En el reino del deseo - Clare Connelly - E-Book
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En el reino del deseo E-Book

Clare Connelly

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Beschreibung

Ella le dio un hijo….y conseguiría convertirla en su reina. La vibrante artista Frankie se quedó perpleja cuando el enigmático desconocido al que había entregado su inocencia reapareció en su vida. Sus caricias habían sido embriagadoras, sus besos, pura magia… y su relación había tenido consecuencias que Frankie no había podido comunicar a Matt porque había sido imposible localizarlo. Pero no se esperaba recibir una sorpresa aún mayor: ¡Matt era en realidad el rey Matthias! Y, para reclamar a su heredero, le exigía que se convirtiera en su reina.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2019 Clare Connelly

 

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

En el reino del deseo, n.º 2764 - febrero 2020

Título original: Shock Heir for the King

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-048-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

MATTHIAS Vasilliás adoraba tres cosas en la vida: la luz del ocaso, el país que gobernaría en una semana y las mujeres, aunque a estas solo para relaciones breves y basadas exclusivamente en el sexo.

La brisa sacudió el visillo de gasa y él observó la tela flotar, cautivado por su belleza y fragilidad, por la fugacidad del instante. Por la mañana se marcharía y la olvidaría. Volaría a Tolmirós para afrontar su futuro.

Su viaje a Nueva York tenía otro objetivo, no había planeado conocer, ni mucho menos seducir, a una mujer virgen, cuando a cambio de un regalo tan precioso no podía ofrecer nada permanente.

Él prefería a mujeres expertas, que comprendían que un hombre como él no pudiera hacer promesas de ningún tipo. Algún día se casaría, pero la elección de esposa sería política, una reina a la altura del rey, capaz de gobernar el reino al lado de su esposo.

Pero, hasta entonces, Matthias disponía de aquella noche con Frankie.

Ella le recorrió la espalda con las uñas y Matthias dejó de pensar, adentrándose en ella, apoderándose de la dulzura que le ofrecía al tiempo que gritaba su nombre en la tibia noche neoyorquina.

–Matt.

Usó la versión abreviada de su nombre. Había sido una novedad conocer a una mujer que no sabía que era el heredero de un poderoso reino europeo a punto de ser coronado. «Matt» resultaba sencillo, fácil, y en pocas horas, dejaría de existir.

Porque gobernar Tolmirós significaba abandonar su amor por las mujeres, el sexo y todo lo que hasta entonces habían sido sus pasiones fuera de las exigencias de ser rey. En siete días, su vida cambiaría drásticamente.

En siete días sería rey. Estaría en Tolmirós, ante su pueblo. Pero, por el momento, estaba en aquella habitación, con una mujer que no sabía nada de él ni de sus obligaciones.

–Esto es perfecto –gimió ella, arqueando la espalda y ofreciéndole sus endurecidos pezones.

Y él ignoró su sentimiento de culpabilidad por haberse acostado con una joven inocente para saciar su deseo.

Tampoco ella quería complicaciones. Los dos lo habían dejado claro desde el principio. Solo compartirían aquel fin de semana. Pero él estaba seguro de estar utilizándola para rebelarse por última vez, para ignorar la inevitabilidad de su vida. Porque estando allí, con ella, se sentía un ser humano y no un rey.

Atrapó uno de sus senos entre sus labios y rodó la lengua alrededor del pezón a la vez que se adentraba más profundamente en ella y se preguntaba si alguna otra mujer había sido un molde tan perfecto para él.

Tomándola por el rubio cabello, le levantó la cabeza para besarla profundamente, hasta que jadeó y su cuerpo quedó a su merced. Matthias se sintió poderoso, pero con un poder que no tenía nada que ver con el que experimentaría en unos días, ni con las responsabilidades que le esperaban.

Por su país renunciaría a placeres como el que representaba Frankie. Pero al menos durante unas horas, sería sencillamente Matt, y Frankie sería suya…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Tres años después

 

Las luces de Nueva York centelleaban en la distancia. Matthias contempló la ciudad desde la terraza de su ático de Manhattan mientras recordaba la última vez que había estado en aquel mismo lugar, aunque evitando pensar en la mujer que lo había hechizado.

La mujer que le había entregado su cuerpo y que se había quedado grabada en su mente. Susurró su nombre, seguido de un juramento porque, dado que en un mes se iba a anunciar su compromiso, no debía permitirse ni pensar en ella. Todo Tolmirós esperaba que el rey se casara y proporcionara un heredero. Matthias había huido de su destino tanto como había podido, pero había llegado la hora. Su familia había muerto cuando era adolescente y la idea de tener hijos y el temor de perderlos era un miedo con el que cargaba como si fuera una pesada losa.

Pero su pueblo necesitaba que tuviera una esposa adecuada, culta y preparada para reinar. Cerró los ojos y a quien vio fue a Frankie la tarde que la conoció, con la ropa manchada de pintura, el cabello recogido en una coleta y una sonrisa contagiosa. Sintió un nudo en el estómago. Su reina no tendría nada que ver con Frankie. Lo que habían compartido escapaba a toda lógica, había sido un affaire que solo en cuestión de horas lo había sacudido hasta la médula, y había sabido que Frankie era una mujer capaz de hacerle olvidar sus obligaciones, una sirena que lo atraía hacia el abismo. Por eso había hecho lo que se le daba mejor: encerrar sus emociones y dejarla sin mirar atrás.

Pero desde que había vuelto a Nueva York no dejaba de pensar en ella. La veía en todas partes; en las luces que centelleaban como sus ojos, en la elegancia de los esbeltos edificios, aunque ella fuera de baja estatura; en su viveza y su mente despierta… Y no podía evitar pensar en volver a verla, por simple curiosidad o para conseguir olvidarla.

En el presente era rey, ya no era el hombre con el que ella se había acostado. Pero sus deseos y sus necesidades eran las mismas. Contempló de nuevo la ciudad y la idea fue tomando forma.

¿Qué mal podía hacer una visita al pasado, solo por una noche?

 

 

–La iluminación es perfecta –dijo Frankie animada, observando con ojos de artista las paredes de la galería.

La exposición se inauguraba al día siguiente y quería que todo estuviera perfecto. Estaba entusiasmada. Durante años había luchado por subsistir; abrirse camino como artista era una proeza, y una cosa era morirse de hambre por amor al arte cuando una era libre y otra, tener la responsabilidad de un niño de dos años y medio que no paraba de crecer, al mismo ritmo que las facturas.

Pero aquella exposición podía marcar el punto de inflexión que tanto había esperado, la oportunidad de abrirse paso en el competitivo mundo artístico de Nueva York.

–Había pensado en usar focos más pequeños para estos –dijo Charles, indicando algunos de los paisajes favoritos de Frankie, unas manchas abstractas con los colores del amanecer.

–Quedan muy bien –comentó Frankie, sintiendo un nuevo escalofrío de nervios.

Los cuadros eran su alma, en ellos plasmaba sus pensamientos, sus sueños, sus temores. Incluso los retratos de Leo, con su increíble mata de pelo negro, sus intensos ojos grises y sus largas pestañas, estaban allí. Él era su corazón y su alma, y su imagen colgaba en las paredes de la galería y sería contemplada por miles de personas.

–La puerta –murmuró Charles al oír un ruido que Frankie no había percibido.

Estaba acercándose a un retrato de Leo en el que se reía a carcajadas a la vez que lanzaba al aire unas hojas de árboles que había recogido del suelo. Frankie había querido captar la euforia del instante y había tomado numerosas fotografías al tiempo que intentaba memorizar las inflexiones de la luz. Luego había trabajado en el retrato hasta la madrugada y había conseguido lo que era su especialidad: captar el espíritu, atrapar en el lienzo un instante de la vida.

–La inauguración es mañana por la noche, señor, pero si quiere ver la colección…

–Me encantaría.

Dos palabras y una voz tan familiar… Frankie sintió un escalofrío muy distinto del anterior. No era de ansiedad o anticipación, sino de reconocimiento instantáneo, un temblor y un pálpito de añoranza.

Se volvió lentamente, como si con ello se separara de la realidad en la que súbitamente se encontró sumida. Pero en cuanto vio al hombre que estaba con Charles, el mundo colapsó a su alrededor.

«Matt».

Era él.

Y los recuerdos volvieron en cascada: cómo se había despertado y él no estaba; ni había dejado una nota, ni nada que pudiera recordar su presencia, excepto la extraña sensación que le había quedado en el cuerpo tras hacer el amor, y el deseo de volver a sentirla.

–Hola, Frances –dijo él mirándola con los ojos que ella tan bien recordaba. Los mismos ojos que Leo.

Habían pasado tres años desde que lo había visto y, sin embargo, Frankie lo recordaba tan vívidamente como si hubieran estado juntos el día anterior.

Habría deseado deslizar la mirada por su cuerpo, regodearse en cada milímetro de él, rememorar la fuerza de su complexión, la asombrosa delicadeza con la que, por contraste, la había poseído por primera vez, cuando la había sostenido en sus brazos al tiempo que se llevaba los últimos vestigios de su inocencia.

Haciendo un esfuerzo sobrehumano, se cruzó de brazos y le sostuvo la mirada, que él posaba en ella con igual intensidad.

–Matt –musitó, sintiéndose orgullosa de que no le temblara la voz–. ¿Estás buscando una obra de arte?

Una fuerza invisible parecía atraerlos, pero Frankie optó por ignorarla.

–¿Me enseñas tu trabajo? –preguntó él a su vez.

Frankie recordó los retratos de su hijo y, por temor a que identificara de inmediato la consecuencia de su fin de semana juntos, decidió hacer lo posible para que no los viera.

–Muy bien –dijo precipitadamente, caminando hacia otra sala–. Pero tengo poco tiempo.

De soslayo, vio que Charles fruncía el ceño. No era de extrañar que estuviera confuso. Aun no conociendo a Matt, era evidente que tenía suficiente dinero como para comprar toda la obra. De haber sido otro, tampoco a ella se le habría pasado por la cabeza rechazarlo.

Pero se trataba de Matt, el hombre que había irrumpido en su mundo, la había seducido y había desaparecido. Representaba un peligro y no pensaba pasar con él más tiempo que el imprescindible.

«Es el padre de tu hijo», le recordó su conciencia. Y estuvo a punto de pararse en seco al ser consciente de las implicaciones morales de esa afirmación.

–Cuando la señorita Preston concluya, le acompañaré yo mismo –dijo Charles.

Matt se volvió y declaró:

–Me basta con la señorita Preston.

Frankie vio que Charles se sonrojaba. Su galería, Charles la Nough, era famosa en Nueva York y él estaba acostumbrado a ser tratado con respeto, incluso con admiración. Que lo despidieran con aquella indiferencia, era una experiencia nueva para él.

–Si te necesito te llamaré –intervino Frankie para suavizar el golpe.

–Muy bien –replicó Charles. Y salió de la sala.

–No hacía falta que fueras tan grosero –comentó Frankie.

Pero en aquella ocasión la voz le salió temblorosa. Matt estaba muy cerca de ella, podía olerlo y sentir el calor que irradiaba. Y aunque intentó no reaccionar, su cuerpo, que llevaba tanto tiempo aletargado, despertó a la vida.

Alzó la barbilla en un gesto desafiante.

–Ahora que estamos solos, ¿puedes decirme qué haces aquí? Dudo que quieras comprar uno de mis cuadros.

 

 

Matt la observó detenidamente. Creía recordarla a la perfección y, sin embargo, al verla en aquel momento, apreció decenas de mínimos detalles en la Frankie Preston que tenía ante sí, que había pasado por alto al conocerla.

Lo que no había cambiado era que le resultaba la mujer más interesante que había visto en su vida sin que pudiera señalar por qué. Todo en ella le fascinaba: desde sus felinos ojos verdes, hasta su nariz levemente respingona y las pecas que la salpicaban, y sus labios… aquellos labios rosas y sensuales que se habían abierto con un gemido cuando él los había besado.

Aquel día, tres años atrás, Frankie salía de una clase de arte con un lienzo enrollado en una bolsa, unos vaqueros manchados de pintura y un top blanco, y caminaba tan distraída que se había chocado con él y le había manchado el traje de pintura azul.

La nueva Frankie llevaba un vestido negro con un generoso pero discreto escote, un collar amarillo y sandalias de cuero. Era una versión más elegante, pero seguía siendo muy ella, tal y como él la recordaba.

¿Cabía la posibilidad de que se la hubiera inventado? ¿Habría sido una fantasía? ¿Hasta qué punto había llegado a conocerla si apenas habían pasado juntos unas horas?

–¿Qué te hace pensar que no he venido a comprar? –preguntó.

Frankie apretó los labios, que tenía pintados en un tono rosa intenso que hacía pensar que había estado comiendo cerezas.

–Porque mi arte no te interesa.

Matt pensó en el cuadro que colgaba en su despacho, que había comprado anónimamente a través de un marchante. Era la pieza en la que Frankie trabajaba el día que se conocieron.

–¿Por qué dices eso?

Ella se ruborizó.

–Me acuerdo muy bien de cómo me engañaste fingiendo estar interesado en mi trabajo. Pero ya no soy tan estúpida. ¿Qué te trae a la galería, Matt?

Oír aquella versión de su nombre en labios de Frankie le provocó una mezcla de sentimientos. Vergüenza, porque no haberla corregido significaba que, efectivamente, no había sido honesto con ella. Placer, porque era la única mujer que lo llamaba así; en cierta medida era un nombre que les pertenecía y que se repetiría en sus oídos para siempre tal y como ella lo había pronunciado en el momento del clímax.

La deseaba.

Después de tres años, se enorgullecía de haberse marchado y hacer lo correcto, de haber sido fuerte y resistir la tentación por el bien de su reino.

Pero…

¡Cuánto la deseaba!

Aproximándose lo bastante como para aspirar su fragancia a vainilla y mirándola fijamente, dijo:

–Voy a casarme. Pronto.

 

 

Frankie oyó aquellas palabras como si le llegaran de muy lejos, y, cuando sintió algo en el estómago, se dijo que era alivio. Porque aquel matrimonio significaba que estaba a salvo de las ráfagas de deseo que la estremecían, del absurdo anhelo que la devoraba de revivir el pasado a pesar de cómo había concluido.

–Enhorabuena –consiguió articular–. ¿Así que es verdad que quieres un cuadro como regalo para tu esposa? –Frankie se volvió hacia las obras–. Tengo unos paisajes preciosos. Muy románticos y evocativos –dijo precipitadamente mientras en su mente se repetían las palabras de Matt: «Voy a casarme. Pronto».

–Frankie… – Matt habló con un tono autoritario que hizo que ella se volviera, maldiciéndolo porque bastaba con oír su nombre en sus labios para recordar cómo lo había pronunciado mientras le mordisqueaba el cuello, antes de succionarle los pezones…

Matt estaba tan próximo a ella que sus cuerpos se rozaron y Frankie sintió una descarga eléctrica. Tragó saliva y retrocedió. ¡Iba a casarse!

–¿Qué estás haciendo aquí?

Frankie no se molestó en disimular que Matt formaba parte de un pasado decepcionante. No por el fin de semana en sí, sino por haberse levantado sola, por haber descubierto que estaba embarazada y no conseguir dar con él, por la vergüenza de haber tenido que contratar a un detective, que tampoco había conseguido encontrarlo.

–Yo… –empezó Matt, dando un paso hacia delante que los dejó a pocos centímetros. Tenía un gesto tenso e irradiaba crispación–: Quería volver a verte antes de casarme.

Frankie examinó el comentario desde distintos ángulos, pero no logró comprenderlo.

–¿Por qué?

Con las aletas de la nariz dilatadas, Matt la miró fijamente.

–¿Piensas alguna vez en los días que pasamos juntos?

La comprensión y la furia alcanzaron a Frankie simultáneamente. Emitiendo un juramento que habría recibido la desaprobación de su madre adoptiva, saltó:

–¿Me tomas el pelo, Matt? ¿Estás a punto de casarte y pretendes rememorar el pasado? –se alejó de él, adentrándose en la sala con el corazón desbocado.

Matt la observaba con una intensidad que le impedía respirar. Pero sobre todo le enfurecía que apareciera después de tanto tiempo para preguntarle por aquel maldito fin de semana.

–¿O no querías solo rememorarlo? Dime que no has venido por otro revolcón en el heno –exclamó, cruzándose de brazos–. Dudo que estés tan desesperado por tener sexo como para que estés haciendo un itinerario, visitando a tus amantes del pasado.

Un músculo palpitó en la barbilla de Matt como reacción al insulto. Matt como fuera su apellido era claramente un puro macho alfa y, evidentemente, no llevaba bien que se cuestionara su sexualidad.

–Y no, no pienso en aquel fin de semana –añadió Frankie antes de que él hablara–. Para mí no eres más que un grano de arena en mi vida. Y, si pudiera borrar lo que pasó entre nosotros, lo haría –mintió, pidiendo mentalmente perdón por traicionar a su hijo.

–¿Ah, sí? –preguntó él con el mismo tono suave y sensual que había usado tres años atrás.

–Sí –afirmó Frankie, subrayando el monosílabo con una mirada incendiaria.

–¿Así que no piensas en lo que sentías cuando te besaba aquí?

A Frankie la tomó desprevenida que le acariciara delicadamente la barbilla, acelerándole el pulso y causándole un vuelo de mariposas en el estómago.

–No –dijo con voz levemente temblorosa.

–¿O en cómo te gustaba que te tocara aquí? –Matt deslizó los dedos por su escote hacia la curva de sus senos.

Frankie tuvo que rezar para no dejarse arrastrar por aquellos recuerdos, por la perfección de lo que habían compartido. Por una fracción de segundo, habría querido sucumbir a ellos. Habría querido pretender que no tenían un hijo en común y que volvían a estar en aquella habitación de hotel, solos ellos dos, ajenos al mundo exterior. Pero habría sido un ejercicio inútil.

–No –se sacudió la mano de Matt de encima y se separó de él, pasándose las manos por las caderas–. Han pasado tres años. No puedes aparecer ahora, después de haber desaparecido del mapa…

Matt la observó con una mirada impenetrable.

–Tenía que verte.

Frankie sintió que se le contraían las entrañas ante la posibilidad de que tampoco él hubiera podido olvidar su noche juntos. Pero estaba segura de que eso era lo que había hecho. Se había marchado sin mirar atrás. En tres años no había contactado con ella. No había dado señales de vida. Nada.

–Muy bien, pues ya me has visto –dijo con firmeza–. Ahora ya puedes irte.

–Estás enfadada conmigo.

–Sí –Frankie le sostuvo la mirada sin ocultar su dolor ni su sentimiento de haber sido traicionada–. Me desperté y habías desaparecido. ¿No crees que tengo derecho a estar enfadada?

Un músculo palpitó en la mandíbula de Matt.

–Acordamos que solo se trataría de un fin de semana.

–Sí, pero no quedamos en que tú te escabulleras en mitad de la noche sin tan siquiera despedirte.

Matt entornó los ojos.

–No me escabullí –y como si recuperara la calma, volvió a componer un rostro inexpresivo–. Además, hice lo mejor para los dos.

Frankie pensó que era extraño que fueran esas palabras las que hicieran saltar por los aires la rabia que llevaba tanto tiempo contenida en su interior.

–¿En qué sentido era lo mejor para mí? –preguntó con voz chillona, palideciendo.

Matt suspiró como si tratara con una chiquilla recalcitrante que estuviera poniendo a prueba su paciencia.

–Tengo una vida muy complicada –dijo, no como disculpa, sino con una frialdad que no incluía la más mínima contrición–. Aquel fin de semana fue un error. En retrospectiva, no debía haber permitido que sucediera. No debí involucrarme con alguien como tú.

–¿Alguien como yo? –repitió Frankie con una calma que ocultaba la indignación que la quemaba por dentro–. ¿Pero acostarte con alguien como yo sí estuvo bien?

–Me he expresado mal –dijo él, sacudiendo la cabeza.

–Pues explícate mejor.

Matt habló lentamente, como si temiera que no fuera a comprenderlo.

–Te deseé en cuanto te vi, Frankie, pero sabía que no podía haber entre nosotros nada más allá del fin de semana. Creo que te lo dejé claro, pero te pido perdón si esperabas algo más –fue a aproximarse a ella, pero al ver que Frankie se tensaba, se detuvo–. Hay puestas en mí ciertas expectativas respecto a mi futura esposa, y tú no eres el tipo de mujer a quien podría elegir.

Frankie estalló indignada:

–¡Yo no quería casarme contigo! Solo esperaba la mínima cortesía de que el hombre que me había desvirgado se despidiera de mí. ¿Se te ocurrió pensar en cómo me sentiría cuando desapareciste del hotel?

Frankie tuvo la leve satisfacción de percibir algo parecido a la culpabilidad en el rostro impasible de Matt.

–Tenía que irme. Siento haberte hecho daño…

Frankie sacudió la cabeza. Claro que le había hecho daño, pero no pensaba admitirlo.

–Lo que me duele es tu estupidez. Que carezcas de decencia y de entereza moral.

Matt echó la cabeza hacia atrás como si lo hubiera abofeteado, pero ella, bajando la voz, continuó:

–Fuiste mi primer amante. Para mí, acostarme contigo significó algo. Y tú simplemente desapareciste.

–¿Qué esperabas, Frankie, que te preparara el desayuno, que mientras tomábamos unos huevos revueltos te anunciara que volvía a Tolmirós y que te olvidaría?

Ella lo miró despectivamente.

–Pues no parece que me hayas olvidado.

Contuvo el aliento, esperando la respuesta de Matt con los labios entreabiertos.

–No –admitió él finalmente–. Pero me marché porque sabía que era mi deber, porque era lo que se esperaba de mí –exhaló el aliento bruscamente y luego tomó aire–. No he venido para molestarte, Frankie. Lo mejor será que me vaya.

Y esas palabras, que evidenciaban el desequilibrio de fuerzas que había entre ellos, despertaron en Frankie una intensa rabia. Matt había decidido volver para verla, la había tocado como si el deseo siguiera recorriéndolos… Él decidía los tiempos, él tenía el poder, él tenía el control. Creía que podía marcharse cuando quisiera y decidir cuándo dar el encuentro por terminado. ¡Por qué demonios se creía con ese derecho!

–¿Te has preguntado alguna vez si aquella noche tuvo consecuencias, Matt? ¿Te has siquiera planteado que quizá yo no pude olvidar lo que compartimos con tanta facilidad como tú?