1,99 €
La obra Satyricon, o Satiricón, fue escrita en el año 66 d.C. por Cayo Petronio Árbiter, un cortesano romano durante la época del emperador Nerón. Un clásico de la literatura mundial y un testimonio importante de la vida en la antigua Roma, el Satyricon se considera la primera novela realista de la literatura universal. Contiene temas que solo serían explorados en mayor profundidad en la literatura realista de finales del siglo XIX, como la explotación social y la hipocresía. La mayoría de los personajes del Satyricon carecen de modestia. Es muy interesante notar la completa amoralidad de los ciudadanos, ya que el cristianismo aún no había "purificado" a todos. No hay represión ni vergüenza con respecto a la sexualidad. Como cualquier clásico universal, el texto de Petronio describe escenas que aún pueden identificarse en el comportamiento humano actual. En este caso, las observaciones del autor sobre la alta sociedad de su tiempo y su comportamiento mantienen una impresionante semejanza con sus equivalentes actuales. En palabras de Otto Maria Carpeaux: "La obra de Petronio tiene una extraña y alegre relevancia".
Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:
Seitenzahl: 267
Cayo Petronio Arbitro
EL SATIRICÓN
Título original:
“Satyricon”
PRESENTACIÓN
El Satiricón
VOLUME I - AVENTURAS DE ENCOLPIUS Y SUS AMIGOS
VOLUME II - LA CENA DE TRIMALQUIÓN
VOLUME III - OTRAS AVENTURAS DE ENCOLPIUS Y SUS AMIGOS
VOLUME IV - ENCOLPIUS, GITON Y EUMOLPUS SE ESCAPAN POR EL MAR
VOLUME V - ASUNTOS EN CROTONA
Petronio
Vida y Obra
Petronio fue un escritor y cortesano romano del siglo I d.C., reconocido principalmente por su sátira y su ingenio en la corte del emperador Nerón. Aunque se sabe relativamente poco sobre su vida, se le atribuye la autoría del Satyricon, una de las obras más originales de la literatura romana, que combina elementos de sátira, novela y poesía.
Petronio fue miembro de la corte de Nerón y desempeñó el cargo de árbitro de la elegancia (arbiter elegantiae), lo que significa que tenía una influencia considerable en la moda y el gusto estético de la época. Esta posición privilegiada le permitió observar de cerca la vida social y política de Roma, lo que se refleja en su obra principal.
Impacto y Legado
A pesar de que gran parte del Satyricon se ha perdido, los fragmentos que han sobrevivido han influido profundamente en la literatura posterior. El uso de la sátira para criticar la sociedad y la cultura, así como la mezcla de géneros literarios, han convertido a Petronio en una figura clave en la historia de la literatura romana.
Su obra ha sido estudiada y admirada por su estilo ingenioso, su mirada crítica y su capacidad para capturar las contradicciones de la vida romana. Escritores y poetas posteriores, desde la antigüedad hasta la modernidad, han encontrado en el Satyricon una fuente de inspiración para explorar temas de moralidad, poder y sociedad.
Muerte y Leyenda
Petronio murió en circunstancias dramáticas, probablemente en el año 66 d.C., tras caer en desgracia con el emperador Nerón. Según el historiador Tácito, Petronio eligió suicidarse de manera deliberada y elegante, una acción que reflejaba el estilo de vida sofisticado y hedonista que había llevado. Esta decisión fue vista como un acto de desafío y elegancia final, consolidando su imagen como un símbolo de la decadencia romana.
El Satiricón
El Satiricón es una obra maestra de la literatura romana atribuida a Petronio, conocida por su estilo satírico y su aguda crítica social. Ambientada en el decadente mundo del Imperio Romano, la novela narra las desventuras de Encolpio, un joven que se ve envuelto en una serie de incidentes cómicos, grotescos y a menudo inmorales, acompañado por su amigo Ascilto y su joven amante Gitón. A través de sus aventuras, Petronio ofrece una crítica mordaz de la corrupción, la hipocresía y el exceso que caracterizaban la sociedad romana de su tiempo.
El Satiricón examina temas como la decadencia moral, el abuso del poder, y las diferencias de clase, mientras se burla de las costumbres sociales y las instituciones de la época, incluyendo el sistema educativo, la religión y el matrimonio. La obra se destaca por su estructura fragmentaria, lo que ha llevado a especulaciones sobre su forma original, pero incluso en su estado incompleto, sigue siendo una de las sátiras más complejas y completas de la Antigüedad.
Desde su redescubrimiento, El Satiricón ha sido objeto de numerosos estudios e interpretaciones, destacando su enfoque irreverente y su capacidad para mezclar lo trágico con lo cómico. A lo largo de los siglos, ha sido adaptada en varias ocasiones, incluidas películas y obras teatrales, que continúan explorando sus temas universales de moralidad, placer y poder. La obra sigue siendo relevante por su representación sin concesiones de las debilidades humanas, la corrupción política y social, y la búsqueda insaciable del placer, lo que invita a reflexionar sobre los valores y la ética en cualquier sociedad, tanto antigua como moderna.
Tiempo ha que prometí entreteneros con la narración de mis aventuras, y hoy, que estamos oportunamente congregados no sólo para intrincarnos en disertaciones científicas, sino también para distraernos en festivo coloquio y animarnos con fábulas o relatos alegres, voy a cumplir mi promesa. Fabricio Vegento, con su peculiar ingenio, acaba ahora de trazaros un cuadro satírico de los errores de la religión y de los furores proféticos, o los comentarios que los sacerdotes hacen de los misterios que no comprenden]. Pero ¿es acaso menos ridícula la manía de los declamadores, que claman: «He aquí las heridas que recibí por defender las libertades públicas»? «¡He aquí el hueco del ojo que perdí por vosotros!». «¡Dadme un guía que me conduzca con los míos!». «¡Mis rodillas, llenas de cicatrices, no pueden sostener mi cuerpo!». Tanto énfasis sería insoportable si no les abriera el camino de la elocuencia; ahora, esa hinchazón de estilo, ese vano estrépito sentencioso, que a nadie aprovecha, hacen de los jóvenes que debutan en los estrados del foro y de los escolares unos necios con ínfulas de maestros; porque todo lo que ven y aprenden en las Academias no les ofrece imagen alguna de la sociedad. Se les llena la cabeza con el relato de piratas preparando cadenas para los cautivos; de tiranos cuyos bárbaros edictos obligan a los padres a que decapiten sus propios hijos; de respuestas monstruosas del oráculo que piden el sacrificio de tres vírgenes, y a veces más, para librar a la ciudad del flagelo de la peste. Un diluvio de frases comunes, sonoras y de períodos vulgares perfectamente redondeados, que parecen estar sazonado con adormidera y ajonjolí.
Alimentados con semejantes tonterías, no es extraño que sean como son, pues los cocineros tienen que oler a cocina. Séame licito deciros, sin que protestéis, que sois vosotros los primeros que habéis perdido la elocuencia. Reduciendo vuestros discursos a una armonía pueril, a vanos juegos de palabras, habéis hecho de la oratoria un cuerpo sin alma, y cayó. No se ejercitaba todavía la juventud en esas declamaciones cuando Sófocles y Eurípides, para la escena crearon un nuevo lenguaje. No ahogaban el talento en germen los pedantes de las Academias, cuando Píndaro y los nueve líricos entonaron sin temor versos dignos de Homero. Y sin citar testimonios de poetas, no veo que Platón ni Demóstenes se hayan ejercitado en ese género de composición. La verdadera elocuencia, dígase lo que se quiera, como una virgen púdica, sin afeites, bella con su propia belleza, se eleva modesta, radiante y naturalmente. Poco ha que ese desbordamiento de palabras huecas emigró del Asia a Atenas. Astro maligno, su influencia letal ha comprimido y deteriorado las alas de la juventud, y de ahí que las fuentes de la verdadera elocuencia se hayan secado. ¿Quién halla ahora la perfección de Tucídides? ¿Quién puede disputar la fama a Hipérides? Ni un solo verso conozco brillante; todos esos abortos literarios parecen a los insectos que un mismo día ve nacer y morir. La Pintura ha tenido el mismo fin, desde que el audaz Egipto se aplicó a ejercitar arte tan sublime.
He aquí lo que yo decía un día cuando Agamenón se aproximó a nosotros, curioso de conocer al orador a quien tan atentamente se escuchaba.
Agamenón, impaciente de oírme declamar tanto rato en el pórtico, cuando él en la escuela se había quedado sin oyentes, me dijo:
— Joven; el público no puede saborear tus pláticas. Tienes, lo que es rarísimo, buen sentido, y no te ocultaré los secretos del arte de la oratoria. Las faltas de las lecciones no deben atribuirse en lo más mínimo a los profesores, porque las cabezas vacías no pueden contener ideas, y si los maestros se empeñaran en inculcárselas, se quedarían, como dijo Cicerón, solos en la escuela. Así los aduladores, cuando están convidados a comer, preparan frases agradables para halagar los oídos de los comensales. De otro modo, esos oradores parásitos harían lo que el pescador que, habiéndose olvidado de poner el cebo en los anzuelos, se tendiese sobre una roca, renunciando a la pesca.
¿A quién culpar, pues? A los padres que temen que se eduque severa y varonilmente a sus hijos. Ellos comienzan por inmolar, como todos, hasta sus esperanzas a su ambición; y así, cuando preparan sus ofrendas, impelen al foro a esos aprendices de oradores, y la elocuencia, que confiesan alcanza una altura no igualada por arte alguno, queda por ellos reducida a un entretenimiento pueril. Si tuvieran paciencia, graduarían mejor los estudios, y los jóvenes aprovechados depurarían su gusto con lecciones severas y sabios preceptos de composición inculcados un su ánimo, corrigiendo su estilo y haciéndoles oír los modelos que son dignos de imitación; rehusarían muy pronto dar aplauso y admiración a todo lo pueril, y la grandilocuencia recobraría su imponente majestad. Ahora los niños en las escuelas juegan, los jóvenes en el foro hacen reír, y cuando llegan a la vejez, no quieren confesar los vicios de que adoleció su educación. No es que yo desapruebe por completo ese fácil arte de improvisar en el que tanto sobresalió Lucilio; lo que pienso voy a decíroslo a mi modo en los siguientes versos:
Si aspiras a ser genio. Si del arte
severo los magníficos efectos
amas, huye del lujo y de la gula.
De la inmortalidad el alto asiento
únicamente el que es frugal ocupa.
Huye de Baco los placeres pérfidos
que la mente perturban y acaloran.
La rígida virtud no dobla el cuello
ante el vicio triunfante.
Tampoco te seduzcan los escénicos
aplausos de la turba, que en el circo.
Pero si los brazos de Tritonis caen sobre él,
o la tierra habitada por colonos lacedemonios,
o la morada de las sirenas, que con poesias
sedujeron los años de mocedad
y bebieron de la fuente de Meonio.
Quema a Apolo tu incienso;
que la ciencia hacia Sócrates le lleve;
bebe el néctar heleno,
y podrás ya coger con mano firme,
según sea tu anhelo,
la pluma de Platón, o de Demóstenes
los rayos deslumbrantes y soberbios.
Una vez ahíto de la socrática tropa,
dé libre, rienda suelta a su inspiración,
y blanda las armas del gran Demóstenes
Rodéese después de la hueste literaria romana,
y cambie con ella su estilo si lo tiene ataviado
de resonancias griegas, e imprégnelo de un sabor original.
De cuando en cuando despliegue en el foro
sus páginas y dé libre curso a su lectura,
y que allí resuene la Fortuna,
caracterizada por la rapidez de sus cambios.
Nútrase de las bélicas hazañas,
con ritmos feroces cantadas, y resuenen amenazantes
los periodos grandiosos del indómito Cicerón.
Adorna tu espíritu con estas riquezas:
de esta manera saciado en el magnífico río
de las Piérides, difundirás las palabras brotadas de tu pecho.
Mientras yo escuchaba con avidez a Agamenón, Ascylto huyó de mi lado sin que yo lo advirtiese; y cuando reflexionaba acerca de lo que había oído, invadió el pórtico una multitud de estudiantes que habían escuchado, sin duda, alguna arenga improvisada por cualquier retórico en respuesta a la de Agamenón. Mientras algunos jóvenes se reían de las sentencias del orador, otros ridiculizaban el estilo y se burlaban de la falta de plan y método. Aproveché la oportunidad y me esquivé entre la turba para buscar a Ascylto, aunque no podía poner en ello mucha diligencia, por no conocer los caminos o ignorar la situación de nuestro albergue. Después de muchas vueltas, volví, sin darme cuenta, al punto de partida. Por fin, extenuado de fatiga, inundado de sudor, abordé a una viejecita que vendía legumbres.
— ¿Quieres decirme, madrecita, dónde vivo?
Se sonrió la vieja al oír mi estulta pregunta.
— ¿Cómo no? — contestó.
Se levantó y comenzó a andar ante mí. La reputé adivina; y al llegar en una calleja oscura, ante una casucha vieja, abrió la puerta.
— Aquí, debes habitar — dijo.
Como yo no conocí la casa, comencé a protestar, y mientras altercábamos, se presentaron a mi vista ciertos personajes misteriosos deambulando entre carteles y meretrices desnudas. Aunque tarde, comprendí dónde me había conducido la maldita vieja, y tapándome la cara con el manto, hui del lupanar, atravesándolo de un extremo a otro, aturdido. Pisaba ya el dintel de la casa, cuando me di de narices con Ascylto, no menos fatigado y moribundo que yo. Se hubiera creído que la bruja aquella había querido juntarnos allí. Al conocerlo no pude menos de preguntarle riendo:
— ¿Qué haces tú en esta honrada casa?
Se enjugo con las manos el sudor que corría por su rostro.
— ¡Si supieras! lo que me ha sucedido — dijo.
— ¿Qué novedades son esas?, le pregunté.
Y él, con voz apagada, prosiguió:
— Erraba por toda la ciudad sin poder dar con nuestro albergue, y se acercó a mí un padre de familia de aspecto venerable, quien se ofreció a servirme de guía. Acepté. Atravesamos varias calles extraviadas y obscuras, y llegamos a esta casa. Pero aquí con su aparato en la mano me propuso dejarme fornicar por él. Ya la puta propietaria del burdel, había recibido su as por la habitación, ya el tipo me había puesto la mano y ya, si yo no hubiera sido más fuerte que él, habría recibido mi porción con tal fogosidad que aquí y allá todo el mundo parecía drogado con satirión y uniendo nuestras energías, logramos rechazar el ataque del importuno.
Mientras de tal suerte me narraba sus aventuras Ascylto, llegó a nuestro lado el mismo padre de familia acompañado de una bastante bonita mujer. Mientras el hombre instaba a Ascylto para que le siguiese, ponderándole el placer que iba a disfrutar, la mujer me instaba para que la acompañara. Nos dejamos seducir, y entramos atravesando varias salas, teatro de escenas lúbricas. Al vernos, hombres y mujeres redoblaron sus actitudes lascivas. De pronto uno, remangándose la túnica hasta la cintura, se precipita sobre Ascylto, lo tumba en un lecho y pretende violentarlo. Acudo en su socorro, lo liberto, no sin pena, y Ascylto huye, dejándome solo entre aquella chusma; pero superior yo en fuerza y valor a mi compañero, pude librarme de sus ataques y salir de aquel antro.
Llevaba casi toda la ciudad recorrida cuando, como a través de una niebla, vi a Gitón a la puerta de una posada; era la nuestra. Entro, me sigue.
— Amigo, le digo, ¿qué hay para cenar?
Por toda respuesta, el muchacho se sienta en el lecho y gruesas lágrimas, que trata de ocultar, ruedan por sus mejillas. Conmovido.
— ¿Qué te sucede?, le pregunto; se obstina él en su silencio, insisto, le amenazo y me cuenta que Ascylto le ultrajó.
— Al quererme violentar, yo me resistí, dice, pero él, sacando la espada, me obliga a echarme en el lecho exclamando: «Si tú eres Lucrecia, aquí llegó ya tu Tarquinio». Al oír esto intente arrancar los ojos a Ascylto.
— ¡Qué dices a esto — interróguele — , infame seductor, más vil que las cortesanas y de alma impura y manchada!
Afectando indignación y agitando amenazadoramente los brazos, exclamó en tono más alto que el mío, Ascylto:
— ¿Y hablas tú, gladiador obsceno, asesino de tu huésped, escapado de la arena del circo por milagro? ¿No callas aún, ladrón nocturno, violador de mujeres? ¿Y aún gritas tú, que un cierto bosque me has hecho servir de Ganimedes a tu lubricidad, como este muchacho te sirve ahora?
— ¿Por qué huiste de mí cuando hablaba con Agamenón? — le pregunté.
¿Qué otra cosa podía hacer, pedazo de imbécil, si me moría de hambre? ¿Debía quedarme a oír sentencias ridículas, y a interpretar sueños?
— Mucho más reprensible que yo eres tú, ¡por Hércules!, que para conseguir una cena adulaste al poeta.
Poco a poco la disputa ridícula se transformó en charla agradable.
Pronto volvió a mi memoria la injuria recibida.
— Ascylto, dije, nuestra buena amistad no puede continuar. De común acuerdo separémonos para siempre, y vayamos a intentar fortuna cada uno por su lado. Tú y yo somos literatos, no importa; para evitar rozamientos de amor propio, yo buscaré otra profesión con objeto de que nuestras rivalidades no sirvan de chacota a las gentes de la ciudad. No se opuso Ascylto y dijo:
— Hoy, estamos invitados a una gran cena en nuestra calidad de maestros: no perdamos la noche; vayamos aún juntos, y mañana me proveeré de un jovencillo como Gitón y de otro albergue.
— Nunca se debe aplazar, contestó, lo que deseamos hacer.
El amor me hacía desear tan precipitada separación. Tiempo hacía que deseaba desembarazarme de tan molesto custodio, para entregarme sin testigos en los brazos de Gitón.
Hirieron a Ascylto mis palabras, y salió en silencio. Su huida precipitada era de siniestro augurio. Conocía yo bien el arrebato y la fogosidad de Ascylto y lo seguí para observar sus pasos y contenerlo; pero se ocultó muy pronto a mi vista y exploré inútilmente todo el barrio sin lograr ponerme sobre su huella.
Recorrí sucesivamente todos los barrios de la ciudad sin lograr hallarle, y volví a mi albergue, dando rienda suelta a mi pasión por Gitón. Lo abracé amorosamente cubriéndolo de nuevas y cálidas caricias y mi dicha igualó a mis deseos. Fui verdaderamente digno de envidia. En lo más dulce de nuestra felicidad Ascylto abrió la puerta con estrépito, y nos sorprendió prodigándonos las más tiernas caricias. Estalló nuestra sala con sus risas y aplausos estrepitosos. El pérfido levantó el manto que nos cubría y dijo:
— ¿Qué estás haciendo, hombre honestísimo? ¿Qué? ¿Los dos acostados y cubiertos con el mismo manto?
No continuó hablando, pero desatándose el cinturón de cuero comenzó a azotarme, no como juego, diciéndome con aire petulante:
— ¡Cuidado, querido hermanito, con que me des a mí lo mismo cuando hagamos la repartición de bienes!
Nada me hubiera aterrado tanto como esa inopinada injuria. Fue preciso devorar en silencio los insultos y los golpes. Prudentemente tomé el caso a risa, para no verme obligado a sostener con él un combate serio. Mi fingida hilaridad aplacó su ánimo. Sonrió también Ascylto y dijo:
— Y tú, Encolpio, te sepultas en la molicie, sin recordar que nos falta dinero, pues es muy poco ya lo que nos queda. En la época estival la ciudad nos resulta estéril. En el campo están los afortunados. Vamos al campo a buscar a nuestros amigos.
Aprobé el consejo, obligado por la necesidad, aunque resentido en mi amor propio. Así que el honrado Gitón cargó con nuestro pobre equipaje, abandonamos la ciudad, y al castillo de Licurgo, caballero romano, nos dirigimos. Como en otro tiempo Ascylto fuera muy complaciente con él, sirviendo sus placeres, Licurgo nos recibió afablemente; tenía congregados alegres huéspedes, encontrándonos en buena compañía. Entre las mujeres que había llevado a aquella casa Licas, patrón de barco que poseía algún dominio a la orilla del vecino mar, era Trifena la más hermosa. Aunque la mesa de Licurgo era frugal, su casa era lugar gratísimo de voluptuosidades tales que no podrían enumerarse. Es oportuno que sepáis que, desde luego, Venus se encargó de reunirnos por parejas. La hermosa Trifena me agradó y no fue insensible a mis palabras. Pero apenas gozábamos juntos los primeros placeres, cuando Licas, indignado, gritándome porque le robaba su amante, me exigió que yo reemplazase, cerca de él, a la hermosa. Se cansaba ya de sus amores con
Trifena y alegremente me la ofreció a cambio de mi complacencia para con él. Pronto su capricho por mí me hizo sufrir una verdadera persecución; pero mi corazón ardía de amor por la bella y no escuchaba las proposiciones de Licas. La repulsa mía irritó sus deseos y me perseguía enardecido por todas partes. Una noche penetró en mi alcoba; al ser rechazado, pasó del ruego a la violencia; mis agudos gritos despertaron a los lacayos de Licurgo, quienes acudieron en mi defensa y así escapé sano y salvo de los brutales ataques de aquel sátiro. Viendo que la casa de Licurgo oponía obstáculos a sus designios, quiso atraerme a su morada Licas. A mi negativa opuso los buenos oficios de Trifena, quien me rogó por su encargo, tanto más expresiva y ardientemente, cuanto que en casa de Licas gozaba de mayor libertad que en la de Licurgo. Seguí al fin el impulso del amor y convinimos en que Ascylto se quedase en casa de Licurgo, quien había renovado su trato amoroso con él, y Gitón y yo seguimos a Licas, arreglando con Ascylto que el provecho que uno y otro consiguiéramos lo aportaríamos a la masa común. Satisfecho de mi decisión, Licas apresuró nuestra partida. Nos despedimos de los amigos y el mismo día llegamos a casa de Licas, cuyo júbilo desde que aceptamos su proposición era indescriptible. Por el camino me colocó a su lado y a Trifena cerca de Gitón, de quien se enamoró visible y ardientemente la ingrata. Yo estallaba de celos que fomentaba Licas, esperando que el despecho me haría entregarme a él. En tal situación de ánimo llegamos a casa de Licas y pronto me cercioré de que el corazón de Trifena ardía de amor por Gitón, que a su vez la amaba con juvenil vehemencia. Esta mutua pasión constituía un doble tormento para mí. Licas, en tanto, por agradarme, inventaba todos los días nuevos placeres, los cuales embellecía con su presencia, y compartía, Doris, la hermosa cónyuge de Licas. Las gracias de Doris acabaron muy presto de expulsar de mi corazón a Trifena; y bien pronto mis miradas le confesaron mi amor y las suyas me prometían dulcísima correspondencia. No se me ocultó el carácter celoso de Licas, ni se engañó la graciosa Doris acerca del objeto de las atenciones que me guardaba su marido. En nuestra primera entrevista ella me comunicó sus sospechas. Confesando la verdad, hice valer diestramente la resistencia mía a los deseos de su esposo. Como mujer prudente y de recursos dijo:
— Y ahora que nos valga nuestro ingenio. Consentid en que os posea, para que podáis poseerme sin sobresaltos ni temores.
Así lo hice. Mientras tanto, Gitón agotó su virilidad con Trifena, y le fue forzoso descansar. Ésta entonces se acordó de mí y quiso reanudar nuestros placeres. Mi desprecio cambió su amor en odio, me siguió cautelosamente, me espió constante y descubrió mi doble comercio con Doris y su esposo. Resolvió turbar mis furtivos amores y descubrió todo a Licas. Furioso este quiso cerciorarse para vengarse; pero Doris, avisada por una sirvienta de Trifena, suspendió nuestras entrevistas, advirtiéndome del peligro. Me indignaron la perfidia de Trifena y la ingratitud de Licas, y decidí abandonar el campo. Quiso la suerte que el día anterior un barco que llevaba ofrendas para Isis encallara en la costa vecina. Celebré consejo con Gitón, quien aceptó desde luego mi idea, resentido con Trifena que le desdeñaba y se burlaba de su agotamiento. Al despuntar el día siguiente llegamos al buque. Sus custodios, gente de Licas, nos conocían y nos hicieron los honores enseñándonos todo el navío. No convenía a mis designios su oficiosa compañía y, dejando a Gitón con ellos, me extravié pasando al camarín donde estaba la estatua de la diosa Isis. Llevaba en la mano un precioso sistro de plata y la cubría un manto riquísimo. Robé ambas cosas, hice con ellas un paquete y pasando a la cámara del piloto, me lancé fuera del barco. Gitón solamente lo advirtió, reuniéndose conmigo a poco, después de burlar con habilidad a sus acompañantes, y llegamos al día siguiente a casa de Licurgo. Conté a Ascylto mis aventuras y le enseñé mi presa. Por su consejo corrí a prevenir en nuestro favor a Licurgo, convenciéndole de que las importunidades siempre crecientes de Licas eran la única causa de nuestra fuga. Licurgo, persuadido, juró defenderme contra Licas y contra todos. No se advirtió nuestra fuga hasta que Trifena y Doris despertaron, pues por urbanidad asistíamos todas las mañanas a su tocado, y nuestra inesperada ausencia les pareció muy extraña. Licas envió gentes a perseguirnos, sobre todo por la costa, y supo pronto nuestra visita al navío; pero del robo nada, porque la popa estaba en la parte opuesta a la orilla y el patrón del barco se hallaba en tierra. Convencido de nuestra evasión, Licas se volvió furioso contra Doris, suponiéndola causa de ella. Injurias, amenazas, hasta golpes sin duda le prodigó aquel bárbaro, aunque ignoro los detalles de la escena.
Mientras tanto, Trifena, origen de la perturbación, sugirió a su dueño la idea de buscarnos en casa de Licurgo, proponiéndose gozar con nuestra confusión y agobiarnos a ultrajes. Al día siguiente ambos se pusieron en camino y llegaron a la mansión que nos servía de asilo. Acabábamos de salir con nuestro huésped, que nos llevó a la fiesta de Hércules que celebraba una aldea vecina. Al saberlo, se dirigen en seguida a la aldea y nos encuentran en el pórtico del templo. Su llegada nos desconcertó, Licas se querelló ante Licurgo de nuestra fuga, pero este le cerró la boca contestándole secamente, y envalentonado yo, reproché, en voz alta y firme a Licas los ataques a mi pudor, ora en casa de Licurgo, ora en su propia casa, censurando su lubricidad brutal. Trifena quiso defender a Licas, pero fue pronto castigada, pues a las voces nuestras nos rodeó una gran afluencia y en presencia de todos los curiosos desenmascaré a la infame, mostrando el rostro ojeroso de Gitón y el mío a los circunstantes, para reputarla como lúbrica meretriz. Al estallar las risas y burlas de los transeúntes, nuestros enemigos se retiraron confusos, pero jurando, sin duda, vengarse. No podían dudar de la prevención de Licurgo contra ellos y resolvieron esperarnos en el castillo de éste para desengañarlo. Por fortuna la fiesta duró hasta la noche y era ya demasiado tarde para volver a la quinta. Licurgo nos condujo a una casa de campo situada a la mitad del camino y al día siguiente, temprano, antes de que nos levantáramos fue a su castillo, donde encontró a Licas y Trifena que lo convencieron diestramente de que yo le había engañado, arrancándole con astucia la promesa de entregarnos en manos de aquellos infames. Naturalmente cruel y desconfiado, Licurgo no pensó más que en guardarnos, como Licas le había sugerido, hasta que este volviese con los auxilios que para llevarnos a Gitón y a mí fue a buscar. Llegó a la villa, antes que nos levantásemos, nos reprochó duramente de haber calumniado a su amigo Licas y cruzándose de brazos nos anunció su designio de entregarnos a él. Luego, sin hacer caso ni aun de la defensa de Ascylto, nos encierra en el dormitorio con doble llave, y llevándose a su amigo, volvió al castillo, no sin encargar a sus gentes que nos vigilaran. Por el camino Ascylto procuró con ruegos, lágrimas y caricias conmoverlo, pero en vano. Ofendido por la dureza de Licurgo, rehusó desde aquella misma noche compartir su lecho y concibió el proyecto de salvarnos. Ascylto cargó sobre sus hombros nuestro bagaje, llegó al hacerse, de día a nuestra cárcel, encontró durmiendo a nuestros guardianes, forzó fácilmente la puerta de nuestra prisión haciendo saltar los cerrojos, gracias a lo frágil y viejo de la madera, y nos despertó de un modo brusco. Por fortuna nuestros guardianes, rendidos por la vela de la noche anterior, no oyeron el ruido y nosotros salimos vistiéndonos para ganar tiempo. Se me ocurrió la idea de asesinar a los criados, saquear la casa, y quemarla luego. Comuniqué el plan a mi amigo y dijo:
— Me agrada el saqueo, pero me opongo al derramamiento de sangre si no es indispensable para nuestra libertad.
Ascylto conocía bien la casa; nos condujo hasta un riquísimo guarda joyas que forzamos, apropiándonos de muchos y preciosos objetos. El sol nos advirtió que debíamos ponernos en salvo y corrimos con nuestro botín por caminos y sendas extraviados hasta que creímos estar en salvo y nos detuvimos para tomar aliento. Ascylto exageraba su alegría por haber saqueado la villa del miserable Licurgo, que sólo había premiado sus complacencias con malos vinos y frugales comidas. Tal era ese sórdido y mezquino personaje que, en medio de la abundancia, poseyendo inmensas riquezas, rehusaba gastar aun lo necesario. Rodeado de agua y de manjares ricos muere de hambre y de sed el pobre Tántalo; imagen fiel del que amontona el oro, del infeliz avaro, que muere de hambre y sed, como un imbécil, su caja de caudales abrazando.
Quería Ascylto entrar el mismo día en Nápoles.
— Pero es imprudente, le dije, porque la justicia quizá nos persiga. Despistémosla con algunos días de ausencia, ya que nuestros fondos nos permiten por algún tiempo recorrer la campiña.
Le agradó el consejo, y como cerca de donde nos hallábamos, en un prado ameno y hermosísimo, había profusión de quintas que habitaban durante el estío varios de nuestros amigos, brindándonos placeres, nos dirigimos hacia allí; pero a mitad del camino nos sorprendió la lluvia y nos refugiamos en una posada a la cual habían acudido muchos paseantes buscando un abrigo contra la tormenta. Confundidos entre la multitud nadie se fijó en nosotros, lo que nos sugirió la idea de dar un golpe de mano. Nuestros ojos investigaron curiosos los alrededores, y Ascylto vio una bolsa que cogió sin que nadie le viese y que contenía muchas monedas de oro. Satisfechos del botín, y temerosos de la reclamación, nos deslizamos hacia una puerta que daba al campo, para huir. Vimos a un sirviente que ensillaba caballos y que, habiendo olvidado algo, al parecer, se ausentó, y yo aproveché el momento para apoderarme de un soberbio palio; después, siguiendo adelante, desaparecimos en la selva próxima. Una vez en lo más espeso de ella tratamos de ocultar nuestro oro, no tanto por miedo a que nos robaran, como por temor a pasar por ladrones. Ocultamos el oro cosiéndolo entre el paño y forro de una vieja túnica, que yo me eché al hombro, y Ascylto se encargó del palio que yo había sustraído, dirigiéndonos por tortuosos senderos hacia la ciudad vecina. Mas cuando íbamos a salir del bosque, he aquí lo que oímos:
— No pueden escapársenos; entraron en la selva; dividámonos para perseguirlos, y podremos fácilmente aprehenderlos.
Un terror pánico nos invadió al oír esto; mientras Ascylto y Gitón siguieron su huida hacia la ciudad, yo volví a través, huyendo en dirección opuesta; y en mi fuga, sin advertirlo, a causa del miedo que me invadía, perdí la preciosa túnica. Aunque me hallaba rendido por la fatiga, al advertir la pérdida de nuestro tesoro recobré como por encanto las fuerzas, y volví pasos atrás para buscarlo, intrincándome de nuevo en lo más espeso de la selva, donde me perdí al cabo de cuatro horas de infructuosa pesquisa. Buscando ya, más que el tesoro, orientarme para salir del maldito bosque, tropecé con un campesino. Tuve necesidad de todo mi valor para hablarle sereno, y no me falló. Le pedí me guiase por haberme extraviado hacía muchas horas en la selva; miró mi rostro pálido, mi traje mísero, y se ofreció humanísimo a conducirme hasta el camino real. Me preguntó si me había encontrado con alguien en el bosque, le dije que no, y ya iba a despedirse de mí, cuando llegaron dos camaradas suyos quienes dijeron que habían registrado en vano la selva, sin encontrar otra cosa que una miserable túnica. Era la mía, pero no tuve la audacia de reclamarla. Imaginaos mi dolor al contemplar mi tesoro en poder de aquellos rústicos, aunque ellos no lo sospechasen. Mi debilidad se agravaba por instantes, y lentamente tomé el camino de la ciudad. Era tarde cuando llegué a ella. Entré en la posada y encontré a Ascylto medio muerto, acostado sobre un miserable lecho. Sin poder proferir una palabra, me dejé caer en otro lecho. Al no ver la túnica sobre mis hombros se turbó Ascylto, no pudiendo dar crédito a sus ojos. Los míos, mejor que con palabras, pues me faltaba la voz, le explicaron nuestro infortunio. Ni aun oyendo mi relato lo creyó, pensando, no obstante mis juramentos y mis lágrimas, que trataba de estafarle su parte del tesoro. Gitón al ver mi dolor se deshizo en lágrimas, y la tristeza de tan querido niño redoblaba la mía. Más todavía apenaba mi ánimo el pensar en la justicia que nos perseguía; pero cuando lo dije, Ascylto se burló por considerarse fuera de toda sospecha. Estaba persuadido de nuestra seguridad fundándose en que éramos desconocidos y no habíamos sido vistos por persona alguna. Quisimos mentir una enfermedad para justificar nuestra permanencia en el lecho, pero nos tuvimos que declarar pronto buenos, pues carecíamos de dinero y aun tuvimos que vender algo para satisfacer necesidades apremiantes.]
Al oscurecer tomamos el camino del mercado, en el cual vimos abundantes cosas de escaso valor, pero en cambio de dudoso origen, que la oscuridad impedía averiguar. Habíamos tenido cuidado de llevar el palio robado, y lo extendimos en el suelo, en un rincón, esperando que su brillo atraería algún chalán que nos lo comprase. En efecto; pronto se aproximó a nosotros un campesino cuya fisonomía no me era desconocida. Le acompañaba una joven. Mientras examinaba atentamente el palio, Ascylto repara que llevaba al hombro nuestra perdida túnica. Por mi parte yo quedé mudo de sorpresa reconociendo al campesino que había encontrado mi túnica en la selva. Ascylto no acertaba a dar crédito a sus ojos. Por no aventurarse se aproximó al rústico, y so pretexto de comprarla, coge la túnica y la examina atentamente.
¡Oh capricho admirable de la fortuna! El rústico no había pasado sus manos por la túnica, y no habíase percatado de su verdadero valor, decidiendo venderla como un harapo cualquiera. Al cerciorarse Ascylto de que nuestro tesoro estaba intacto y que el campesino no tiene aspecto temible, me dijo aparte:
— Este hombre lleva en tu túnica nuestro tesoro completo. ¿Qué hacemos? ¿De qué manera reivindicamos nuestra pertenencia?
Mi júbilo al oírlo fue inmenso, no tanto por el rescate del oro, sino también porque con el hallazgo me justificaba de las torpes sospechas; y opiné que si el otro se negase a devolver el objeto a su legítimo propietario, podríamos recurrir al interdicto.