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Estaba preparada para huir, pero sintió la llamada de la pasión . Desde el momento en que Thea Lambros se ve obligada a ir hacia el altar donde la espera Christo Callas, su único pensamiento es escapar. Después de todo, es un mero peón en el peligroso juego de su padre. Pero, cuando el inteligente Christo pone fin a su huida, Thea se encuentra con la horma de su zapato. El choque entre su espíritu indomable y la fuerza inquebrantable de su flamante marido desata un fuego inesperado dentro de ella. El temor de Thea es estar cambiando un carcelero por otro. Pero ¿y si Christo es el hombre que finalmente consigue liberar a este pájaro enjaulado?
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Seitenzahl: 190
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2020 Kali Anthony
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Huida hacia la pasión, n.º 2893 - diciembre 2021
Título original: Revelations of His Runaway Bride
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1105-212-2
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
THEA hizo un esfuerzo en la oscuridad casi total para liberarse del vestido de novia que se había visto obligada a llevar. Los malditos cordones del corpiño le apretaban tanto que parecía un pollo listo para asar. Trató de desatar el lazo que tenía en la parte inferior de la espalda, y se detuvo un instante para estabilizar los temblorosos dedos. Respiraba agitadamente, y el empalagoso aroma a cítrico de las flores del ramo de novia amenazaba con apoderarse de ella. No había tiempo para la torpeza. Esta noche había que ser veloz y precisa. Porque este plan, su único plan, no permitía espacio para el fracaso.
–Es imposible que salga bien.
Thea se giró hacia aquella voz temblorosa. Su mejor amiga estaba acurrucada en un rincón oscuro enfundada en una vestido de seda color marfil. La gigantesca ala del sombrero le cubría el rostro.
–Ya hemos hablado de esto, Elena. Saldrá bien. Tiene que funcionar.
No habría una segunda oportunidad. Fuera esperaban los invitados y su marido. El hombre que ahora tenía derecho a todo de ella. Thea se estremeció. No le entregaría su mente, su alma ni su cuerpo. Aquella era su oportunidad para escapar. Aquella noche sería libre.
–¿Cómo estoy?
Elena se movió hacia la tenue luz que brillaba en el lúgubre callejón situado más allá de la ventana con cortinas. Se pasó las manos por la parte delantera del vestido, que le llegaba por encima de las rodillas. Recatado. Perfecto. El vestido que Thea debería ponerse ahora.
–Pareces más una novia que yo. Nadie se dará cuenta.
Hasta que ya fuera demasiado tarde. Hasta que se hubiera marchado. Todo el mundo decía que Elena y ella parecían hermanas, incluso gemelas. Y de vez en cuando utilizaban esa baza, lo que le permitía a Thea un soplo de libertad que de otro modo le sería negada.
Ahora habían terminado todos aquellos años de planificación de su fuga. Se acercó a su amiga y la abrazó con fuerza. El cuerpo de Elena se estremeció en el abrazo.
–Gracias. Por esto. Por todo –le dijo Thea.
Elena se apartó y se secó las lágrimas de los ojos.
–Vamos a quitarte ese vestido de novia y sacarte de aquí.
Thea se giró y se estremeció cuando las frenéticas manos de Elena empezaron a desatarle los cordones.
–¿No podemos encender alguna luz? –susurró Elena–. No veo, y no lo puedo hacer rápido.
–¿Y si entra alguien? Así es difícil saber quién es quién. Bueno, ¿recuerdas lo que dije?
Elena se rio sin atisbo de humor.
–Ve por los bordes de la sala. Mantén el ala del sombrero baja. Si alguien intenta hablar conmigo, fingir que lloro y esconder la cara en el pañuelo como si me abrumara la emoción de este bendito matrimonio. Tranquila.
Un último tirón y por fin se soltó el corpiño. Pero Thea no estaba libre todavía. Su amiga comenzó con los cordones del corsé.
–¡No hay tiempo! –se apartó para buscar el resto de su ropa–. Y sí que va a funcionar. Le hemos hablado a todo el mundo del sombrero y el vestido que llevo para salir de aquí. La gente estará buscando eso, no a mí.
A ella nadie la veía. Sí, veían su ropa, sus joyas. Las pruebas del dinero de su padre cuando decidía exhibirla como si fuera un poni premiado. Por eso Elena y ella eran intercambiables. La gente hablaba de un vestido y un sombrero sensacionales, y no veían nada más. No veían a la persona que los llevaba. Porque para los amigos de su padre ella no era nadie. Una sombra que podía escabullirse. Y cuando alguien finalmente se diera cuenta, sería demasiado tarde.
–Pero Christo…
A Thea se le cayó el alma a los pies al escuchar aquel nombre.
Christo Callas.
«Mi marido».
Ya no era necesario fingir. Pero cuando Christo le levantó el velo, miró en sus insondables ojos color oliva y no fue capaz de controlar la serpiente que llevaba dentro. El saber que había sido obligada a casarse para salvar a su hermanastro Alexis. Una potente emoción se enroscó en ella al saberlo y luego se había envalentonado, rogándole que golpeara al hombre que la había comprado. Y en ese momento él había dudado. Como si lo supiera.
Así que Thea dibujó una sonrisa dulce en los labios y esperó al beso que la transformaría de Thea Lambros a Thea Callas. Y, a pesar del horror, los labios de Christo habían sido cálidos y suaves, le pareció sentir en ellos algo parecido a la comprensión…
¡No! Thea se restregó la boca para quitarse el carmín rosa que llevaba puesto, limpiándose el extraño cosquilleo que el recuerdo había provocado en ella.
–Christo tampoco se dará cuenta.
Él no la entendía, ni siquiera lo había intentado.
Thea le pasó a Elena el ramo de novia que estaba encima de la mesita auxiliar.
–No está interesado en mí, solo en lo que este matrimonio puede ofrecerle. Una mujer es lo mismo que otra para los hombres así.
Para Christo ella era simplemente una mercancía. Como lo era para su padre, que había dejado claro que debía aceptar aquel matrimonio como parte de un acuerdo de negocios. Si no lo hacía, Alexis iría a la cárcel. Pero ahora, con la libertad de Alexis comprada, podía huir. Escapar del plan trazado por su padre.
–Espero que tengas razón –murmuró Elena.
No había tiempo para dudas. Thea se quitó el vestido y lo arrojó a un rincón oscuro, donde cayó hecho un gurruño. El asfixiante corsé podía esperar hasta que estuviera a salvo. Se lo cortaría si tenía que hacerlo. Se puso encima un jersey de punto negro y una chaqueta de cuero, y se cerró la cremallera. Antes había escondido los vaqueros y las botas bajo aquel ridículo vestido que ahora se desinflaba en el rincón.
Tenía que marcharse ya.
Thea se acercó a Elena y le tomó las manos. El frío que sintió en ellas hizo que se estremeciera.
–¿Seguro que vas a estar bien? –apretó los dedos de Elena–. ¿No te estoy pidiendo demasiado?
Elena le devolvió el apretón.
–Eres como mi hermana. ¿Qué no haría yo por ti? Y puedo cuidar de mí misma. Ya es hora de que vivas tu vida. Llevas demasiado tiempo encerrada en la jaula de la familia Lambros.
Durante la mayor parte de sus veintitrés años solo había conocido un hermano. Demetri. Un matón cruel disfrazado con ropas civilizadas. Siempre había sido el ejecutor de su padre, y Thea su primera víctima. A su padre no le había importado. No le importaba aquella niña que se parecía demasiado a su madre, la esposa que había tenido la osadía de abandonarlo.
No. Thea no quería volver a ver a Demetri ni a su padre. Pero Alexis…
Sacó el móvil del bolsillo de los vaqueros. Desde el momento en que Alexis entró en su casa como su guardaespaldas dos años antes, las cosas se habían vuelto casi soportables. Su presencia la había mantenido en pie. Pero no respondía a sus mensajes desde esa mañana.
Elena frunció el ceño mientras Thea revisaba el teléfono.
–¿Nada todavía?
–Nada… pero todo irá bien.
Thea se mordió el labio inferior. Seguro que se había ido de Atenas. Se frotó el pecho para calmar el dolor que sentía. Se le partía el alma tener que dejarlo, pero saber que su matrimonio lo había liberado la mantenía en pie.
Respiró entrecortadamente.
–¿Y cuando te descubran a ti?
Porque lo de Elena era solo cuestión de tiempo, pero todo el mundo tenía que creer lo que iban a decir, para que buscaran en el lugar equivocado.
–¿Dónde he ido?
–Te has ido en un coche de alquiler –a Elena le tembló el labio inferior. Tenía los ojos llenos de lágrimas mientras interpretaba su papel con asombrosa perfección–. Vas a conducir hacia los Cárpatos para visitar la tumba de tu madre.
Thea había querido ir antes de la boda. Su padre se había negado a permitirlo. Por mucho que lo intentara, nunca había conseguido extirparle el recuerdo de su madre, así que le encajaría que ella quisiera ir allí. Era una sutil mezcla de verdad y ficción mezcladas en un brebaje bastante creíble.
Sin embargo, no se sentía bien.
–Odio usar la memoria de mamá de esta manera.
Elena sacudió la cabeza.
–Maria lo aprobaría. Aprobaría cualquier cosa para que escaparas de hombres así. Pero olvídate de eso. ¿Lo he hecho bien?
–Deberías ser actriz –afirmó Thea–. Después de una actuación así, los secuaces de Christo se dirigirán sin duda hacia el sur en mi búsqueda.
–Y empezarás tu nueva vida –Elena sonrió, su primera muestra de felicidad en aquel sombrío día–. ¿No puedes decirme a dónde vas?
–No. Es más seguro así –Thea agarró el casco de moto de la silla que tenía detrás–. ¿Cómo diablos me voy a poner esto en la cabeza?
El peluquero había invertido horas en crear todo el entrenzado de aquel peinado. Elena le sacó algunos de los esculpidos rizos.
–Necesitaríamos horas para quitar todas las horquillas.
–No tenemos tiempo. Intentaré aplastarlo poniendo el casco encima. ¿Cuánto tiempo ha pasado ya?
Elena consultó su reloj.
–No demasiado. Además, estarán muy ocupados bebiéndose el ouzo de tu padre como para preocuparse de nada más.
–Nunca olvidaré lo que has hecho por mí. Cuando esté a salvo, intentaré decirte dónde…
Thea tragó saliva para pasar el nudo que le apretaba la garganta. Había pocas personas a las que quería. Elena. Alexis. La idea de dejarlas atrás la destrozaba.
Elena le hizo un gesto para que se marchara.
–Te la guardo. Un día, cuando las dos seamos abuelas, nos tomaremos café juntas y nos reiremos del día de hoy –dijo rebuscando en una bolsa antes de entregarle a Thea un sobre–. No te olvides de esto. El pasaporte. El dinero. Los datos bancarios. Está todo ahí. ¡Ahora, vete! Sé feliz.
Thea dudó. Metió la mano en el bolsillo de la cazadora y frotó la desgastada medalla de San Cristóbal que tenía allí metida. Luego agarró los guantes y la mochila escondidos y se dispuso a salir por la puerta del fondo, que conducía al callejón donde tenía escondida la moto.
–¡Espera! –gritó Elena.
Thea se dio la vuelta. El corazón le latía con fuerza debido a la adrenalina. ¿Las habían descubierto? Pero lo único que vio fue a su amiga, una forma delgada enmarcada por la luz de la puerta de atrás.
–Los anillos.
¿Cómo podía haberse olvidado del anillo de compromiso? El peso muerto del diamante baguette era obvio, imposible de pasar por alto. Y la alianza de oro con piedras preciosas de color blanco tampoco se quedaba atrás. La marca se su marido, de su posesión.
Se los quitó de los dedos y se los entregó a su amiga. Ahora era libre.
Había llegado el momento de marcharse.
–Y aquí es donde termina esta absurda farsa.
Aquella voz profunda y enfadada retumbó como un trueno mientras una sombra se asomaba desde una alcoba oscura.
Christo.
Christo se acercó a la mesita auxiliar y encendió una lámpara. La habitación brillaba con un suave resplandor. Un espacio tan bonito, con delicados muebles y telas de brocado cubriendo las paredes. Perfecto para los preparativos de la boda. No tan perfecto para las curiosas maquinaciones de las dos mujeres que ahora lo miraban paralizados y con los ojos abiertos de par en par.
Su intención había sido dejar que la extraña escena siguiera su curso. No había ninguna posibilidad de que su flamante y recién desposada mujer huyera. Uno de sus hombres estaba esperando frente a la puerta, se habría topado con un muro de seguridad inamovible.
Christo apretó los dientes.
–Los anillos –susurró entre dientes extendiendo la mano hacia Elena.
La joven dejó el ramo de Thea en una de las elegantes sillas y dejó caer las joyas en la palma de su mano. Él cerró el puño. Allí había cientos de miles de euros en joyas, abandonadas sin ningún cuidado.
Christo se guardó los anillos en el bolsillo del pantalón y se dirigió a la dama de honor de Thea.
–Déjanos solos –dijo en voz baja y calmada.
Su esposa y su futuro estaban asegurados por el momento. Cualquier otra emoción estaría en aquel momento fuera de lugar.
Observó a Thea por el rabillo del ojo. Estaba erguida, rígida, y miraba hacia la puerta. ¿Saldría corriendo o se mantendría firme? Sospechaba que intentaría lo primero, aunque deseaba que hiciera lo segundo. ¿Por qué? Era difícil de explicar. Estaba acostumbrado a que las mujeres huyeran cuando la vida no cumplía sus expectativas. Su madre había sido la mayor defensora de aquella estrategia.
Elena pareció vacilar un instante, pero finalmente se quitó el ridículo sombrero, lo dejó sobre la silla y salió de la estancia.
–Lo siento –murmuró con un sollozo antes de salir.
Volvió su atención a Thea, que se mantenía con la cabeza bien alta, vestida con vaqueros y cuero y el pelo exquisitamente peinado y trenzado. Toda una contradicción, una mezcla embriagadora. Un escalofrío de deseo le recorrió el cuerpo.
–¿Cuánto tiempo llevas escondido ahí? –le preguntó ella.
–El suficiente –respondió Christo encogiéndose de hombros.
Thea frunció el ceño.
–¿Cómo lo has sabido?
Su voz lo acarició como una pluma y bajó las pestañas. Un intento de seducción perfecto. Si hubiera estado lo bastante cerca, seguro que le habría puesto una mano sobre la suya. Lo habría mirado a los ojos. Tal vez incluso le hubiera regalado unas cuantas lágrimas falsas. Un acto sutil, y al mismo tiempo demasiado familiar para él.
Lo despreciaba.
–Ten cuidado, Thea. No soporto las actuaciones.
Ella sacudió la cabeza, y los rizos artísticamente colocados se agitaron y rebotaron.
–Y yo no soy un mono de circo.
–Entonces, ¿qué ha sido lo de hoy, si no una actuación?
Christo sabía que ella tenía chispa. Eso le resultó evidente en los interminables desfiles que sospechaba que su padre le había obligado a hacer cada vez que Christo visitaba su ostentosa casa.
La belleza de Thea brillaba con fuerza, y esa belleza provenía de su inteligencia. Sin embargo, ella había intentado ocultárselo.
Hasta ese momento.
Cuando le levantó el velo, allí estaba, con la sangre hirviéndole a través de su gélido barniz, aquellos ojos que echaban chispas de odio. Estuvo a punto de dar un paso atrás al ver a la criatura salvaje que había allí debajo. Luego su rostro se suavizó, como si una ola hubiera arrastrado algo escrito en la arena, y se marchó. Pero Christo la estuvo observando durante la celebración, las idas y venidas con su amiga, los susurros furtivos entre ellas. Así que puso en alerta a Raul, su jefe de seguridad, para que montara guardia en el callejón de abajo. Y luego entró a hurtadillas en la estancia para esperar en la oscuridad. Necesitaba ser testigo del engaño en primera persona. Le serviría como recordatorio de por qué no se podía confiar en nadie.
Thea no había tardado en revelarse.
–¿Hoy? Hoy se trataba de escapar de ti.
Aquellas palabras podrían haberle hecho daño, pero estaba tan acostumbrado al rechazo de sus padres, que uno más le daba igual. De niño se había convertido en un arma para que ellos se hirieran mutuamente, así que desde pequeño había aprendido a no mendigar las escasas migajas de afecto de la mesa de otra persona. Ahora solo lidiaba con verdades frías y dinero en efectivo. Y Naviera Atlas, la compañía que su abuelo había fundado, era su última y única recompensa por haber nacido en la miseria de su familia.
Christo se acercó a Thea, cerniéndose sobre ella. Su metro noventa y tres de altura hacía que sobresaliera por encima de la mayoría de la gente.
–Querías escapar y, sin embargo, te tengo aquí.
Christo le quitó el sobre que tenía en la mano y se lo guardó en el bolsillo interior del esmoquin. Thea no se lo esperaba. Le tembló un poco el labio inferior. Le habían robado la libertad, exactamente igual que a él. Pero no se sintió conmovido. No tenía elección.
–¿De verdad pensabas que un plan tan infantil podía funcionar, que no me daría cuenta del cambio? –señaló con la cabeza el sombrero de ala ancha.
Thea dejó el casco y los guantes en una silla y se colocó un mechón de pelo detrás de la oreja.
–Era una cuestión de jugar al despiste.
Christo le tomó la barbilla con la mano derecha y sintió su piel perfecta y caliente bajo los dedos.
–Yo veo tus ojos color coñac, tu piel del tono de la miel de las montañas y tu pelo oscuro como el chocolate –aseguró con un tono suave como una caricia–. Veo tu elegancia altiva cuando caminas. Veo la ferocidad de tu mirada. Veo lo que intentas ocultar. Te veo a ti, Thea.
Una nueva expresión cruzó por el rostro de Thea, una que sí entendía. Esos ojos echaban chispas de fuego. Quería verla arder y quería verla quemarse. Pero no lo haría. Él no era débil como su padre, no se creía las mentiras románticas.
Agarró la mano de Thea y le puso los anillos en la palma. Ella se apartó y lo miró con la boca abierta, pálida como un fantasma.
Christo conocía aquella mirada. Era la mirada del horror. Él había sentido lo mismo cuando se dio cuenta de que necesitaba una novia. Un truco cruel de su padre. Christo había renunciado al matrimonio hasta que las acciones de Hector lo hicieran necesario. Su padre había obtenido préstamos secretos del padre de Thea y no pudo pagar los intereses, y se convirtió en prisionero de un hombre que le exigió que Christo se casara con su hija para detener la inminente ejecución hipotecaria.
Christo deseaba aquello tan poco como Thea, pero haría todo lo que fuera necesario para salvar la naviera Atlas. Para asegurar su herencia y la empresa que su padre había estado a punto de destruir.
–No soy una esclava con la que se pueda comerciar. No me quedaré contigo. Este matrimonio es una farsa.
En cierto modo, estaba de acuerdo con ella. Sin embargo, allí estaba él, con una alianza de oro clavándosele el en dedo. Necesitaba que Thea se pusiera los anillos. Si lo conseguía, habría ganado. Al menos por aquella noche.
–¿Me estás pidiendo que te devuelva al tierno cuidado de tu padre?
Thea se agarró al respaldo de una silla hasta que se le pusieron los nudillos blancos.
–Te estoy pidiendo que me dejes irme.
–No. Vendrás conmigo porque eres mi esposa, y hablaremos de la situación en la que nos encontramos. Esa es mi promesa. Pero ahora nos vamos.
Ella se miró la ropa y volvió a mirarlo a él. Sus ojos de ámbar líquido brillaban bajo la tenue luz.
–¡No puedo ir vestida así!
–Estás perfecta –afirmó Christo–. Los anillos.
Thea se los puso en el dedo sin ningún cuidado. Victoria. Él extendió el brazo y ella dudó antes de engarzar el suyo. Rígido y tenso. Pero su cuerpo encajaba en el suyo de una manera que le excitaba. El corazón le latió con fuerza.
–Y ahora sonríe –le pidió.
Thea hizo una mueca burlona.
Él se inclinó y le susurró al oído.
–Intenta que parezca de verdad, koukla mou.
–Sonreiré de verdad cuando me digas eso mismo de verdad, Christo.
THEA se refugió en un rincón de la limusina, lejos de su recién estrenado marido. Nadie se había fijado en su ropa de motorista cuando se marcharon de la recepción. No le habían prestado mucha atención. Todos habían felicitado a Christo, estrechándole la mano y deseándole felicidad. Las únicas lágrimas por ella las había derramado Elena.
Thea no tenía tiempo para lágrimas. Tenía que recomponerse, idear otro plan. Tenía que concentrarse en el futuro, que ahora estaba en un sobre blanco en el bolsillo de la chaqueta de Christo.
Pero ¿cómo conseguirlo?
Miró hacia él. Tenía las largas piernas estiradas y relajadas, el rostro iluminado por el frío resplandor del teléfono. Se podría considerar un hombre guapo. Muy guapo, con nariz regia, la mandíbula fuerte y los pómulos altos. En cambio, ella detestaba la vista de su perfección alimentada por la testosterona.
Aunque la seducción podría funcionar… después de todo, era su noche de bodas. Podría intentarlo… deslizarle una mano bajo la chaqueta, besarlo… pero, aunque pudiera agarrar el sobre en el momento perfecto, ¿qué pasaría entonces? Sacudió la cabeza. Unos granos de arroz se le desprendieron del pelo y cayeron sobre los asientos de cuero. El elemento sorpresa había desaparecido, así que tendría que pensar en otra cosa.
–¿A dónde vamos?
–A casa.
–¿No hay luna de miel? Christo Callas, siempre tan romántico –dijo llevándose la mano al corazón–. Qué suerte la mía.