Nieve en el corazón - Kali Anthony - E-Book

Nieve en el corazón E-Book

Kali Anthony

0,0
2,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Bianca 2938 En el exterior había ventisca. Dentro, la temperatura se elevaba… Despreciado por la alta sociedad italiana, el conde Stefano Moretti se refugió entre las paredes de su castillo, decidido a rehabilitar el buen nombre de su familia. La llegada de la bonita Lucy Jamieson a su puerta era una distracción que no podía permitirse. Huyendo de una ruptura sentimental, Lucy quería devolver una valiosa herencia. Atrapada en medio de una tormenta, tuvo que buscar refugio en el castillo de Stefano, donde acabó por descubrir los motivos que le habían hecho caer en desgracia… y la ardiente pasión de su lecho.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 187

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2022 Kali Anthony

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Nieve en el corazón, n.º 2938 - agosto 2023

Título original: Pregnant Innocent Behind the Veil

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales , utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411804493

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

NO sabe lo que está diciendo, Moretti.

Stefano reconoció por el tono airado y cierto temblor de la voz que quien le hablaba al otro lado del teléfono le temía. Y aquel mediocre representante de las altas esferas de la sociedad de Lasserno hacía bien, porque era uno de tantos ladrones de los tesoros del país que él pensaba erradicar.

Stefano se acomodó en la silla. Todos empezaban negando los hechos, pero terminaban admitiendo la verdad porque sabían la caída en desgracia que les esperaba si no le daban lo que les exigía.

Él sabía bien lo que suponía esa caída. Stefano Moretti, conde de Varno, antiguo secretario privado de príncipe Alessio Arcuri de Lasserno, había muerto meses atrás bajo el peso de las buenas intenciones. De las cenizas había revivido un hombre con el corazón endurecido, negro como el carbón.

–Le recuerdo que debe dirigirse a mí como Su Excelencia.

Stefano sabía que ya corría el rumor de que había perdido su puesto y que los que querían librarse de él estaban envalentonados.

Por eso tenía que llevar a cabo con celeridad la tarea que se había impuesto, con la que conseguiría proteger a sus hermanos aunque implicara no ser perdonado, ni siquiera por él mismo.

La traición nunca podría ser perdonada. Filtrar a la prensa los movimientos del monarca, más aun siendo su mejor amigo y la persona de mayor confianza de este, significaba la degradación total.

Daba lo mismo que sus intenciones hubieran sido altruistas. La prensa había sido injusta con Alessio cuando había heredado el trono tras la abdicación de su padre. Se había iniciado un periodo de revueltas e inestabilidad en el país, que ya estaba en germen debido a los excesos del padre del príncipe. Stefano se había limitado a sugerir utilizar la prensa a su favor, en la misma medida que el padre de Alessio la había utilizado con oscuras intenciones. Al recibir la negativa de Alessio, Stefano había decidió actuar por su cuenta y había filtrado la noticia de que el príncipe había visitado un hospital de niños.

Pero no había contado con perder el control del monstruo. En lugar de conformarse con la limitada información que él quería que supieran, la prensa se había dedicado a escarbar. Y por muy buenas que hubieran sido sus intenciones, finalmente se había tenido que enfrentar a las consecuencias. Alessio había estado a punto de perder a Hannah, su actual esposa, por su culpa. Todo había acabado bien, con una boda en el exilio y, en cuestión de meses, la llegada de una princesa o un príncipe. Pero aunque el daño se hubiera contenido, sabía que debía cumplir una penitencia, probablemente, de por vida.

–Voy a refrescarle la memoria –dijo Stefano, abandonando el tono conciliador–. Un diamante de diez quilates perteneciente al tesoro Arcuri. Seguro que lo recuerda porque el señor Giannotti dice que alguien exactamente igual que usted intentó vendérselo hace una semana. Cuando reconoció la joya como una de las pertenecientes a la colección de la Corona, me llamó de inmediato.

Silencio.

Siempre se producía un silencio cuando se daban cuenta de que tenía ojos y oídos en todas partes y que no pensaba fracasar en su misión. De su éxito dependía el futuro de su familia.

Los Moretti estaban estrechamente vinculados a la Corona desde hacía siglos. Su caída en desgracia podía arrastrarlos y necesitaba ganar tiempo para que salieran del país, porque no podría mantenerla en secreto indefinidamente y el país los consideraría culpables por asociación con él. De hecho ya empezaban a sufrir las consecuencias. Gino, que acababa de terminar su carrera de Horticultura, no conseguía que le proporcionaran una carta de recomendación para ingresar en Kew, el sueño de toda su vida. Los últimos meses de Emilia como profesora de infantil se estaban también complicando por el retraso en conseguir los papeles necesarios que le aseguraran una plaza en el extranjero.

En cuanto Stefano terminara su trabajo, pediría que sus hermanos fueran liberados del vínculo con la familia real que, en su caso, nunca podría romper. Aunque él nunca fuera redimido, la familia Moretti sí lo sería.

–Se cree muy listo –dijo la voz al otro lado de la línea–, pero nadie se cree que se ha tomado un año sabático para restaurar su castillo.

Esa era la versión oficial. Una sucinta nota de prensa para explicar por qué el secretario que siempre acompañaba al príncipe había desaparecido. Había sido una última concesión por parte de su antigua amigo y jefe.

Y era más de lo que se merecía por su traición.

–Me da lo mismo lo que piense la gente –dijo con desdén

Contuvo el deseo de rugir, diciéndose que debía ser paciente, que solo estaba en la primera fase del plan, que no debía distraerse del objetivo de recuperar las joyas que el padre de Alessio había regalado como baratijas durante los meses previos a su abdicación.

La segunda tarea estaba siendo mucho más difícil. Tanto, que a veces pensaba que no podría llevarla a cabo.

–Los numerosos artesanos que trabajan en el castillo indican lo contrario.

A veces las grandes mentiras se ocultaban tras pequeñas verdades.

Mientras él trabajaba con Alessio, Gino y Emilia no habían prestado atención al estado de mantenimiento del castillo, y aunque sabían que siempre podían contar con él, no habían querido molestarlo cuando algunas piedras habían caído en zonas poco frecuentadas del castillo o cuando la calefacción había dejado de funcionar.

Stefano se culpaba por no haberles enseñado a ocuparse del edificio. Como cabeza de familia desde la muerte de su padre, cuatro años antes, consideraba el castillo su responsabilidad. Y aunque hubiera arruinado la reputación de los Moretti, no estaba dispuesto a que el castillo que había dominado las montañas del norte de Lasserno durante cinco siglos colapsara en ruinas. Aunque ya no mereciera el título, seguía siendo el conde de Varno.

–Un pajarito me ha dicho que usted también tiene problemas –dijo el otro hombre, intentando recuperar terreno.

Stefano cerró los ojos: Celine. Tenía que ser ella quien había puesto en circulación los rumores. Cuando él había adoptado la actitud más honorable y había dimitido, había querido creer que Celine lo entendería. Llevaban juntos cinco años; tres de ellos, prometidos, y planeaban casarse.

Perteneciente a una familia aristocrática de Lasserno. Celine le había manifestado su amor al poco tiempo de empezar a verse y se había mostrado feliz el día que él le pidió matrimonio. La boda se iba a celebrar tras la coronación de Alessio. Pero la ruptura se había producido a los pocos días de que Stefano dimitiera y volviera a Varno. Y no podía olvidar las últimas palabras de Celine, que eran como veneno recorriéndole por las venas: «Si no trabajas para el príncipe, no eres nada, Stefano».

Y en cierto sentido tenía razón, porque desde el instante en que su posición se había debilitado, habían aparecido los buitres para ocupar su lugar, negándose a contestar sus llamadas y desdeñándolo.

El dolor lo atravesó ante la constatación de que una de las pocas personas en las que creía haber podido confiar su secreto, lo traicionaba. Pero él sabía bien que la información era poder, y que la noticia de su caída en desgracia alimentaría las conversaciones de la aristocracia. Celine se estaba protegiendo a sí misma al separarse de él y erigirse en la fuente del cotilleo. Aun así, no podía censurarla. Después de todo, al traicionar a su mejor amigo él mismo había demostrado que no se debía confiar plenamente en nadie.

Celine había hecho bien en abandonarlo. Él no merecía ser perdonado. Ella le había dejado claro que cualquier expectativa que tuviera respecto a su vida futura, había muerto.

Stefano apretó el teléfono con tanta fuerza que se le blanquearon los nudillos.

–No debería prestar oídos a las calumnias. Mientras se distrae, yo afilo mis garras.

Cuando consiguiera su objetivo, podría entrar en el palacio real con la cabeza bien alta. Por el momento, solo le quedaba un resquicio de orgullo y no pensaba perderlo.

–No tiene más pruebas que lo que le ha dicho un conocido criminal.

–Tengo las cámaras de seguridad –replicó Stefano–. Tengo la declaración firmada de Giannotti. No necesito más.

Tras un breve silencio, llegó la contestación:

–Su Alteza me lo regaló.

Siempre lo mismo… Primero la negación, luego el intento de llegar a un acuerdo. La ira solía ser el tercer paso, y Stefano estaba ansioso por tener una pelea.

–Puede que el anterior príncipe se lo diera, pero el actual quiere que se lo devuelva. No tenía derecho a aceptarlo. Ese diamante pertenece al país.

Y así era. Como monarca absoluto, el príncipe tenía derecho a hacer lo que quisiera.

Un frío helador se asentó en el pecho de Stefano. Mientras Gino y Emilia estuvieran a salvo, él estaba dispuesto a aceptar cualquier castigo. Por eso no pensaba en el futuro, ni en las cartas llegadas del palacio que no había abierto o las llamadas que había ignorado. Porque no podían significar nada bueno y él debía concentrarse en su tarea. La presente exigía dureza. Estaba harto de que la gente no asumiera las consecuencias de sus actos.

–Esto es lo que va a pasar –dijo–: Devolverá el diamante al palacio y el error quedará olvidado.

Esa promesa no dependía de él, pero le daba lo mismo mientras consiguiera lo que quería.

–De otra manera… acabaré con usted, se lo aseguro.

–Pue-puede que tarde un tiempo.

Ahí estaba: la capitulación. Aquellos seres eran débiles. En cuanto se sentían en peligro, cedían. Al menos el título de Escudo de la Corona que su familia había ostentado desde hacía siglos todavía servía de algo. Tal vez debería haberlo usado más a su favor para convencer a Alessio de lo que debía hacer en lugar de actuar por su cuenta. Pero aquel no era el momento de lamentarse por sus propios errores.

–Le doy dos días. Pero recuerde: tengo ojos en todas partes. Todo joyero y prestamista de Europa, sabe que estoy buscando esas joyas. Dos días.

Colgó y dejó caer el teléfono sobre el escritorio antes de levantarse y acercarse a la ventana. La nieve estaba derritiéndose. Se aproximaba la primavera, pero el invierno se resistía a partir. Afortunadamente, él había enviado al servicio a sus casas hacía unos días al anunciarse nuevas nevadas. El sistema de calefacción del castillo apenas funcionaba y el personal no tenía por qué sufrir las consecuencias.

Se habían marchado preocupados por él, pero Stefano había dejado solo algunas habitaciones abiertas y les había asegurado que podía cuidar de sí mismo perfectamente.

Además, le daba los mismo quedarse aislado del resto del país puesto que esa era su situación desde el fatídico día en que había informado a Alessio de su traición y le había presentado su dimisión. Después, había ido al castillo, al que no acudía desde hacía tres años. Y aunque el trabajo que estaba realizando no fuera oficial, pensaba seguir acometiéndolo hasta acabarlo. No dejaría que su hermano y su hermana sufrieran por los pecados cometidos por él.

Volvió al escritorio y al ordenador. Vio de soslayo la botella de grappa que tenía en una esquina, se sirvió un trago y sintió el calor del alcohol propagarse por sus venas, preparándolo para la larga noche de trabajo que tenía ante sí. Necesitaba ocuparse de la segunda parte de su plan, una tarea prácticamente imposible de realizar, pero que representaría la salvación de sus hermanos.

«Si encuentras El Corazón de Lasserno, te daré lo que me pidas».

Esa había sido la promesa de un príncipe a un amigo.

Por entonces, con la arrogancia propia de la confianza en sí mismo, había bromeado sobre convertirse en primer ministro. Y aunque hubiera sido una fantasía, en el presente ¿qué mejor manera de reconciliarse con el príncipe que encontrar el anillo de la coronación, cuya pista se había perdido tras ser entregado a un soldado extranjero para que lo protegiera durante los últimos días de la Segunda Guerra Mundial?

Si lo localizaba, podría volver al palacio y recuperar su reputación.

Pero hasta el momento, se había topado con una pared infranqueable.

Abrió la carpeta que le había enviado el detective privado por correo electrónico. Por más dinero que invirtiera en localizar al soldado australiano, lo único que tenía era un nombre extraño: Art Cacciatore; un hombre que, de haber existido, ya habría fallecido.

El informe no contenía ninguna información prometedora, así que Stefano se levantó y fue hasta un sillón delante de la chimenea donde le esperaban numerosas cajas con documentos familiares que debía revisar por si encontraba alguna pista. La tarea era descomunal y el cansancio amenazaba con aplastarlo, pero Stefano no acostumbraba a dejarse vencer por el abatimiento.

Al tiempo que se sentaba, le pareció oír un timbre. ¡La puerta! Debía tratarse de Bruno, el mecánico del pueblo, que por fin se había animado a ir a revisar la calefacción.

Stefano fue hacia el vestíbulo, frotándose los brazos contra el frío que contrastaba con el calor de la proximidad al fuego. En el recorrido, pasó junto a numerosas puertas que estaban cerradas desde que su madre, a la muerte de su padre, se había mudado a la capital. El espacio trasmitía la misma sensación de estar deshabitado que cuando él había vuelto, meses atrás, en su autoimpuesto exilio.

El timbre sonó de nuevo.

–¡Sí, sí! ¡Sto arrivando!

Descorrió los viejos cerrojos, que se deslizaron con un chirrido de protesta y abrió la puerta a una ráfaga de aire helado y…

No era Bruno.

Sobre la escalinata estaba una mujer con un voluminoso abrigo azul claro, una bufanda envolviéndole el cuello y la barbilla, y un gorro de lana con motivos invernales del que escapaban unos mechones dorados que flotaban alrededor de su rostro. Tenía las mejillas y la nariz rojas de frío. En la mano sujetaba, con fuerza un maletín rectangular y, en la otra, el asa de una vieja maleta con ruedas.

Una viajera que, en aquel momento, le dedicó con sus bien proporcionados labios una sonrisa titubeante que transformó su rostro corriente en espectacular.

Una distracción en forma de ángel con la piel pálida, ojos color miel y labios como cerezas que Stefano no podía permitirse. Al contrario que otros castillos, Varno nunca se había abierto al público.

–Niente turisti –dijo con vehemencia.

La mujer se echó hacia atrás con expresión desconcertada.

–¿Conde Moretti? ¿Excelencia? No hablo italiano. Non parlo…

–No aceptamos turistas –repitió él.

Los hombros de la mujer se hundieron, pero al instante, como si recuperara energía, los cuadró.

–No soy una turista. Soy Lucille Jamieson –dijo como si esperara que él la identificara.

–¿De dónde es?

–Australiana. Pero…

–Entonces es una turista y ha hecho el viaje en balde.

–Estoy trabajando en Salzburgo. A catorce horas en coche y…

–Si no es de Lasserno, es una turista.

Stefano se cruzó de brazos y cuando los ojos dorados de ella siguieron el movimiento, sintió en el pecho un agradable calor. Debía ser la grappa, pero pensó en quitarse el jersey.

La mujer, Lucille, se mordió el voluptuoso labio inferior y el calor se convirtió en llamarada. Aquellos perfectos dientes se clavaron en la delicada piel y Stefano pensó cuánto le gustaría…

–Le he escrito. Como no tiene un correo electrónico público… Sé que escribir es muy anticuado, más propio de lo que habría hecho mi abuelo, pero dado que vive en un castillo…

Stefano intentó dar sentido al torrente de palabras inconexas, pero entre ellas, una le llamó la atención, «abuelo», y le picó el orgullo. Una cosa era que, con treinta y un años fuera algo mayor que ella, pero la diferencia no era tan grande. En cualquier caso, se dijo, le daba lo mismo lo que aquella mujer pensara.

–No he recibido ninguna carta, señorita Jamieson –aunque su mente conjuró la pila de correo sin abrir que tenía en un cajón del escritorio–. Tiene que marcharse. En el pueblo hay una pensión en la que puede alojarse.

Una cortina de nieve flotó a la espalda de ella. Las carreteras pronto estarían intransitables.

–Tengo reservada una habitación, pero todavía no estaba lista. El dueño me ha sugerido que me acercara al castillo, puesto que esa era mi intención en cualquier caso.

Sus labios temblaron y sus hombros volvieron a curvarse como si la señorita Jamieson se hubiera marchitado. Luego su mirada se deslizó hacia detrás de Stefano con expresión anhelante.

–Por favor, mi-mi coche se ha estropeado. He caminado un buen rato y ha empezado a-a nevar –dijo, tiritando.

Stefano sabía lo peligrosa que era la hipotermia. Apretó los dientes incómodo. Aunque no quisiera hacerla pasar, no tenía otra opción. Se retiró a un lado e hizo una señal hacia el interior.

–Debía habérmelo dicho desde el principio.

Ella se quedó paralizada, como un vibrante y colorido trazo de color enmarcado en el gris y blanco del paisaje, mientras con la mirada recorría a Stefano y este se tensaba bajo su inspección.

–No le entiendo –dijo ella.

–Da lo mismo. La estoy invitando a entrar.

La parálisis la abandonó y Lucille cruzó el umbral tirando de la maleta. Apenas había dado unos pasos cuando una de las ruedas se soltó y rodó sobre el suelo de mosaico. Ella dejó escapar un gemido de frustración.

Ese suave murmullo de agotamiento despertó en Stefano una compasión de la que ya no se creía capaz. Suspirando, fue a tomar la maleta.

–Permítame.

Tenía que llevarla junto al fuego. Sus labios habían adquirido un preocupante tono azulado.

Ella soltó la maleta, pero se aferró al maletín.

–Gracias. Yo llevaré esto.

Cuando Stefano levantó la maleta le sorprendió lo pesada que era.

–Dio, ¿qué lleva aquí?

–Lo típico –Lucille se encogió de hombros mientras recorría el vestíbulo con la mirada–. Un crucifijo, ajos, una estaca de madera.

Stefano la dejó caer.

–¿Lleva eso?

Ella dejó escapar una carcajada cantarina.

¿Quién era aquella mujer? Stefano pensó que quizá debía inquietarse, pero viéndola tan menuda en comparación con el inmenso vestíbulo, no resultaba especialmente amenazadora. Más bien parecía… derrotada.

Y súbitamente, tuvo el extraño impulso de castigar a quienquiera que la hubiera herido.

–He conducido durante horas y llego a un fantasmagórico castillo en el que hay un conde. No me diga que no parece una película de terror.

Stefano se ofendió. Imponente era la palabra para describirlo, no fantasmagórico.

Ella dirigió la mirada hacia los cuadros de sus antepasados.

–Esos retratos de señores de negro resultan… funerarios.

–Según mi padre estaban ahí para dar la bienvenida.

–Pues no dan una bienvenida precisamente calurosa –dijo ella con los ojos muy abiertos.

Toda ella estaba en tensión, especialmente por la forma en la que sujetaba el maletín, como si fuera un escudo.

–No puedo prometer que no vaya a encontrarse con más retratos, pero sí que yo no soy un vampiro. Es usted bienvenida –la mentira escapó fácilmente de sus labios. No tenía intención de aterrorizar a una mujer indefensa–. Sígame.

–Gracias.

–Prego. Lasserno es famosa por su hospitalidad y no pienso romper esa tradición.

Stefano la condujo hacia la zona habitada atravesando varias salas vacías. Finalmente abrió la puerta del cuarto de juegos de su infancia, donde había instalado algunas de las piezas del mobiliario más cómodas. Al menos los recuerdos que tenía de aquella habitación eran buenos. Allí había pasado horas con sus hermanos, cuando sus padres los dejaban al cargo de las niñeras.

El resto del castillo era el símbolo del poder y la autoridad de su familia en la provincia de Varno. Diseñado para impresionar, despertaba admiración. Solo aquella habitación había sido para él un hogar.

Dejó la pesada maleta junto a la puerta y fue a alimentar el fuego.

La mujer se quedó en la entrada, mirando a su alrededor. Entonces se quitó el gorro y una melena dorada le cayó sobre los hombros. Daba la impresión, con el cabello despeinado y las mejillas sonrosadas de acabar de levantarse de la cama…

Pero Stefano se dijo que no debía tener pensamientos inapropiados con una turista desorientada que, por otro lado, no manifestaba el menor interés en él. De hecho, mirándose las botas y arrugando la nariz, dijo:

–Lo siento, están muy sucias. Debería habérmelas quitado.

Todo en ella resultaba titubeante, temeroso. Él jamás había asustado a una mujer. De hecho, una de sus características había sido la de mostrarse siempre respetuoso y protector. Esa era una de las facetas de ser nombrado Escudo de la Corona. Y por más que tenerla allí fuera un inconveniente, estaba decidido a que, a la espera de que la recogieran para llevarla al pueblo, se sintiera lo más segura y cómoda posible.

–No se preocupe. Acérquese al fuego y quíteselas.

Una vez más ella se quedó inmóvil un instante, pero finalmente se acercó a la chimenea y se sentó en un sillón, dejando a su lado el maletín. Entonces se quitó las botas y acercó los pies, que llevaba enfundados en unos calcetines de lana a juego con el gorro, al calor del fuego.

A continuación, se retiró los guantes, dejando a la vista unas manos delicadas, y flexionó los dedos antes de masajearse el pulgar de la mano derecha con la izquierda. Stefano la observó, preguntándose qué la había llevado hasta allí y por qué daba la sensación de que una parte de ella había recibido una herida mortal.

Tomó una manta pequeña que había dejado el ama de llaves y se la pasó. La mujer la tomó y se envolvió en ella.

–¿Por qué hace tanto frío?

–La calefacción funciona mal. Estoy esperando a que venga Bruno, el mecánico, a repararla.

–Fue con quien hablé en la pensión y me recomendó que viniera.