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La catedral de Florencia, un vestido de cuento de hadas… ¡Y una novia a la fuga! Al descubrir que su prometido, el multimillonario Enzo Beresi, recibiría su herencia si se casaba con él, Rebecca Foley decidió abandonarlo en el altar. Se negaba a casarse con un hombre que no compartía sus secretos con ella. La inocente Rebecca estaba destrozada, pero no era capaz de romper el vínculo que la unía a Enzo. Por eso, decidió concederle veinticuatro horas para que se sincerara por completo. El atractivo italiano juraba que sus sentimientos hacia Rebecca eran auténticos, pero ¿se atrevería ella a creer en él lo suficiente como para ceder a la tentación de disfrutar juntos su noche de bodas?
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Seitenzahl: 213
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2023 Michelle Smart
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
El valor de la verdad, n.º 3084 - mayo 2024
Título original: Innocent’s Wedding Day with the Italian
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788411808903
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Epílogo
UN frenesí de cámaras disparando sus flashes recibió la llegada a la piazza a la imponente limusina. Desde el anuncio de su compromiso, Rebecca Foley había evitado las cámaras como si fueran la peste, pero había sabido desde el principio que aquel día sería imposible. Era el día de la boda del año. El soltero de oro de Italia estaba a punto de casarse y ella era la afortunada a la que él le iba a dar el sí quiero.
Mientras esperaba a que el chófer le abriera la puerta, Rebecca miró el espacio vacío que había a su lado, el espacio que su padre debería haber ocupado. Aquel coche debería ser también el coche de su padre, el clásico de los años sesenta que había comprado casi regalado cuando Rebecca se marchó para empezar la universidad. Cada vez que ella regresaba, su padre le mostraba con orgullo las lentas mejoras que había ido realizándole. Desgraciadamente, había muerto antes de terminar su proyecto. Saber que el coche estaba encerrado en un almacén le producía a Rebecca un enorme dolor, pero no le había quedado más remedio que hacerlo cuando se mudó a Italia. De hecho, le había resultado aún más duro que abandonar el único hogar que había conocido.
Apretó los puños y los dientes cuando el dolor la desgarró por dentro. Hacía cuatro años de la muerte de sus padres y el dolor de la pérdida era aquel día tan insoportable como lo había sido en los terribles y oscuros días posteriores a su fallecimiento. Rebecca nunca los había necesitado más que en aquellos instantes.
La puerta se abrió y el chófer le ofreció la mano.
No solo eran los paparazis los que esperaban la llegada de la novia a la catedral, sino también cientos de curiosos. Todos se apelotonaban tras el cordón de seguridad que Enzo había pedido que instalaran las autoridades, sufragando él mismo su coste. Tener tanto dinero significaba que podía saltarse los obstáculos a los que se enfrentaba la gente normal. También su dinero había permitido que el lujoso coche transportara a Rebecca hasta el centro de la plaza pública a la que, normalmente, se impedía la entrada a los vehículos.
Rebecca respiró profundamente e irguió la espalda antes de fijar una resplandeciente sonrisa en su rostro. Sacó primero un pie y después otro, rezando para no tropezarse con el vestido. Los vítores y los aplausos la transportaron al interior de la catedral florentina.
Se había estado imaginado aquel momento durante tanto tiempo… Un equipo con gran especialización y experiencia llevaba meses ocupándose de los preparativos de la boda. Se había imaginado mil veces la expresión de Enzo cuando la viera con aquel vestido de novia de cuento de hadas y la reacción que él tuvo cuando se giró no la defraudó. A cada paso que daba, Rebecca se acercaba a aquella expresión y se permitía verla con mayor claridad.
Enzo Beresi. Multimillonario hecho a sí mismo. Casi un metro noventa de puro músculo y testosterona. Una historia de éxito a la italiana. Cabello castaño oscuro peinado con un estilo elegantemente desaliñado. Siempre perfectamente vestido. La clase de hombre por el que las mujeres salivaban y al que los hombres envidiaban. De buen trato, encantador, tranquilo, ético, famoso por sus obras benéficas…
Y un mentiroso.
A lo largo de los cinco meses de noviazgo relámpago en los que él le había pedido que se casaran cuatro semanas después de su primera cita, Rebecca no había dejado de preguntarse por qué la había elegido a ella. ¿Por qué Enzo Beresi se había fijado en ella, una maestra de primaria de veinticuatro años cuando podía elegir entre las mujeres más atractivas del mundo? Podría haberse comprometido con cualquier mujer, pero la había escogido a ella. Le había robado el corazón y Rebecca se había enamorado perdidamente de él.
Cuando se acercó al altar, miró a la hermana de su padre, la mujer que tanto había hecho para ayudarla a superar el trauma que le había supuesto perder a sus padres en el espacio de tres días. Ella estaba sentada en el lugar que normalmente se reserva para la madre de la novia.
Rebecca apartó la mirada antes de que el dolor por la pérdida de sus padres y la pérdida de su futuro le resultaba insoportable.
Llegó junto a Enzo.
Cubría su increíble cuerpo con un esmoquin gris oscuro y una corbata rosa empolvado. Sus ojos castaños brillaban. Susurró el cliché que, seguramente, pronuncian todos los novios el día de su boda.
–Estás bellísima…
Era tan bueno. Tan creíble. Aquel rostro hermoso, esculpido, con una generosa boca y una regia nariz, expresaba adoración cuando le tomó la mano y la acercó a él.
A Rebecca le producía náuseas que siguiera reaccionando con una intensidad tan fuerte al contacto de Enzo. Le producía náuseas que siguiera deseando tanto al hombre que jamás la desearía a ella. Su insistencia en que esperaran a la noche de bodas para consumar su matrimonio no había sido el gesto romántico que ella había aceptado de mala gana.
En realidad, todo había sido una farsa.
Enzo no la deseaba. Solo quería lo que le reportaría casarse con ella.
Al menos, Rebecca sabía ya por fin por qué la había elegido a ella.
Con las manos entrelazadas, los dos se giraron hacia el sacerdote. Los quinientos invitados, entre los que se encontraban los más ricos, los más poderosos y los más guapos, se levantaron a una. Comenzó la ceremonia.
Durante los preparativos, Rebecca se había imaginado que el servicio resultaría largo e incluso se había visto animando al sacerdote para que abreviara y se apresurara en llegar a lo importante. Había practicado su italiano para poder decir perfectamente sus votos. Por supuesto, eran tan solo dos palabras, sí quiero, pero quería que el acento fuera perfecto.
Sin embargo, dado que ya lo estaba viviendo, deseó que la ceremonia transcurriera más lentamente. Cuanto más se acercaban al momento, más rápidamente pasaba todo y más se le aceleraba el corazón.
Por fin, el sacerdote llegó al momento más importante de la ceremonia.
Los dos se pusieron frente a frente y entrelazaron las manos.
–¿Tú, Enzo Beresi, tomas a Rebecca Emily Foley como esposa…?
Rebecca sintió náuseas. Enzo la miraba con adoración y, sin dudarlo ni un momento, dijo:
–Sí, quiero.
Había llegado el momento de Rebecca.
–¿Y tú, Rebecca Emily Foley, tomas a Enzo Alessandro Beresi…?
Rebecca respiró profundamente y miró a Enzo a los ojos. Entonces, con la voz más rotunda y firme que pudo reunir, lo suficientemente alto y fuerte para que la escucharan todos los presentes, dijo:
–No. No, quiero.
Enzo echó la cabeza hacia atrás como si ella lo hubiera abofeteado. La media sonrisa se heló en sus labios y su hermoso rostro palideció. Abrió la boca, pero no consiguió pronunciar palabra.
Lo único que había animado a Rebecca desde que abrió el sobre a primera hora de aquel día había sido imaginarse aquel momento, el instante en el que le infligiría una décima parte del dolor y de la humillación que ella estaba experimentando. Desgraciadamente, no sintió nada de la satisfacción que había anhelado. El discurso que se había preparado mentalmente se le ahogó en la garganta.
Incapaz de seguir mirándolo ni un segundo más, apartó las manos de las de él y se dirigió de nuevo hacia la puerta de la catedral dejando a su paso un sepulcral silencio.
Cuando Rebecca salió de la catedral y sintió el calor del sol sobre su rostro comprendió la magnitud de lo que acababa de hacer.
Varias horas antes, instantes antes de que llegara la peluquera, el hotel había recibido un sobre anónimo, con su nombre y el número de la suite en la que se alojaba. Sobre el envoltorio, se había escrito la palabra Urgente. Nada más abrirlo, la nube de felicidad que había envuelto a Rebecca hasta ese instante se había desvanecido. En aquellos momentos, sentía una dolorosa agonía en el interior de su ser, desgarrándole por completo el alma.
A duras penas, comenzó a bajar los escalones. De repente, los paparazis y los curiosos, todos charlando animadamente mientras esperaban que la ceremonia concluyera, se dieron cuenta de que la novia acababa de salir veinte minutos antes de lo esperado. Antes de que pudieran reaccionar, Rebecca se levantó la falda del vestido y echó a correr por la piazza. Dejó atrás la limusina que esperaba para transportar a la feliz pareja al banquete de bodas. Todos la miraron boquiabiertos. Ajena a todas las voces que gritaban su nombre, Rebecca siguió corriendo. No tenía en mente ningún destino en particular. Solo sentía una abrumadora necesidad de huir tan lejos como le fuera posible, de alejarse del hombre que le había roto el corazón. Habría seguido corriendo hasta destrozar los zapatos, pero, de repente, un tacón se le enganchó en el empedrado del suelo e hizo que cayera como una niña. Acabó de bruces sobre el suelo, a punto de estamparse el rostro contra el antiguo pavimento.
–¿Signorina?
Un grupo de muchachos adolescentes acudieron en su ayuda. Una nube de aftershave barato la envolvió mientras los chicos la ayudaban solícitamente a ponerse de pie. Le examinaron las manos los desgarros que se había producido en el encaje de un vestido de más de doscientos mil euros. Rebecca trató de darles las gracias mientras se secaba las lágrimas que le caían por el rostro, pero le resultó imposible pronunciar palabra. Al menos, consiguió esbozar algo parecido a una sonrisa y pudo negar con la cabeza cuando le ofrecieron un cigarrillo.
Entonces, en la distancia, resonó un grito. A continuación, muchos más. Suponía que la habían descubierto. En realidad, su hermoso vestido de cuento de hadas le impedía pasar desapercibida.
Con la cabeza, indicó una de las Vespas junto a las que habían estado reunidos los muchachos y preguntó:
–¿Me podéis llevar?
Solo uno de ellos comprendió lo que Rebecca les había dicho, dado que había hablado en inglés.
–¿Dónde quiere ir, signorina?
Rebecca dio el nombre de la avenida en la que estaba la casa de Enzo. Los muchachos la miraron con asombro. No era de extrañar. Era una de las áreas más exclusivas de Florencia.
–Por favor… –suplicó ella–. Per favore…
Rebecca miró hacia atrás y vio que una creciente multitud se acercaba cada vez más. Al notar su desesperación, los muchachos se pusieron en movimiento. En un abrir y cerrar de ojos, Rebecca se encontró encima de la Vespa, con el vestido recogido como mejor pudo, entre las piernas. Se aferró con fuerza al delgado muchacho y, segundos después, arrancaron. Con el resto del grupo a modo de escolta, el muchacho comenzó a sortear con habilidad el tráfico. El trayecto debería haberles llevado un mínimo de veinte minutos, pero los muchachos trataron el código de circulación como si fuera un incómodo e innecesario inconveniente y se plantaron delante de la verja de la casa de Enzo en menos de quince minutos.
Rebecca se bajó de la Vespa y marcó el código que abría la puerta.
–¿Me puedes llevar al aeropuerto? –le preguntó a su salvador mientras la puerta se abría–. Te pagaré.
El muchacho se quedó boquiabierto al ver la grandiosidad de la mansión que acababa de aparecer tras la pesada verja de hierro y sonrió.
–De acuerdo, signorina.
–Dame cinco minutos.
Rebecca levantó la mano, que no había dejado de sangrar, con los cinco dedos bien extendidos para reforzar lo que acababa de decir y echó a correr hacia la mansión. Antes de que llegara, Frank, el mayordomo de Enzo, salió a recibirla.
–¿Qué ha pasado? –le preguntó. Apenas habían pasado unas horas desde que Frank llevó en el coche el vestido de novia y todo lo que ella iba a necesitar para pasar la última noche de soltera en el hotel antes del que se suponía iba a ser el día más feliz de su vida.
Rebecca se limitó a sacudir la cabeza. No quería ponerse de nuevo a llorar.
Cuando franqueó la puerta de la mansión, se quitó inmediatamente los zapatos y echó a correr por el vestíbulo. Atravesó el arco que conducía al ala este de la casa y entró en la sala de cine. Las paredes estaban decoradas con carteles de las películas de Hollywood más famosas de los años cincuenta y sesenta. Rebecca se dirigió directamente a una, en la que aparecía una hermosa rubia flaqueada por dos hombres en bañador. La descolgó. Recordó lo mucho que se había reído cuando Enzo le mostró la caja fuerte. Recordó también la sonrisa que se le dibujó en el rostro cuando guardó en ella el pasaporte de Rebecca hacía una semana. A ella le había producido una gran felicidad, sintiendo que se había mudado allí con Enzo a pesar de que él había insistido en que no compartieran dormitorio hasta después de la boda. Ojalá hubiera sabido que era porque estaba más cerca de darle lo que de verdad Enzo quería. No era ella. Nunca había sido ella su objetico. Mientras aplicaba la retina al escáner, recordó el día en el que se habían conocido, cinco meses atrás.
Iban a celebrar el cumpleaños de su tía en un precioso hotel rural. El tiempo era tan frío y gris como la nube que llevaba envolviendo a Rebecca desde hacía tres años y medio. La sensación de desolación se acrecentó cuando, tras salir de la fiesta, Rebecca descubrió que tenía pinchada una rueda del coche. Sacó la de repuesto del maletero y comenzó a pelearse con los pernos de la llanta. Entonces, un hombre muy atractivo, con una deslumbrante sonrisa y unos maravillosos ojos castaños, se bajó de un coche que valía más que la casa de Rebecca y se ofreció a ayudarla. De hecho, insistió en hacerlo.
Recordó cómo él se había quitado el abrigo marrón oscuro y la chaqueta del traje que, con toda probabilidad, costaba más que el apartamento entero de Rebecca. Cuando se los entregó a ella, Rebecca notó un maravilloso aroma, muy masculino. A continuación, Enzo se remangó la camisa y se sentó en el suelo. Mientras procedía a cambiar el neumático, no había dejado de hablar con Rebecca, envolviéndola con su maravillosa y profunda voz, marcada con el acento más fantástico que ella había escuchado nunca. Cuanto terminó, Rebecca se sintió totalmente apesadumbrada al ver que él tenía los pantalones y la camisa manchados de grasa y de suciedad.
–Quiero que me envíe la factura de la tintorería –le había insistido ella mientras le devolvía la americana–. Es lo menos que puedo hacer.
–Bueno –dijo él mientras se ponía la chaqueta–, puede acompañarme al bar que hay en ese hotel para que podamos descongelarnos tomando algo caliente junto al fuego de la chimenea.
Rebecca aún podía experimentar la excitación que había sentido al escuchar aquellas palabras. Recordaba que le había mirado las manos para ver si estaba casado.
–¿Pero qué clase de recompensa es esa para usted? –replicó mientras lo ayudaba a ponerse el abrigo.
–Bueno, la persona con la que tenía una reunión se va a retrasar, con lo que no tengo nada que hacer durante la próxima media hora o así. Si me hace compañía, me evitará morirme de aburrimiento. De hecho –añadió–, me estará haciendo un favor. Una bebida y estaremos en paz.
Rebecca le había dedicado un sonrisa.
–De acuerdo. Pero pago yo –le había respondido.
A eso, Enzo se había limitado a fruncir el ceño y a chascar la lengua.
–Un caballero nunca deja que una dama le invite.
–¿Acaso no se ha dado cuenta de que ya estamos en el siglo XXI?
Los dos se echaron a reír. Rebecca había sentido una inmediata conexión con él desde el principio. Saber que todo había sido preparado cuidadosamente, que incluso él mismo le había pinchado la rueda…
La luz verde de la caja fuerte se encendió y la devolvió al presente. La puerta se abrió. Sintió que se le encogía el corazón al ver su pasaporte exactamente donde él lo había colocado, justo encima del de él.
Trató de contener las náuseas y lo tomó. Entonces, cerró de nuevo la puerta de la caja fuerte y salió corriendo de la sala de cine para dirigirse al dormitorio que había utilizado desde la primera vez que visitó la mansión, hacía ya varios meses.
Se preguntó cuánto tiempo tendría. ¿Decidiría Enzo ir a buscarla allí o iría primero al hotel en el que ella había pasado la noche y en el que, supuestamente, se iba a haber celebrado el banquete de bodas?
Metió el pasaporte en el bolso. Se había dejado el teléfono móvil en el hotel, con lo que no había nada que pudiera hacer al respecto. Tenía bastante dinero en efectivo para llegar al aeropuerto y suficiente también en su cuenta para poder regresar a casa.
Estaba a punto de marcharse cuando vio reflejada su imagen en un espejo y estuvo a punto de desmoronarse. El perfecto maquillaje que la estilista le había realizado aquella mañana estaba totalmente estropeado. El rímel se le había corrido y tenía los enormes ojos castaños totalmente enrojecidos. La boca se había convertido casi en una mueca que era incapaz de contener el grito de angustia que se escapaba de su interior. El minucioso trabajo que tanto tiempo le había llevado a la estilista había desaparecido y lo mismo había ocurrido con el de la peluquera. El artístico recogido tenía un aspecto desaliñado. El cabello rubio miel, medio suelto, y el vestido sucio y desgarrado le daban un aspecto lamentable. Decidió retirar las horquillas que sujetaban aún lo poco que quedaba del recogido. El cabello le cayó sobre los hombros.
Decidió que no podía perder más tiempo. Se recogió de nuevo la falda de su destrozado vestido de cuento de hadas y comenzó a bajar la escalera. Decidió que se compraría algo en las tiendas del aeropuerto y…
De repente, se detuvo en seco. El grito que llevaba tiempo conteniendo se le escapó entre los labios al ver al hombre que la esperaba junto a la puerta principal. El corazón comenzó a latirle a toda velocidad.
Enzo la observaba desde su imponente altura, con la mandíbula apretada. Había recuperado el color de las mejillas, aunque el cabello se le había despeinado lo suficiente como para perder la cualidad que le otorgaba ser un peinado de diseño. La corbata rosa empolvado había desaparecido y tenía los botones superiores de la camisa abiertos.
–Apártate de mi camino –le espetó ella. Enzo se limitó a cruzarse de brazos–. Te he dicho que te apartes.
–No –replicó él apretando visiblemente los músculos de los brazos.
La ira se apoderó de Rebecca. Se abalanzó sobre él y lo empujó con fuerza, con la intención de apartarlo de la puerta.
–¡Apártate de mi camino! –le gritó.
Desgraciadamente, él era demasiado alto, demasiado fuerte. Le agarró los brazos y se los inmovilizó contra los costados. Entonces, la obligó a darse la vuelta, sujetándola contra su fuerte torso, convirtiendo los brazos en una jaula.
–Estate quieta –le dijo cuando Rebecca comenzó a darle patadas.
–¡He dicho que me sueltes!
–Lo haré cuando te hayas tranquilizado –afirmó él. Rebecca sentía el cálido aliento sobre el cabello. Enzo hablaba con voz tranquila, aterciopelada, con su delicioso acento, como si quisiera demostrarle lo que buscaba en ella–. No puedes ir a ningún sitio. Les he ordenado a esos chicos que se vayan.
–En ese caso, tomaré un taxi.
–¿Y adónde irás? ¿Al aeropuerto?
–Quiero irme a casa.
–Estás en casa.
–No –replicó ella sacudiendo la cabeza. Las mejillas se le llenaron de lágrimas al recordar la alegría que había sentido cuando se imaginó aquella mansión llena de los hijos de Enzo, con el que ella disfrutaría de una maravillosa vida conyugal–. No.
–¿Por qué lo has hecho? –le preguntó él sin soltarla–. Dímelo, Rebecca. Dime por qué lo has hecho.
–¿Qué te parece a ti? Si no me sueltas ahora mismo, voy a gritar tan fuerte que me van a oír en toda Florencia.
Enzo le dio la vuelta con la misma rapidez y agilidad con la que la había inmovilizado. Le colocó las manos sobre los hombros. Los hermosos rasgos de su rostro estaban retorcidos por la ira
–Te atreves a compórtate como si fueras la que más ha sufrido cuando estabas pensando en tomar tu pasaporte y escaparte sin darme explicación alguna ni despedirte de mí. Me has humillado delante de todo el mundo. Tuve que robar una Vespa para llegar aquí antes de que pudieras marcharte. Dime por qué lo has hecho. Me lo debes.
–Yo no te debo nada –gritó ella mientras trataba de empujarlo y apartarse de él–. Sé quién eres, maldita sea. Sé perfectamente por qué te ibas a casar conmigo. ¡Lo preparaste todo!
Enzo palideció por segunda vez en menos de una hora. Dio un paso atrás, buscando algo contra lo que apoyarse. No parecía encontrar las palabras.
–Rebecca…
–¡No! ¡No quiero escuchar tus mentiras! Lo sé todo. Todo. Nunca me amaste ni me deseaste. Lo único que buscabas era mi herencia.
EN circunstancias normales, Rebecca se habría maravillado al ver la velocidad a la que Enzo recuperaba la compostura. De hecho, así le había ocurrido en el pasado. Siempre se había quedado asombrada al ver la capacidad que él tenía para refrenarse en las contadas ocasiones en las que había estado a punto de perder el control y hacerle el amor tal y como ella le había suplicado. A pesar de su evidente estado de excitación, visible incluso a través de la ropa que jamás se quitaba, siempre había logrado contenerse. Le bastaba respirar profundamente por la nariz para que la pasión que había visto arder en sus ojos desapareciera presa de una férrea compostura.
Al menos, por fin sabía cómo había sido capaz de contenerse. Mientras ella ardía en deseo, sintiendo incluso un dolor físico, para Enzo no había sido difícil refrenar las reacciones de su cuerpo. Estas solo habían sido una reacción automática, algo que él podría haber experimentado por cualquier mujer razonablemente atractiva.
Enzo la miró fijamente a los ojos.
–¿Cómo lo has descubierto?
Rebecca soltó una carcajada a pesar de las lágrimas.
–¿Es eso lo único que se te ocurre preguntar? ¿Lo único que te importa?
–Te lo pregunto porque es importante.
–Esta mañana, una mujer dejó en la recepción un sobre urgente para mí. No sé quién era esa mujer ni me importa.
–¿Era una copia del testamento de tu abuelo?
La ira volvió a apoderarse de Rebecca. Recordó que, en una ocasión, durante el transcurso de una comida, Rebecca le había mencionado que jamás había conocido a los padres de su madre por un distanciamiento que había ocurrido antes de que ella naciera. En aquel momento, frente a Enzo, la ira le hizo comprender la breve muestra de compasión que él le había dedicado y el hecho de que cambiara rápidamente de tema. Enzo ya lo sabía. De hecho, conocía su pasado mucho mejor que ella misma.
Lo conocía porque él había sido el socio de su abuelo y el hombre en el que este había confiado lo suficiente como para nombrarlo albacea de su testamento.
Eso significaba que Enzo debía de haber sabido todo sobre sus padres. La noche en la que Rebecca se acurrucó contra él y le contó cómo su padre había sufrido un ataque al corazón fulminante solo tres días después de que su esposa, la madre de Rebecca, falleciera de leucemia, Enzo le acarició el cabello y murmuró palabras de consuelo, pero, en realidad, él ya lo sabía todo.
–¿Cómo has podido hacerme esto? Todo este tiempo. Todas esas mentiras. Me dijiste que me amabas y, en realidad, lo único que querías era su empresa. Suéltame. Me duele hasta mirarte.