El precio de un heredero - Michelle Smart - E-Book
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El precio de un heredero E-Book

Michelle Smart

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Beschreibung

El playboy más deseado de Argentina, famoso jugador de polo, multimillonario… ¿padre? Angustiado por un terrible secreto familiar, Emiliano Delgado pasó una noche desesperada y salvaje con la joven que cuidaba de sus perros, Becky Aldridge. Pero, mientras se maldecía a sí mismo por saltarse la barrera que había impuesto entre ellos, Becky recibió una noticia que cambiaría sus vidas. La proposición de matrimonio de Emiliano para reclamar a su heredero fue totalmente inesperada e indeseada. Aunque estuviese embarazada de su hijo y por mucho que Emiliano la tentase. Becky tenía sus propias exigencias para formar una familia. Si Emiliano no era capaz de entregarle su corazón, ella no le entregaría su cuerpo.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2020 Michelle Smart

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El precio de un heredero, n.º 2852 - mayo 2021

Título original: The Cost of Claiming His Heir

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-351-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

EL RUGIDO de la multitud era ensordecedor y Becky Aldridge, que estaba limpiando mesas en la carpa del club de polo, supuso que Emiliano Delgado, propietario y jugador del equipo Delgado, había marcado un gol.

Eran las últimas semanas de la competición y cada vez que jugaba el equipo Delgado el número de espectadores se triplicaba.

Había empezado a trabajar allí sin saber nada sobre el mundo del polo. Seguía sin saber nada sobre el juego, pero había descubierto muchas cosas sobre la estrella del equipo. Sobre todo, que las mujeres se volvían locas por él.

Mientras llevaba unos vasos sucios a la barra se dio cuenta de que tenía compañía. Dos perros estaban comiendo restos de galletas y patatas fritas que la gente había tirado sobre la hierba.

–¿Jenna?

Su compañera, que debería estar atendiendo el bar con ella, había vuelto a desaparecer, sin duda para ver la semifinal. Jenna era fan de Emiliano Delgado y su fuente de información sobre el guapísimo multimillonario hispano-argentino.

El dueño de los perros no parecía estar por allí y Becky les ofreció unas salchichas, que los animales comieron tan contentos de su mano. Por suerte, llevaban el número de teléfono de su dueño en el collar y, después de ponerles un cuenco de agua, sacó el móvil del bolsillo y dejó un mensaje.

–Hola, me llamo Becky y puede dejar de preocuparse por sus perros porque están conmigo. Trabajo en la carpa grande, la que tiene la lona rosa, de modo que será fácil encontrarme. Pero si se pierde, llámeme. Yo cuidaré de sus perros hasta que venga.

Los dos perros se habían sentado para mirarla. Eran preciosos. El más grande era un golden retriever con carita de bueno, el más pequeño un chucho muy gracioso.

–No os preocupéis –murmuró mientras acariciaba sus orejas–. Seguro que vuestro dueño vendrá enseguida.

Un espectador sediento entró en la carpa y Becky se dirigió a la barra. Los perros estaban tan bien educados que cuando les ordenó que se quedasen en una esquina obedecieron sin rechistar.

Jenna volvió unos segundos antes de que empezase la estampida. El partido había terminado, con el equipo Delgado ganador de la semifinal, y los ruidosos aficionados estaban dispuestos a celebrarlo.

–¿Se puede saber qué hacen aquí estos chuchos?

Becky, que estaba sirviendo cervezas a un ruidoso grupo de hombres, no había visto al antipático gerente de la carpa, pero Mark miraba a los perros como si tuviesen una enfermedad altamente contagiosa.

–Se han perdido –le explicó–. Le he dejado un mensaje al dueño, pero aún no ha venido a buscarlos.

–No pueden estar aquí.

–¿Por qué no?

–Esto no es una guardería canina. Líbrate de ellos.

–Se han perdido, Mark.

–Me da igual. Líbrate de ellos.

–Deja que termine esta ronda y luego saldré de la carpa para esperar al dueño.

–De eso nada. Líbrate de esos chuchos pulgosos y vuelve a trabajar.

–Por favor, Mark, no puedo dejarlos fuera –insistió Becky–. Estoy segura de que el dueño vendrá enseguida…

Mark apretó su brazo y la fulminó con la mirada.

–Si quieres conservar tu trabajo harás lo que te digo…

Un gruñido lo interrumpió. El perro más pequeño se había acercado y, sentado sobre sus patas traseras, le enseñaba los dientes.

La reacción de Mark fue darle una patada. El perro dejó escapar un grito lastimero y Becky, sin pensarlo dos veces, tomó la jarra de cerveza que acababa de llenar y se la tiró a su jefe a la cara.

La carpa se quedó en silencio mientras, rojo hasta la raíz del pelo, Mark se secaba la cara con la manga de la chaqueta.

–Zorra.

Indignada por el despreciable comportamiento de Mark, Becky tomó al perro en brazos.

–Le has dado una patada a un animal indefenso. Eres un monstruo.

–¡Estás despedida!

–Me da igual. Eres un miserable.

Un hombre alto con el uniforme del equipo se abrió paso hasta la barra.

–¿Le has dado una patada a mi perro?

Al reconocerlo, Mark palideció.

–No, no. Yo solo… lo he apartado con el pie –intentó disculparse.

Becky, demasiado angustiada como para fijarse en el famoso Emiliano Delgado, seguía intentando consolar al perrillo.

–Le ha dado una patada. El pobre animal estaba intentando protegerme y este canalla le ha dado una patada.

Emiliano miró a Mark, que parecía haber encogido. Y luego, con tremenda agilidad a pesar de su estatura, saltó por encima de la barra, lo agarró por las solapas de la chaqueta y lo sacó de la carpa.

Becky corrió tras ellos con el perrillo en brazos y el golden retriever pisándole los talones.

–Debería darte una patada, pero no merece la pena –le espetó Emiliano después de soltarlo con gesto desdeñoso–. Fuera de aquí. Estás despedido.

–No puede… –empezó a protestar Mark.

–He dicho que estás despedido –repitió Emiliano antes de volverse hacia una mujer que se acercaba corriendo–. Y tú también estás despedida, Greta. Te pago para que cuides de Rufus y Barney, pero los has dejado escapar.

La mujer palideció.

–Fue un accidente –intentó explicar.

–Porque no dejas de mirar los pantalones de los jugadores en lugar de cuidar de mis perros. Podría haberles pasado cualquier cosa… podrían haber salido a la carretera. Lo siento, estás despedida.

Becky observaba la conversación, incrédula, mientras el perrillo lamía su cara y el golden retrieveracariciaba su pierna con el morro, como dándole las gracias.

Emiliano Delgado clavó sus ojos castaños en ella durante lo que le pareció una eternidad y después esbozó una sonrisa.

Y qué sonrisa.

Iluminaba todo su rostro y, de repente, entendió por qué Jenna y miles de fans estaban coladitas por él.

–¿Qué vas a hacer el resto del día? –le preguntó Emiliano, tomando al perrillo en brazos.

–Trabajar –respondió ella–. Bueno, debería trabajar, pero no sé si estoy despedida o no.

–Te doy quinientas libras si cuidas de mis chicos.

–¿Qué?

Emiliano volvió a sonreír.

–Tengo que entrenar para la final y acabo de despedir a su cuidadora. ¿Quieres encargarte de mis perros?

 

 

Dos meses después

 

Emiliano leyó la carta escrita a mano por tercera vez antes de guardarla en el bolsillo con gesto airado.

Torciendo el gesto al ver las pesadas nubes que estropeaban un precioso día de verano, se dirigió a los establos, pero Becky no estaba allí.

Como si no fuera suficiente tener que pasar un fin de semana en Monte Cleure con su maquiavélica madre y su odioso hermano.

No había visto a Damián desde el funeral de su padre seis meses antes y, si pudiera salirse con la suya, nunca volvería a verlo, pero Celeste insistía en que ambos acudieran a su famosa fiesta de verano en Monte Cleure, de modo que al día siguiente tendría que soportar su compañía.

Su móvil empezó a sonar y torció el gesto al ver el nombre del veterinario en la pantalla y no el de Becky. Ni siquiera la noticia de que Matilde, una yegua de carreras fabulosa, estaba preñada logró hacerlo sonreír.

Vio a Becky a lo lejos entonces, acercándose con los perros corriendo a su lado, y apresuró el paso.

–¿Qué significa esto? –le espetó, sacando la carta del bolsillo.

Ella puso los ojos en blanco mientras se inclinaba para tomar una pelota del suelo.

–Es una carta de renuncia.

–No la acepto.

–Me marcho, quieras tú o no.

–¿Cómo puedes abandonar a los chicos? Tú sabes que te adoran.

–Y yo a ellos, pero te dije que el trabajo sería temporal.

–¿Cómo voy a encontrar a alguien con tan poco tiempo?

Becky cruzó los brazos sobre su considerable busto y lo miró con una mezcla de impaciencia y exasperación.

–Cuatro semanas no es poco tiempo. Te dije que me iría, que solo podía hacer este trabajo durante tres meses. Escribí la carta de renuncia por cortesía y para recordarte que debías buscar a otra persona. Has tenido tiempo más que suficiente para reemplazarme.

–Pero es que no quiero reemplazarte –protestó Emiliano. En esos dos meses no había tenido que preocuparse ni una sola vez por sus chicos–. Te doblaré el salario.

–No, gracias.

Becky esbozó una de esas sonrisas que lo dejaban sin aliento.

A primera vista, era una chica normal. El día que la conoció llevaba una camisa negra y unos pantalones sin forma, el pelo largo sujeto en una coleta, el rostro libre de maquillaje. Si Greta no hubiera dejado escapar a sus chicos no habría mirado a Becky dos veces. Pero le había ofrecido el trabajo y cuando ella sonrió… ¡zas!

Era preciosa, guapísima. Enormes ojos verdes, nariz diminuta y unos labios gruesos y jugosos que anhelaba besar para saber si eran tan suaves como parecían.

Unos días después la había visto con el pelo suelto, una brillante melena de color castaño rojizo que caía hasta la mitad de la espalda, y tuvo que admitir que no había nada normal en ella. Además, era alegre e ingeniosa y compartía con él su amor por los perros.

Si Becky Aldridge no fuese una empleada, y por lo tanto fruta prohibida, se habría acostado con ella sin pensarlo dos veces. Pero era su empleada y, si se salía con la suya, seguiría siéndolo.

–Puedes doblarme el salario si quieres, pero me iré de todos modos. Empiezo mi nuevo trabajo dentro de seis semanas.

–¿Seis semanas? –repitió Emiliano, indignado–. ¿Entonces por qué quieres irte en menos de un mes?

–Porque antes de empezar tengo que solucionar algunas cosas.

Tenía que encontrar un sitio en el que vivir, por ejemplo. Había apalabrado un apartamento decente cerca del laboratorio, pero además tenía que comprar muebles y asentarse antes de empezar a trabajar.

–Diles que has cambiado de opinión.

Becky hizo una mueca. Pobre Emiliano, pensó. Un niño rico convencido de que podía tener todo lo que quisiera. Sabía que había aceptado el puesto solo durante unos meses, pero estaba convencido de que podría convencerla para que se quedase.

–No voy a cambiar de opinión.

No se había pasado años estudiando para tirarlo todo por la ventana.

El móvil de Emiliano sonó en ese momento y él lo miró como ofendido antes de responder.

Mientras hablaba, la carta de renuncia se le cayó de las manos y, con una sonrisa maliciosa, la aplastó con el tacón de la bota.

Becky puso los ojos en blanco. Había buscado un trabajo temporal para ganar algo de dinero y porque necesitaba darle un respiro a su cerebro. No le gustaba servir copas en el club de polo y cuando Emiliano le ofreció cuidar de sus perros decidió aprovechar la oportunidad, con la condición de que solo sería hasta mediados de septiembre porque a final de mes empezaría a trabajar en un laboratorio.

Ella se había criado con perros y los adoraba. Eran más leales que los seres humanos y cuidar de Rufus y Barney, siempre divertidos y cariñosos, era mejor que lidiar con una pandilla de borrachos.

Trabajar para Emiliano y vivir en una finca como aquella, llena de animales, había sido estupendo. En realidad, él era un jefe estupendo y cuidar de sus perros era más bien una diversión pagada.

Aunque, a pesar de su buen carácter, Emiliano era un hombre muy estricto cuando se trataba de sus animales e igualmente feroz en la cancha de polo.

Becky por fin había empezado a entender el juego e incluso lo disfrutaba. Había algo en Emiliano sobre un caballo, corriendo por la cancha, que capturaba su atención. En fin, la verdad era que Emiliano capturaba su atención hiciese lo que hiciese, pero aunque no hubiese dejado claro que el trabajo era temporal, se marcharía de igual modo.

Alto, fibroso y de hombros anchos, el largo rostro de Emiliano podría haber sido esculpido por Miguel Ángel. Ojos grandes, de color castaño claro, pómulos altos, una boca firme que contrarrestaba con una nariz demasiado larga y un pelo castaño oscuro que no se molestaba en dominar.

Becky entendía que acelerase el pulso de tantas mujeres porque cada día era más difícil controlar su propio pulso. O los celos que provocaban las fans que lo rodeaban a todas horas. Era un mujeriego empedernido y Becky tenía que recordarse constantemente que cuando clavaba en ella sus ojos o esbozaba una de esas irresistibles sonrisas no significaba nada.

Pero eran los sueños lo que más la perturbaba. Sueños de los que despertaba ruborizada y ardiendo. Encontrarse con él después de uno de esos sueños era incomodísimo. Esconder su reacción era cada día más difícil, de modo que cuanto antes se fuese de allí, mejor.

Cuanto antes pusiera su cerebro a trabajar, antes dejaría de pensar en él y su vida volvería a la normalidad.

El humor de Emiliano parecía haber mejorado cuando cortó la comunicación.

–¿Recuerdas el Picasso que no estaba en venta? Pues es mío –anunció, con tono triunfante.

–Enhorabuena.

Además de criador de caballos y famoso jugador de polo, Emiliano tenía gran interés por el arte y había abierto galerías en Londres, Nueva York, Madrid y Buenos Aires, llenándolas con las exquisitas obras que adquiría.

–Deberías abrir una galería en Oxford, así podría ir a verlo.

–¿Por qué en Oxford?

–¿Es que no has leído mi currículo?

Emiliano se cruzó de brazos y la miró con gesto altivo.

–No me hacía falta. Yo sé juzgar a la gente.

Becky sacudió la cabeza.

–Tienes cuatro semanas y sugiero que empieces a buscar a alguien que me reemplace.

–No tengo que hacerlo. Vas a quedarte.

Ella se volvió para mirarlo, caminando de espaldas.

–Estás loco.

–¿Es que no sabes que siempre consigo lo que quiero, bomboncito?

–¿Sabes una cosa? Creo que te haré un favor marchándome.

–¿Por?

–Te lo tienes demasiado creído –respondió Becky, dándole la espalda antes de alejarse con los perros.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

VIAJAR en un avión privado era algo que todo el mundo debería experimentar al menos una vez en la vida, pensaba Becky al día siguiente. Viajar en un avión privado con un millonario malhumorado, sin embargo, era algo que uno debería evitar. Ni siquiera Rufus y Barney habían sido capaces de hacer sonreír a Emiliano aquel día.

No sabía por qué visitar a su madre lo ponía de tan mal humor y no quería saberlo. Ya tenía suficientes problemas intentando controlar la absurda atracción que sentía por él como para añadir asuntos personales, de modo que se puso los cascos y cerró los ojos.

Cuando aterrizaron y Emiliano bajó del avión como si intentase aplastar algo con los pies, Becky se mordió la lengua para no preguntar. Sus infrecuentes momentos de mal humor no solían durar tanto.

Una brillante limusina negra los esperaba en el aeropuerto de Monte Cleure, un diminuto principado entre Francia y España solo para ricos.

Media hora después llegaron a una amplia finca rodeada de fabulosos jardines. Becky se quedó maravillada al ver los muros de color amarillo pálido y el tejado de terracota bajo un cielo limpio de nubes.

–Te dejaré con los chicos en una de las casitas para invitados –dijo Emiliano, sin mirarla–. A mi madre no le gustan los perros.

El conductor detuvo la limusina frente una casita de una sola planta en medio de lo que parecía un bosque.

–Muy bonita –comentó Becky.

–Aquí estarás cómoda. Pero si algo no te gusta, solo tienes que decirlo y lo arreglaremos.

–No creo que vaya a quejarme.

–Puedes pasear por la finca con los chicos, pero lleva el pasaporte contigo. Hay un ejército de guardias de seguridad patrullando la finca.

–¿Van armados?

–Sí.

El conductor abrió la puerta de la limusina.

–Haré lo posible para que no me peguen un tiro –bromeó Becky mientras bajaba del coche, con los perros detrás.

–Chau, bomboncito.

–Hasta luego –respondió ella.

Mientras la limusina se alejaba, Becky se preguntó de nuevo por qué visitar a su madre lo ponía de tan mal humor.

 

 

Emiliano saludó a la viuda alegre, su madre, Celeste, dando un beso al aire como era la costumbre desde que era niño.

–¿No has traído a tu conquista del momento? –le preguntó ella mientras paseaban por el jardín.

Por alguna razón, Emiliano pensó de inmediato en la mujer que cuidaba a sus perros.

–No, esta vez no.

–Ah, qué pena. ¿Y por qué no?

–He estado muy ocupado últimamente. No he salido con nadie.

Era cierto. No había salido con nadie en dos meses. Había perdido interés por las mujeres que solían revolotear a su alrededor como avispas sobre un tarro de miel y no sabía por qué.

–¿Ya has pensado lo que vas a hacer cuando te hagas cargo del grupo Delgado?

–¿Por qué? El testamento de Eduardo aún podría aparecer.

Eduardo, su padre adoptivo, había muerto casi seis meses antes. El día del funeral, su hermanastro, Damián, había descubierto que el testamento y otros documentos importantes habían desaparecido de la caja fuerte. Y, sin duda, lo creía responsable del robo de un documento que ponía el grupo Delgado en sus manos.

Si no encontraban el testamento en las próximas tres semanas, según las arcaicas leyes de Monte Cleure, el hijo mayor lo heredaría todo. Él era el hijo mayor, de modo que heredaría la multimillonaria empresa que le había sido prometida a Damián y en la que su hermanastro había trabajado durante toda su vida.

–Podría ser –asintió su madre–. Pero si no aparece, el imperio de tu padre te pertenecerá a ti.

Emiliano apretó los labios para no decir: «Eduardo no era mi padre». Su verdadero padre había sido un jugador de polo argentino que murió cuando él acababa de nacer.

Un año después, Celeste se había casado con Eduardo Delgado, que lo había adoptado y le había dado su apellido, pero nunca su cariño o su aprobación.

Su única utilidad había sido demostrar que Celeste aún era fértil. Eduardo necesitaba un heredero y lo había encontrado en Damián.

Que el hijo no querido pudiese heredar toda su fortuna era casi de risa. Sobre todo, porque los meses que había trabajado en el grupo Delgado una década antes habían terminado en disputas y recriminaciones.

Él no tenía el menor interés por el mundo de las altas finanzas y solo había aceptado el trabajo por Celeste. Un error terrible. De niño adoraba a su madre, pero un día había descubierto quién era Celeste en realidad: una bruja narcisista.

Pero, aunque era difícil sentir afecto por ella, seguía siendo su madre, su propia sangre.

–No lo quiero –dijo Emiliano.

–¿Y qué vas a hacer, darle la dirección del grupo Delgado a Damián? –replicó su madre, irónica.

Él esbozó una amarga sonrisa. Su relación con Celeste era complicada, pero la relación con Damián era muy sencilla: se odiaban mutuamente.

No habían intercambiado una palabra en casi una década, pero tenían que sufrir la compañía del otro en la fiesta anual de su madre y Emiliano aprovechaba para irritar a su hermanastro llevando a alguna mujer ligera de ropa y de cascos.

Damián, como su padre, siempre había pensado lo peor de él y demostrar que tenía razón le producía un perverso placer.

–No sé lo que haré.

¿Quemar la empresa, arruinarla? Era una posibilidad.

–Sé que estás muy ocupado con tus establos –empezó a decir Celeste, como si tuviese un par de caballos y no unos establos famosos en todo el mundo–. Pero yo tengo experiencia en todos los aspectos del grupo Delgado. Si crees que dirigir la empresa sería demasiado para ti, estoy dispuesta a hacerlo yo misma. En tu nombre, por supuesto.

Emiliano había esperado esa conversación. Celeste ansiaba poder en todos los aspectos de la vida y no le sorprendería que tuviese algo que ver con la desaparición del testamento de Eduardo. Si lo encontraban, Damián llevaría las riendas del grupo Delgado y Celeste quedaría excluida para siempre.

–Esta es una conversación para otro momento –le dijo–. ¿Ha llegado Damián?

–Su avión acaba de aterrizar. Al parecer, ha venido con una amiga.

–¿Ah, sí? Entonces debe ser algo serio.