2,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 2,99 €
Claire Dellafield tenía una misión: tenía que visitar los bares de solteros de Nueva York para recabar información para su tesis sobre los procesos de cortejo de los humanos. Poco sospechaba que la falda que le había dejado su compañera de piso le iba a proporcionar más sujetos de estudio de los que jamás habría soñado. Tampoco imaginaba que acabaría enamorándose del duro Mitch Malone, un policía de incógnito que no había podido resistir la tentación de llevársela a la cama, aunque quizás acabara llevándola también a la cárcel... ¡La falda era la solución!
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 209
Veröffentlichungsjahr: 2018
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2002 Kristin Eckhardt
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Una profesora irresistible, n.º 1194 - enero 2018
Título original: Sheerly Irresistible
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-9170-749-3
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
–Eso es –dijo el fotógrafo mientras la enfocaba con la cámara–. Arquea la espalda; así… Ahora haz un mohín. Piensa en algo triste.
Desgraciadamente, Claire Dellafield solo podía pensar en lo ridículo que resultaba que una antropóloga se tendiera sobre un contenedor en un callejón de Nueva York. Aquello no era desde luego lo que había imaginado que haría en su primer día en la ciudad más emocionante del mundo.
Se bajó del contenedor de basura y se despegó del cuerpo el escote empapado en sudor.
–Mire, pensé que íbamos a sacar unas cuantas fotos delante del club. Una foto que la universidad pueda publicar cuando se edite mi proyecto de investigación. Esto –señaló a su alrededor–, no tiene sentido.
El fotógrafo bajó la cámara.
–Soy Evan Wang. Y no recibo órdenes de nadie. Usted es la modelo, yo el artista. Confíe en mí.
–Yo no soy ninguna modelo –le aclaró, solo para asegurarse de que Evan tenía claro su cometido–. Soy catedrática de Antropología.
–Sí, eso es un problema –musitó Evan, estudiándola desde un ángulo distinto–. Pero por eso la gente dice que hago milagros.
Claire ahogó un suspiro, deseando haber hecho caso de su instinto y haber rechazado aquel proyecto de investigación. Pero ese era un lujo que una antropóloga novata como ella no podía permitirse. Sobre todo cuando las becas de investigación eran tan escasas. De modo que de mala gana había accedido cuando Penleigh College se había acercado a ella para que revisara un estudio llamado Extraños en la Noche que veinticinco años atrás había hecho famoso a su padre y a su colega. Sin duda habría gente que seguiría acusándola de ir montada en el carro de su padre. Y a veces Claire se preguntaba si tendrían razón.
Claire se levanto la espesa melena castaña del cuello, esperando refrescarse un poco. En Penleigh, Indiana, la pequeña ciudad que había sido su hogar, jamás había hecho tanto calor. Había compartido una casa con su padre en el campus de la universidad hasta hacía nueve meses, cuando él había fallecido después de librar una dura batalla contra una grave enfermedad del riñón. Después de su muerte, Claire había ocupado el puesto de su padre haciéndose cargo de sus clases, y en el presente estaba repitiendo su proyecto de investigación.
El recuerdo de su padre le atenazó la garganta. Marcus Dellafield había estado en aquel mismo lugar hacía veinticinco años. Aunque en aquella ocasión no había habido ninguna foto sexy que ilustrara su estudio sobre los hábitos de apareamiento en el ser humano que había llevado a cabo en La Jungla, uno de los bares de solteros más conocidos de Nueva York.
Pero el padre de Claire había hecho más que aquel proyecto de investigación todos esos años atrás. Había adoptado a la pequeña Claire, se la había llevado a Penleigh y la había educado él solo. Eso había sido lo que había captado el interés de los medios de comunicación: la historia de un solitario profesor que le había dado a una niña nacida fuera del matrimonio una vida de cuento.
Y así había sido. El padre de Claire se la había llevado en todos sus viajes de investigación, mostrándole mientras tanto lo que era el mundo y la vida. Había estado en lugares como Borneo y Tasmania; comido con los maoríes de Nueva Zelanda, o navegado por el Amazonas.
Y ella había disfrutado de cada momento, al igual que su padre. Durante los últimos meses de su enfermedad, a menudo le había dicho que no se arrepentía de nada. Marcus Dellafield no había dejado nada pendiente; y había disfrutado de su vida.
Claire planeaba hacer lo mismo. Solo que la vida no siempre cooperaba con ella. A lo mejor una vez completado aquel proyecto de investigación, podría empezar a hacer realidad sus sueños, a elegir por sí misma.
–Tengo una idea –dijo por fin Evan–. Vamos a aprovecharnos de tu inocencia natural. Apostaremos por el aire Mary Richards.
–¿Mary Richards? –repitió Claire algo confusa.
–Ya sabes –dijo Evan mientras metía la mano en su enorme cartera amarilla–. Del viejo Show de Mary Tyler Moore. Una chica soltera en la ciudad, lista para revolucionar al mundo con su sonrisa.
–Sé quién es –contestó Claire.
–Aquí está –dijo Evan mientras sacaba una boina color frambuesa de la cartera, que seguidamente le pasó a Claire–. Póntela.
–¿Qué tal? –preguntó después de ponérsela.
–¡Perfecta! –Evan le ajustó un poco la boina y retrocedió un paso–. Ahora ábrete un poco la blusa.
Se miró la blusa de algodón amarillo, entonces se encogió de hombros y se la desabrochó, quedándose tan solo con la camiseta blanca y los shorts color caqui.
–Mucho mejor –afirmó Evan mientras se pegaba la cámara al ojo–. Ahora apóyate sobre la puerta. Imagínate que es un hombre, y hazle el amor.
Claire se puso de pie mientras miraba con el ceño fruncido la vieja puerta mosquitera llena de óxido.
–No recuerdo que Mary le hiciera el amor a ninguna puerta.
Evan suspiró con fastidio.
–De momento es lo único que tenemos. Colabora conmigo.
De pronto la puerta mosquitera se abrió y Claire se dio un golpe en la espinilla.
–¡Ay!
–Disculpe –murmuró un hombre que salía de espaldas por la puerta.
Era alto, moreno y llevaba el pecho descubierto.
Se volvió hacia ella, con una caja de cerveza vacía en las manos. Pero fue aquel torso amplio y desnudo lo que hizo que a Claire se le hiciera la boca agua; además de un cabello negro y brillante, una barba de dos días y un par de ojos de un azul intenso y luminoso. Tragó saliva para no babear.
El hombre levantó el tono de voz, lleno de impaciencia.
–Disculpe.
Ella se apartó del umbral para dejarlo pasar y él dejó la caja de cerveza junto al contenedor; entonces desapareció de nuevo por la puerta del club.
–Oiga, señor –le gritó Evan, acercándose a la puerta–. ¿Podría ayudarnos? –le preguntó cuando el hombre volvió a salir con otra caja de cerveza.
–¿Qué es lo que necesitan?
–Me llamo Evan y esta es Mary –dijo, señalando a Claire.
–Claire –le corrigió ella.
–Lo que sea –contestó Evan haciendo un gesto con la mano para restarle importancia–. ¿Y usted se llama?
El hombre vaciló unos momentos mientras los miraba a los dos.
–Mitch. Mitch Malone.
–Bueno, Mitch, estoy intentando terminar una sesión de fotos y Mary, quiero decir Claire, tiene problemas para hacerle el amor a la puerta. Se me ha ocurrido que si tuviera un apoyo humano tal vez funcionaría mejor.
Mitch ni siquiera pestañeó ante la extraña propuesta.
–Lo siento, pero tengo que sacar veinte cajas más.
–Perfecto. Es justo lo que necesitamos.
Evan se adelantó y colocó a Claire delante del hombre.
–Te parece atractivo, ¿verdad?
Ella se aclaró la voz al notar que Mitch la miraba. Tenía los ojos más azules que había visto en su vida.
–Yo, esto… quiero decir… Es muy agradable.
–Mitch es más que agradable –le dijo Evan mientras volvía colocarse tras la cámara–. Es todo lo que siempre has deseado en un hombre. Ahora demuéstrame lo mucho que lo deseas. Intenta seducirlo con un estupendo lenguaje corporal mientras él entra y sale del edificio.
Claire se volvió hacia Evan. Se estaba poniendo colorada.
–¿Es todo esto necesario?
Evan levantó ambas manos.
–Nada de preguntas, ¿recuerdas? Aquí el artista soy yo.
–Voy a volver al trabajo –dijo Mitch depositando la caja junto al contenedor.
–Sí, continúe –Evan empezó a tirar una rápida sucesión de fotografías mientras Mitch entraba de nuevo en el edificio–. De acuerdo, ahora espera a que salga, Claire… Ahí está… Ahora, recuérdalo, queremos que sea algo sensual. Picante.
Claire se quitó de en medio mientras Mitch dejaba otra caja en el suelo; cada vez se sentía más ridícula. Y para colmo de males él parecía totalmente ajeno a su persona. Claire intentó ponerse sensual; hacer un mohín. Incluso intentó abrirle la puerta y colocarse en una postura sexy, pero solo consiguió sacar la puerta mosquitera del marco.
–Continúa. Ya vamos mejor –le dijo Evan sin dejar de tomarle fotos mientras ella estaba allí con las manos en jarras y Mitch pasaba una vez más a su lado.
Lo peor de todo fue que Claire no parecía poder apartar la vista de él. Claro que aquel hombre estaba medio desnudo. Una fina película de sudor cubría su musculoso torso de piel bronceada.
Había visto hombres medio desnudos otras veces en sus viajes, pero los movimientos de ese hombre resultaban tremendamente cautivadores. Mitch era sin duda un producto de su entorno. Sólido. Primitivo. Natural.
De algún modo su presencia pareció aumentar la temperatura ambiente.
–No está mal –dijo Evan por fin mientras colocaba otro rollo en la cámara–. Ahora probemos algunas poses estilo Mary. Buscamos un look despreocupado. Prueba a lanzar la boina al aire.
Claire se apartó de la puerta de atrás de La Jungla, más que lista para terminar la sesión.
–¿Así? –lanzó la boina al aire, entrecerrando los ojos para protegerlos del brillante sol del mes de junio.
–Bien –dijo Evan mientras la cámara runruneaba–. Ahora, vuelve a hacerlo. Pero esta vez quiero que la atrapes.
Claire atrapó la boina y en ese momento oyó que la puerta mosquitera chirriaba de nuevo. Con el rabillo del ojo vio que Mitch dejaba en el suelo otra caja de cerveza. Empeñada en demostrarle la misma indiferencia que él a ella, lanzó la boina con fuerza en el aire. Solo que la lanzó un poco desviada y tuvo que retroceder para que la boina no cayera al suelo. Pisó una lata aplastada, perdió el equilibrio y cayó sobre algo duro y caliente.
Mitch.
Él le echó las manos a las caderas para evitar que se cayera.
–¿Estás bien?
Claire tomó aire, bien consciente de que unos dedos largos le rodeaban la cintura y de que tenía la espalda apoyada en el pecho desnudo de aquel hombre.
–Estoy bien.
Él la soltó y recogió la boina.
–Aquí la tienes, Mary.
–Claire –suspiró.
–Como sea.
Una hora más tarde, Claire se dijo que debía dejar de pensar en la sesión fotográfica y en Mitch Malone. Bajó del taxi en Central Park West temblando de emoción; después esperó a que el taxista le sacara los bultos del maletero. El Willoughby, un edificio de apartamentos con el borde de la fachada de estilo Art Decó, se alzaba ante ella.
Su madrina, Petra Gerard, vivía allí, y Claire estaba deseando volver a verla. Pero primero tenía que pasar delante del joven que estaba sentado en una hamaca en el vestíbulo de paredes de cristal del edificio. Llevaba un bañador tipo short de lunares azules y blancos, gafas de sol de espejo y la nariz cubierta de óxido de zinc color verdoso.
Mientras arrastraba su maleta a través de la pesada puerta de cristal, él ni siquiera levantó la vista. Solo estaba allí, canturreando la música que salía por los altavoces y con los pies metidos en una piscina para niños.
Ella se detuvo para recuperar el aliento mientras los Beach Boys cantaban Californian Girls.
–Si no me das la contraseña –dijo el hombre–, me veré obligado a detenerte con la llave mortal veneciana.
–¿Y usted es? –dijo mientras se fijaba en su torso desnudo y sin vello.
Entonces vio el tatuaje que tenía en su bíceps derecho; parecía un pequeño schnauzer.
–Me llamo Franco Rossi. Aspirante a actor, cinturón negro y portero temporal –se colocó las gafas en la cabeza y siguió con la mirada la de Claire–. Es Toto. El tatuaje, no la contraseña. Soy un gran fan de El Mago de Oz.
–Ah –contestó ella, preguntándose si no estaría mal de la cabeza.
Él sonrió.
–Ya no estás en Kansas, chica.
–Soy de Indiana.
–Lo mismo da.
Claire dejó sus maletas sobre el pulido suelo de mármol.
–He venido a ver a Petra Gerard. Me está esperando.
–Ah, Petra –Franco sonrió–. Es una de mis inquilinas favoritas. Aunque algo distraída.
Eso era un decir. Petra siempre le echaba la culpa a la inspiración de su total falta de atención por el detalle. La madrina de Claire, que había sido profesora de arte en Penleigh, había sido una de las mejores amigas de Marcus Dellafield y con frecuencia los había visitado. Llena de vida y algo excéntrica, Petra tenía más energía que muchas mujeres con la mitad de años que ella. Se había jubilado de la enseñanza a los sesenta y mudado a Manhattan, embarcándose en una muy lucrativa carrera de escultora.
–Haría el favor de decirle que estoy aquí. Me llamo Claire Dellafield.
–Me encantaría, Claire –ronroneó Franco–, si puede pagarme el billete de avión a Las Bermudas. Petra se marchó hará una semana y no sé cuándo va a volver.
A Claire se le cayó el alma a los pies.
–¿Las Bermudas?
–Ha ido a participar en la categoría senior del concurso Miss Universo. Conociendo a Petra, probablemente volverá con el título.
Claire sacudió la cabeza.
–Petra no puede estar en las Bermudas. Se suponía que debía presentarme a un tal señor McLaine. Me va a alquilar su apartamento durante el verano.
Él suspiró.
–A ti y todas las demás. Ya hay un grupo ahí esperando la subasta.
–¿Subasta?
–Petra debería haberte dado los detalles, pero probablemente creyó a Tavish cuando este prometió no volver a hacerlo –Franco se inclinó hacia delante y bajó la voz, aunque estaban solos en el vestíbulo–. Tavish McLain subasta su apartamento todos los veranos. El año pasado se pelearon por él una bailarina rubia y un clon de Madonna. La bailarina incluso ofreció un incentivo extra, ya me entiende. A Tavish le encantan las rubias, de modo que se divirtió muchísimo.
Claire se apoyó contra la puerta de cristal, vagamente consciente de que su ropa aún olía un poco al contenedor donde se había apoyado. Con Petra fuera del país, no tenía ningún sitio dónde ir y desde luego tampoco dinero suficiente para pasar el verano en la habitación de un hotel de Nueva York. Se preguntó si acampar en Central Park no sería más peligroso que montar una tienda en la sabana africana.
Franco hizo un gesto con la mano para que se retirara.
–Me estás tapando el sol. Estoy intentando ponerme moreno.
Entonces gimió al ver que otra mujer entraba en el edificio con paso resuelto.
–Vaya, aquí viene otra. ¿Cómo se supone que voy a relajarme si no para de entrar y salir gente de aquí todo el día?
Claire miró a la mujer, que entraba en ese momento en el vestíbulo. Era bonita. Y rubia. Precisamente el tipo de McLaine… , a no ser que Claire llegara primero hasta él. Se volvió de nuevo hacia Franco.
–Necesito ver a Tavish McLaine. Inmediatamente.
–Contraseña.
–¿Podría darme una pista?
–Estoy esperando –dijo Franco con impaciencia.
–Toto –aventuró la rubia mientras le miraba el brazo.
–Casi, pero no –entonces empezó a entonar la primera estrofa de Somewhere Over de Rainbow antes de recuperar la compostura–. ¿Estáis aquí por el apartamento?
–Sí –contestaron al unísono.
–Este es el día de suerte de McLaine –declaró Franco–. El día con el que sueña los trecientos sesenta y cuatro restantes del año. Estará rodeado de mujeres.
–Nos gustaría unirnos a las demás –dijo la rubia.
Franco se acercó a ellas y susurró:
–Podríais intentar darme el nombre del actor que hacía de león cobarde.
Claire y la rubia se miraron, y seguidamente ambas soltaron:
–Bert Lahr.
–Excelente –contestó Franco con una sonrisa.
–¿Entonces Bert Lahr es la contraseña? –preguntó la rubia.
–No. Pero me gusta que las dos conozcáis bien la película El Mago de Oz, de modo que podéis pasar.
Claire se volvió hacia Franco mientras la rubia apretaba el botón del ascensor.
–¿Qué te parece si me das un consejo para ganarme a McLaine?
Franco se encogió de hombros.
–Como he dicho, le gustan las rubias. Pero tal vez puedas enseñarle un poco el escote, menear un poco las caderas y ver lo que pasa.
Claire se miró la camiseta. A Mitch Malone no parecía haberle impresionado demasiado su escote. Claro que en realidad la opinión de un extraño le importaba muy poco. Un bravucón espabilado que sin duda trataba a las mujeres como juguetes. Sin duda no era su tipo.
Un timbrazo anunció la llegada del ascensor y sacó a Claire de su ensoñación. Agarró sus maletas y avanzó para meterlas en el ascensor; afortunadamente, la rubia la ayudó a meter la maleta más grande.
–Gracias –dijo Claire cuando se cerraron las puertas–. Me llamo Claire Dellafield.
–Yo A. J. Potter –contestó la rubia mientras la estudiaba con la mirada–. Me figuro que somos competidoras.
Ella suspiró.
–No tengo suficiente dinero para competir.
–¿Quieres aunar fuerzas y que apostemos juntas?
¿Y vivir con una extraña?
–No lo sé. Yo…
–Chica lista. Alguien te aconsejó antes de venir a la grande y peligrosa ciudad –A. J. metió la mano en su bolso–. Me acabo de enterar que la apuesta va a ser muy reñida, y tengo la intención de ganar. Piénsatelo.
Las puertas del ascensor se abrieron en la planta sexta y Claire arrastró sus maletas hasta un atestado pasillo. Había otros apartamentos en esa planta, pero resultaba obvio cuál pertenecía a McLaine. Docenas de personas se agolpaban alrededor de la puerta abierta.
–Creo que va a costar algo más que enseñar el escote –se dijo Claire entre dientes.
Claire y A. J. se metieron como pudieron en el apartamento justo a tiempo de ver empezar la subasta. Había rubias de todos los tamaños y modelos. Claire se sentó en su maleta y se preguntó cómo competir con tantas.
–Esto es ridículo –murmuró A. J., y seguidamente sacó su teléfono móvil.
Claire levantó la vista y vio a una mujer alta y morena que iba hacia ellas. Al menos no era la única por allí que no era rubia.
La morena miró a A. J. y después se volvió hacia Claire.
–Qué pasada, ¿verdad?
–No es exactamente lo que yo esperaba –señaló sus maletas–. Tenía pensado mudarme hoy mismo. Ahora no sé qué voy a hacer.
La morena se pasó el paquete que llevaba en un brazo al otro.
–Hoy es tu día de suerte. Trabajo en un hotel; así que te prometo que esta noche no dormirás en la calle. Y puedes darte un estupendo baño de espuma, si quieres.
Córcholis. Tal vez Claire no fuera la única que había notado el olor a basura que impregnaba su ropa. Pero aún no estaba dispuesta a aceptar caridad.
–No puedo…
–Oh, eso ya lo he entendido –dijo la morena en voz baja–. Sería una de esas habitaciones que no se alquilan. No te van a cobrar nada.
Aquella mujer estaba echando por tierra la reputación que tenían de indiferentes los habitantes de Nueva York.
–¿Y por qué ibas a hacer eso? Ni siquiera me conoces.
–Porque puedo. Porque ser solidaria con las demás mujeres fue algo que me inculcó mi madre. Y, oye, me gusta esa maravillosa sensación que noto por dentro cuando hago el bien a una mujer.
A. J. se echó a reír.
–A mí también, pero no me pasa cuando ofrezco a alguien una habitación de hotel gratis.
La morena le sonrió.
–Samantha Baldwin.
–A. J. Potter –las dos mujeres se dieron la mano–. Al decirle eso parecía una madam recogiendo a una pobre chicuela en una casa de mala reputación. Creo que la has asustado.
–No me ha asustado –protestó Claire–. Solo estoy fascinada por un comportamiento tan anormal. Anormal para un neoyorquino, al menos.
Pensó en el comportamiento de Mitch de esa tarde y una sensación de calor le trepó por el cuello. Aquel tipo no le había hecho ni caso. Nadie le había dicho jamás que fuera una belleza, pero tampoco habían salido corriendo los hombres al verla. Era de peso y estatura media, más alta que A. J. pero más baja que Samantha. Le habría gustado adornar con mechas su larga melena castaña, pero tras hacerse cargo de las clases de su padre no había tenido tiempo para nada. Su grandes ojos color topacio, un tono poco habitual, eran su mejor atributo, y muchas veces se preguntaba si los habría heredado de la madre que la había entregado en adopción. Se miró el anillo de esmeraldas que llevaba en la mano izquierda, y el vibrante color le recordó a los ojos de su padre. Él le había regalado el anillo cuando había cumplido dieciséis años. Ese verano habían realizado un viaje de investigación a Sudamérica y ella se había enamoriscado de uno de los alumnos de su padre que hacía el último curso, pero el hombre apenas se había fijado en ella.
Cosa que parecía seguir ocurriendo con los demás hombres.
De pronto se preguntó qué tendría ella que los hombres la ignoraban. No había salido con demasiados en Penleigh, pero había supuesto que se había debido a que la mayoría de los que vivían en el campus sabían de la enfermedad de su padre y no habían querido importunarla.
¿Pero y si hubiera otra razón? Claire se dijo enseguida que eso era una tontería y que no era el momento adecuado para obsesionarse con su vida amorosa, o la falta de ella. Necesitaba centrarse en aquel proyecto e intentar encontrar el modo de dar un giro nuevo y refrescante al asunto de las relaciones amorosas. Extraños en la Noche había sido uno de los primeros proyectos dedicados a estudiar el efecto de la revolución sexual en los jóvenes solteros. A este le habían seguido mucho estudios que Claire no imaginaba que hubieran añadido nada nuevo a aquel tema. Y eso mismo le había intentado comunicar a la junta de dirección de Penleigh, pero sin éxito.
Lo cual le ponía más difícil la tarea de encontrar un sitio en el mundo de la antropología, aunque no fuera una tarea imposible. Pero antes que nada debía encontrar un lugar donde hospedarse.
Tal vez debería aceptar la oferta de Samantha y después mudarse a casa de Petra cuando volviera de Las Bermudas. Desgraciadamente, Claire no tenía idea de cuándo podría ser eso. Conociéndola podría ser a la semana siguiente, o a año siguiente.
–¿Cómo te llamas?
Claire pestañeó y vio que las mujeres la miraban. Había perdido totalmente el hilo de la conversación.
–Claire Dellafield. ¿Por qué?
–Vamos a formar un grupo para alquilar juntas. ¿Quieres unirte a nosotras?
Claire se puso de pie, sintiendo que su suerte estaba a punto de cambiar.
–¿Queréis decir que compartiríamos el piso?
–Parece que las funciones cerebrales están intactas –comentó A. J.–. ¿Fumas?
Claire sacudió la cabeza.
–Pero puedo aprender.
Samantha se echó a reír.
–Parece que le va la diversión.
Claire las miró a las dos, dándose cuenta de que sería la primera vez en su vida que viviría con mujeres de su edad. A pesar de lo mucho que había querido a su padre, a veces no había podido evitar sentir que le había planeado demasiado la vida. En ese momento entraba en terreno desconocido, y le pareció aterrador y emocionante al mismo tiempo.
–¿Con cuánto puedes contribuir al alquiler?
Claire hizo un rápido cálculo mental.
–Con ochocientos.
–En total serían cuatro mil seiscientos –suspiró A. J.–. No creo que el alquiler llegue a tanto.
La puerta se abrió y las presentes se dieron la vuelta al unísono para ver entrar a dos hombres.
–A por ello –dijo A. J. entre dientes.
Claire notó que varias rubias se ajustaban la blusa al tiempo que Tavish avanzaba hacia el centro de la habitación. A Claire le recordó a un chamán que había visto una vez en Sudamérica. Ambos tenían aquel aire de machito, como si pensaran que controlaban el mundo.
–Ponte delante de mí –le dijo Samantha, que de pronto se llevó las manos a la cintura y se bajó la cremallera de la falda.
Claire observó con incredulidad cómo Samantha se quitaba la falda.
–¿Qué estás haciendo?
–Creo que tengo algo que tal vez convenza al señor McLaine para que nos dé lo que queremos.
–¿El qué? –preguntó A. J.–. ¿Una pistola?
–Mejor aún –contestó Samantha mientras deshacía el paquete que tenía en la mano y sacaba una prenda negra–. Una falda mágica.
Claire y A. J. se miraron con escepticismo.
–¿Has dicho una falda «mágica»?