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¿Durante cuánto tiempo iban a poder vivir la pasión del presente cuando un futuro juntos era imposible? Acosado por el escándalo que había presidido el reinado de su padre, Alessio, el príncipe heredero, encargó a una especialista en retratos que pintara el suyo como un nuevo tipo de gobernante, y quedó prendado de inmediato por aquella belleza inocente e independiente que no se parecía a ninguna de las personas de su mundo. Hannah estaba lejos de ser la princesa perfecta que la posición de Alessio requería. Después de sufrir una pérdida terrible, guardaba su corazón celosamente, pero, cuando el sol del Mediterráneo comenzó a derretir sus inhibiciones, un peligroso deseo comenzó a crecer en ella.
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Seitenzahl: 200
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2021 Kali Anthony
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
El retrato del príncipe, n.º 2902 - enero 2022
Título original: Off-Limits to the Crown Prince
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1105-369-3
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
EL SOL iluminaba la parte trasera de su estudio. Hannah estaba de pie, y el corazón le latía acelerado. Un mareante olor a pintura y disolvente, recordatorio de todo lo que amaba, amenazaba con desbordarla y corrió a abrir la ventana que daba al jardín. Respiró hondo el cálido aire del verano.
La malvarrosa estaba florecida. Era la flor favorita de su madre.
–Señorita Barrington…
Era la voz de uno de los tres inmensos guardaespaldas que habían llegado un momento antes. Dos de ellos andaban recorriendo la casa y el jardín silvestre, valorando los posibles puntos débiles, y el que estaba con ella frunció el ceño. Parecía preocupado por si podía dejar entrar a alguien que pudiera atacar a su jefe, cuya llegada era inminente. ¡Como si pudiera haber preparado algo así, habiéndola avisado su agente hacía apenas media hora!
–Es el olor a pintura –explicó, moviendo la mano como si quisiera espantar los malos olores–. Podría irritar a Su Alteza.
El hombre asintió satisfecho y se colocó delante de la puerta con los brazos cruzados, como si la estuviera protegiendo a ella. ¿Es que tenía pinta de querer escapar? Por tentadora que resultara la idea, no había dónde ir. Aquella era la casita de campo de su familia, puerto seguro para ella y cuanto le quedaba de sus padres. La gente opinaba que era una locura instalarse allí, tan lejos de la ciudad, en una casa agotada después de nueve años de inquilinos. Pero es que la gente no entendía. Aunque hubiese una capa de pintura nueva, nadie había tapado las marcas en la pared de la lavandería donde sus padres marcaban su estatura cada año. La cocina estaba sin renovar, el lugar donde la familia comía y reía. Toda la casa estaba llena de recuerdos. De los felices y de los devastadores.
Las lágrimas le escocieron en los ojos. Y ahora, todo ello estaba en peligro. Sus tíos habían sido sus tutores, y se habían hecho cargo de la adolescente rota que era. Ellos nunca habían querido tener hijos y no habían sabido muy bien cómo tratarla, con lo que su relación había sido distante, que no cruel. Pero había confiado en ellos, y la traición de su tío aún le dolía en lo más hondo. Una inversión que ella no quería hacer había salido mal, y lo había perdido casi todo. Su padre se habría abierto paso con las manos para salir de la tumba si supiera cómo se había comportado su hermano con su única sobrina.
Todo lo ocurrido –la muerte de sus padres en el accidente, la pérdida de su caballo y todo cuanto amaba– le había dejado profundas cicatrices en el alma que amenazaban con abrirse en cualquier momento; por eso era impensable la venta de aquella pequeña granja en la que había pasado algunos de los mejores momentos de su vida.
Sintió cómo una gota de sudor le resbalaba por el cuello y se acercó más a la ventana. Sacó del bolsillo de los vaqueros una goma y se recogió el pelo en un moño desaliñado.
–Parece nerviosa –comentó el guardaespaldas.
¿Cómo explicarle que el pasado de su jefe y el de ella estaban interrelacionados? ¿Que era la última persona a la que quería ver porque era un recordatorio del peor día de su vida?
–Es la primera vez que voy a conocer a un príncipe –respondió, y no era del todo mentira–, y no he tenido tiempo de asearme un poco.
El hombre la miró de arriba abajo con desaprobación, y ella se miró las manos. Uñas cortas, cutículas llenas de pintura. Buscó un trapo viejo, lo empapó en disolvente y se restregó los dedos en un vano intento de limpiarlos. Un príncipe nunca apreciaría encontrarse con una plebeya con las manos sucias. No es que buscase admiración, pero… después de un corto esfuerzo, dejó el trapo sobre la mesa y se olió las manos.
–¿Mejor? –preguntó, mostrándoselas.
El guardaespaldas gruñó.
Miró el teléfono. Aún quedaba tiempo. Escogió un pincel fino y se acercó al caballete. Su arte solía tranquilizarla. Era un modo de perderse en el color y la luz. Nada podía tocarla cuando estaba centrada en un retrato. Intentó rebajar la presión de los dedos y mojó un poco en pintura. Una pincelada del azul cobalto. Un toque de blanco titanio. Frunció el ceño. Los ojos de aquel retrato le estaban dando guerra. Demasiada tristeza y poca vida. Acercó el pincel para añadir un toque de color cerca de la pupila, intentando no pensar en cómo le temblaba la mano.
El alegre sonido del timbre resonó en la estancia y el pincel se le cayó, dejando restos de pintura azul en las viejas tablas del suelo.
Llegaba antes de la hora. Dejó el retrato y se secó las palmas de las manos en los vaqueros.
–No se olvide de la reverencia –le advirtió el guardaespaldas.
Sintió una dentellada de rabia ante tanto desdén, cuando en realidad aquella visita le había sido impuesta. De hecho, meses atrás había dicho que no a aquel encargo, antes de saber a ciencia cierta lo maltrecha que estaba su economía. Pero había sido como cuando le decía que no a su tío al preguntarle él por alguna inversión: no le habían hecho caso.
Hannah se le acercó y lo miró muy seria. Le daba igual que le sacara dos cabezas. No iba a permitir que la maltratasen, ya fuera un guardaespaldas o un príncipe.
–Mis modales no necesitan corrección alguna, y sé comportarme con la realeza.
El hombre no se movió, pero sus ojos se abrieron un poco por la sorpresa. Bien.
El ruido de unos pasos sobre la madera de la escalera hizo que retrocediera un poco e intentase tragar el nudo que, de repente, se le había formado en la garganta.
Una sombra apareció en el distribuidor detrás de más agentes de seguridad, y fue haciéndose más grande hasta que cobró forma humana y entró por la puerta.
–Su Alteza Real, el príncipe heredero de Lasserno –anunció el guardaespaldas.
Alessio Arcuri.
Más guapo de lo que lo recordaba, aunque su recuerdo estuviese coloreado por lo joven que era ella entonces. De todas formas, solo había conseguido verlo brevemente en el concurso de salto en el que participaba aquel joven que le había partido su corazón adolescente con una ferocidad atroz. Un príncipe de cuento que en aquel momento pudo apreciar con nitidez. Su estatura, el ancho de sus hombros, su boca lujuriosa y tentadora, la perfección de su nariz aquilina, el color caramelo de su piel, el cabello oscuro y espeso. Podía fingir diciendo que su mirada era la de una artista examinando su cuerpo masculino, pero ¿a quién pretendía engañar? Lo que estaba sintiendo era la atracción de una mujer por un hombre en todo su esplendor. Una mujer andrajosa ante un hombre que parecía recién salido de la alfombra roja.
Tanta perfección le molestaba, cuando su visita relámpago y casi sin avisar no le había dado tiempo a arreglarse. Le molestaba su traje azul marino de corte exquisito y su camisa blanca inmaculada. La corbata de seda roja y azul. Tardó un momento en recordar sus modales y hacer una pequeña reverencia.
–Alteza.
–Signorina Barrington –la saludó, ladeando la cabeza, e hizo un gesto hacia el hombre que lo acompañaba–. Él es mi secretario particular, Stefano Moretti. Ha sido él quien se ha comunicado con su agente.
El otro hombre iba casi tan impoluto como él. Atractivo también, pero sin la presencia imponente del príncipe. Lo saludó con una inclinación de cabeza y él sonrió.
–Bienvenidos a mi casa y a mi estudio. Ha sido una sorpresa, y no estoy preparada. No esperaba que un miembro de la realeza pasara hoy por aquí. ¿Les apetece un té? –preguntó, señalando una maltrecha mesa en un rincón del estudio con una antigua tetera eléctrica y unas tazas desportilladas.
Alessio miró hacia el lugar indicado y examinó la mesa como si estuviera contemplando un triste bodegón. Nadie iba nunca allí dado que era su espacio privado, así que no tenía que molestarse porque las tazas no estuvieran en su mejor momento. Tenía un estudio público a las afueras de Londres, que era donde recibía a sus clientes y al que había tenido que renunciar gracias a las acciones de su tío, que lo habían convertido en una extravagancia que ya no se podía permitir. Pero ver a Alessio en aquella estancia le recordó lo envejecida y usada que parecía. Antes nunca le había preocupado porque era su hogar, pero bastaba con que un príncipe de traje recién planchado apareciera por allí para que se diera de bruces con la precariedad que se había instalado en su vida.
–¿Té? No. Estaba por aquí comprando algunos caballos, y dado que ha ignorado usted las peticiones de mi secretario…
Su voz tenía el acento musical del italiano pronunciado por un barítono maravilloso. La voz de un líder que reverberaría en las paredes de un castillo y cuyos dictados seguiría la mayoría. Pero ella, no. No era su súbdita.
–No las he ignorado. Mi respuesta fue clara.
El príncipe volvió a ladear la cabeza y ella se sintió como un espécimen al microscopio.
–¿Nos conocemos?
No, no se conocían de manera formal, pero no había olvidado su encuentro en el circuito de salto. Alessio Arcuri era la clase de hombre que te dejaba sin aliento. La temeridad con que montaba, su confianza absoluta en el resultado de cada salto. Caballo y jinete, la encarnación de la perfección.
Esa era la razón por la que su amiga y ella estaban charlando en la parte trasera del coche aquel día aciago. Se preguntaban al borde de las lágrimas por qué el príncipe se habría retirado de la competición con veintidós años. Entonces les parecía el sumun de la edad adulta, y todo lo que una cría de dieciséis años de edad anhelaba llegar a ser. Lo que no se imaginaba entonces era que ella también se retiraría de la competición porque la muerte de sus padres y de su caballo le resultó insoportable.
Y había intentado no volver a pensar en el príncipe Arcuri desde entonces. Hasta que recibió la llamada de su agente, apenas hacía media hora, y con ella todos los recuerdos se habían despertado.
–No. No nos conocemos.
No exactamente. Él había entregado los premios de un concurso tras su retirada; su amiga ganó el primer premio y Hannah, el segundo. No solía perder, pero Beau, su caballo, estaba desconcentrado, casi como si presintiera los devastadores acontecimientos que tendrían lugar solo unas horas después. Cómo había envidiado a su amiga, el apretón de manos con que Alessio le entregó el premio. Entonces sus miradas se cruzaron y se retuvieron y, por un instante perfecto, el mundo dejó de girar. Pero poco después, por una razón terrible, el mundo volvió a dejar de girar por segunda vez. Y ya no volvió a hacerlo.
Verle allí despertó demasiados recuerdos sobre la décima de segundo en que toda su inocencia y fe en la bondad del mundo se quebró para siempre. En el asiento de atrás del coche de los padres de su amiga. Una curva y la imagen del amasijo de hierros, de la… carnicería… Coche y remolque destruidos. Todo lo que amaba, desaparecido. Un accidente horrendo. Un tractor en el lugar equivocado en aquella estrecha carretera de campo. Cerró los ojos para protegerse de aquella horrible visión.
–¿Se encuentra bien, signorina Barrington?
Los abrió y asintió. Respiró hondo. Encerró de nuevo el dolor en su corazón, donde permanecería para siempre.
Alessio se dirigió a sus guardaespaldas en un rápido italiano y los dos salieron del estudio. La atmósfera se relajó un poco.
–He venido para pedirle que me pinte un retrato.
–Como ya le habrá dicho mi agente –contestó, uniendo las manos a la espalda–, tengo un volumen de encargos que…
Alessio se le acercó. Era aún más impresionante de cerca. Nada estropeaba sus facciones. Era como si ninguna parte de su anatomía se atreviera a ser nada menos que perfecta e impoluta, y la paralizó con aquellos ojos de terciopelo marrón.
–Sus honorarios. Los doblo. Y soy un príncipe, de modo que…
–Sé bien lo que es usted.
¿Qué estaba haciendo? Crucificarse. Eso estaba haciendo. Necesitaba aquel encargo, pero no había podido contenerse. Se había prometido, al empezar a pintar, que solo aceptaría los encargos que quisiera. Pintaba sin cesar a sus padres cuando murieron, aterrada ante la posibilidad de olvidarlos. Día y noche los dibujaba con intención de perfeccionar sus rasgos para no olvidarlos nunca. Fue casi una obsesión que la dejó agotada. Que la enfermó. A veces le ocurría cuando se volcaba demasiado en un encargo. Por eso los elegía con tanto cuidado.
Cualquier conexión con Alessio Arcuri podría destrozarla.
–Entonces le prometo que, si pinta mi retrato, yo me aseguraré de que todo el mundo sepa quién es usted. Por ahora, sus retratados han sido… irrelevantes.
Para ella, pintar retratos no tenía que ver con el reconocimiento público, sino con preservar un recuerdo. Los puntos característicos, los matices. Sí, le pagaban bien por lo que hacía, pero nunca había sido para ella solo cuestión de dinero, sino la posibilidad de asegurarse de que las personas no cayeran en el olvido.
Miró el retrato de la mujer que tenía en aquel momento en el caballete. Era una defensora de la justicia, amante de los dulces de azúcar de cebada y del té de Yorkshire.
–Yo no diría que una jueza sea irrelevante. La ley es importante, como lo es hacer lo correcto. Y a mí lo que más me gusta es pintar a personas en las que el mundo no repara. Se merecen un momento para ser vistas y recordadas, mientras que a usted lo ven constantemente.
Alessio se encogió de hombros.
–¿Hay alguien a quien se vea de verdad? La prensa suele mostrar imágenes de mí que pocas veces reflejan la realidad.
–¿Qué imagen intentan dar de usted?
–¿Es que no me ha buscado en la red? –preguntó, sorprendido–. Creía que se interesaba por conocer todo sobre sus retratados.
–Es que aún no es usted mi retratado.
–La jueza… –examinó con atención su retrato–. Este trabajo cuenta una historia, y yo quiero que usted cuente la mía. Es la mejor. Nadie podría verme como lo haría usted.
En parte deseaba captar su esencia porque las personas la fascinaban, pero hacerlo tenía un coste, y no estaba segura de estar preparada para asumir el de Alessio, que era recordar todo lo que había perdido.
–Lo de ser la mejor es subjetivo. Además, tengo mis condiciones, y mi agente me ha dicho que usted las ha rechazado.
Sue había sido muy clara: a un príncipe no podía decírsele que no.
–Ahora estoy aquí, ¿no?
Había oído sus palabras, pero en realidad no las había escuchado.
Le dio la espalda y se acercó a la mesa salpicada de pintura en la que estaban desperdigados su paleta y los tubos de óleo, abrió un cajón y sacó unos cuantos papeles que le tendió.
Él los hojeó de pasada.
–¿Que si soy una persona de gatos o de perros? –preguntó, alzando las cejas–. ¿Qué es esto?
Se tomaba su tiempo con sus retratados, y aquel cuestionario era solo la parte más pequeña. Había reuniones personales, los bocetos en vivo. Hasta la fecha, se había sentido cómoda con todas las personas a las que había retratado, pero con Alessio Arcuri… no estaba segura de poder hacerlo. Las excentricidades de una persona, por pequeñas que fueran, les conferían personalidad. ¿Cómo hacerle justicia a aquel hombre, que parecía no tener ni un solo arañazo en la armadura?
–Esas preguntas son la razón de que sea tan buena en lo que hago. Conozco bien a todas las personas a las que retrato. Íntimamente.
La última palabra hizo que la mirara sin pestañear. No habría pensado que se refería a… Hannah se sonrojó y él se sonrió de medio lado durante apenas un segundo.
–«¿Cuál es el mejor recuerdo de tu infancia?» –leyó–. «¿Y el peor?» –frunció el ceño–. No. Si la prensa llegara a echarle mano a esto…
–Eso no ocurrirá porque, una vez lo he leído, lo destruyo. También firmo un acuerdo de confidencialidad. Jamás ha llegado ni una letra a la prensa por mí. Si quiere, podría contestar el cuestionario aquí mismo.
De pronto le vio como más alto, imponente como el príncipe que era. Hasta podía imaginarse la corona sobre su cabeza.
–La gente a la que ha pintado hasta ahora no suscita el interés de la prensa, pero yo soy de la realeza, y ya sabe cómo buscan noticias jugosas los diarios sensacionalistas, y con esto… –agitó los documentos como si estuviera espantando un bicho asqueroso–. No le respondo veinte preguntas a nadie.
–Son dieciocho. Pero el número no es importante. Si no quiere escribir sus respuestas, dígamelas a mí.
Dejó los papeles en otra mesa que tenía al lado.
–Es usted una desconocida.
Y así iba a seguir, aunque había algo en aquel intercambio que le gustaba. Que siguiera manteniendo el interés, a pesar de su rechazo. Significaba que de verdad quería que lo retratara, lo cual inflaba un ego que desconocía que necesitase atención. ¿Qué pensaría la persona que fue con dieciséis años? Aquella muchacha pensaría que todos sus sueños se habían hecho realidad.
–Esta es la cuestión: todo esto me permite hacer el mejor trabajo, el tipo de cuadro que usted parece desear, dado que está en mi estudio. Quiere que pinte su retrato, ¿no? Pues págueme el doble y conteste a mis preguntas –se irguió y lo miró desafiante. Si él iba a jugar la carta del príncipe, ella jugaría la de la reina, porque aquel estudio era su dominio y gobernaba allí en exclusiva–. Lo toma o lo deja.
Alessio no se esperaba una cálida bienvenida, pero desde luego sí algo más cortés que aquello. Había inclinado respetuosamente la cabeza al verlo llegar, pero sus ojos le habían lanzado una especie de advertencia y su lenguaje corporal vibraba como el de un erizo. Mono, pero todo agujas erizadas. En aquel momento, la luz la iluminaba desde atrás, entrando por la ventana. Cabello oscuro recogido de cualquier manera en un moño. Camisa masculina blanca y azul con el cuello gastado, remangada, antebrazos manchados de pintura. Vaqueros sueltos y rotos. Deportivas tan salpicadas de pintura como el resto. Desastrada, y aún más tentadora por ello.
–No suelen caerme bien los ultimátum –contestó, aunque admiraba el suyo más de lo que querría admitir.
Se miraron de verdad por primera vez. Tenía los ojos verdes. Intensos. Su profundidad y sus matices de color retuvieron su atención y sintió que llevaba el mundo en aquella mirada luminosa.
–Es que yo no suelo darlos.
Su voz era más grave de lo que esperaba. Casi aristocrática. Le acariciaba la espina dorsal como lo habría hecho uno de sus dedos manchados de pintura. Una sensación de déjà-vu le asaltó. Todo en ella le resultaba extrañamente familiar.
Había dicho que no lo conocía, pero se había mostrado nerviosa como un potro en primavera al oírselo mencionar. Puede que tuviese que ver con su equipo de seguridad. Consumían el oxígeno de una estancia con su desconfianza profesional, y por eso les había pedido que salieran. Excepto Stefano, claro. Así no habría rumores desagradables. Había aprendido a no confiar en la persona equivocada. Su padre jugaba con la prensa, pero él no les daba absolutamente nada.
–Parece que estamos en tablas.
–Pero usted sigue aquí –respondió Hannah, ladeando la cabeza.
Quizás hubiera una solución que se ajustase a todos. Él se había pasado la vida intentando encontrar soluciones para todos los problemas, sobre todo en los creados por su padre, con lo que se había vuelto un experto en ocultar sus peores excesos, incluso los rumores sobre la desaparición de algunas gemas en las joyas de la corona. Y en cuanto a Hannah Barrington, cuando le había pedido a Stefano que buscase a la mejor retratista del mundo, no se esperaba que resultara ser una joven solitaria de veinticinco años cuyas obras parecían contener la experiencia y la visión de una larga vida.
Alessio se volvió a mirar a su secretario y Stefano enarcó una sola ceja. Su amigo, su compinche en otros tiempos y ahora secretario particular, seguía siendo su mejor confidente.
–Qué alegría me da ver que hay una mujer en el mundo inmune a tus encantos –dijo en italiano–. Aunque hoy no estás siendo precisamente encantador.
Aunque sabía que era una grosería, Alessio contestó también en italiano.
–Necesito ver mi agenda. Y no tengo necesidad de encantar a nadie.
Hacía años que había dejado a un lado esa reputación, aunque tenía que admitir que, cuando era joven, disfrutaba de la posición que le otorgaba su nacimiento. Sin embargo, ya no se sentía especialmente orgulloso de ello, en particular de la ristra de mujeres que habían dado origen a su fama de playboy. De tal palo, tal astilla, decía la prensa entonces. Pero ya no. Casarse con una princesa adecuada para el puesto era lo siguiente en su agenda. Tenía que darle a Lasserno la estabilidad de la que llevaba careciendo desde la muerte de su madre, y herederos que continuasen su linaje. La realeza en Lasserno iba a ser perfecta, y no un hazmerreír por su comportamiento. Esa era su misión, y estaba decidido a lograrlo.
Stefano abrió la agenda y se la mostró. Muy ocupada, pero no imposible.
–Tu problema es que no te gusta que la gente te diga que no –murmuró Stefano.
¿Cuántas veces había intentado detener a su padre, dominar su comportamiento? Para eso le habían obligado a volver a casa, abandonando su vida de juerguista y sus estudios en el Reino Unido cuando su madre cayó enferma. Antes, solo ella había sido capaz de poner algo de freno a los peores excesos de su padre. Sin embargo, cuando propuso nuevas ideas para reactivar la economía y el turismo de su país, una tierra con la belleza y las riquezas naturales de cualquiera de los países de su entorno, se había encontrado con un rechazo absoluto. Stefano tenía razón. No le gustaba que le dijeran que no en cosas en las que tenía razón. Desde la abdicación de su padre, no había vuelto a escuchar esa maldita palabra de ninguno de sus consejeros, lo cual había resultado gratificante de un modo que no se había podido imaginar. El pago a su lucha por conseguir sus objetivos a lo largo de varios años.
Consultó su reloj.
–No voy a contestar a su cuestionario, y mi tiempo es limitado.
El tiempo lo podía controlar. La filtración de información, no.
–En ese caso… –comenzó ella, pero Alessio la interrumpió.
–Mi agenda está libre de compromisos importantes. ¿Quiere conocerme para pintar mi retrato? Venga a Lasserno. Puede pasar allí dos semanas siendo mi artista oficial. Me acompañará y podrá saber cosas de mí. Eso debería bastar.