En busca de marido - Kristin Gabriel - E-Book
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En busca de marido E-Book

Kristin Gabriel

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Beschreibung

Annie tenía demasiados prometidos y ningún esposo. A pesar de los deseos de su casamentero padre, el detective privado Cole Rafferty estaba felizmente soltero. Cuando Annie Bonacci acudió a él en busca de ayuda, Cole le propuso un trato: si se hacía pasar por su prometida, él haría el trabajo gratis. Lo que no sabía era que estaba a punto de convertirse en el tercer prometido de Annie... y pronto desearía ser su único marido.

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Seitenzahl: 148

Veröffentlichungsjahr: 2017

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1999 Kristin Eckhardt

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

En busca de marido, n.º 5546 - marzo 2017

Título original: Annie, Get Your Groom

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-687-8790-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

No era momento para el pánico, se dijo Annie Bonacci. ¿Preocupada? Un poco. ¿Hiperventilando? Seguramente. Pero el pánico no era una opción. Aunque estuviera sujeta por la yema de los dedos al alféizar de una ventana en un cuarto piso. La ventana de su apartamento de Newark, por raro que pareciese.

—Tengo que cambiar de trabajo —murmuró, agarrándose con todas sus fuerzas al alféizar—. Necesito un cambio de ritmo, otra ciudad… Una escalera.

Annie miró hacia el oscuro callejón. Veinte metros era una estimación muy optimista. Pero ella era optimista por naturaleza; una chica de treinta años natural de Jersey que tenía su vida absolutamente bajo control.

Más o menos.

Y eso era lo que la metía en tantos líos.

Con el vestido rojo subido casi hasta las caderas y el viento de marzo soplando como un huracán, si no bajaba pronto de allí la encontrarían al día siguiente congelada como un muslo de pollo.

Pero eso no le daba miedo; lo que la asustaba de verdad eran los esbirros que había dentro de su apartamento. El chirrido furioso de unos frenos sonaba a música celestial comparado con los gritos que oía al otro lado de la ventana.

Le dolían las manos del esfuerzo, de modo que intentó agarrarse a la pared con los dedos de los pies. No podía saltar… alguien tenía que verla, alguien tenía que prestarle una escalera.

Pero la única persona que conocía su predicamento estaba en el hospital St. James con una pierna rota, varias costillas fracturadas y una conmoción cerebral. Todo por culpa de aquellos invasores.

Podía oírlos destrozando su apartamento en aquel preciso instante. Y aquellos matones no pararían hasta encontrarla… Había llegado el momento de buscar un escondite.

Pero antes tenía que salir de aquel lío.

La puerta del dormitorio se abrió como un pistoletazo y a Annie empezaron a sudarle las manos. Una pena, el truco de dejar un plato de macarrones sobre la mesa no había servido para distraerlos.

«Hora de moverse», pensó.

Afortunadamente, había una vieja cañería a su izquierda. No parecía capaz de sujetar siquiera la hiedra que se enganchaba al tubo y mucho menos sus sesenta kilos, pero…

Respirando profundamente, Annie alargó una mano para agarrarse a la cañería y colocó el pie derecho en una de las abrazaderas. El hierro se clavó en su carne, la tubería crujió bajo su peso y cuando iba a poner el otro pie…

Resbaló.

El duro metal le raspaba las manos mientras iba deslizándose por la tubería, intentando agarrarse con fuerza para ralentizar la caída, la fricción del metal quemándole el interior de los muslos.

Desgraciadamente, la tubería terminaba a dos metros del suelo y cayó como una piedra sobre la mochila que había tirado por la ventana unos minutos antes.

Annie se llevó una mano al corazón.

—Un día más en la vida de una periodista de investigación.

Lentamente, se levantó del suelo, con las rodillas temblorosas y todo el cuerpo dolorido. Deslizarse por una tubería oxidada en medio de la noche no era tan fácil como podía parecer.

Pero era necesario.

Tan necesario como marcharse de Nueva Jersey. Y sabía exactamente donde ir. Tenía un billete para Denver, Colorado y suficiente adrenalina como para llegar corriendo al aeropuerto de Newark.

Pero como sólo tenía una hora, lo mejor sería tomar un taxi.

Annie abrió la mochila, sacó un viejo impermeable y arrugó el ceño al ver los zapatos de tacón que había guardado a toda prisa. Unos zapatos muy adecuados para bailar un tango, no para salir corriendo.

Pero al menos no estaban hechos de cemento.

Se los puso, consolándose con un pensamiento: las cosas no podían ir peor.

Capítulo 1

 

HabÍa llegado el momento de la verdad.

Cole Rafferty respiró profundamente, intentando concentrarse. Todo dependía de aquel momento.

Los músculos de sus hombros se tensaron al máximo mientras apuntaba. Luego levantó el brazo y disparó.

La bola de papel voló hacia la canasta de baloncesto colgada en la puerta. Si conseguía aquel punto, su equipo ganaría la copa de América… no, el campeonato del mundo.

Ya estaba levantando los brazos en señal de victoria cuando la puerta se abrió, empujando la bola de papel, que cayó, inerte, sobre la moqueta.

—¡Falta! —gritó.

Ethel Markowitz se inclinó, y las costuras de su chándal amarillo de poliéster estuvieron a punto de estallar, para recuperar la pelota de papel.

—Basura.

—Dame la pelota, Ethel. Estoy jugando.

Ella arrugó la bola y tiró a canasta de espaldas.

—Esa red colgando de la puerta es muy poco profesional. Además, está llena de polvo. Debería pasarle el paño…

—No toques mi canasta, Ethel —la interrumpió él—. Ya te he dicho que el trabajo de un investigador privado es muy estresante. Necesito relajarme.

—Si se relaja un poco más tendré que tomarle el pulso.

—Hablas como una devota secretaria —sonrió Cole.

La mujer lo miró por encima de sus gafas bifocales.

—Tu padre pensaba que lo era. Trabajé con él durante treinta y cinco maravillosos años… y él no ponía los pies sobre la mesa.

—Porque te tenía miedo, Ethel. Pero yo sé que eres un alma cándida.

—Soy una solterona de sesenta y dos años que lleva zapatos ortopédicos. ¿Lo entiende, señor Rafferty?

—Lo entiendo, sí —sonrió Cole.

Ethel sacó un cuaderno del bolsillo.

—¿Más mensajes?

—Esta vez sólo han sido tres.

—No quiero saber nada.

—La señorita Abigail Collins colecciona ropa interior comestible y quiere saber cuál es su sabor favorito. Penny Biggs quiere presentarle a sus padres y una que se llama Rita está planeando… y cito textualmente: «una luna de miel que te cagas» gracias a las sugerencias de su compañera de celda.

—Mi padre se pasa cada día más —suspiró Cole.

—Porque es un buen padre que sólo piensa en usted. ¿Sabe lo que trabajó para redactar ese anuncio? ¿Las ganas que tiene de que siente usted la cabeza y le dé nietos de una vez?

—¿Y si le compro un hámster para que tenga algo que hacer?

Ethel volvió a mirarlo por encima de sus gafas.

—Era una broma, mujer.

—No me paga para que pierda el tiempo, señor Rafferty.

—Tampoco te pago para que redactes anuncios y los publiques en la sección de contactos personales.

Ethel no se puso exactamente colorada, pero el brillo de sus ojos la delató. Ella era la cómplice de su padre.

Desde que se retiró, Rex Rafferty dedicaba todo su tiempo a meterse en su vida. Le había apuntado a unas clases de cerámica, le regalaba libros sobre cómo conquistar a una mujer… Y la semana anterior puso un anuncio en el Denver Post proclamando a los cuatro vientos que Cole estaba buscando novia desesperadamente.

Anuncio para el que había recibido exactamente ciento treinta y dos respuestas.

Y no todas ellas de mujeres.

Si no quisiera tanto a su padre lo mataría. Porque el anuncio sólo era la punta del iceberg.

Y él era el Titanic.

—¿Tenías que dar mi número de teléfono en el anuncio, Ethel? Especialmente, después de poner eso de que «soy juguetón». ¿Tú sabes cómo suena?

—Ser juguetón es uno de sus defectos, señor Rafferty —contestó ella, señalando la canasta—. Y ya es hora de que siente la cabeza. Tiene que encontrar a una chica decente. Mi sobrina, por cierto…

Cole se aclaró la garganta. Un casamentero en su vida ya era más que suficiente. Además, no le apetecía discutir su estado civil. Tenía cosas más importantes que hacer. Como por ejemplo, terminar su partido de baloncesto.

—Ya me lo contarás otro día, Ethel. Ahora tengo trabajo —dijo, tomando un bolígrafo y poniéndose a estudiar atentamente un papel.

—El cinco horizontal es «jabato» —le informó ella—. ¿Qué le digo a la señorita que está esperando fuera?

—¿Qué señorita? No será una de esas locas que han contestado al anuncio, ¿verdad?

—No. Creo que es una cliente potencial.

—¿Una cliente? ¿Una cliente de verdad?

Ethel levantó una ceja.

—¿Esperaba una de mentira?

—¿Por qué no me lo habías dicho antes? —exclamó Cole, limpiando su escritorio a toda prisa—. No me estarás tomando el pelo, ¿verdad?

—No estoy tan desesperada por reírme.

Cole apartó los aviones de papel y limpió las migas de galletas.

—Dile que pase… No, espera. Tengo que ponerme los zapatos.

—¿Hoy hay venido calzado a trabajar?

—Tienes un problema con el sarcasmo, Ethel. No es nada profesional —sonrió Cole mientras su secretaria salía del despacho.

Un caso. Tenía un caso de verdad. Pero sería mejor no albergar demasiadas esperanzas. Investigaciones Rafferty no se dedicaba a casos interesantes precisamente. Su padre le había dejado el negocio, estipulando ciertas condiciones: por ejemplo, no investigar casos de divorcio. Nada de vigilancia de incógnito. Nada de carteles en la puerta… sólo un pequeño anuncio en las páginas amarillas y unas facturas suficientemente elevadas como para atraer sólo clientela con dinero.

Para cuando Cole quiso darse cuenta de las condiciones que había aceptado, ya era demasiado tarde. Investigaciones Rafferty era una de las agencias de investigación más sólidas y más aburridas de Denver. Hacía trabajos de consultoría en materia de seguridad para un par de grandes empresas, ocasionalmente investigaba algún caso de fraude para una compañía de seguros o comprobaba informes sobre algún empleado…

Pero, sobre todo, lo que hacía era estar en la oficina, aburrido e inquieto, intentando encontrar la forma de dejar Investigaciones Rafferty sin romperle el corazón a su padre.

Y a Ethel, que era tan importante en la agencia como su título de investigador que colgaba en la pared. Ella era la centinela que, desde el otro lado de su sancta sanctorum, se aseguraba de que ningún caso interesante cruzara esa puerta. Aunque lograse convencer a su padre de que tenían que aceptar otro tipo de casos, jamás lograría convencer a Ethel.

Y tampoco lograría convencerla para que se retirase.

Suspirando, Cole buscó una corbata en el cajón. Si Ethel había dejado pasar a aquella mujer era porque su caso no era emocionante en absoluto. Seguramente, alguna señora denunciado a su criada por robarle la plata. El año anterior se había pasado dos meses buscando un cazo que, por fin, apareció en una casa de empeños. Aparentemente, uno de sus hijos lo había empeñado para pagar deudas de juego.

Pero, en fin, había ganado dinero con el caso… y un par de citas con la criada, que no era inocente del todo.

De modo que su trabajo también tenía ciertas ventajas.

Pero no era un reto y a Cole le gustaban los retos. De hecho, vivía para ellos. Por eso se enroló en el cuerpo de policía de Westview, Ohio, antes de encargarse del negocio familiar.

Ahora, su único reto era seguir siendo soltero antes de verse atrapado en un matrimonio aburrido y predecible. Como estaba atrapado en su aburrido y predecible trabajo.

La puerta se abrió entonces y Cole levantó la mirada para ver a Ethel entrando con su cliente potencial.

Y no era aburrida.

Y, desde luego, no era predecible.

Era una chica alta con un impermeable arrugado y una gorra de cuadros sobre un montón de rizos oscuros. Ella se bajó un poco las enormes gafas de sol y lo miró con sus ojos azul violeta.

—¿Quién se supone que eres tú?

 

 

—Se supone que soy Cole Rafferty —contestó él con una sonrisa—. Pero soy flexible.

Annie se preguntó si su vida podría ir peor. Primero tenía que escapar de Newark, luego le robaban el bolso en el aeropuerto de Denver y ahora… esto.

El hombre que había tras el escritorio no se parecía en absoluto al elegante caballero de pelo gris cuya fotografía había visto en el vestíbulo. Aquel tipo era mucho más joven. Y más alto. Y más ancho de hombros.

Maldición. Ella no quería eso. Ella quería al señor mayor, al del pelo blanco y las arrugas. El tipo de hombre que te daba una palmadita en la espalda y te decía: «no te preocupes, hija».

No aquel chico con buenos bíceps y ojos seductores. La clase de hombre que siempre la enganchaba. La clase de hombre que siempre la metía en líos.

—¿Y usted? —sonrió Cole.

—Yo estoy teniendo un día horrible —suspiró Annie—. Quiero al otro señor.

—¿Qué otro señor?

—El que está en la foto del vestíbulo.

—Me temo que ese señor se ha retirado, o sea que tendrá que hablar conmigo, señorita…

—Me llamo Annie… —contestó ella. Enseguida lo lamentó. ¿Por qué tenía que darle su verdadero nombre? Eso era lo que le pasaba con tipos como Cole Rafferty. Esa era la razón por la que había jurado no volver a salir con ninguno hasta que supiera por qué siempre metía la pata.

—¿Sólo Annie?

—Annie… Jones —contestó ella, dejándose caer sobre la silla.

Annie Jones. Perfecto. Sonaba bien.

—Annie Jones —repitió él—. Y su acento es…

Genial. Doscientos dólares en clases de dicción no le habían servido de nada. Se puede sacar a una chica de Jersey, pero no se puedo sacar el acento de Jersey de una chica.

—No es ningún acento, es que tengo… un pequeño problema de dicción —improvisó Annie—. Pero no quiero hablar de ello.

—No, claro que no —intervino Ethel—. El señor Rafferty no quería hacerla sentir incómoda. Normalmente, no es tan insensible.

—Gracias, Ethel —dijo él, burlón—. Ya puedes volver a tu cueva, muchas gracias.

Su secretaria lo miró, muy digna, y luego cerró la puerta del despacho.

Cole Rafferty la estudiaba atentamente. Sus ojos eran de un marrón muy claro, como el chocolate con leche. Podría perderse en esos ojos… Annie se sacudió mentalmente. «Como que necesito volver a perderme».

Si no se hubiera perdido desde el aeropuerto hasta el hotel Regency el día anterior, quizá no estuviera metida en aquel lío. Quizá todo aquel viaje a Colorado era un mal sueño. A lo mejor estaba a punto de despertarse en su apartamento de Newark, a salvo, rodeada de cosas familiares: las sirenas de la policía, el humo, los cubos de basura hasta arriba…

Annie tuvo que aguantar el impulso de darse un pellizco. Su pesadilla sólo había empezado y era muy real. Newark ya no era un lugar seguro para ella.

Desde que traicionó a Quinn Vega.

Quizá tres mil kilómetros no fueran mucho para escapar de Vega, pero era un buen principio. Lo único que necesitaba era un buen plan y esperar que su mala suerte no la hubiera seguido hasta Colorado.

Cole Rafferty seguía mirándola. Tenía la nariz ligerísimamente torcida, el mentón cuadrado… y si era tan listo como guapo se había metido en un buen lío. Especialmente, porque necesitaba que se creyera la historia que iba a contarle.

Aunque no sabía cómo empezar. No había llegado tan lejos con los otros detectives y no quería estropearlo.

—Acepto su caso —anunció él entonces.

—¿Qué?

—Que acepto su caso. Por eso está aquí, ¿no?

«No puede ser tan fácil», pensó Annie.

—Sí, pero yo… aún no le he contado nada. Puede que no esté interesado.

—Estoy muy interesado, señorita Jones —sonrió Cole—. ¿Por qué el impermeable y las gafas de sol? ¿Se siente amenazada, perseguida?

—¿De verdad piensa aceptar?

—Creo que podré incluirlo en mi agenda, sí. Y ahora, cuéntemelo. Y recuerde que todo lo que diga será confidencial.

Parecía sincero, pero Annie no quería arriesgarse. Cuanto menos supiera, mejor. Además, ella era más que capaz de solucionar aquella situación. O, al menos, eso era lo que se decía a sí misma.

—No sabe lo que esto significa para mí, señor Rafferty…

—Llámame Cole.

—Cole —repitió ella—. No te puedes imaginar qué alivio. Pensé que no encontraría a nadie que me ayudase. Eres el sexto investigador privado al que acudo…

—¿El sexto?

—El tuyo era el último nombre de mi lista.

—¿Por qué no han aceptado los demás?

—La mayoría ni siquiera me ha dejado entrar en el despacho.

—¿Por qué no me dices en qué lío voy a meterme?

Annie carraspeó.

—Bueno, verás… no es muy complicado, aunque suena un poco raro.

—Me gustan las cosas raras —sonrió Cole.

Entonces aquello le iba a encantar.

—He perdido a mi prometido.

La reacción del hombre no fue la que ella esperaba. Para empezar, se le cayó el bolígrafo y luego apoyó la cabeza en el respaldo de la silla, cerrando los ojos como si le hubieran dado un golpe.

—Te ha enviado mi padre, ¿verdad?

—¿Qué?

—Esto es una trampa. Y Ethel lo sabía. Debería haberlo imaginado. Sabía que esto no podía ser verdad…

—No sé de qué estás hablando.

—Está perdiendo el tiempo, señorita Jones —dijo él entonces—. Estoy decidido a seguir siendo soltero, así que puede llevarse de aquí sus ojitos azules y su sonrisa de Mata Hari. Vaya a buscar a otro, yo no pienso caer en la trampa. Pero dígale a mi padre que esta vez casi me lo he creído.

Annie lo miró, incrédula.

—¿Qué pasa, no te has tomado la medicación?