2,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 2,99 €
Su matrimonio era una bomba de relojería Sophie Greenham había entrado en la vida del comandante Kit Fitzroy como un tornado, cambiando su vida para siempre. Tener que dejar a su prometida para volver al frente, a desactivar bombas, fue la cosa más dura que había hecho Kit en toda su existencia… Cuando volvió a casa, la relación entre Kit y Sophie siguió siendo excitante, pero el hombre al que Sophie amaba se había convertido en un extraño. A pesar de pasar varias noches de exquisito placer en Marruecos y volver a sentirse unida a su futuro marido, Sophie se dio cuenta de que iban a necesitar mucho más que pasión para sobrevivir indemnes a los retos que los esperaban…
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 166
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2011 India Grey. Todos los derechos reservados.
EN LA CAMA CON UN EXTRAÑO, N.º 2149 - abril 2012
Título original: In Bed with a Stranger
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2012
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-0026-7
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
Londres, marzo
Era solo un pequeño artículo en uno de los periódicos del domingo. Mientras comía un panecillo con mermelada de frambuesa sentada sobre las sábanas arrugadas de la cama en la que llevaba viviendo las tres últimas semanas, Sophie dio un grito.
–¡Escucha esto! «Inesperado cambio en la herencia de los Fitzroy. Después del reciente fallecimiento de Ralph Fitzroy, octavo conde de Hawksworth y dueño del castillo de Alnburgh, se ha revelado que el heredero no va a ser su primogénito, el comandante Kit Fitzroy. Fuentes cercanas a la familia han confirmado que la finca, que incluye el castillo de Northumberland así como las propiedades inmobiliarias que el conde poseía en Chelsea, va a pasar a manos de Jasper Fitzroy, el hijo más joven de este, de su segundo matrimonio».
Sophie se metió el último bocado de panecillo en la boca y continuó leyendo:
–«El comandante Fitzroy, miembro de las fuerzas armadas, ha recibido recientemente la Cruz de San Jorge como premio a su valentía. No obstante, es probable que le faltase valor a la hora de ocuparse de Alnburgh. Según los vecinos, durante los últimos años se ha descuidado mucho el mantenimiento de la finca, lo que deja a su siguiente dueño con una enorme carga financiera. A pesar de que se rumorea que Kit Fitzroy tiene un importante patrimonio personal, tal vez no quiera emplearlo en esta misión de rescate en concreto».
Dejó a un lado el periódico y, mientras se chupaba la mermelada de los dedos, miró a Kit de reojo.
–¿Un importante patrimonio personal? –dijo mientras se metía debajo de las sábanas y le daba un beso en el hombro–. Me gusta cómo suena.
Kit, todavía somnoliento, arqueó una ceja.
–Lo sabía –comentó suspirando y mirándola a los ojos–. No eres más que otra cínica y superficial cazafortunas.
–Tienes razón –le dijo Sophie, asintiendo muy seria y apretando los labios para evitar sonreír–. Si te soy sincera, es cierto que solo me interesa tu dinero, y la impresionante casa que posees en Chelsea. Por eso decidí soportar tu aburrida personalidad y tu mediocre imagen. Por no mencionar tu decepcionante faceta como amante…
Y luego dio un grito ahogado al notar que él le metía la mano entre los muslos.
–Perdona, ¿decías algo?
–Decía… que solo me interesa tu… dinero –le contestó ella mientras notaba cómo Kit iba subiendo la mano–. Siempre he querido ser el juguete de un hombre rico.
Él se apoyó en un codo para verla mejor. Tenía la melena extendida sobre la almohada, de un tono pelirrojo más suave que cuando la había visto por primera vez en el tren, e iba sin maquillar. Estaba más guapa que nunca.
–¿No querrás decir la esposa de un hombre rico? –le preguntó, inclinándose a darle un beso en el escote.
–Ah, no. Si hablamos de matrimonio, querría un título además de dinero –contestó Sophie con voz ronca–. Y una finca inmensa…
Él sonrió, se tomó su tiempo, aspiró el olor de su piel.
–Me alegra saberlo. Dado que ni tengo títulos ni fincas, no me molestaré en pedirte que te cases conmigo.
Notó que se ponía tensa y que daba un pequeño grito de sorpresa.
–Bueno, tal vez pudiésemos negociarlo –le dijo Sophie casi sin aliento–. Y yo diría que en estos momentos estás en una buena posición para hacerlo…
–Sophie Greenham –respondió Kit muy serio–. Te amo porque eres bella, lista, sincera y leal…
–Con halagos llegarás muy lejos –comentó ella suspirando y cerrando los ojos al notar su mano en el sexo–. Y con eso probablemente consigas el resto…
A Kit se le encogió el pecho al mirarla.
–Te quiero porque piensas que es mejor invertir en lencería que en ropa, y porque eres valiente, divertida y sexy, y me preguntaba si querrías casarte conmigo.
Sophie abrió los ojos y lo miró. Su sonrisa fue de felicidad. Fue como ver un amanecer.
–Sí –susurró, mirándolo con los ojos brillantes–. Sí, por favor.
–Creo que es justo que sepas que he sido desheredado por mi familia…
Ella tomó su rostro con ambas manos.
–Formaremos nuestra propia familia.
Kit frunció el ceño y le apartó un mechón de pelo de la mejilla, de repente, tenía un nudo en la garganta y casi no podía hablar.
–No puedo ofrecerte ni título, ni castillo, ni tierras.
Ella se echó a reír y lo abrazó.
–Créeme, no podría ser de ninguna otra manera…
Cinco meses después.
Base militar británica, campo de operaciones.
Jueves, 6.15h.
El sol se estaba elevando, tiñendo el cielo de rosa y la arena de dorado. Kit se frotó los ojos llenos de arena, agotados, observó el desierto y se preguntó si seguiría vivo al atardecer.
Había dormido una hora, como mucho dos, y había soñado con Sophie. Al despertarse en la oscuridad, su cuerpo estaba tenso de deseo frustrado, su mente había empezado a dar vueltas, y todavía había sido capaz de recordar el olor de su piel.
Casi habría preferido sufrir insomnio.
Cinco meses. Veintidós semanas. Ciento cincuenta y cuatro días. Debía haber dejado de tener ansias de ella, pero, muy al contrario, el anhelo era cada día más intenso, más imposible de ignorar. No la había llamado por teléfono, ni siquiera aunque las ganas de oír su voz le hubiesen quemado por dentro, ya que sabía que eso solo habría servido para avivar más el fuego. Y que nada de lo que pudiese decirle, estando a seis mil kilómetros de distancia, sería suficiente.
Solo un día más.
En veinticuatro horas estaría saliendo de allí. Volviendo a casa. Entre los hombres de su unidad reinaba una especie de emoción contenida, una mezcla de alivio y euforia que llevaba toda la semana creciendo.
Era un sentimiento que Kit no compartía. Llevaba mucho tiempo trabajando en la desactivación de explosivos. Siempre había pensado que era un trabajo más; un trabajo sucio, incómodo, retador, agotador, adictivo y necesario. Pero eso había sido cuando había pensado en vez de sentir. Cuando sus emociones habían estado sanas y salvas, enterradas en algún lugar tan profundo que ni siquiera sabía que existían.
En esos momentos, todo era diferente. No era quien había pensado que era gracias a las mentiras que el hombre al que había llamado «padre» le había contado durante toda su vida, pero, además, amar a Sophie había hecho que se abriese y revelase partes de él que no había sabido que existían. Así que en esos momentos aquel trabajo le parecía todavía más sucio, tenía más cosas en juego y las posibilidades eran menos. Muchas menos.
Un día más. ¿Le duraría la suerte un día más?
–Comandante Fitzroy. Café, señor. Estamos casi preparados para salir de aquí.
Kit se giró. Sapper Lewis acababa de salir de la tienda que servía de comedor y avanzaba hacia él, derramando el café por el camino. Era un muchacho de diecinueve años lleno de vida que hacía sentirse a Kit como un viejo. Tomó la taza e hizo una mueca después de beber.
–Gracias, Lewis. Hay hombres que tienen curvilíneas secretarias que les llevan el café por la mañana. Yo te tengo a ti, que me traes algo que sabe a agua sucia.
Lewis sonrió.
–Me echará de menos cuando volvamos a casa.
–Sinceramente, lo dudo –le contestó Kit dando otro sorbo antes de tirar el resto del líquido al suelo y alejarse.
Vio ponerse serio a Lewis por primera vez.
–Por suerte, serás mucho mejor soldado de infantería que barman –le dijo por encima del hombro–. Tenlo en mente cuando volvamos a casa.
–¡Sí, señor! –le respondió Lewis, corriendo detrás de él–. Y quería decirle que ha sido estupendo trabajar con usted, señor. He aprendido un montón. Antes de este viaje no estaba seguro de querer quedarme en el ejército, pero al verlo trabajar he decidido que quiero dedicarme a desactivar explosivos.
Kit dejó de andar. Se frotó la mandíbula y se giró.
–¿Tienes novia, Sapper?
Lewis cambió el peso de su cuerpo de un pie a otro, su gesto era una mezcla de orgullo y vergüenza. Tragó saliva.
–Sí. Kelly. Vamos a tener un bebé dentro de dos meses. Y voy a pedirle que se case conmigo.
Kit frunció el ceño y miró hacia el horizonte.
–¿La quieres?
–Sí, señor –respondió el chico cuadrándose–. No hace mucho que salimos juntos, pero… sí. La quiero.
–Entonces, te voy a dar un consejo. Mejor aprende a preparar un café decente y busca un empleo en Starbucks, porque el amor y la desactivación de explosivos no son compatibles –le advirtió, devolviéndole la taza–. Ahora, vamos a salir de aquí y vamos a hacer lo que tenemos que hacer para poder volver a casa.
–Lo siento, llego tarde.
Sonriendo de oreja a oreja, sin mostrar ni el más mínimo arrepentimiento, e intentando no tirarle a nadie la cerveza con las bolsas, Sophie se dejó caer en el sillón que había enfrente del de Jasper, frente a una pequeña mesa de metal.
Él miró las bolsas y arqueó las cejas.
–Veo que te has parado a hacer algunas compras… –comentó, al ver que una de las bolsas era de una tienda erótica que había en Covent Garden–. Kit se va a llevar toda una sorpresa al volver a casa.
Ella metió las bolsas debajo de la mesa, dejó el ramo de flores que acababa de comprar a su lado e intentó no sonreír como una tonta.
–Me acabo de gastar una indecente cantidad de dinero –admitió, tomando la carta y colocándose las gafas de sol en la cabeza para leerla.
Jasper había elegido una mesa a la sombra, debajo de un toldo de color rojizo, que hacía que pareciese que su tez pálida tenía algo más de color. Era tan distinto de Kit que era increíble que ambos hubiesen creído que eran hermanos durante tanto tiempo.
–En algún objeto indecente, a juzgar por la tienda en la que lo has comprado –replicó Jasper, intentando mirar dentro de la bolsa.
–Es solo un camisón –le dijo ella, con la esperanza de que no sacase la pequeña prenda de seda plateada delante del restaurante más concurrido de Covent Garden–. Lo he visto y como acaban de pagarme la película de vampiros, y Kit vuelve a casa mañana… Aunque la verdad es que era demasiado caro.
–No seas tonta. Los días de comprar ropa de segunda mano y de buscar la comida más barata del supermercado se han terminado, querida –dijo Jasper, buscando al camarero con la mirada–. Solo faltan unas horas para que Kit vuelva a casa y te conviertas en su prometida a tiempo completo. ¿Tienes planeada alguna fiesta salvaje?
–Eso lo reservo para cuando él llegue, en unas… –Sophie se miró el reloj– veintiocho horas. Veamos… allí son cinco horas más, así que en estos momentos debe de estar terminando su último turno.
Jasper debió de darse cuenta de que estaba nerviosa, porque le tocó la mano.
–No lo pienses –le dijo con firmeza–. Lo has hecho estupendamente. Yo me hubiese vuelto loco de la preocupación si hubiese sido Sergio quien hubiese estado allí, lidiando con la muerte todos los días. Eres muy valiente.
–Nada que ver con Kit –respondió ella, con la garganta seca de repente.
Intentó imaginárselo en esos momentos, sudoroso, sucio, agotado. Llevaba cinco meses al frente de un batallón, pensando en sus hombres antes de pensar en sí mismo. Sophie quería que volviese a casa para cuidarlo.
Entre otras cosas.
–¿Soph?
–¿Qué? Ah, lo siento –dijo al darse cuenta de que el camarero estaba esperando a que pidiese.
Se decidió por una ensalada y el camarero se marchó balanceando las caderas entre las mesas.
–Kit está acostumbrado –comentó Jasper en tono ausente, con la vista clavada en él–. Lleva años haciéndolo. Por cierto, ¿cómo está?
–Parece que está bien, ya sabes –mintió Sophie–, pero quiero que me hables de ti. ¿Ya estáis Sergio y tú preparados para mudaros?
Jasper apoyó la espalda en su sillón y se pasó las manos por el rostro.
–Hemos empezado a empaquetar cosas y, créeme, nunca había estado tan preparado para algo. Después de todo lo ocurrido durante los últimos seis meses: la muerte de papá, la sorpresa de que fuese yo quien heredase Alnburgh y no Kit… Estoy deseando subirme al avión y dejar todo atrás. Tengo planeado pasarme tres meses tumbado en el bordillo de la piscina, bebiendo cócteles mientras Sergio trabaja.
–Si no te conociese, pensaría que querías darme envidia.
–Pues sí, eso quería –respondió Jasper sonriendo–. ¿Lo he conseguido?
–No –respondió ella, mientras el camarero le dejaba delante un gin-tonic–. Lo de la piscina y los cócteles suena muy bien, pero, sinceramente, por primera vez en mi vida solo quiero estar aquí. Bueno, aquí, no. Quiero decir en casa, con Kit.
Jasper la miró con los ojos entrecerrados.
–¿No te habrán abducidos los marcianos? Aunque debería de haber una explicación más lógica para semejante cambio. Has pasado de ser una chica a la que le asustaba tanto el compromiso que ni siquiera tenía contrato de teléfono, a ser una mujer que solo desea… lavar y tender la ropa, o algo parecido. No sé que ha podido ser…
–El amor –le dijo Sophie sonriendo–. Y, tal vez, que me he pasado toda la vida yendo de un lado a otro y por eso ahora quiero quedarme quieta. Quiero un hogar.
–Bueno, pues la casa de Kit en Chelsea será un buen comienzo –comentó Jasper, extendiendo paté en una tostada–. En cualquier caso, es mejor que Alnburgh. Te has librado de milagro.
–Es verdad. Entonces, ¿os mudaréis allí cuando volváis de Los Ángeles?
Jasper hizo una mueca.
–Claro que no. No me imagino a Sergio buscando foie gras por el pueblo y preguntando si tienen el último número de la revista Empire.
Sophie dio un trago a su copa y sonrió. Jasper tenía razón; Sergio había ido a Alnburgh para el funeral de Ralph y había estado completamente fuera de lugar.
–Entonces, ¿qué vais a hacer con la finca?
Aquel lugar le interesaba mucho más desde que sabía que no iba a tener que ir a vivir entre sus fríos muros de piedra.
–No lo sé –le contestó él suspirando–. La situación jurídica es incomprensible y la económica, todavía peor. Es todo un caos. Aún no he perdonado a papá por haber lanzado semejante bomba en su testamento. El hecho de que Kit no fuese su hijo natural es solo un detalle técnico, ya que creció en Alnburgh y se ha hecho cargo de la finca casi él solo durante los últimos quince años. Imagino que si a mí me ha molestado cómo se han hecho las cosas, a él le ha debido de sentar todavía peor. ¿Te ha mencionado algo en sus cartas?
Sophie negó con la cabeza sin mirarlo a los ojos.
–No, no me ha dicho nada.
Lo cierto era que casi no le había contado nada. Antes de marcharse, le había dicho que las llamadas de teléfono eran frustrantes y que era mejor evitarlas, así que Sophie no había esperado que la llamase, aunque no había podido evitar sentirse decepcionada al ver que no lo había hecho. Ella le había escrito varias veces por semana, cartas largas, llenas de noticias y de anécdotas tontas y le había dicho lo mucho que lo echaba de menos. Las respuestas de Kit, por su parte, habían sido escasas, breves e impersonales, y la habían hecho sentirse todavía más sola que si no le hubiese escrito.
–Solo espero que no me odie demasiado –añadió Jasper con tristeza–. Alnburgh lo era todo para él.
–No seas tonto. No es culpa tuya que la madre de Kit se fuese con otro cuando este era solo un niño, ¿no? Y, de todos modos, eso es ya parte del pasado y, como diría mi madre, todo lo que ocurre tiene un motivo. Si Kit fuese el heredero, yo no podría casarme con él. Necesitaría una esposa con cara de caballo y su propia herencia, y tendrían que tener un hijo en un plazo máximo de tres años. Yo no puedo darle nada de eso.
–Bueno, te acercas más que Sergio. Al menos, podrías darle un heredero.
–No estés tan seguro.
A Sophie le temblaron la voz y la sonrisa y se llevó una mano a la boca. Al otro lado de la mesa, Jasper la miró horrorizado.
–¿Soph? ¿Qué ocurre?
Ella tomó su copa y le dio un trago. La ginebra estaba fría, amarga, rica. Le dio la sensación de que le aclaraba la cabeza, aunque no debió de ser más que una ilusión.
–Nada. Ya he ido al médico a contarle que mi periodo es un infierno mensual, eso es todo.
Jasper abrió mucho los ojos.
–¿Seguro que no es nada, Soph?
–No, nada serio. Lo que yo pensaba, una endometriosis. La buena noticia es que no voy a morirme de eso, pero la mala es que no tiene cura y que es posible que tenga problemas para quedarme embarazada.
–Oh, cielo. No tenía ni idea de que tener hijos fuese tan importante para ti.
–Ni yo, hasta que conocí a Kit –admitió ella, volviendo a bajarse las gafas de sol, como si necesitase esconderse detrás de algo–. Y hasta que me han confirmado que va a ser difícil que los tenga. Aunque el médico me ha dicho que no es imposible, solo que tal vez tarde más tiempo en quedarme embarazada y que cuanto antes lo intente, mejor.
Él alargó la mano para tomar la suya.
–¿Y cuándo vas a empezar a intentarlo?
Sophie volvió a mirar su teléfono y luego lo miró a él con una sonrisa en los labios.
–Dentro de veintisiete horas y media.
Su mano tembló ligeramente al acercarse con cuidado al reloj. Sentado en una silla de plástico de la sala de espera de la Unidad de Cuidados Intensivos, observándolo con ojos cansados, Kit pensó que no sobreviviría ni un minuto más.
No era una sensación nueva.
La tenía desde esa tarde, hora inglesa, cuando por fin había aterrizado el helicóptero médico de emergencia para llevarse al soldado Lewis a casa. Sedado y en estado de inconsciencia, con balas en la cabeza y en el pecho.
Kit enterró la cabeza entre las manos. Volvió a sentirse aturdido.
–¿Café, comandante Fitzroy?
Él se incorporó de nuevo. La enfermera que tenía delante llevaba un delantal de plástico azul y le sonreía con dulzura, ajena a la angustia que le acababa de causar su pregunta. Kit apartó la vista y apretó los dientes.
–No, gracias.
–¿Quiere algo para el dolor?
Kit se giró con los ojos entrecerrados. ¿Sabía la enfermera que él era el causante de que Lewis estuviese en la habitación de al lado, conectado a varias máquinas mientras su madre le agarraba la mano y lloraba en silencio y su novia, de la que él había hablado con tanto orgullo, mantenía los aterrados ojos apartados de la escena?
–Sé que le han visto la cara en el hospital de campaña, pero la medicación que le han dado ya ha debido de dejar de hacerle efecto –le dijo ella, mirándolo de manera compasiva–. Tal vez las heridas sean solo superficiales, pero también pueden ser muy dolorosas.
–Parecen más graves de lo que son –respondió él–, pero con un whisky sería suficiente para curarlas.
La enfermera sonrió.
–Me temo que eso no puedo dárselo aquí, pero puede marcharse a casa si quiere –le contestó, dirigiéndose hacia la puerta de la habitación de Lewis y deteniéndose con la mano en el pomo–. Ya está aquí su familia. Usted ha cuidado del chico durante cinco meses, comandante. Es hora de que cuide de usted mismo.
Kit pudo ver un instante la figura inerte que yacía en la cama antes de que la puerta volviese a cerrarse. Expiró con fuerza, se sentía culpable.
A casa.
Con Sophie.