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Una amante virgen a las órdenes del jeque El jeque Khalifa estaba aburrido de las posibles esposas que desfilaban ante él. Por eso cuando descubrió a la dulce e inocente Beth Torrance en la playa del palacio, recibió tan agradable distracción con los brazos abiertos… Beth había llegado a la isla siendo virgen e ingenua, pero se marchó con una gran esperanza… y con el futuro hijo del jeque en su vientre. Cuando el sultán del desierto juró que tendría a su heredero y que convertiría a Beth en su amante permanente… ella no pudo hacer otra cosa que acatar el mandato real.
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Seitenzahl: 199
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Editado por Harlequin Ibérica.
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28036 Madrid
© 2008 Susan Stephens
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
El sultán del desierto, n.º 1889 - noviembre 2024
Título original: Deset King, pregnant mistress
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales , utilizadas con licencia.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788410742338
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Oculta en una piscina natural entre las rocas, Beth observaba cómo un hombre desnudo salía del mar. Beth Tracey Torrance, una buena chica, una joven tranquila, una dependienta de Liverpool, se dejaba tostar por el sol en un país extranjero. ¡Y no era un país cualquiera, sino el reino desierto de Q’Adar, donde los hombres montaban camellos y llevaban armas! Su personalidad hogareña le decía que era una locura estar allí sentada, inmóvil como los maniquíes de su tienda, pero se sentía muy atraída por aquel hombre. Podía llamarse una investigación experimental. Al fin y al cabo, tendría que hacer el informe completo de su aventura cuando volviera a casa, ¿o no?
Beth se inclinó hacia delante con cuidado para echar otro vistazo. Si antes le había impresionado la forma en que las olas golpeaban las rocas, la visión de aquel hombre la dejaba aún más anonadada. En circunstancias diferentes, habría desviado la vista, pues él estaba desnudo, pero nada parecía ser demasiado real allí en Q’Adar: ni las riquezas de fábula, ni el glamour, ni la belleza de sus gentes.
Beth nunca tenía a mano su cámara cuando más la necesitaba. Con un cuerpo tan musculoso y un porte tan regio, aquel sujeto debía de pertenecer a la orgullosa raza oriunda de Q’Adar. Y no todos los días tenía una la oportunidad de observar a un hombre tan guapo y tan imponente.
¡Sus compañeras de la tienda de lujo en que trabajaba, Khalifa, nunca la creerían! Ya las había dejado impresionadas al contarles que el premio por haber sido elegida Mejor Dependienta del Año dentro del grupo Khalifa no sólo había incluido un viaje al reino de Q’Adar. Encima, le habían regalado un vestido de cuento de hadas para llevar al gran baile que se iba a ofrecer en honor del trigésimo cumpleaños del gobernante del país, además de para celebrar su coronación como Gran Jeque. El mismo hombre que, entre su impresionante lista de negocios, poseía el grupo Khalifa.
Beth nunca había conocido a su jefe, el señor Khalifa Kadir, el legendario fundador de la cadena internacional de tiendas de lujo. Le impresionaba pensar que, tras la coronación, todos tendrían que referirse a él como Su Majestad.
El título completo era Su Majestad Khalifa Kadir al Hassan, Jeque de Jeques, Portador de la Luz para su Pueblo. Sonaba como sacado de un cuento de hadas, pensó Beth, mientras veía cómo el hombre atravesaba la playa y desaparecía detrás de unas rocas.
Y ella, Beth Tracey Torrance, iba a conocer al Gran Jeque cuando él le entregara el trofeo que había ganado. En ese momento, ¿debía inclinarse o hacer una reverencia?, se preguntó, mordiéndose el labio inferior de forma distraída. El vestido ajustado que iba a llevar puesto no le iba a dar mucha libertad de movimientos, así que quizá sólo debería hacer una pequeña inclinación al verlo… ¡Verlo!
¡Ella, una chica normal iba a conocer al Gran Jeque! Llevaba semanas soñando con ello. Sin embargo, ese pensamiento había sido eclipsado por un hombre que había visto entre las rocas.
Beth se recostó de nuevo en su toalla y cerró los ojos, derritiéndose por dentro. ¡Aquel hombre desnudo sí que se quedaría grabado en su memoria para siempre!
Antes de verla, él percibió la presencia de la intrusa. Su entrenamiento en las fuerzas especiales le había servido de mucho. El sexto sentido que había desarrollado en sus días en el ejército le había salvado la vida en más de una ocasión y también había demostrado serle una herramienta útil en los negocios. Sus beneficios rivalizaban con los de los propietarios del petróleo, y Q’Adar era una tierra rica en petróleo. La mayoría de los jeques no trabajaba, pero ¿qué reto le suponía a él gastarse la riqueza proveniente del petróleo, cuando aquél era un bien limitado y escaso? ¿Y qué satisfacción podía producirle pagar a expertos para que ganaran dinero para él? ¿Acaso podía tener alguna sensación de satisfacción sentándose en su trono mientras otros hacían el trabajo por él? Era un hombre inquieto, siempre a la caza del siguiente reto, y acababa de aceptar el mayor reto de su vida: rescatar su país, Q’Adar, del desastre.
Su Majestad Khalifa Kadir al Hassan echó la cabeza hacia atrás para disfrutar del calor del sol y se regocijó pensando que tenía la fuerza necesaria para llevar a cabo esa tarea.
Era guapísimo, un hombre increíble, se dijo ella. Y si se girara sólo un poco a la derecha…
No.
¡No! ¿En qué estaba pensando?, se reprendió.
Los pensamientos de Beth entraron en un loco frenesí cuando vio al completo el cuerpo desnudo de aquel hombre. Entonces, soltó un suspiro de alivio cuando él se volvió, dándole la espalda. No quería que se girara de nuevo, había quedado demasiado impresionada. Nunca encontraría a otro como él. Lo había visto demasiado de cerca. ¡Le había visto todo! Y había de veras mucho que ver. El hombre ni siquiera estaba tapado por una toalla, aunque había una doblada junto a él, sobre una roca. Por suerte, la roca estaba un poco alejada, lo que significaba que él no tendría que pasar junto a su escondite cuando fuera a agarrarla. Lo que significaba, también, que ella estaba a salvo y podía seguir observándolo. Se dijo que tendría que recordar cada detalle de aquel cuerpo, para poder describírselo a sus amigas…
Para un observador inexperto, Khal podía tener el aspecto de ignorar los peligros que le rodeaban. Pero él nunca daba nada por sentado, sobre todo en lo que se refería a su seguridad personal. Había vivido gran parte de su vida fuera de Q’Adar y aún tenía que sopesar los riesgos que podían acecharlo allí. Había regresado a su país natal por petición de los otros jeques, que le habían rogado que los dirigiera, y estaba listo para servir a su patria.
Sus experiencias vitales lo habían preparado para casi todo, menos para comprender el extraño funcionamiento de la mente de una mujer. Sus negocios habían adquirido reconocimiento internacional y no tenía asuntos personales que lo distrajeran. Ningún escándalo lo había afectado nunca. Los vaivenes emocionales eran algo desconocido para él. Su sentido del deber lo poseía y, después de haber aceptado su nueva responsabilidad, no iba a permitir que nadie lo desviara de su propósito.
Mientras caminaba a lo largo de la playa, Khal vio de reojo una mata de pelo rubio. Confirmó sus suposiciones: el riesgo era pequeño. Si fuera un agente enemigo, ya habría atacado. ¿Sería una paparazi? De ser así, el sol ya se habría reflejado en las lentes de su cámara. No, era simplemente una mirona amateur.
Khal hundió la cara en la toalla que había dejado preparada antes de meterse en el mar y se tomó su tiempo, sabiendo que aquello provocaría un falso sentido de seguridad en la joven mirona. Podía demorarse todo lo que quisiera, pues sabía que ella no podría escapar por delante de él.
Khal estaba a medio camino entre ella y el palacio. Delante de ellos sólo estaba el océano y, detrás, miles de kilómetros de desierto. Ella no podía huir a ninguna parte, se dijo.
Además, seguro que cada vez estaba sintiéndose más incómoda bajo aquel sol, mientras que él se sentía fresco después de su baño, pensó Khal. Nadaba a diario, bien en la piscina de alguna de sus muchas casas o bien en el océano. Era uno de los pocos caprichos que se permitía. Le permitía salir de sí mismo, salir de su vida. Al enfrentar su fuerza a la del océano, se olvidaba de las hojas de resultados financieros y de la tesorería. Necesitaba ese espacio. Q’Adar se había convertido en un lugar perezoso en su ausencia y él pretendía cambiarlo, fortaleciendo las infraestructuras y eliminando la corrupción. Era una tarea ambiciosa y le llevaría varios años llevarla a cabo pero, al fin, conseguiría su objetivo. Estaba determinado a ello.
El hecho de que alguien hubiera conseguido eludir su sistema de seguridad era un ejemplo de la falta de eficacia general pero, por el momento, había decidido retrasar las represalias hasta que conociera a fondo el papel de todos los jugadores implicados. Porque… ¿qué era un país, sino un gran negocio que debía ser dirigido con eficiencia por el bien de su pueblo?
Era irónico pensar que su destreza para los negocios era una de las razones por las que los otros jeques lo habían elegido para una posición de tanto poder. La prensa financiera había ensalzado su despiadado proceder en los negocios y, por lo que se refería a sus empleados, eso era cierto. Él no se tomaba a la ligera el salario de cincuenta mil personas. Defendía a sus empleados como los jeques de la antigüedad habían defendido sus territorios y, si aquello implicaba cortar por lo sano las alas de la competencia, era lo que hacía.
Sin embargo, en ese momento, su interés se centraba en seguirle la pista a aquella joven. La emplearía como ejemplo de las deficiencias de su sistema de seguridad. Se había propuesto sorprenderla. Su ángulo de aproximación le haría pensar a ella que se estaba alejando, cuando en realidad no hacía más que acercarse con cada paso.
Mientras se acercaba a ella, Khal se obligó a ignorar la belleza del paisaje que lo rodeaba, para no bajar la guardia. Cuando había regresado al palacio, le había sorprendido un inimaginable esplendor. Todas las paredes del Palacio de la Luna estaban decoradas con hojas de oro y las puertas estaban engarzadas con piedras preciosas. Rodeado de perfumes y música que envolvían los sentidos, el único punto de anclaje que tenía en su palacio era su madre. Con la esperanza de que su hijo se casara pronto, ella había reunido a las mujeres más bellas para que él eligiera. Todas las casas reales estaban representadas y, sin duda, los esfuerzos de su madre habían complacido a los funcionarios corruptos, deseosos de que el nuevo gobernante se sumergiera en los placeres de una compañera de cama y los dejara tranquilos. Lo que ellos no sabían era que su verdadera amante era el trabajo, y allí en Q’Adar había mucho por hacer.
Beth observó cómo el hombre hundía el rostro en su toalla con una mezcla de fascinación y aprensión. Había algo en la rigidez de él que la alertaba y le decía que debía ser cauta. Sintió cierta incomodidad. Quizá él era consciente de que ella estaba allí, observándolo. Quizá no estaba sólo secándose la cara con la toalla, sino prestando atención a sus sentidos.
Cuando el hombre levantó la cabeza, la brisa marina lo despeinó, echándole sobre la cara mechones de su negro cabello. Era muy atractivo. Beth nunca había visto a alguien así antes y contuvo el aliento mientras él se ponía la toalla alrededor de la cintura.
Él comenzó a caminar, por suerte alejándose de ella. Mientras iba hacia la orilla, desapareció detrás de unas rocas…
Suspirando, Beth se relajó. ¡Qué experiencia! Deseó haber tenido a un escultor u otro artista a mano, alguien capaz de captar su belleza para compartirla con el mundo…
Beth soltó un grito cuando notó algo frío y duro presionado en su nuca. ¿Sería una pistola?, se preguntó. Pero estaba demasiado asustada como para girarse para comprobarlo.
–Levántate –ordenó una voz masculina–. Levántate despacio y date la vuelta.
Beth hizo lo que le pedían, moviéndose torpemente sobre la arena, y descubrió frente a ella al hombre de la playa.
–Me dijeron que aquí no corría ningún peligro –balbuceó ella, sintiendo que lágrimas de miedo le llenaban los ojos. No podía ver la pistola, pero sabía que debía de estar allí, en alguna parte–. El nuevo jeque ha reservado este espacio de la playa para sus empleados. Tengo un permiso –dijo y, de inmediato, recordó que no lo llevaba. Se había cambiado los pantalones, con bolsillos, por un vestido de playa–. ¿Habla usted inglés?
–Tan bien como usted –repuso el hombre, sin apenas acento en su pronunciación.
Beth se encontró mirando los ojos más duros y más fríos que había visto jamás, enmarcados por un rostro de belleza salvaje. El hombre era el doble de alto que ella y mucho mayor. Ella levantó la barbilla. Nadie tenía derecho a asustarla con una pistola.
–¿Acostumbran aquí a intimidar a los visitantes?
Khal tuvo que admitir, para sus adentros, que la mujer tenía agallas. Pero había estado espiándolo y aquello era algo que no podía permitir.
–¿Tú acostumbras a invadir la privacidad de los demás? –replicó él.
Ella se sonrojó, delatando lo fácilmente que se dejaba llevar por las emociones. En eso eran muy diferentes, se dijo Khal.
Pero el momento de timidez pasó rápido y, pronto, aquella intrusa, descalza, con cabellos ondulados por el viento y un ligero vestido playero, estaba echando fuego por sus ojos azules. Era mucho más joven de lo que él había pensado al principio y su piel tenía la textura de un melocotón tostado. Era obvio que no estaba acostumbrada al sol de Arabia y, de forma instintiva, dio un paso adelante para cubrirla con su sombra.
–¡No te acerques! –le advirtió Beth, levantando sus pequeñas manos para protegerse.
Estaba asustada, aunque decidida a oponer resistencia.
Entonces, Khal se dio cuenta de que su pequeña y recta nariz tenía un puñado de pecas…
Irrelevante, se dijo él, sorprendido por haberse fijado en una cosa así.
¿De dónde había salido esa mujer y cómo había conseguido burlar a sus guardas? Ella no formaba parte de su mundo, de otro modo lo habría reconocido de inmediato, pensó Khal. Debía de haber sido contratada para las celebraciones. Pero… si ése era el caso, ¿qué hacía ella tomando el sol mientras los demás trabajaban?
–¿Sabe tu supervisor que estás aquí?
–¿Y el tuyo?
Khal se sorprendió ante la imprudencia de la extraña. Entonces, reconoció su acento. Los nativos de Liverpool eran populares por su audacia.
–Yo he preguntado primero –repuso él–. ¿Has considerado la posibilidad de que tu supervisor esté preocupado por ti?
–A mí me parece que el tuyo tiene más motivos para estar preocupado por ti –le espetó ella, arqueando las cejas.
–¿Qué te hace pensar eso? –replicó él, decidiendo seguirle el juego.
–¿Saben que traes una pistola a la playa?
–¿Una pistola? –repitió él, tratando de ocultar su sorpresa. Extendió las manos, con las palmas hacia arriba, para mostrarle que no llevaba armas–. Sólo intentaba llamar tu atención.
–Ah, ya. ¿Con un dedo enfriado por el mar? –dijo ella y esbozó una mirada de rabia–. Así que, aunque no uses pistola, sí asaltas a los turistas de tu país, ¿verdad? ¿Acaso no merezco la cortesía de que me respondas, después de que casi me matas del susto?
Khal estaba aún tratando de acostumbrarse a que le hablaran sin los formulismos con los que el resto del mundo se refería a él, cuando reparó en lo carnoso de sus labios y en el esfuerzo que ella hacía para mantener una expresión de afrenta. Quiso sonreír ante una mujer tan joven y tan indignada, pero se dijo que era mejor no prolongar el encuentro.
–Mis disculpas –dijo él–. Estás en tu derecho de sentirte disgustada. Como visitante de mi país, por supuesto que mereces ser honrada…
Al pronunciar aquellas palabras de hospitalidad, Khal se dio cuenta de que los ojos de su interlocutora mostraban algo más que interés. Ya no parecía tan dispuesta a dejarlo ir.
–Acepto tus disculpas. ¿Tú también trabajas aquí?
Antes de responder, Khal observó cómo ella se sonrojaba. Se sintió atraído por la hermosa figura de su cuerpo y sus exuberantes pechos.
–Eso es –respondió él al fin–. Acabo de llegar.
–Oh, igual que yo –se apresuró a decir ella–. Me imagino que has venido para asistir a las celebraciones. Me han dicho que han contratado a mucha gente nueva para eso.
–¿Ah, sí?
Ella lo miró un largo rato y luego decidió confiar en él un poco más.
–Q’Adar es un lugar hermoso, ¿no crees?
Khal estaba muy de acuerdo. El mar estaba de color jade y su Palacio de la Luna se había pintado de rosa con la luz del atardecer.
–Pero no es el lujo lo que lo hace hermoso, ¿verdad? –comentó ella–. Aunque hay mucho lujo por todas partes. A mí me parece que la ostentación cansa, cuando puedes verla en todas partes.
–¿Ostentación? –dijo Khal. También a él le había parecido que el palacio estaba muy recargado, cuando había regresado allí después de su ausencia. Pero no estaba muy seguro de cómo encajar la crítica por parte de una extraña.
–Es el escenario lo que te captura, ¿no crees? –continuó ella, señalando a su alrededor–. Creo que es la combinación de su mar, la playa y la calidez de su gente lo que hace que Q’Adar sea tan especial.
A Khal le resultaba cada vez más difícil encontrarle faltas, sobre todo cuando Beth añadió:
–Creo que, sobre todo, es la gente.
Beth se detuvo de golpe y se sonrojó, como si acabara de darse cuenta de que lo estaba reteniendo. Entonces, también se dio cuenta de que no estaba bien que se pusiera a charlar con un extraño, un hombre que incluso podría ser peligroso…
–No te haré daño –aseguró él, levantando las manos.
De pronto, el sonido de un cuerno en el palacio sobresaltó a Beth.
–¿Qué ha sido eso? –preguntó ella, mirándolo.
–Era el Nafir…
–¿El qué?
–El Nafir –repitió Khal–. Es un cuerno. Un cuerno grande, de unos tres metros de largo, hecho de cobre. Emite una sola nota.
–Entonces, no es muy útil, ¿verdad?
–Al contrario. El Nafir se hace sonar en ocasiones especiales, para anunciar ceremonias. Lo tocarán esta noche para anunciar el comienzo de la fiesta de cumpleaños del jeque.
–¿Y lo de ahora ha sido un ensayo?
–Algo así.
Beth suspiró.
–Bueno, qué alivio. Me estaba recordando a la historia de las Murallas de Jericó, ¿sabes? No me gustaría que se me cayeran un montón de piedras encima, ¿y a ti? –bromeó ella con aire jovial, mirando hacia la gigantesca estructura de las murallas.
El Palacio de la Luna existía desde hacía siglos, como símbolo de la preeminencia de Q’Adar dentro del mundo árabe, y era la primera vez que Khal oía a alguien bromear sobre él. No supo qué pensar de aquella joven, aunque se sintió muy interesado por ella.
–¿Crees que ya tienes que regresar? –preguntó él, pensando que ella debía de tener cosas que hacer.
–¿Y tú? –preguntó ella, sonriente.
–Bueno, yo puedo quedarme un rato más.
–Yo también. Aún falta mucho para la fiesta.
–¿Así que eres camarera?
Beth se rió.
–¡Oh, cielos, no! ¿Te lo imaginas? ¡Los canapés saldrían volando de la bandeja y todas las bebidas se me derramarían! ¡Nunca he sido camarera!
–¿Entonces eres una invitada?
–No sé por qué te sorprende tanto –le reprendió ella y le tocó el brazo con familiaridad–. Lo cierto es que estoy a medio camino.
–¿A medio camino de qué? –preguntó él, intentando concentrarse en la conversación y no en que ella lo había tocado.
–A medio camino entre una empleada y una invitada –informó Beth–. Trabajo para el jeque, pero mi trabajo es insignificante.
–¿Insignificante? –se interesó Khal. De todos los adjetivos que él podía haber empleado para describir a aquella joven, «insignificante» era el menos apropiado–. Yo no te describiría así.
–Muy amable –dijo ella con sinceridad–. Pero es mejor que te lo diga cuanto antes: soy sólo una dependienta.
–¿Sólo? –repitió Khal y pensó en todos los dependientes que trabajaban para él en sus tiendas de lujo en todo el mundo. Eran la pieza clave de su negocio. Los consideraba fundamentales y aquella joven era la mejor de todos, se dijo, al entender que debía de ser la elegida como Mejor Dependienta del Año–. Cuéntame más –le pidió, queriendo oír su versión de los hechos.
–Gané el puesto de la Mejor Dependienta del Año en el Grupo Khalifa y éste es mi premio –replicó ella, señalando a su alrededor.
–¿Y te gusta? –preguntó él, queriendo saber más sobre lo que ella pensaba.
–Me encanta. ¿A quién no le gustaría? ¡Y dicen que el jeque es maravilloso!
–¿Eso dicen? –preguntó él, sorprendido.
–Yo no emitiré ninguna opinión sobre él hasta que lo vea esta noche, entonces te haré saber lo que pienso.
–¿De veras? –preguntó Khal, encantado. Observó que la mujer era mucho más joven de lo que le había parecido al principio.
–¿Sabes?, siento lástima por ese jeque…
–¿Sí? ¿Por qué?
Beth lo miró con gesto solemne.
–Igual piensas que lo tiene todo, pero un hombre como ése es un prisionero para toda la vida, ¿no crees? –opinó ella y, sin esperar a que su acompañante respondiera, continuó, con gesto de preocupación–. Nunca puede hacer lo que quiere, ¿verdad? Sólo puede hacer lo que los demás esperan de él.
Khal pensó que aquella forma de hablar, tan confiada, era parte de su encanto inglés.
–¿No pueden ser las dos cosas lo mismo? –dijo él, maravillado ante el hecho de que estuviera hablando de ese tema con ella.
–Una persona tiene que ser muy fuerte para dirigir un país, sus negocios y encima encontrar tiempo para tener una vida privada.
–¿Y sientes lástima por él? –preguntó Khal, sintiéndose ligeramente ofendido.
–Sí –afirmó ella con candidez.
Antes de que Khal pudiera discutir lo que Beth había dicho, ella negó con la cabeza y añadió:
–Debe de ser odioso que la gente a tu alrededor se incline ante ti todo el día y no sepas en quién puedes confiar.
–Quizá ese jeque es más listo de lo que tú crees.
El rostro de Beth se iluminó.
–Estoy de acuerdo contigo. Debe de serlo, ¿no? Mira cómo lleva sus negocios, para empezar. Y los otros jeques no lo habrían elegido si no fuera un hombre excepcional. Eso me gusta, ¿a ti no? –preguntó ella, sin detenerse para tomar aliento.
–¿A qué te refieres?
–A que los otros jeques lo eligieran. Y, por supuesto, debe de estar muy emocionado por volver a su hogar, para dirigir su país. Aunque ahora sus empleados estamos muy preocupados porque tememos que venda las tiendas Khalifa.
–¿Por qué iba a hacer eso?
–Puede que pierda interés en el negocio cuando tiene que ocuparse de dirigir un país.
–No hay peligro de que pase eso.
–Suenas muy seguro –señaló ella con interés–. Sabes algo que yo no sé, ¿verdad? –preguntó y, como él no respondía, insistió–: Eres alguien importante en la corte, ¿no es así?
–He oído rumores en el palacio –respondió él, quitándole importancia.
–Claro. Nosotros también escuchamos rumores en la tienda. Siempre se levantan rumores. ¿Cómo es él? –quiso saber Beth tras un momento de silencio.
–¿El jeque?
–Debes de conocerlo muy bien si trabajas para él. Yo estaba de baja, con una gripe, la última vez que el jeque visitó nuestra tienda Khalifa, mala suerte. ¿Es severo?
–Mucho.
–No es cruel contigo, ¿verdad?