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Ella se sentía torpe y fea… él veía una joven dulce e inocente La ingenua Carly Tate se sentía perdida. El peligroso Lorenzo Domenico no sólo era su tutor, también era el primer hombre que hacía que se le acelerara el corazón, pero sabía que el guapísimo italiano no veía en ella más que una mujer tímida y mediocre… No imaginaba que para Lorenzo ella era como una ráfaga de aire fresco y estaba convencido de que, bajo ese aspecto anodino, se escondía un cuerpo voluptuoso… un cuerpo que quería descubrir personalmente…
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Seitenzahl: 140
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2008 Susan Stephens
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Perdida en sus brazos, n.º 1838 - octubre 2024
Título original: LAYING DOWN THE LAW
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. N ombres, c a racteres, l u gares, y s i tuaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales , utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
Imagen inferior de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.
I.S.B.N.: 9788410742284
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Las fiestas lo aburrían. Y las fiestas de trabajo lo aburrían más que nada en el mundo, pero Lorenzo había estado demasiado ocupado desde que llegó a Londres como director de un programa de intercambio entre jóvenes y prometedores abogados entre Reino Unido y Estados Unidos y aquélla era una oportunidad para mostrar su cara y comprobar «el material».
La fiesta era para honrar a un juez que pronto ocuparía un puesto en la Cámara de los Lores y los invitados eran la aristocracia del mundo legal londinense… y un montón de abogados jóvenes, todos esperando hacerse notar.
Lorenzo miró hacia una tarima desde la cual una joven intentaba hacer la presentación. «Intentaba», porque parecía haber olvidado el nombre. Y el invitado de honor, el juez Deadfast, no parecía divertido en absoluto.
Lorenzo contuvo el aliento mientras la joven lo intentaba de nuevo.
–Señoras y señores, tengo el honor de presentarles al juez… al juez Dredd…
«¿El juez Dredd?».
Era hora de echar una mano.
El anciano que había al lado de Carly, con unas cejas que necesitaban urgentemente un cortacésped, empezó a moverse, incómodo, mientras ella lo intentaba de nuevo.
–Y es un gran placer para mí presentarles al juez…
Nada. ¿Por qué se le quedaba la mente en blanco? ¿Sería porque el hombre más guapo que había visto en toda su vida acababa de entrar en la sala? Alto, soberbio, de penetrantes ojos oscuros que parecían verlo todo… incluida su confusión mental. Bronceado, de aspecto atlético y con el pelo de color castaño oscuro, era el paradigma del amante latino. Mientras ella era el paradigma de la chica gorda intentando presentar a un juez que debería estar en el geriátrico.
Respirando profundamente, Carly lo intentó de nuevo:
–Señoras y señores…
Memoria, cero. Humillación, toda.
Ella no era una maestra de ceremonias, pero si esperaba convertirse en una abogada de éxito tendría que librarse del miedo escénico. Aunque era demasiado tarde. Había llegado la caballería en forma de hombre de aspecto mediterráneo con testosterona para dar y tomar.
La gente se apartaba mientras Lorenzo se acercaba a la tarima.
–Señoras y señores –dijo, tomando el micrófono con toda confianza–. Mis disculpas por llegar tarde –por supuesto no llegaba tarde, pero eso era algo que la gente no sabía–. Señoría, es un honor –siguió, mirando al juez, que había dejado de parecer a punto de sufrir una apoplejía para recuperar su espectral palidez.
Lorenzo siguió adelante con su presentación. Cortejar a los jueces era su trabajo; cortejar a las mujeres, su pasión. Su madre, italiana, le había enseñado que hacer felices a las mujeres era algo fundamental en la vida. Y Lorenzo había descubierto que tenía razón. De modo que debía echar un cable a la chica de frágil memoria…
–Señoras y señores, por favor, un aplauso para mi joven colega –dijo cuando terminó, pasándole un brazo por los hombros–. ¿Quién podría haber confundido el nombre de nuestro ilustre invitado, el juez Deadfast, de Dearing, con el de ese legendario personaje de comic, el juez Dredd? No olvidemos que el juez Dredd tenía poder para detener, condenar e incluso hacer ejecutar a los delincuentes de inmediato. Así que sugiero prudencia esta noche… –cuando el juez Deadfast soltó una carcajada, Lorenzo se relajó. Misión cumplida–. Espero que todos disfruten de la fiesta.
Luego se volvió hacia la joven, pero ésta había desaparecido. Lorenzo apretó los labios al verla en la barra.
Carly se tomó de un trago una copa de vino, pero ni eso la ayudó. Su carrera estaba destrozada. A ella no se le daban bien las fiestas y mucho menos hablar en público. Quizá era por eso por lo que sus compañeros habían insistido en que fuera ella quien hiciese las presentaciones…
Cuando tomó la botella de vino para servirse otra copa, Lorenzo decidió entrar en acción. Al ver que se acercaba, ella prácticamente echó a correr, pero Lorenzo tuvo tiempo de fijarse en su voluptuosa figura y en su larga melena pelirroja. Ésos eran puntos a su favor. En su contra, que tenía el sentido de la moda de una… de una mujer inglesa.
–Le agradezco mucho lo que ha hecho –empezó a decir ella cuando la tomó del brazo–. No sé qué me ha pasado… y no sé por qué me ha rescatado usted.
«Por caballerosidad» le habría sonado muy anticuado, pensó Lorenzo.
–No tiene importancia –contestó, llevándola de vuelta a la barra–. Beba un poco de agua. Enseguida se sentirá mejor.
–Gracias –murmuró la joven, cortada.
Resultaba contradictoria. Parecía tímida, pero sus ojos verdes echaban chispas; lo cual hablaba de una personalidad ardiente bajo aquella ropa menos que favorecedora. Y ahora, tan cerca, podía ver que tenía una piel de porcelana. Podría ser considerada inapropiada o, al menos, poco elegante, en comparación con otras mujeres que había en la reunión, pero había logrado captar la atención de Lorenzo que, tomando la botella de vino que ella creía haber escondido tras el bol de ponche, la dejó en la hielera, donde debía estar.
–Yo creo que ya ha bebido suficiente. No está bien embotar los sentidos…
Su voz, tan profunda, tan masculina, con un ligero acento, hacía que le temblasen las rodillas. Era tan guapo… Carly no sabía qué hacer con un hombre con el cuerpo de un boxeador, pero vestido en Savile Row. Aunque eso daba igual. Con su formidable presencia y su tono autoritario podría conquistar a cualquier mujer, de modo que en unos segundos le regalaría una de esas sonrisas matadoras y desaparecería.
¿Cómo lo sabía? Porque se había vestido para no llamar la atención, mientras las demás mujeres lo habían hecho para impresionar. Sí, lo mejor sería decirle adiós antes de que lo hiciera él.
Desgraciadamente, sus pies parecían negarse a obedecerla. Entonces se fijó en los pies del extraño: enormes. Y no quiso pensar, aunque lo pensó, en la supuesta relación con otros puntos de su anatomía.
Cuando él se apartó un poco la chaqueta para meter la mano en el bolsillo, el bajo del pantalón dejó ver unos calcetines… ¡de colores! ¿Un hombre con un traje de tres piezas llevando calcetines de colores?
–¿Ya se encuentra mejor?
Parecía estar esperando que dijera algo, pero la rapidez mental, su único atributo, parecía haberla abandonado. Carly sólo podía pensar: «tú no sueles mirar unos dientes y desear que te muerdan». Pero los dientes de aquel hombre eran muy blancos, perfectos… y algo en su expresión prometía un mordisquito muy agradable. Tenía los labios más sensuales del mundo y sus ojos… eran estanques de pensamientos perversos y humor sarcástico; perfecto.
¿Pero quién era aquel extraño? Ella era una joven abogada, una chica de pueblo con pecas en la nariz y una gran vida interior. Y el hombre que le sacaba dos cabezas parecía una estrella de Hollywood.
–¿Es usted italiano? –fue lo único que se le ocurrió decir.
–Italoamericano –contestó él–. Y me parece que me gustan las fiestas tan poco como a usted. ¿Tengo razón?
No esperó respuesta. Tomándola del brazo, la guió a través de la sala. Mientras salían, a Carly se le ocurrió pensar que, como era nuevo en la ciudad, seguramente querría que le indicara dónde había una parada de taxis. Pero no salieron a la calle, no. La llevó hacia las oficinas…
–Creo que están usando ésta como ropero.
Carly lo miró, sin entender.
–Habrá traído usted un abrigo, supongo. Hoy hace mucho frío.
¿Sólo quería ayudarla a ponerse el abrigo?
–Pero yo no he dicho que quisiera marcharme…
–¿No quiere irse?
Sí, claro que sí, pero… ¿era una invitación para irse con él? A Carly se le aceleró el corazón, aunque lo dudaba.
–¿Quiere que le pida un taxi?
–No, mi apartamento está cerca de aquí.
–¿Está segura?
Él inclinó la cabeza para mirarla como el entrenador miraría a su boxeador después de que hubiera quedado noqueado.
–Absolutamente segura –contestó Carly, incómoda con el escrutinio del hombre–. ¿Por qué lo dice?
–Por nada. Es que me parece que ha bebido usted un poco…
–¿Me está juzgando?
Él se limitó a levantar una ceja. En fin, no iba a haber nada con él, de modo que sería mejor ahorrarse la agonía.
–Bueno, si no le importa… –Carly miró la puerta.
–Por supuesto –contestó él, apartándose.
¿Quién era aquel hombre?, se preguntó de nuevo. Lo único que sabía de él era que llevaba calcetines de colores, pensó Carly, aplastando la nieve con sus botas. Eran de color verde lima, con unos guantes de boxeo rojos y el escudo de algún club al que debía de pertenecer… de modo que quizá era lo que había pensado: un boxeador con mucho estilo.
Pero fuera lo que fuera, ella estaba demasiado ocupada intentando triunfar en el mundo de la abogacía como para pensar en aquel hombre.
Su cuerpo no estaba de acuerdo, claro. Su cuerpo quería cosas que el sentido común no le permitiría nunca. Afortunadamente, la razón prevaleció. Si sus intenciones hubieran sido poco honorables, ella se habría echado atrás. Jamás se habría dejado llevar por el deseo.
Nunca.
¡Jamás!
Bueno, sí, en fin, podría haberlo hecho.
Afortunadamente, la oportunidad para poner a prueba su resolución no iba a presentarse nunca. Podría no ser el cerebro más brillante de Gran Bretaña, pero sí era suficientemente juiciosa como para saber que el patito feo nunca se llevaba al príncipe.
En el aula no se oía ni un susurro. Hasta la mosca que estaba posada en el cristal de la ventana podría asegurar que el hombre que impartía la clase no podía ser más que italiano. Una cosa era segura: con su atractivo mediterráneo, su traje impecable y su mirada autoritaria, Lorenzo Domenico podría mantener a una audiencia hipnotizada. Las chicas habían entrado en estampida para asegurarse un sitio en el aula y aquella primera mañana había diez mujeres por cada hombre. Lorenzo Domenico podría ser nuevo en la ciudad, pero ya se había convertido en una leyenda.
Lorenzo paseaba mientras hablaba, deteniéndose ocasionalmente para lanzar una mirada impaciente sobre su encandilada audiencia. Quería comprobar si lo estaban escuchando. Él había estudiado mucho para llegar donde estaba y esperaba que sus alumnos pusieran toda su atención. Los ponía a prueba constantemente, a menudo de manera inesperada. En su opinión, cualquiera que poseyera una memoria fotográfica podría pasar un examen, pero ¿podrían entender las sutilezas de la ley y conseguir el mejor resultado para sus clientes? Él lo llamaba: pensamiento transversal. Algunos de sus alumnos decían que era poco razonable. Ésos eran los que suspendían siempre.
Además de dirigir el programa de becas, había aceptado ser el tutor de un joven abogado. Hacer varias cosas a la vez era su especialidad, la intolerancia hacia aquéllos que no eran capaces de estar a la altura, uno de sus defectos. Aunque su adorada madre no estaría de acuerdo porque, según ella, no tenía defecto alguno. Lorenzo sonrió. Su madre siempre tenía razón.
Luego miró sus papeles. Faltaba alguien en la clase. El instinto lo hizo mirar por la ventana…
–¿Me perdonan un momento? Eso no era una pregunta –dijo después. Cuando un murmullo de desilusión se extendió por el aula Lorenzo ya estaba en la puerta.
El estudiante que llegaba tarde acababa de estampar una bicicleta contra su inmaculado Alfa Romeo.
–¿Se puede saber qué hace? –exclamó.
–Es un arañazo muy pequeño –explicó ella, con sus ojos verdes llenos de sinceridad–. Ah… –entonces se puso pálida–. Hola.
Lorenzo se quedó inmóvil, atónito. Lo mirase como lo mirase, el asunto acababa de ponerse muy feo.
Carly, pálida, hizo un análisis rápido de la situación: Carly Tate choca contra el coche de su tutor, Lorenzo Domenico, el primer día de clase.
No sólo eso; acababa de recibir una carta en la que le informaban de que, además de ser su tutor, Lorenzo Domenico era el presidente del comité de la beca Unicorn, la beca que había prometido a sus padres que conseguiría.
Pero era evidente lo que él pensaba: «oh, no, ella otra vez no».
–Puede ver usted mismo lo pequeño que es –dijo, señalando el coche.
Pero ahora que lo miraba de cerca, el arañazo parecía haberse hecho más grande.
–¿Pequeño? –repitió él.
Era lógico que no lo hubiera reconocido por la noche. Desde que llegó a Inglaterra, Lorenzo Domenico no había parado el tiempo suficiente para hacer sombra. Ganar un caso que todos consideraban perdido en su primer mes de estancia en Londres lo había convertido en alguien tan solicitado que había un año de espera para solicitar sus servicios.
Lorenzo Domenico no volvería a casa en mucho tiempo, o nunca si había que creer los rumores, de modo que había llegado el momento de congraciarse con él.
–Lamento mucho lo de su coche…
–Lo lamentará, se lo aseguro –la interrumpió él.
Ah, genial. Una manera perfecta de empezar la tutoría. Sus compañeros tenían algún tutor anciano y amigable y a ella tenía que tocarle Torquemada, el Gran Inquisidor. Y, por desgracia, llevaba unos calcetines de cuadros escoceses, como sugiriendo que estaba dispuesto a ponerse a bailar sobre la tumba de sus ambiciones. Pero ella no pensaba rendirse sin luchar.
–Estoy segura de que lo del arañazo se puede solucionar…
–No intente practicar sus habilidades legales conmigo, señorita Tate. Mire mi coche…
–Es muy bonito.
–Me refiero al arañazo que acaba usted de hacerle, señorita Tate. Si lo examina con detenimiento verá que esto no se puede arreglar.
–Pero si casi no se ve…
Su determinación de luchar le agradó.
–¿Y un arañazo pequeño en un coche alquilado no será un problema para mí, señorita Tate?
La haría aprender, como a todos sus estudiantes. Tenían poco tiempo y debían aprender más que la letra de la ley; debían absorber una inconmensurable cantidad de sutilezas e interpretaciones. Si no eran capaces, lo mejor era descubrirlo lo antes posible.
–Vamos, vamos. ¿No es usted abogada?
–Soy abogada –replicó ella, mirándolo a los ojos.
Lorenzo disimuló una sonrisa. No quería que sus alumnos fracasaran, al contrario. Pero para eso tenía que ser duro.
–Puede que algún día sea una abogada, pero aún no lo es. Y si vuelve a llegar tarde a mi clase, no lo será nunca. Suspenderá el curso y perderá la oportunidad de ser considerada para la beca.
–Lo siento mucho…
–Eso ya lo ha dicho antes, señorita Tate.
–Lo siento muchísimo.
Carly lo miraba a los ojos de una manera tan directa que casi compensaba su metedura de pata. Y su rostro también era agradable a la vista, pensó Lorenzo. Aunque no era sofisticada precisamente, tenía un rostro fresco muy simpático. Después de las mujeres pintadas hasta las cejas que le habían presentado desde que llegó a Londres, resultaba un cambio agradable.
Y luego estaban sus alumnas… La mayoría le resultaban menos atractivas que los chicos. Algo que, como heterosexual que era, empezaba a preocuparlo.