El perro semihundido - Cristian Reche Lillo - E-Book

El perro semihundido E-Book

Cristian Reche Lillo

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Beschreibung

He escrito esto para ti. Para que puedas conocer la verdad. Mi verdad, al menos. Cristales rotos. Gritos. El viejo decide huir de todo eso y esconderse en lo que él denomina el Reino Hundido. Poco más que una cabaña cerca de un bosque, donde lidiará con su pérdida de audición y sus demonios internos. Algo que debería resultar sencillo hasta que un cachorro de rottweiler aparece en su puerta. Ese cachorro es de alguien, alguien que vendrá a reclamarlo y que comprobará que el viejo es mucho más que un hombre semihundido. Espero que puedas leer estas palabras y descubrir por fin cómo acaba todo.

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EL PERRO SEMIHUNDIDO

Cristian Reche Lillo

Primera edición. Julio 2023

© Cristian Reche Lillo

© Editorial Esqueleto Negro

www.esqueletonegro.es

[email protected]

ISBN Digital 978-84-126549-5-0

En la presente obra aparecen diferenciadas con letra cursiva las frases y segmentos pertenecientes a las canciones registradas de la banda WHISKY CARAVAN, por lo tanto son propiedad intelectual de esta. También los títulos de los capítulos hacen referencia a canciones de la banda. Todo ello se ha usado aquí con fines artísticos y creativos contando con el consentimiento expreso de WHISKY CARAVAN.

Queda terminantemente prohibido, salvo las excepciones previstas en las leyes, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y cualquier transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de propiedad intelectual.

La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual según el Código Penal.

A Esther por leer con ganas todo lo que escribo.

A Whisky Caravan por todas esas canciones tan geniales que motivaron esta historia.

Y sobre todo a Yanira y a Erin, porque sin ellas no habría universo ni nada por lo que escribir.

Llegó a la conclusión de que la vida es una guerra, y que en esta guerra él era el vencido.

Los Miserables. Víctor Hugo

«Nadie se conoce. El mundo es una farsa, caras, voces, disfraces; todo es mentira.»

Francisco de Goya

PRÓLOGO

POR WHISKY CARAVAN

Para una banda de rock es relativamente habitual recibir mensajes de todo tipo de gente y por todo tipo de medios, pero recibir un e-mail como el que nos envió Cristian Reche Lillo en Febrero de 2023 no ocurre todos los días.

Antes de continuar, debemos confesar que no es la primera vez que recibimos la atención de un novelista. Nuestro nombre fue inspiración para el título de un maravilloso relato escrito por Víctor Blázquez, La caravana del whisky, un relato realmente bueno del cuál no se podría extraer nada nuestro a parte de la evidencia del título y de la confesión del autor por la referencia.

En este caso jugamos un papel más que inspiracional; nuestras canciones, letras y títulos forman parte de la novela escrita por Cristian Reche Lillo, siendo diseminadas e integradas a lo largo de toda ella para pasar a formar parte de una narración completamente diferente. Es sorprendente cómo pueden adquirir nuevos significados en este nuevo contexto. Al mismo tiempo nos ha parecido realmente entretenido ir encontrando a lo largo de la novela los fragmentos repartidos estratégicamente. Seguro que para cualquier lector también lo será, independientemente de que sea o no conocedor de nuestra obra. No es necesario conocer a Whisky Caravan para entender y disfrutar la novela, y tampoco lo es para entender de qué manera estamos formando parte de la misma.

Quizás la recomendación perfecta para disfrutar al 100% de esta peculiar obra sería escuchar cada una de las canciones que corresponden con el título de cada uno de los capítulos de la novela a medida que se van leyendo. El viaje es mucho más profundo cuando implicamos diferentes dimensiones a la obra.

En cualquier caso, nos encontramos ente una obra de carácter íntimo, de lectura ligera, de atmósfera cargada, con mayor o menor grado de locura en cada uno de sus diferentes pasajes, y con gran foco en el dolor interno, los remordimientos y los pecados imperdonables. Es una obra introvertida, cruda, con un estilo muy poético y poco explícito, y por momentos muy intensa. Un género difícil de clasificar, lleno de sorpresas y un pequeño descenso a los infiernos con posible redención al final del túnel.

Nosotros nos hemos sentido muy halagados y afortunados de formar parte de El Perro Semihundido. Hemos sentido la novela como un viaje intenso, que se lea acompañada de música o no, seguro que no dejará indiferente a ningún lector.

Whisky Caravan

A salvo en el dolor

Únicamente era capaz de escuchar el crujir del fin del mundo. Un quejido apagado, de glaciar resquebrajándose. Nada más. Y sólo de vez en cuando. Por eso tenía la irremediable sensación de que todo estaba muriendo, de que el propio universo se pudría como un cadáver echado al transcurrir de las eras.

El hedor era insoportable.

Y sí, puede que su oído estuviera atrofiado, pero su nariz funcionaba perfectamente. De hecho, cumplía con su función de sentido esencial incluso mejor que antes de que el volumen de las cosas se apagara, antes de que el ritmo de la guerra contra el resto fuera atenuándose sin remedio. Antes, también, de transitar esta nueva dimensión estática, donde el silencio, cada vez más, era la pauta dominante.

Una mueca dedicada al sol. Que se pierde. Que se olvida. Que no sirve.

Y es que no hacía tanto que había dejado de oír. Tiempo suficiente como para tener que llorar por las noches como un crío de sesenta velas, solo y desesperado. Un fantasma sin demasiadas ganas de que amanezca, pero levantándose temprano con la altivez de quien disfruta desafiando a los dioses. “Jodeos, viejos bastardos”. Decía, haciendo una peineta hacia el sol perezoso sobre la montaña. Siempre igual. Mismo ritual cada despertar. “Sigo vivo. Sordo. Solo. Rabioso. Pero vivo.” Después preparaba café y cortaba leña, a pesar de que el invierno estaba en sus últimos coletazos.

Cortaba montones y montones leña.

¿Qué iba a hacer si no? ¿Volver al maremágnum de gente y prisas? ¿Solicitar una reincorporación en su trabajo de mierda (¡software empresarial a medida para tu negocio, corre que me lo quitan de las manos!) No. Ni por asomo. Estaba hundiéndose en diferentes planos de locura, pero todavía no había llegado al punto de tocar el timbre de las puertas del infierno moderno. ¡Hola! Buenos días. ¿Puedo volver a mi vida anterior, queréis más carne para la picadora?

No. Estaba bien donde estaba. Aunque solo pudiera ver los árboles mecerse sin escuchar el viento. Aunque la luz fuera la de la lumbre y las comodidades las de un monje austero. Tenía libros. Tenía el cielo. Tenía el frío y tenía un perro.

Una perra, en realidad.

Cachorrita. Apenas tendría tres meses. Se pasaba el día cagando y comiendo (cualquier cosa) y, a ratos, la poseía un demonio desquiciado. Un ciclón enfurecido de cinco kilos que sacaba los dientes y arrollaba contra todo, eso sí, sin dejar de mover el rabo.

Se llamaba Maggie. Por Maggie May, de Rod Stewart.

Cuando podía oír, cuando escuchaba la canción del viento, esa era una de sus canciones favoritas. Así que Maggie. O Margarita, en las ocasiones en las que se ponía tan pesada y revoltosa que el nombre de Maggie le quedaba corto. Él gritaba ese nombre. Notaba las vibraciones, el aire chocar contra sus cuerdas bocales, su lengua moverse con absoluta autoridad. Una voz que vociferaba bajo el Océano, bajo sus capas de agua y civilizaciones hundidas. Así se oía. Pero lo importante es que la perrilla le escuchaba a la perfección. Firmes, señor, sí señor, voy corriendo. No le costó hacer suyo el nombre y acudir a cada orden.

Así las cosas. Él no andaba buscando compañía y ella no tuvo elección. Apareció sin más un anochecer en la puerta de su choza (ya ves, cuatro paredes de bloques de hormigón desnudos, un baño al que había que echar cubos de agua, chimenea, sofá incómodo, dos sillas de mimbre, una mesita de madera con muescas y manchas negras y algunos libros), y lo hizo ladrando muy enfadada e indignada. Una bola de pelo con dientecillos de aguja. No sabía que ladraba a la persona equivocada. Sin más encima que un collar antiparásitos. Negra. Con una mancha marrón en el pecho. Rottweiler.

¿Qué haces aquí, bicho?

No lo dijo, solo lo pensó. Llevaba bastante tiempo sin decir nada. Hablando solo para sí mismo. Escuchando el eco en las paredes de su mundo interior.

Pensó en cerrar la puerta de entrada (una puerta verde de chapa), echar el candado y olvidarse de aquel animalejo. Total, sus ladridos no le afectaban lo más mínimo y la vida es dura para todos, ¿o no?. La intención duró lo que dura la nieve fuera de su estación. Abrió la puerta y dejó entrar a la perrita. Le puso agua y comida (sobras de la suya propia). Después pasaron la noche acurrucados en el viejo sofá, frente a la lumbre. Él vigilando cada respiración. Llorando en silencio. Por los ecos de otras noches en vela, tejiendo la oscuridad alrededor de otro cachorro, pero este sin pelo, sin dientes, más bien rosado, y de ojos azules como su madre.

Y el torbellino mezcló todo lo que le quedaba en una gran nube de polvo.

Y ahora tan solo intenta enredar un poco más los cables, andar por la cornisa de castillos en el aire.

Hacer el imbécil, dejar pasar el tiempo, no pensar, no pensar, no pensar. Con la perrita detrás de él, incansable. Como su propia sombra, pero sin ser tan oscura, tan densa.

Por eso cortaba leña, mucha leña. Por hacer algo. Y paseaba por el bosque con Maggie jugando a ser lobo feroz. Y preparaba algo de comer. Y leía, hasta que le dolían los ojos y cedía al cansancio.

No era la vida de un marajá, pero era una vida sencilla, clara y concisa. A veces se emborrachaba con vino barato de supermercado (en qué hemos quedado). En esas ocasiones sacaba el teléfono móvil del fondo de un ladrillo, lo encendía y tiraba a escribir. Pero nunca lo hacía. Polvo. Una gran nube de polvo. Lo apagaba y lo volvía a esconder. Entonces todo ardía y llegaba la ira.

Golpes contra la pared gris y granulada. Dedos desollados. Salía a la luz de la luna gritando como un espectro infernal. Las venas del cuello marcadas. Arremetía contra todo. Golpes. Cogía el hacha y se cebaba contra tocones hasta reducirlos a astillas. La ira lo devoraba. Incontrolable. Tanto que en esas ocasiones Maggie se escondía temerosa de haber hecho algo mal, de estar recibiendo una reprimenda. Era lo mejor que podía hacer. Porque el Devorador había aparecido y ponerse en su camino no era buena idea. Rabia. En su cabeza daba bandazos el líquido embalsamador. En estéreo un millar de crujidos. Desde fuera un cuadro aterrador.

Después el torbellino pasaba, se iba como había venido, dejando de remanente algo parecido a un hombre. Un tipo de cabeza rapada y barba cana que llora bajo el frío y la luz lunar, mientras una perrilla se acerca y lo lame y se acurruca cerca. Así, se hace de día y mismo ritual. Dedo corazón al cielo. “Jodeos. Sigo vivo. Sordo. Solo. Rabioso. Pero vivo.”

Una vez, durante el asomo del Devorador, Maggie se llevó una patada en el lomo. Aquello los distanció durante algún tiempo, hasta que ella aprendió a esperar que pasara la tempestad y él a irse lejos cada vez que la bestia tenía hambre. Por suerte, no sucedía a menudo.

—Se acabó por hoy.

Lo dijo en voz baja. Maggie levantó las orejas. Él amontonó los dos últimos leños partidos y después dejó a un lado el hacha. Se masajeó los brazos. Se limpió el sudor. Luego miró a la perrita y le rascó entre las orejas.

—Bienvenida al fin del mundo Maggie. Aquí estaremos bien.

La perra giró la cabeza. Demasiadas palabras y ninguna parecida a la orden “comer”. Sin embargo, movió el rabo. Y eso fue suficiente. Porque aquí estarían bien, mientras los crujidos del universo agonizante continuaban. En este círculo de fuego. Enredados en el gris.

A salvo en el dolor.

Naufragio

A los seis meses Maggie ya imponía respeto.

Era más buena que el pan, juguetona como un hada, pero con la pinta de una bestia cabreada. Su ceño siempre parecía fruncido, sus músculos se marcaban en las patas y en el pecho. Y su lomo estaba duro como un tablón, pura fibra. Nadie vino a reclamarla en ese tiempo.

Pues bestia y hombre siguieron avanzando en su propio bucle temporal. Cumpliendo rutinas y capeando los momentos de tormenta en los que el Devorador decidía asomar con sus antenas por la fisura del abismo: una grieta colocada en el último pasillo de un corazón que latía con fuerza, como un tambor. Un pulso incesante. Ta-ta-tarata.

¿Y para qué?

Vivía en una choza cerca del bosque, lejos de todo, cerca del abismo, lejos de los centros comerciales, cerca de las ardillas, lejos de las rutinas, los coachings, el éxito, la música electrónica y los apartamentos en primera línea de playa.

Cerca del corazón de las tinieblas.

Tan cerca que a veces se imaginaba a sí mismo como un rey del bosque, el Rey Hundido, con su cabeza coronada de laurel y olvido.

Pero era una fantasía tan ridícula. Y venía tan poco a cuento que, al imaginarla se reía mucho y muy fuerte para dejar claro que todavía no se le había ido la chaveta del todo. Viejo, que estás zumbado. Luego Maggie masticaba una rama de pino del grosor de un brazo humano por mero entretenimiento y él la acariciaba diciendo: yo te nombro guardiana del Reino Profundo. Y se reía de nuevo, por la tontería, porque no se escuchaba al hablar, porque se sentía triste y no quería llorar.

Estaba cansado.

Alguna vez le contó lo de su regia fantasía a Billy, que venía una vez por semana a ese, su castillo privado, para ayudarle con el tambor de guerra de su pecho. La sangre que parecía gasolina y la ira que le rebosaba y que alimentaba al Devorador. Calorías, o napalm más bien.

Claro, Billy no tenía ni la más remota idea de que ese viejo fibrado estaba conteniendo una rabia irracional. No sabía que con el silencio y los crujidos del fin del mundo vinieron las ganas de destrozarlo todo con sus manos. Cuanto menos oía, más necesidad tenía de sentir de dolor, de hacer daño, de dejarse llevar por los rápidos de un río de ácido y fuego. Sordo. Rabioso. Solo. Nunca. Nada. Nadie.

—Billy, bienvenido a mi reino. Soy el Rey Hundido.

Y Billy levantaba una ceja mientras esbozaba una sonrisa aprendida del manual EL CLIENTE SIEMPRE TIENE LA RAZÓN que cualquier emprendedor de pacotilla debe saberse al dedillo. Porque el viejo le caía bien pero, a veces, cuando hablaba, que no era muy habitual tampoco, decía cosas que no entendía del todo. Joder, que Billy bastante tenía con llegar hasta allí con el coche lleno de trastos del gimnasio (pesas, saco de boxeo, etc). Que bastante tenía con no mandar al viejo a tomar por culo. Pero le caía bien, y estaba fuerte el cabrón para su edad. Además pagaba una suma bastante desorbitada por la que no le importaba cerrar el gym unas horas y venir a darle duro al reino del bosque.

“BOXEO, FLEXIONES, CUERDA, DOMINADAS.”

Eso apuntó Billy, con la tapa del rotulador en la boca, en un cuaderno que usaba para comunicarse con el viejo. Normalmente con unos pocos gestos se entendían, y con una aplicación del móvil donde Billy le enseñaba al Rey Hundido cómo se hacían los movimientos. Sin embargo, llevar la libretita por si quería hacer algún apunte les generaba a ambos cierta tranquilidad.

—Dale a esto, viejo. Ya sabes. Cincuenta, cambiamos, cien, cambiamos, otras cien, cambiamos, treinta y volvemos. Descansamos un minuto.

Hablar en voz alta también era necesario. Porque el viejo no le podía escuchar pero asentía, y Billy no se sentía tan incómodo en medio de la nada, con solo el trinar de los pajarillos, cuando estaba acostumbrado al chunda chunda del gimnasio, el one, two, three, ready y todo eso.

A veces corrían juntos por el bosque o por el sendero de tierra por el que se llegaba a la choza del viejo. Recorrían el camino, llegaban hasta la carretera llena de baches como cráteres de un bombardeo y volvían al magnífico y radiante reino. Junto a ellos la perra corría también, desviándose cada dos por tres, deteniéndose a esperarlos o desapareciendo unos minutos para aparecer de nuevo sin mostrar ni un solo síntoma de fatiga. Quien tuviera su energía, pensaba Billy.

—Tú puedes ser el primer caballero del reino. Sir William.

Billy esbozó de nuevo su sonrisa cumplidora mientras el viejo se tomaba su minuto de descanso entre series.

—Desde luego, me gusta más Sir William que Guillermo. Pero me quedo con Billy. Billy la Roca.

Ambos se rieron. A pesar de no entender muy bien qué se estaban diciendo, el mensaje quedaba claro. Momento de alivio, de distensión. Y es que Billy era una de las pocas personas con las que hablaba el viejo a lo largo de los días. Venía bien, de vez en cuando. No se sentía tan solo, tan profundamente solo, tan profundamente hundido. La corona pesaba demasiado.

—Venga. No nos empanemos. Al lío. Cien de saco te toca ahora. – Y señaló el saco atado a una viga de hormigón.

El viejo asintió. Se puso los guantes. Respiró hondo. Crujidos. Grieta. Abismo. Respira. Respira.

Comenzó a golpear. Derecha, izquierda, derecha. Rápido. Cómo un relámpago. Arriba. Guardia. Abajo. Derecha, izquierda, derechazo. Un trueno. Un quejido. Un retumbar. La guerra. Ya vienen. Arriba. Derecha, rápido. Un, dos, tres. Golpe. Ya vienen. Es el tambor. Es el clamor. Más rápido. Quema. Quema. Quema. Golpe. Fuego. Rabia. Está rabioso. Dale. Hazte daño. Hazle daño. Rómpelo. Rómpelo todo. Machácalo. Tiene que doler. Tiene que crujir.

Rabia. Tambores. Latidos.

Le costó varios puñetazos en la cara comprender que no golpeaba al saco, ya no. La niebla de sus ojos, al disiparse, mostró a Billy defendiéndose de un viejo que era la mitad que él pero que parecía un demonio enloquecido. Ambos tenían sangre en el rostro. Y Sir William gritaba, muy cabreado, asombrado también. Escupió un gargajo rosáceo. Y se fue hacia el coche. Se fue hacia el camino. Y levantó una nube de polvo. Polvo de tormenta. Polvo de los restos. Dejando al viejo sangrando por la nariz y el labio partido, todavía con los guantes de boxeo puestos, con la cara del idiota más idiota del mundo. Entre los crujidos le pareció escuchar carcajadas enlatadas.

Entonces llegó Maggie de su carrera por el bosque, alarmada por el jaleo, con el rabo tieso. Y al no ver más que un pellejo frágil tirado en el suelo comenzó a lamerle.

El Devorador soltó un bufido. Un suspiro que sonó como otro crujido. Porque todo sonaba como un puto crujido. Porque el universo se apagaba y su tejido se pudría.

Nadie vendría a buscarle.

Cada noche se asomaba a la orilla oscura donde no queda nadie a esperar que algo sucediera o que todo se fuera al carajo de una vez por todas, dentro de su Reino Profundo.

El agua, imaginada, negra como el petróleo, acariciándole los pies.

Billy tardó dos meses en volver.

Cuando lo hizo actuó como si nada hubiera ocurrido. Sonrisa, libreta, rotulador. Solo que ahora se colocaba un poco más lejos. Ahora no perdía de vista al viejo. Y, eso sí, se acabó darle hostias al saco, por si acaso.

El viejo no volvió a bromear con Billy, ni a contarle sus estúpidas fantasías. Nunca le diría al joven adicto a los batidos de proteínas que él