que iban creciendo y tenían hijos propios. La opresión de las mujeres quizá no empezara en el hogar, pero sí terminó recalando allí.
Los escombros del pasado implican que la realidad de las ideologías y las instituciones dominadas por los hombres a medida que iban surgiendo no debieron de ser un único sistema plano en el que todos los hombres ejercitaban el poder sobre todas las mujeres a la vez, sino que las diferencias dependían de las circunstancias locales. El poder patriarcal podía interpretarse de mil y una maneras distintas por todos y cada uno de los miembros de una misma sociedad. Sin embargo, mientras todo eso sucedía, las personas también se iban retrayendo. Siempre hubo resistencias y compromisos. Los cambios que vemos en el tiempo son graduales e irregulares, se apoderan de las vidas de las personas a lo largo de las generaciones hasta que estas ya no consiguen imaginarse vivir de otra manera distinta. Después de todo, así es como suele funcionar la transformación social: normalizando lo que antes habría sido impensable.
Por último, esta es la historia de unos individuos y de unos grupos que luchan por tener el control sobre el recurso más valioso de este mundo: los demás. Si las maneras patriarcales de organizar la sociedad son sospechosamente parecidas en todos los puntos del planeta en la actualidad, no es porque las sociedades aterrizaran mágicamente (o biológicamente) en ellas al mismo tiempo, o porque las mujeres de todo el mundo se doblegasen y aceptaran la subordinación; es porque el poder es inventivo. La opresión de género fue cocinada y refinada no solo en el seno de las sociedades, sino que también fue exportada deliberadamente durante muchos siglos a través del proselitismo y el colonialismo.
Lo más insidioso de este fraude es el modo en que ha llegado a modelar la cantidad de creencias que sostenemos sobre la naturaleza humana. Si la diosa hindú Kali nos cuenta algo de nuestro pasado es que la representación del mundo que nos hemos hecho jamás ha sido estática. Los que se hallan en el poder han trabajado desesperadamente a lo largo de los tiempos para proporcionarnos la ilusión de una solidez ante los códigos y jerarquías de género que inventaron. En la actualidad, estos mitos han pasado a convertirse en nuestras propias convicciones. Vivimos a través de ellos. No nos atrevemos a preguntar si la razón de que Kali sea contemplada como una deidad tan radical, una deidad que rompe con las normas de la feminidad, podría ser porque procede de una época en que las normas eran distintas.
Después de varios siglos viviendo en las sociedades que hemos construido, damos a lo que vemos una etiqueta única: «el patriarcado». A partir de aquí, el término parece casi conspiratorio, como si todo estuviera astutamente planificado desde el inicio, cuando, en realidad, siempre ha sido una apropiación muy lenta. Podemos verlo con nuestros propios ojos en los patriarcas que todavía siguen intentando alargar sus tentáculos hacia nuestras vidas actuales. Podemos verlo en el resurgimiento de los talibanes de Afganistán, ver sus garras en las libertades de género en Rusia y Europa del Este, en la abolición del derecho al aborto en Estados Unidos. No es esta una historia de los orígenes terminada y revisada. Es una historia que estamos en proceso de escribir, y el proceso es activo.
He dedicado varios años a investigar y viajar para escribir este libro. El desafío mayor ha sido desenmarañar el nudo de hechos dados por sentado que empantanan la cuestión y vienen disfrazados de conocimientos objetivos, aunque a menudo terminen siendo un vehículo de conjeturas. Cuanto más te retrotraes hacia la prehistoria, más ambiguas son las pruebas. El mito y la leyenda interactúan con los hechos y las interpretaciones imaginativas hasta que es casi imposible separarlos. Me he ceñido todo lo que he podido a la identificación de las primeras señales de la dominación masculina, de los pistoletazos sociales e ideológicos de la opresión de género, y a seguir su lento crecimiento hasta nuestros propios días. El relato que ofrezco es imperfecto, qué duda cabe, y también incompleto. Aunque seamos capaces de ver más allá de los juegos de manos, nos vemos limitados por nuestras propias experiencias y creencias. Para todos los que hemos ido a la búsqueda de los orígenes del patriarcado, nuestros esfuerzos no dicen tanto del pasado como puedan decirlo del presente.
Sin embargo, quizá sea el presente lo que en realidad estamos buscando comprender.
«¿Ha existido alguna vez algún tipo de dominio que no les pareciera natural a los que lo poseían?».
JOHN STUART y HARRIET TAYLOR MILL,La esclavitud femenina, 1869
¡Imagínate que pudiéramos rehacer el mundo partiendo de cero!
Es donde nos lleva el argumento de la película de Hollywood que hizo una taquilla multimillonaria y se convirtió en franquicia: El planeta de los simios. Esta fantasía distópica, adaptada de la obra de 1963 del novelista francés, y antiguo agente secreto, Pierre Boulle, describe a unos incautos seres humanos que son expulsados del estatus de criaturas más poderosas del mundo por un colectivo de chimpancés, gorilas y orangutanes que proceden a forjar su propia civilización y a crear sus propias instituciones políticas y sociales. De un plumazo, nosotros, los seres humanos, nos convertimos en una especie inferior. Es una revolución tan sustancial como no se había visto jamás.
Las películas, que empiezan con el protagonista de la película original Charlton Heston en la década de 1960 y terminan en las secuelas y las nuevas versiones que se han realizado a lo largo de cinco décadas, son provocativas en toda la extensión de la palabra. Es difícil obviar los comentarios sobre la guerra, los derechos de los animales o la fragilidad de la creencia de la humanidad en su propia excepcionalidad. Existe un subtexto racial muy claro, que se hace eco de las luchas por los derechos civiles y que sorprendió a los críticos por lo ofensivo que resultaba. Sin embargo, hay una parte de El planeta de los simios que a menudo pasa desapercibida para el público: tanto si se trata de humanos como si se trata de simios, los machos se encuentran situados casi siempre en el centro mismo de la acción.
En la película original había un personaje femenino muy fuerte. Sin embargo, en la entrega de 2014, Cornelia, la chimpancé que tiene más relevancia y es la esposa del protagonista, César, tan solo aparece en pantalla unos minutos. Es más, la chimpancé es todo un manojo de los estereotipos de género. Tras la revolución, se transforma rápidamente en cuidadora y compañera, se adorna el pelo con cuentas, coge a un pequeño en brazos y adopta una actitud vulnerable.
Lo emocionante de la ciencia ficción debería ser la licencia que se arroga de romper con las convenciones. La promesa radical de este género es que puede ayudarnos a hacer que retroceda el mundo en que vivimos. La difunta Ursula K. Le Guin escribió una vez que sus novelas, como gran parte de la narrativa especulativa que tanto admiraba, esperaban «brindar una alternativa imaginada pero persuasiva de la realidad, sacarme de mi mente, y, por consiguiente, de la mente del lector, del perezoso y timorato hábito de pensar que el modo en que vivimos en la actualidad es la única manera en que son capaces de vivir las personas».
Sin embargo, incluso nuestras fantasías parecen tener un límite. No podemos evitar buscar entre los entresijos de lo conocido lo que parece inverosímil. Quizá esa sea la razón de que los productores de El planeta de los simios den un toque de más humanidad a los otros primates del que poseen en la vida real. Los chimpancés no aparecen tan alejados de nosotros en el árbol evolutivo, pero, con un empujoncito más, podríamos empezar a creer que quizá son capaces de dominarnos. Podemos vernos reflejados en ellos, como una especie haciendo guiños al dominio globalizado.
¿Cómo contempla la sociedad el amanecer de este nuevo y valiente mundo en el que todo vuelve a empezar? Curiosamente, no lo hace de una manera muy distinta a la de la actualidad. Aunque nos traguemos la posibilidad de que se dé un alzamiento dirigido por los chimpancés, no acertamos a plantearnos la pregunta de por qué los machos de estas películas son los que siguen haciéndose cargo de la situación. No nos cuestionamos el hecho de que otra especie adopte automáticamente las costumbres del matrimonio heterosexual por las cuales las hembras no tardan en desaparecer en las sombras de la vida doméstica. De alguna manera, los simios han terminado por dar con lo que parece ser otro patriarcado más.
Para que las cosas fueran de otra manera, y eso es algo que se deja a nuestro entendimiento (si es que se nos ocurre pensar en ello), se necesitaría un argumento de ciencia ficción distinto del que ya está escrito. Y eso exigiría que se llevara a cabo otra revolución.
El día que fui al zoológico de San Diego, en California, llegué justo a tiempo de ver el resultado final de una batalla.
Atisbando por el cercado, no pude evitar compadecerme del simio que cuidaba de la herida que tenía en la mano, agachado, recostado de lado y de espaldas al grupo, mirándome a los ojos como si estuviera asustado o avergonzado. Amy Parish, una primatóloga de la Universidad de California del Sur que había estudiado los simios bonobos durante tantos años que los animales ya la conocían, me explicó que los machos en general confían en sus madres para que los protejan y les otorguen una posición social. Al no tener la madre cerca, este bonobo había sido presa fácil de un ataque violento por parte de una hembra de mayor edad.
Desde el día en que conocí a Parish en el zoológico, y de eso hace ya cinco años, su trabajo con los bonobos no ha hecho más que reforzar el consenso científico de que la dominación femenina es normativa en esta especie. Las hembras bonobo persiguen y atacan a los machos. Y eso es relevante para la historia de la humanidad porque los bonobos se encuentran situados tan cerca de nosotros en términos evolutivos como los chimpancés, lo que los convierte en unos parientes de primer o segundo grado en el ámbito genético del reino animal. El especialista en primates Frans De Waal, catedrático de Psicología en la Universidad Emory, confirma que no se ha descubierto ninguna colonia de bonobos que esté liderada por un macho, ni en cautividad ni en un entorno salvaje. «Había ciertas dudas sobre el tema, pero de eso hace ya veinte años –me cuenta–, ahora ya nadie afirma tal cosa. Ahora decimos que las hembras son las dominantes».
La dominación masculina es muy común en el reino animal. La vemos en los chimpancés, por ejemplo. «La mayoría de la gente cree que el patriarcado es algo que nos viene dado», dice Amy Parish. Pero esta norma no es tan rápida y eficaz como parece. Cuantos más detalles van viendo los investigadores, más variantes encuentran. El liderazgo femenino no solo se advierte en los bonobos, sino también entre las orcas, las leonas, las hienas moteadas, los lémures y los elefantes hembras.
Cuando se trata de comprender cómo funciona el dominio, «podemos aprender muchas cosas de los bonobos», añade Parish. Al menos en lo que respecta a esta especie, el dominio no tiene nada que ver con el tamaño. Las hembras bonobo de promedio son un poco más pequeñas que los machos, del mismo modo que las hembras chimpancés son un poco más pequeñas que sus machos. Lo que las diferencia es que las bonobos forjan unos vínculos sociales muy estrechos entre ellas, aun cuando no estén emparentadas, y cimentan estas relaciones y alivian las tensiones frotándose juntas los genitales. Estas redes sociales íntimas generan poder y dejan al margen toda posibilidad de que un macho en concreto pueda llegar a dominar el grupo.
«Se nos ha contado que los machos dominan por naturaleza a las hembras, y que son mejores líderes que ellas. Pero yo creo que esta línea de argumentación no funciona», añade De Waal. No hay pruebas de ello. Sin embargo, como De Waal y Parish han comprobado por sí mismos, convencer a los demás de que esta teoría es cierta les ha llevado más tiempo del que debería. «A los hombres les resulta muy difícil aceptar que las mujeres se pongan al mando», dice De Waal. Si se pasaran por alto los hechos que aparecen en las películas de El planeta de los simios, podríamos echar la culpa a los mitos sexistas que llevan empantanando los estudios del comportamiento animal desde hace generaciones.
«Es interesante que yo, como hombre, escriba sobre el género y los bonobos, porque yo creo que si una mujer escribiera las cosas que yo escribo sobre los bonobos, probablemente descartarían todo lo que contara», dice De Waal. Incluso sus colegas primatólogos se mostraron reticentes a aceptar la existencia de una especie claramente dominada por las hembras. En una ocasión, mientras estaba dando una conferencia en Alemania sobre el poder de la hembra alfa bonobo, De Waal explicó: «Al término del debate hubo un catedrático alemán, un señor ya anciano, que se levantó y dijo: “¿Pero qué les pasa a estos machos?”. Tenía clarísimo que los machos debían ser los dominantes».
Ahora bien, aquí hay más cosas que entran en juego, aparte del sexismo. Cuando observamos a otras especies, estamos buscando aquello que observamos en nosotros mismos. Si los seres humanos tienen sociedades patriarcales, ¿cómo es posible que nuestros primos hermanos, los primates, los que creemos que representan nuestro pasado primigenio, no tengan? ¿Qué dice todo eso de las raíces evolutivas del dominio masculino?
Cinco años después de que se estrenara la primera película de El planeta de los simios en los cines, en 1968, Steven Goldberg, un catedrático de Sociología de la Universidad Municipal de Nueva York, publicó un libro argumentando que las diferencias biológicas fundamentales entre los hombres y las mujeres eran de una raigambre tan profunda que, en cada iteración de la sociedad humana, el sistema patriarcal terminaría por ganar de plano. En La inevitabilidad del patriarcado afirmó que, fueran quienes fuesen los que se repartieran el pastel, los hombres, que en su opinión eran por naturaleza más poderosos y agresivos, siempre terminarían por hacerse con la tajada de mayor tamaño.
Goldberg escribió que valoraba las verdades científicas y los datos biológicos fidedignos. Pero su argumentación en realidad descansaba sobre lo que él calibraba que debía de ser la noción que los demás tenían de su propio estatus. «El dominio masculino se refiere a la sensación reconocida (al énfasis) de las emociones tanto de los hombres como de las mujeres de que la voluntad de la mujer de alguna manera está supeditada a la del varón. Toda sociedad acepta la existencia de estos sentimientos, y se conforma a ella socializando a los niños en concordancia, porque ese es el deber de toda sociedad». Goldberg podría haber interpretado este comportamiento como una profecía autocumplida, la que dice que la cultura influye en cómo nos comportamos a lo largo de las distintas generaciones, pero hizo todo lo contrario, y lo consideró un instinto biológico, como si la naturaleza estuviera actuando siguiendo un guion propio.
Por muy descartable que pueda parecernos esta explicación hoy en día, de hecho, hay diferencias entre la conclusión a la que llegó Goldberg y los escritos que los científicos y los filósofos elaboraron a lo largo de los siglos. El naturalista Charles Darwin pensó que «el hombre ha terminado por ser superior a la mujer» como resultado de la evolución. El biólogo Edward O. Wilson escribió en 1975 que uno de los patrones básicos del ser humano era que los varones adultos «dominan a las mujeres». Y esta es una creencia que va saliendo, una y otra vez, en la cultura popular. En un episodio de 1988 de la serie televisiva Star Trek: La nueva generación, la tripulación baja a un planeta que resulta que está gobernado por mujeres que tratan a los hombres como si fueran sus inferiores. El misterio de este planeta matriarcal se resuelve para el público con una simple pista visual: los hombres de este mundo son mucho más bajos y físicamente más endebles que las mujeres. De lo que se deduce, evidentemente, que las mujeres están al mando porque son más grandes que los hombres. Está claro, ¿no?
Sin embargo, y por lo que sabemos de los bonobos, no podemos dar por sentado que las diferencias físicas promedio de tamaño o fuerza entre los sexos conduzcan necesariamente a un profundo desequilibrio del poder en el ámbito de la sociedad como un todo. No existe ninguna regla biológica que lo demuestre.
¿Por qué, así las cosas, asumimos de entrada que debe existir? Incluso las feministas, dice la socióloga Christine Delphy, se han apoyado en argumentos biológicos para explicarnos la condición de las mujeres, y consideran que el patriarcado tiene sus raíces en una división natural del trabajo entre los sexos, o en el sobrecogedor instinto masculino de controlar la sexualidad femenina. «El naturalismo, por supuesto, es obvio que está más presente en el pensamiento antifeminista –dice la autora–, pero también lo sigue estando en gran medida en el feminismo».
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Steven Goldberg al final fue nombrado miembro del Departamento de Sociología de la Universidad Municipal de Nueva York. Cuando hablé con él transcurridas casi cinco décadas después de la publicación de La inevitabilidad del patriarcado, vi que la fe que conservaba en su teoría apenas la había curtido el paso del tiempo. Goldberg insiste en que el tema no le interesaba políticamente cuando empezó sus investigaciones, hace ya mucho tiempo, que solo estaba intentando encontrarle sentido a una observación neutra.
«La curiosidad… esa sí que ha sido mi auténtica motivación –me dijo un día por teléfono–. Cuando estaba metido de lleno en la sociología, me molestó un poco lo sentimentaloide que me pareció todo, francamente. Y cuando comprendí el hecho de que las sociedades eran todas patriarcales en sí mismas, eso me dejó completamente fascinado».
La raíz de sus argumentaciones se basaba en un único hecho: en 1973, cuando se publicó su libro, muchos de los países más poderosos del mundo, incluidos Estados Unidos, China y Unión Soviética, estaban gobernados por hombres. Ciertamente se podía haber argumentado que Indira Gandhi era la Primera Ministra de India, y que Golda Meir gobernaba Israel. (Y que a finales de esa década Margaret Thatcher gobernaría Gran Bretaña). Sin embargo, Goldberg dio con una verdad incómoda: descubrió la existencia de una empecinada resistencia a la autoridad masculina. Aun en los países donde las mujeres eran quienes gobernaban, la mayoría de los políticos que estaban subordinados a ellas solían ser hombres. Thatcher sería el ejemplo por excelencia, al haber elegido a una sola mujer para que formara parte de su gabinete de gobierno durante los once años que estuvo en el poder.
«El patriarcado es universal –me contó Goldberg–. El hecho de que toda sociedad esté constituida de esta manera a mí me sugiere en gran medida que existe algún elemento biológico y, hasta cierto punto, creo que es algo inevitable».
En una reseña de un libro del momento para la revista especializada American Anthropologist, Eleanor Leacock, presidenta del Departamento de Antropología de la Universidad Pública de Nueva York, mostró su disconformidad por lo poco científica que resultaba la teoría de Goldberg. La respuesta de este especialista del dominio masculino resultaba irritante, por lo tautológica que era: era natural que el dominio masculino existiera, y si existía era porque era natural. «Si fuera ingeniosa, escribiría una parodia en lugar de una reseña propiamente dicha –dijo Leacock–. De todos modos, quizá el argumento de Goldberg pueda considerarse en sí mismo una parodia».
Cuando el libro de Goldberg salió a la luz, los datos que se tenían sobre las mujeres que ocupaban una posición de liderazgo inclinaron la balanza a favor de Goldberg. Pero desde entonces, y a lo largo de las distintas décadas, los números se han ido desplazando en sentido contrario. La primera mujer del mundo en ser elegida primera ministra gobernó en Sri Lanka, en 1960. Sirimavo Bandaranaike terminó cumpliendo tres mandatos distintos. A partir de 1960, el número de países en que la posición más elevada en el poder ejecutivo lo ostentaba una mujer se fue incrementando paulatinamente, retrocediendo tan solo de manera ocasional, hasta alcanzar la cifra de dieciocho personas en 2019. Según las Naciones Unidas, a inicios de 2020 eran catorce los países que también tenían un gobierno en el que al menos la mitad de los ministros eran mujeres: España, Finlandia, Nicaragua, Colombia, Austria, Perú, Suecia, Ruanda, Albania, Francia, Andorra, Canadá, Costa Rica y Guinea-Bissau.
«La ciencia solo habla de lo que es y de lo que, dentro de los límites de la probabilidad matemática, debería ser», escribió Goldberg en 1973, plenamente convencido de que los datos se volverían en su favor. A la luz de estos últimos cincuenta años de cambio social, la cosa ha ido al revés, y «la tendencia ha sido contraria a lo que se argumenta en mi libro –admite–. Cuando tienes una teoría, hay que estar preparado por si se demuestra que es incorrecta». Pero Goldberg sigue creyendo que a la larga se le dará la razón. «Creo que ahora estamos en una situación un tanto revuelta –me contó–. Si las cosas hubieran seguido como estaban hace cien años, mi teoría habría cobrado más fuerza, aunque yo todavía creo que sigue siendo muy sólida».
Goldberg se despidió de mí no sin antes hacer una predicción: «Nunca volveremos a ese punto en que una sociedad carezca completamente de un patriarcado». Para él, el dominio masculino es una marea biológica que la presión cultural solo puede detener hasta un cierto punto. La igualdad sexual es algo por lo que debemos luchar aun cuando sea contraria a nuestros instintos.
El argumento de Goldberg vuelve a recaer sobre el instinto. Su implicación es que el poder femenino es algo nuevo, una interferencia moderna de orden universal e intemporal. El patriarcado es el modo en que hemos vivido siempre la vida. Pero el problema sigue siendo difícil de probar. ¿Qué prueba tenemos de que la vida siempre haya sido así? Si fuera universal e intemporal, al menos deberíamos ser capaces de hallar algunos patrones patriarcales, como los que vemos en los seres humanos, en las otras especies, sobre todo en las que más se aproximan a nosotros en el árbol evolutivo.
Sin embargo, como explica el primatólogo Frans De Waal, cuando los investigadores de la vida animal hablan del dominio masculino, casi siempre se refieren a los machos que intentan ejercer su dominio sobre los demás machos, no sobre las hembras. «Incluso en una sociedad de chimpancés en la que dominan los machos, hay líderes femeninas», argumenta. La coacción sexual de las hembras es un hecho constatado, pero la violencia que implica y el grado en que se ejerce varían enormemente entre las especies. Y entre los machos, el tamaño y la agresión no siempre garantizan el punto ganador. El macho alfa no siempre gana por golpear a los demás hasta someterlos, sino por forjar redes de aliados que le resulten estratégicos. Los primates, por lo que parece, no son proclives a dejarse gobernar por matones ni a recibir un trato injusto: algunos de los rasgos claves vinculados al dominio en ellos son la bondad, la sociabilidad y la cooperación. Incluso el chimpancé más pequeño físicamente puede terminar siendo el macho alfa si demuestra tener la capacidad de ganarse la confianza y la lealtad, añade De Waal.
Unas estrategias similares para gestionar el conflicto, y que se usan para mantener la paz, también están presentes entre los cuervos y los perros domésticos, según la bióloga Amy Morris-Drake, de la Universidad de Bristol, que, en 2021 integraba un equipo que demostró que las mangostas enanas, a su vez, recuerdan cuáles son los grupos que combatieron con el suyo propio, y manifiestan su desprecio hacia ellos ignorándolos por completo.
Identificar lo que es natural y lo que no es natural en el comportamiento animal no es tan fácil como parece, por otro lado. En 2010, unos investigadores del instituto Max Planck vieron que un chimpancé de una fundación para la defensa de la vida salvaje en Zambia se puso una brizna de hierba en la oreja sin ninguna razón aparente. Otros chimpancés no tardaron en imitarlo, y la moda siguió, aun después de la muerte del primero. Los científicos describieron ese comportamiento diciendo que se había convertido en una tradición. Y eso planteaba un dilema: si los primates pueden forjar lo que parece ser una tradición o una costumbre social, ¿cómo vamos a ser capaces de establecer que existe una naturaleza inmutable, que no cambia jamás, en una especie tan culturalmente compleja como la nuestra? Como De Waal me contó, existen algunas comunidades de chimpancés en África occidental que, contrariamente a las de África oriental, están más cohesionadas. En estas sociedades, las hembras tienen más mano. De Waal cree que la diferencia, en este caso también, puede ser, en parte, una diferencia cultural.
«Creo que cuando la gente dice que el patriarcado es connatural a la especie humana, habrá quien dirá que el dominio masculino y la violencia masculina son hechos naturales, pero yo creo que exageran –dice De Waal–. Yo no creo que este sea necesariamente el estado natural de nuestra especie».
Cuando se la compara con el resto de los primates, la familia humana patriarcal, encabezada por el padre, en realidad es un fenómeno raro. En un número especial de la revista científica de La Real Sociedad de Londres publicado en 2019, la antropóloga Melissa Emery Thompson, de la Universidad de Nuevo México, descubrió que «no existe ninguna especie de primates que nos brinde una directa analogía con la de los seres humanos». Al contrario, Thompson descubrió que las relaciones de afinidad entre los primates se organizan coherentemente a través de las madres en lugar de hacerlo a través de los padres. Quizá este dato no sea excesivamente importante (bien podría ser que los seres humanos seamos distintos), pero era un rasgo tan persistente que llevó a Thompson a cuestionarse si los científicos que habían estudiado a los seres humanos no habrían infravalorado la importancia de los vínculos maternos a través de las distintas generaciones. Los especialistas estaban tan seguros de que el patriarcado humano podía explicarse a partir de la biología que habían descartado la posibilidad de que las madres pudieran ostentar también el poder.
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Una mañana de monzones de julio de 1968, Robin Jeffrey viajaba en autobús por el estado indio de Kerala. En la actualidad es un académico que se dedica a estudiar la historia y la política modernas de la India, pero en aquella época trabajaba de maestro de escuela en el Punjab, en el norte del país. El clima de Kerala suele ser húmedo, y el autobús no tardó demasiado en calentarse como un horno, así que Jeffrey abrió la lona impermeable de su ventana en la primera parada que hicieron para que entrara un poco de aire. A unos metros de distancia se fijó en que había una mujer sentada, cómoda y bien resguardada de la lluvia, en su porche. Era una anciana vestida de blanco con la mirada clavada, a través de unas gruesas gafas, en el periódico de la mañana.
Ese momento le pareció tan relevante que jamás lo olvidó. «Se me quedó clavado en la memoria», me dijo. A Jeffrey le pareció rarísimo ver a una persona leyendo el periódico en su idioma natal en público, al menos en el Punjab. El grado de alfabetización en la India era muy bajo, como también lo era en gran parte del mundo entonces, aunque la alfabetización de las mujeres todavía era inferior. Sin embargo, ahí había una mujer leyendo ociosa su periódico, que sostenía quieto sobre una pierna. «Es una de esas imágenes que las ves tan vívidas que te dejan anonadado, porque no tienen nada que ver con lo que te esperas».
A pesar de que el grado de alfabetización es muy superior en la actualidad, sigue existiendo una brecha de género en la mayoría de los estados de la India. En Kerala, de todos modos, las tasas de alfabetización de las mujeres han sido las mismas que las de los hombres desde que se tiene constancia. En la actualidad supera el 95%. Este estado, que recorre la exuberante costa sudoccidental, es famoso porque las mujeres pueden viajar solas y caminar por las calles con una relativa seguridad. Y no es poco. En mi primer trabajo, en una revista de temas de actualidad de Nueva Delhi, no fueron pocas las veces que me sentía tan intranquila circulando por la calle cuando era de noche que le pedía a un amigo o a un familiar que me acompañara. Kerala, por otro lado, tenía tintes de fábula, porque lo pintaban como un lugar donde los papeles de género estaban invertidos, donde las mujeres habían gobernado desde siempre y las hijas tenían prioridad por encima de los hijos.
Hasta el día de hoy, los foráneos que han sucumbido al hechizo todavía dicen que Kerala es una sociedad matriarcal. En realidad, la misoginia y los maltratos existen en Kerala tanto como en cualquier otra parte, y las mujeres distan mucho de ejercer el poder, sobre todo las que pertenecen a castas inferiores. Sin embargo, hay algo de cierto en esta clase de leyendas. Al menos se sabe que existen registros estatales sobre la igualdad de género que cabe atribuir a los antiguos nairs, una poderosa comunidad basada en el sistema de castas que dominó en la Antigüedad ciertas zonas de esta región, y se organizó en función del linaje matriarcal; es decir, que debían buscarse los antepasados siguiendo la línea materna en lugar de recurrir al linaje paterno.
Aunque se consideran la excepción, las sociedades de linaje matriarcal, de hecho, aparecen puntualmente en Asia, en ciertas localidades de América del Norte y del Sur y a lo largo de un amplio cinturón matriarcal que se extiende por África central. Solo en Europa son una rareza. El linaje matriarcal no garantiza que se trate mejor a las mujeres, o que los hombres no ostenten una posición de poder y autoridad, sino que representa una parte del retrato que una sociedad se hace sobre el género. En su versión más simple, se les dice a los niños que sus antepasadas tienen importancia, que las niñas ocupan un lugar relevante en la familia. También puede determinar la posición de una mujer, y la riqueza y las propiedades que esta puede esperar en herencia. En 2020, la economista Sara Lowes, de la Universidad de California, en San Diego, publicó un estudio que abarcaba una población de más de seiscientas personas que vivían en una zona urbana situada a lo largo del cinturón matriarcal de Kananga, en la República Democrática del Congo, y comparó las reacciones que les provocaron unos estudios independientes sobre la demografía y la sanidad del país tomado en su conjunto. Lowes descubrió que «las mujeres de linaje matriarcal dicen disfrutar de una mayor autonomía en su toma de decisiones, son menos tolerantes con la violencia doméstica y, básicamente, la sufren menos». Lowes también descubrió que los hijos y las hijas de las mujeres procedentes de un linaje matriarcal no habían enfermado tanto durante el último mes y, de promedio, disfrutaban de casi medio año más de estudios.
Los investigadores estiman que alrededor de un 70% de las sociedades de todo el mundo son patrilocales, y eso significa que las personas tienden a vivir con las familias de los padres. La matrilocalidad, que significa que las personas se quedan a vivir en la familia de sus madres, o cerca de ellas, toda la vida, a menudo va aparejada a un linaje matriarcal. Y algunas de estas sociedades matrilocales se considera que al menos tienen miles de años de antigüedad. En 2009, los biólogos y antropólogos que escribieron en los Proceedings of the Royal Society B recurrieron a las pruebas genéticas, a los datos culturales y a los árboles genealógicos para demostrar que las comunidades matriarcales del Pacífico, por ejemplo, podían remontarse a cinco mil años de antigüedad como mínimo. Los hábitos y las costumbres han cambiado mucho desde aquellos tiempos, pero sigue existiendo el linaje matriarcal y la matrilocalidad como tema recurrente.
En su libro autobiográfico sobre las experiencias que vivió, escrito en malayalam en 1991, y que más tarde fue traducido al inglés con el nombre The Village Before Time, el periodista Madhavan Kutty nos brinda un retrato íntimo de la vida cotidiana en su hogar infantil, de linaje matriarcal, situado en Kerala. En lugar de pintarnos un escenario con familias nucleares que se rompen cuando acaece un matrimonio, los nairs viven juntos en grandes taravads, que son unos hogares anexionados que alojan a docenas de miembros de la familia, cada uno de los cuales comparte con los demás una antepasada de mayor edad. Las hermanas y los hermanos permanecen bajo el mismo techo toda la vida. Las mujeres tienen permiso para tener más de una pareja sexual, que no tiene por qué vivir con ellas necesariamente. Eso significa que los padres no tienen por qué desempeñar un papel relevante en la cría de sus propios hijos, sino que más bien ayudarían a educar a los hijos de sus hermanas. Nacido en un inmenso taravad, Kutty relata que en su árbol genealógico solo se inscribía la descendencia que habían tenido las hijas.
La abuela de Kutty, Karthiyayani Amma, fue quien terminó por convertirse en la cabeza de familia. Como dictaba la costumbre local, nunca se tapó los pechos. «Una profunda y subconsciente riqueza histórica se hallaba contenida en ellos –escribe Kutty–. Esta matriarca de nuestra familia extensa, una mujer de gran fortaleza y comprensión, estaba profundamente preocupada por las libertades de las mujeres».
La suya no era una comunidad pequeña o marginal. El escritor nacido en Kerala Manu Pillai ha seguido la historia del reinado de Travancore, que ocupó diversas zonas del sur de Kerala durante al menos doscientos años, hasta mediados del siglo XX. «Las mujeres nairs siempre contaron con la seguridad de los hogares donde nacieron durante toda la vida, y nunca dependieron de sus esposos, –escribe en The Ivory Throne–. La viudedad no tenía consecuencias catastróficas, y se encontraban a la par con los hombres en lo que respectaba a sus derechos sexuales, porque tenían un control absoluto sobre sus propios cuerpos».
Para los que formaban parte de la estructura, no había nada relevante en ello. Era la misma vida de familia que llevaban haciendo desde hacía muchas generaciones. Sin embargo, a partir del momento en que descubrieron los nairs de Kerala, los turistas europeos se quedaron traspuestos. No solo fue la realidad de lo que vieron lo que los dejó fascinados, sino también el potencial creativo de lo que les pareció que era una completa subversión de la sociedad llamada normal. Para algunos representó toda una conmoción, según G. Arunima, especialista en estudios sobre las mujeres de la Universidad Nehru de Jawaharlal y directora del Consejo de Investigaciones Científicas de Kerala. En el siglo XVII, un viajero holandés dijo que eran «la nación más lujuriosa e impúdica de todo oriente», apunta Arunima. Otros encontraron una fuente de inspiración. A finales del siglo XVIII, James Henry Lawrence, un joven novelista británico e hijo de un comerciante de esclavos, escribió una novela corta que posteriormente tituló The Empire of the Nairs. Lawrence usó el ejemplo de Kerala para defender el derecho de las mujeres a acceder a una mejor educación y a disponer de varios amantes, y también para poner fin al matrimonio.
Sin embargo, e independientemente de cuál fuera su reacción, escribe Arunima, los foráneos en general consideraban los nairs una rareza, una traición a su creencia de que la línea patriarcal era el modo en que debía vivirse la vida con normalidad. Las sociedades matriarcales fueron descritas como incivilizadas y antinaturales; y su mera existencia requería que hubiera alguna justificación.
Incluso en la actualidad, los eruditos occidentales las consideran con una mezcla de confusión y sorpresa. El linaje matriarcal se ha considerado en la más reciente bibliografía antropológica una paradoja, un estado del ser que es inherentemente inestable. La expresión «el rompecabezas del linaje matriarcal» se usa desde hace setenta años por parte de investigadores que están estudiando sociedades como la de los nairs de Kerala: ¿Por qué un padre invertiría su tiempo y su energía cuidando de sus sobrinas y sus sobrinos en lugar de cuidar de sus propios hijos? ¿Por qué un hombre iba a permitir que su cuñado tuviera autoridad sobre sus propios hijos y sobre la madre de estos? ¿Cómo es posible que los hombres aguantaran esta situación durante siglos sin forzar el cambio?
Cuando el cambio llegó efectivamente a Kerala en el siglo XIX, lo irónico es que fue debido sobre todo a la actitud que mostraron los curiosos y muy escandalizados foráneos. Los colonialistas británicos que se adueñaron de la región, junto con los misioneros que buscaban convertir a la gente al cristianismo, presionaron a los matriarcales keralitas para que acataran las normas de género conforme a la sensibilidad victoriana. «Buscando aventajar psicológicamente a sus súbditos, la ideología colonial se sintió obligada a afirmar la superioridad moral de los gobernantes de maneras sutiles, y no tan sutiles, por cierto», escribe la historiadora india Uma Chakravarti.
Durante todo el siglo XIX, el poder que ostentaban los hermanos mayores en los taravads cambió y pasó de compartirse con las mujeres de su mismo hogar, siempre dependiendo de las circunstancias o de la veteranía, a ser único e incontestable. La normativa legal de la era colonial que tenía en su punto de mira civilizar, por así decirlo, las comunidades de linaje matriarcal contribuyó a elevar la posición social de los hombres más ancianos de los taravads. Y surgieron las disputas familiares. En un caso que llegó a los tribunales en 1855, un juez de Calicut, que en la actualidad se denomina Kozhikode, una de las mayores ciudades de Kerala que estaba bajo la legislación británica de la época, afirmó que «podría ser considerada una inferencia violenta que… la autoridad residiera solo en las mujeres».