4,99 €
Al servicio del italiano Aunque Sarah Halliday es muy sencilla, su peligrosamente atractivo nuevo jefe, Lorenzo Cavalleri, no está contento con que se limite a limpiar los suelos de mármol de su palazzo de la Toscana… Un perfecto maquillaje y los preciosos vestidos que perfilan su figura la hacen apta para acompañarlo a diversos actos sociales, pero en el fondo, Sarah sigue siendo la vergonzosa y retraída ama de llaves de Lorenzo… y no la sofisticada mujer que éste parece esperar en la cama. Aquella última noche Cristiano Maresca, piloto de Fórmula 1 de fama mundial, siempre pasaba la noche antes de una carrera en brazos de una hermosa mujer... Cuatro años atrás, esa mujer fue Kate Edwards. La noche que pasó con Cristiano despertó sus sentidos y le hizo experimentar un placer inimaginable. Sin embargo, al día siguiente, el indomable Cristiano tuvo un accidente que estuvo a punto de costarle la vida. Poco después, Kate descubrió que estaba esperando un hijo suyo...
Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:
Seitenzahl: 356
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica. Una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Avenida de Burgos, 8B - Planta 18 28036 Madrid
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A. N.º 473 - abril 2024
© 2009 India Grey Al servicio del italiano Título original: Powerful Italian, Penniless Housekeeper
© 2010 India Grey Aquella última noche Título original: Her Last Night of Innocence Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd. Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2011
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A. Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia. ® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países. Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1062-800-7
Portada
Créditos
Al servicio del italiano
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Epílogo
Aquella última noche
Prologo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Promoción
UN BUEN partido.
Sarah se quedó paralizada en medio del aparcamiento y apretó en su puño el sobre que sujetaba en la mano.
Tenía que elegir un buen partido. Pero como había fallado por completo en encontrar uno en la vida real, sus posibilidades de éxito aquella noche no eran muchas.
Un poco más adelante de los Mercedes y BMWs que había aparcados a la entrada del pub más de moda de Oxfordshire, podían observarse los valles, arroyos y bosquecillos junto a los que ella había crecido. Bajo el sol veraniego tenían un precioso aspecto dorado.
Sintiendo como la adrenalina le corría por las venas, pensó que no tenía por qué entrar en el pub, no tenía que participar en aquella estúpida despedida de soltera ni ser el objeto de las bromas de todas... Sarah, con casi treinta años, iba a quedarse para vestir santos.
Se pasó una mano por sus enredados rizos y suspiró. Esconderse en la copa de un árbol podía resultar mucho más apetecible que entrar en un pub y tener que buscar un buen partido, pero a sus veintinueve años resultaba menos respetable. Y no podía estar el resto de la vida escondiéndose. Todo el mundo decía que debía enfrentarse de nuevo a la realidad por el bien de Lottie. Los niños necesitaban dos progenitores. Las niñas necesitaban un padre. Antes o después debía por lo menos intentar encontrar a alguien que llenara el repentino hueco dejado por Rupert. Aunque sólo de pensarlo se ponía enferma.
Cuando por fin entró en el oscuro local, con una temblorosa mano se metió el sobre en el bolsillo trasero de sus pantalones vaqueros. Durante los años que había estado alejada de Oxfordshire, The Rose and Crown había cambiado mucho. Había pasado de ser un pequeño pub rural con envejecidas moquetas y paredes ennegrecidas por el humo a un templo del buen gusto.
Disculpándose al abrirse paso entre la gente, se acercó a la barra y miró a su alrededor. Las puertas que daban al jardín del local estaban abiertas y vio a Angelica y a sus amigas alrededor de una gran mesa. Era imposible no verlas; formaban el grupo más ruidoso y glamuroso del lugar, el grupo que atraía todas las miradas de los hombres que había alrededor. Todas llevaban puesta la camiseta que les había dado la dama de honor principal de Angelica, Fenella, una estilizada joven que trabajaba como relaciones públicas y que era responsable de aquella estúpida reunión social. En las camisetas, que eran de talla pequeña, podía leerse en letras rosas, La última juerga de Angelica.
Con disimulo, Sarah intentó estirar la suya para que le cubriera la cintura. Ésta le había quedado al descubierto por encima de los demasiado apretados pantalones vaqueros que llevaba. Tal vez, si hubiera cumplido con la dieta que había prometido hacer aquel año, en aquel momento estaría riéndose junto a sus amigas e incluyendo algún soltero más en su lista de amantes. Si fuera más atractiva, quizá no estuviera necesitada de encontrar un buen partido ya que tal vez Rupert no hubiera sentido la necesidad de comprometerse con Julia, una fría rubia que era analista de sistemas. Pero demasiadas noches, mientras Lottie dormía, se había quedado en el sofá con la única compañía de una botella de vino barato y una caja de galletas...
Aunque sin duda iba a intentar perder algunos kilos hasta la boda, que iba a celebrarse en la antigua casa que Angelica y Hugh habían comprado en la Toscana y que estaban reformando.
Fenella, que volvía a la mesa con una bandeja llena de coloridas bebidas, la vio.
–¡Aquí estás! Pensábamos que no ibas a venir –le dijo–. ¿Qué quieres beber?
–Oh... sólo quiero tomar una copa de vino blanco –contestó Sarah.
Fenella se rió. Al hacerlo, echó la cabeza para atrás y captó la atención de todos los hombres que había alrededor.
–Buen intento, pero creo que no. Mira en tu sobre... es el siguiente reto –comentó, esbozando una sonrisita. A través de la muchedumbre reunida en el bar, se acercó a la puerta del jardín. Con el corazón revolucionado, Sarah tomó el sobre del bolsillo trasero de sus pantalones. Tras leer la siguiente instrucción, emitió un gemido de consternación.
El guapo camarero que había detrás de la barra la miró y negó con la cabeza de manera obvia, lo que ella interpretó como una cansina invitación para que pidiera. Se ruborizó intensamente.
–Me gustaría tomar un Orgasmo Ruidoso, por favor –dijo con la voz entrecortada.
–¿Un qué? –preguntó el camarero, levantando una ceja de manera desdeñosa.
–Un Orgasmo Ruidoso –repitió Sarah, abatida.
Le quemaban las mejillas y sintió como si alguien estuviera observándola. Desesperada, pensó que desde luego que estaban observándola; todas las amigas de Angelica habían dejado apartadas sus tácticas de flirteo para poder mirarla a través de la puerta del jardín.
–¿Y eso qué es? –preguntó el camarero, echándose para atrás su rubio flequillo.
–No lo sé –contestó ella, levantando la barbilla–. Nunca he tomado uno.
–¿Nunca ha disfrutado de un Orgasmo Ruidoso? Entonces, por favor, permítame... –dijo alguien detrás de ella con una voz profunda y rica, una voz con acento.
Sarah no pudo identificar de dónde era aquel hombre, al que parecía divertirle aquello. Se dio la vuelta, pero debido a la aglomeración que había en la barra le resultó imposible poder ver bien a aquel extraño; estaba de pie justo detrás de ella, era muy alto y tenía la piel aceitunada.
–Es una combinación de vodka, Kahlua y Amaretto... –le explicó él al camarero.
Aquel hombre tenía una voz increíble. Era italiano. Finalmente ella pudo identificar su acento debido a la manera en la que dijo Amaretto, como si fuera una promesa íntima. Sintió una extraña sensación en la pelvis y como se le endurecían los pezones.
No sabía qué estaba haciendo. Sarah Halliday no permitía que hombres desconocidos la ayudaran. Era una mujer adulta con una hija de cinco años. Había estado enamorada de un mismo hombre durante siete años. No era su estilo desear a desconocidos.
–Gracias por su ayuda –ofreció–. Pero puedo ocuparme yo –añadió, mirándolo de nuevo.
Sintió un nudo en el estómago. El hombre tenía el pelo oscuro, unas facciones angulares y una fuerte mandíbula cubierta por una barbita de tres días. Exactamente lo contrario al aspecto impecable y muy inglés de Rupert, que era el prototipo de chico dorado.
El atractivo hombre se giró para mirarla. Tenía los ojos tan oscuros que Sarah no fue capaz de diferenciar el iris de la pupila.
–Me gustaría invitarla –ofreció de manera simple, impasible.
–No, de verdad –contestó ella–. Yo puedo...
Con manos temblorosas, abrió su bolso y rebuscó en éste, pero la reacción que había sufrido a la altura de la pelvis estaba poniéndole difícil pensar con claridad. Aturdida, se dio cuenta de que sólo llevaba unas pocas monedas. Recordó que le había dado a Lottie para la caja de las palabrotas el último billete que había llevado. La política de su hija acerca de las palabrotas era draconiana y, como había introducido un sistema de multas, muy lucrativa. Estaba claro que había heredado de su padre el buen ojo para los negocios. Lo frustrada que había estado ella debido a aquella despedida de soltera le había costado muy caro.
–Son nueve libras con cincuenta –dijo el camarero, mirándola fijamente.
A Sarah aquel precio le pareció desorbitado. Había pedido una bebida, no una comida completa. Horrorizada, volvió a buscar en su bolso pero, cuando levantó la mirada, vio que el atractivo italiano estaba dándole al camarero un billete y que, a continuación, se alejaba de la barra con la bebida. Sin pensar, siguió a su salvador y no pudo evitar admirar la anchura de sus hombros.
Él se detuvo al llegar a la puerta del jardín y le entregó la bebida, que tenía un aspecto lechoso.
–Su primer Orgasmo Ruidoso. Espero que lo disfrute –comentó sin ninguna expresión reflejada en la cara y con un tono de voz diligentemente cortés.
Al tomar ella el vaso, los dedos de ambos se rozaron y sintió como una corriente eléctrica le recorría el brazo. Apartó la mano tan bruscamente que parte del cóctel le salpicó la muñeca.
–Lo dudo –espetó.
Las oscuras cejas de aquel extraño reflejaron cierta burla.
–Oh, Dios, lo siento tanto –se disculpó Sarah, horrorizada ante lo grosera que había sido–. Ha sido muy maleducado de mi parte decir eso después de que usted me haya invitado al cóctel. Es sólo que no es algo que normalmente elegiría, pero estoy segura de que estará delicioso –añadió, dando un largo sorbo a la bebida–. Está... muy rico.
Él la miró a los ojos fijamente.
–¿Por qué lo ha pedido si no es de su gusto?
–No tengo nada en contra de los orgasmos ruidosos, pero... –comenzó a explicar ella, mostrándole el sobre– todo esto es un juego. Es la despedida de soltera de mi hermana...
Tras decir aquello, pensó que debía haberle explicado a aquel extraño que la que iba a casarse era en realidad su hermanastra. Sin duda, él estaría preguntándose cuál de las numerosas bellezas que había congregadas en el pub podía compartir un conjunto de genes completo con ella.
–Me lo imaginé –comentó el italiano, mirando la camiseta que Sarah llevaba puesta y al numeroso grupo de mujeres que había en el jardín–. No parece que lo esté pasando tan bien como las demás.
–Oh, no. Estoy divirtiéndome mucho –respondió ella, forzándose en parecer convincente. Volvió a dar un trago a aquel desagradable cóctel e intentó que no le diera una arcada.
Con delicadeza, aquel extraño tomó el vaso de sus manos y lo dejó sobre la mesa que había tras ellos.
–Es usted una de las peores actrices que he conocido en mucho tiempo.
–Gracias –dijo Sarah entre dientes–. Mi prometedora carrera como actriz de Hollywood se ha echado a perder –bromeó.
–Créame, era un cumplido.
Ella levantó la mirada y se preguntó si él estaba tomándole el pelo, pero la expresión de su cara era extremadamente seria. Durante un momento, se miraron fijamente a los ojos. El intenso deseo que se apoderó de su cuerpo le sorprendió mucho. Sintió como se ruborizaba.
–¿Qué más cosas tiene que conseguir? –preguntó el italiano.
–Todavía no lo sé –respondió Sarah, dirigiendo la mirada al sobre que tenía en las manos–. Todo está aquí. Cuando se consigue uno de los retos, se abre el siguiente.
–¿La bebida era el primer reto? –preguntó él, esbozando una sonrisa.
–En realidad, era el segundo. Pero me rendí con el primero.
–¿Qué era?
Ella negó con la cabeza y permitió que el cabello le cubriera la cara.
–No tiene importancia.
Pero aquel hombre tomó el sobre de su mano con delicadeza. Durante un segundo, Sarah intentó recuperarlo, pero él era demasiado fuerte. Avergonzada, apartó la mirada cuando su acompañante abrió el sobre y leyó la primera instrucción que éste contenía.
–Dio mio –dijo el italiano con desagrado–. ¿Tiene que conseguir un «buen partido»?
–Sí, algo que no se me da muy bien precisamente –contestó ella, consciente de que su hermana y Fenella estaban mirándola–. Supongo que usted no será uno, ¿verdad?
Volvió a ruborizarse intensamente al darse cuenta de que parecía estar desesperada.
–Lo siento –se disculpó–. Finjamos que nunca he preguntado eso...
–No –respondió el hombre lacónicamente.
–Por favor... –suplicó Sarah, clavando la mirada en el suelo– olvídelo. No tiene que responder.
–Acabo de hacerlo. La respuesta es no. No soy un buen partido ni estoy soltero –dijo él, levantándole la barbilla con los dedos para que a ella no le quedara otra opción que mirarlo a la cara. Sus ojos eran negros y reflejaban una ilegible expresión–. Pero sus amigas no lo saben –añadió antes de besarla.
Al acercarse a besar a aquella joven, Lorenzo pensó que tal vez no fuera una de las mejores ideas que había tenido. Vio como los oscuros ojos de ella reflejaban una enorme sorpresa.
Pero estaba aburrido. Aburrido, desilusionado y frustrado. Y aquélla era una manera tan buena como cualquier otra de escapar durante un rato a las sensaciones que lo atormentaban. Los labios de aquella extraña eran tan suaves y dulces como había imaginado. Mientras la besaba con una enorme delicadeza, respiró la fresca fragancia que desprendía su piel.
Ella estaba temblando. Tenía el cuerpo muy rígido debido a la tensión y la boca firmemente cerrada bajo la suya. Sintió un cierto enfado hacia las mujeres congregadas en el jardín ya que obviamente le habían hecho pasar a su inesperada acompañante un mal rato. Le acarició a ésta la cara con una mano mientras con la otra le tomaba la nuca para acercarla aún más a él.
Sabía lograr que las mujeres se relajaran y se olvidaran de sus inhibiciones. La sujetó con mucha delicadeza y le hizo sentirse deseada, pero en ningún momento amenazada. Comenzó a acariciarle el cuello mientras lánguidamente le exploraba la boca con los labios.
Se vio embargado por una sensación de triunfo al oír que ella gemía y sentía que se relajaba. En ese momento aquella extraña separó los labios y comenzó a devolverle el beso con una vacilante pasión muy tentadora.
Él sonrió. Por primera vez en días... en realidad, en meses, estaba sonriendo. Estaba sonriendo en la boca de aquella dulce mujer poseedora de un espectacular pelo rizado color caoba, unos increíbles pechos y unos ojos muy, muy tristes.
Había ido a Oxfordshire en una corta peregrinación en busca de lugares sobre los que había leído en un viejo libro hacía algunos años. Nunca había podido dejar de pensar en los paisajes que se describían en la novela de Francis Tate, por lo que había ido a Inglaterra con la esperanza de recuperar parte de la creatividad que había muerto junto con el resto de su vida sentimental. Pero la realidad del lugar era decepcionante; no se parecía en nada al paraíso rural descrito en El roble y el ciprés. Había descubierto un lugar aburrido y falto de carácter.
Aquella mujer era lo más real con lo que se había encontrado desde que había llegado a Inglaterra. Probablemente incluso antes. Las emociones se reflejaban intensamente en su cara.
Tras haber sufrido el prolongado y sofisticado engaño de Tia, aquello era algo que le resultaba extremadamente atractivo.
Y era muy, muy sexy. Bajo la actitud autocrítica que tenía, la mujer estaba llena de pasión.
Sonrió aún más al bajar la mano y acariciarle la escultural cintura que tenía. La acercó hacia sí y sintió como el deseo se apoderaba de su estómago al tocar la piel que se escondía bajo su camiseta...
Sarah se quedó paralizada. Abrió los ojos y repentinamente lo apartó. Tenía los labios enrojecidos. Sus ojos reflejaron un gran dolor al mirar hacia el grupo de alborotadoras chicas que aplaudían desde el jardín.
Durante unos segundos, volvió a mirar al extraño que la había besado antes de darse la vuelta y marcharse del local.
Era una broma, desde luego. Precisamente en aquello consistían las despedidas de soltera; en bromear para divertirse.
Al pasar por un hueco que había en la alambrada que rodeaba al aparcamiento del pub, sintió que algunos alambres le pinchaban los brazos. Se secó las lágrimas que comenzaron a caerle por las mejillas. Le dolía. Por eso estaba llorando, no porque no supiera aceptar una broma... incluso una tan dolorosa y humillante como el ser besada en un pub por un completo extraño que ni siquiera podía dejar de reírse al hacerlo.
Mientras caminaba enfadada entre los trigales, recordó que hacía tan sólo una semana se había encargado del catering de una fiesta de compromiso y delante de todos los invitados y de la feliz pareja se le había caído la tarta al suelo. El novio había resultado ser su amante desde hacía siete años y el padre de su hija. La vergüenza era algo que la había acompañado con frecuencia en su vida, por lo que el pequeño detalle de que la hubieran utilizado para divertirse en la despedida de soltera de su hermana no suponía nada para ella; siempre la humillaban todos.
El sol estaba poniéndose en el horizonte mientras teñía de dorado el paisaje. Furiosa, apartó el trigo de su camino de muy malas maneras. Lo peor de todo era que, hacía tan sólo unos minutos, en vez de frustración había sentido un intenso deseo. Se había sentido maravillosamente bien. Estaba tan sola que el vacío beso de un extraño le había hecho sentirse apreciada, especial, deseada y... bien.
Hasta el momento en el que se había dado cuenta de que él estaba riéndose de ella.
Al llegar a la cima de la colina, echó la cabeza para atrás y respiró profundamente. Pensó en Lottie y sonrió, tras lo que se apresuró en llegar a casa.
Lorenzo se agachó para tomar el sobre que ella había dejado caer al haberse apresurado en alejarse de él. Le dio la vuelta y leyó el nombre que había escrito en la solapa.
Sarah.
Era un nombre sencillo y fresco.
Al salir del The Rose and Crown, cruzó a la acera de enfrente y miró a su alrededor. No había rastro de ella. Todo estaba muy tranquilo. Parecía que Sarah había desaparecido.
Pero cuando estaba a punto de regresar al pub, un movimiento en la distancia captó su atención. Había alguien subiendo por la colina que había detrás de los edificios. Sin duda era una mujer. Los últimos rayos de sol iluminaban sus abundantes rizos y le otorgaban un aura dorada. Era una imagen preciosa.
Era ella. Sarah.
Sintió una extraña sensación en el estómago y, de inmediato, deseó tener una cámara en las manos. Aquello era por lo que había ido a Oxfordshire. Delante de sí tenía la esencia de la Inglaterra que Francis Tate había reflejado en su libro.
Al llegar a la cima de la colina ella se detuvo y echó la cabeza para atrás. Entonces, tras un momento, comenzó a bajar por el otro lado de la colina y desapareció de su vista.
No sabía quién era aquella tal Sarah ni por qué se había marchado tan abruptamente del pub, pero no le importaba. Simplemente estaba muy agradecido de que lo hubiera hecho ya que, al hacerlo, le había dado algo que había pensado que había perdido para siempre. Su deseo de volver a trabajar. Su visión creativa.
Lo único que le quedaba por resolver era el complicado asunto de los derechos de copyright.
TRES SEMANAS más tarde...
A Sarah le dolía la cabeza y estaba muy cansada. Pero al cerrar los ojos y respirar profundamente el cálido aire de aquel lugar, se sintió un poco más animada. Estaba en la Toscana.
–Pareces agotada, cariño.
Desde el otro lado de la mesa, su madre estaba mirándola fijamente. Sarah disimuló un bostezo y esbozó una dulce sonrisa.
–Es por el viaje. No estoy acostumbrada. Pero es maravilloso estar aquí –contestó, sorprendida ante la sinceridad de sus propias palabras.
Había temido tanto la boda de Angelica debido a las implicaciones que conllevaba para ella misma, ya que ponía de relieve su imposibilidad de encontrar una pareja permanente, que no había pensado en lo maravilloso que sería ir a Italia. Aquel viaje suponía el cumplimiento de un sueño, uno de los que había tenido cuando hacía años se había permitido soñar.
–Es estupendo que estés aquí –comentó Martha, frunciendo el ceño–. Creo que necesitabas alejarte de algunas cosas ya que, sinceramente, cariño, no parece que estés en muy buena forma.
–Lo sé, lo sé –respondió Sarah, consciente de los kilos que le sobraban–. Estoy a dieta, pero ha sido muy duro todo lo de Rupert, lo del trabajo, la preocupación por el dinero...
–No me refería a eso –dijo su madre con delicadeza–. Estaba hablando de buena forma mental. Pero si tienes algún problema económico, ya sabes que Guy y yo te ayudaremos.
–¡No! –se apresuró en contestar Sarah–. No pasa nada. Me surgirá algo –añadió, recordando la carta que había recibido hacía unas semanas de los editores de su padre.
Aquella misiva suponía el último de una larga lista de requerimientos que había recibido de derechos de filmación sobre el libro El roble y el ciprés desde que hacía once años había heredado los derechos de autor.
Al principio había considerado en serio algunas de las ofertas que había recibido, hasta el momento en el que la amarga experiencia le había demostrado que Francis Tate parecía sólo atraer a estudiantes de cinematografía sin recursos con tendencia a sufrir extraños y obsesivos trastornos psicológicos. Todo aquello le había llevado a simplemente negar cualquier tipo de permiso sobre el libro... por su bienestar mental y respeto a la memoria de su progenitor.
–¿Cómo está Lottie? –preguntó Martha.
Inquieta, Sarah miró a su hija, que estaba sentada en el regazo de Angelica.
–Bien –aseguró, odiando el tono defensivo que se apoderó de su voz al decir aquello–. Ni siquiera se ha dado cuenta de que Rupert ya no está con nosotras, lo que ha hecho que yo sea consciente de lo mal padre que ha sido. No recuerdo la última vez que pasó tiempo con ella.
Las últimas veces que Rupert había visitado el piso de la calle Shepherd's Bush, había sido para mantener un rápido e insatisfactorio sexo con ella mientras Lottie estaba en el colegio. Se estremeció al recordar las torpes y poco sensibles caricias del padre de su hija. Éste no había hecho otra cosa que ponerle tristes excusas acerca de la cantidad de trabajo que tenía para justificar las tardes y los fines de semana que ya no pasaba con ellas. Se preguntó durante cuánto tiempo más habría estado mintiéndole si ella no hubiera descubierto su engaño de una manera tan espectacular.
–Estás mejor sin él –comentó Martha.
–Lo sé –concedió Sarah, levantándose. A continuación, comenzó a tomar los platos de la mesa–. De verdad, lo sé. No necesito un hombre.
–Eso no es lo que he dicho –respondió su madre, levantándose a su vez. Tomó la botella de vino y la levantó a contraluz para comprobar si quedaba algo–. He dicho que estás mejor sin Rupert, no sin ningún hombre en general.
–Estoy bien sola –aseguró Sarah con tesón.
Pero sólo tenía que pensar en el atractivo italiano que la había besado en la despedida de soltera de Angelica para darse cuenta de que no estaba viviendo una vida plena.
–Lo que te pasa es que echas de menos a Guy. Siempre te comportas de una manera ridículamente sentimental cuando no está contigo.
Guy y Hugh, así como todos los amigos de éste, no llegaban hasta el día siguiente, por lo que aquella noche sólo estaban «las chicas», tal y como Angelica solía referirse a ellas. Martha se encogió de hombros.
–Tal vez –concedió–. Sólo soy una vieja romántica. Pero no quiero que pierdas tu oportunidad de encontrar el amor simplemente porque estás decidida a mirar para otro lado, eso es todo.
Mientras llevaba los platos a la cocina, Sarah pensó que su vida amorosa era como una llanura muy árida. Si alguna vez aparecía algo en el horizonte, sin duda alguna lo vería.
Justo delante de ella, la casa que su hermana y su prometido habían adquirido tenía un aspecto precioso. La cocina se encontraba en un extremo de la vivienda. Al llegar, entró y encendió la luz. Dejó el montón de platos que había retirado de la mesa sobre la rústica encimera. Al mirar a su alrededor, no pudo evitar sentir un poco de envidia al comparar aquella estancia con la diminuta y oscura cocina de su piso de Londres.
Enojada, abrió el grifo del agua fría y colocó las muñecas bajo el potente choro que salía de éste. El calor, el cansancio y la copa de Chianti que había tomado habían mermado sus defensas aquella velada. Cerró el grifo y volvió a salir al jardín. Al sentarse de nuevo a la mesa, oyó que Angelica estaba relatando todos los desastres que habían acompañado la reforma de la casa.
–... parece que él es un fanático de mantener las cosas lo más naturales y auténticas posible. Le hizo frente al arquitecto con cierto aspecto de las leyes de urbanismo de la Toscana que sugería que no podíamos poner el techo de la cocina de cristal, sino que debíamos reutilizar las antiguas tejas. Tenía algo que ver con el hecho de mantener el espíritu original de la vivienda.
La expresión de la cara de Fenella reflejó mucha impresión.
–Está muy bien que él diga todo eso, ya que vive en un palazzo del siglo XVI. Pero... ¿espera que viváis como campesinos simplemente porque comprasteis una casa como ésta?
Martha le dirigió una dulce sonrisa a Sarah.
–Hugh y Angelica han tenido ciertos problemas con la aristocracia local –le explicó–. En particular con el propietario del palazzo Castellaccio, que está aquí cerca.
–¿Aristocracia? –bramó Angelica–. No me importaría si lo fuera, pero simplemente es un nuevo rico. Es director de cine. Se llama Lorenzo Cavalleri. Está casado con esa increíble actriz italiana, Tia de Luca.
Fenella parecía estar muy emocionada. Los famosos le llamaban mucho la atención.
–¿Tia de Luca? Según parece, ya no están juntos –comentó, sentándose de manera más erguida a la mesa–. En la revista que compré ayer en el aeropuerto publican una entrevista que le han realizado a ella. Parece ser que ha dejado a su marido por Ricardo Marcelo. Está embarazada.
–Oh, ¡qué emocionante! –exclamó Angelica–. Ricardo Marcelo es muy guapo. ¿Es suyo el bebé?
Sarah pensó que parecía que estaban hablando de conocidos íntimos. Tuvo que contener un bostezo. Sabía quién era Tia de Luca, al igual que todo el mundo, pero no podía emocionarse acerca de la complicada vida amorosa de alguien a quien jamás conocería.
–No lo sé –contestó Fenella–. Por lo que dice en la entrevista, creo que el bebé tal vez sea de su marido, de Lorenzo no se qué. ¿Lo has conocido?
Al otro lado de la mesa, Lottie estaba sentada en una rodilla de su abuela con el dedo pulgar metido en la boca, obviamente agotada. Incluso a Sarah le pesaban mucho los párpados. Se echó para atrás en la silla y se permitió el lujo de cerrar los ojos mientras las demás mujeres continuaban hablando.
–No –contestó Angelica–. Pero Hugh sí. Dice que es una persona difícil. El típico macho italiano, muy arrogante y estirado. Pero tenemos que intentar llevarnos bien con él ya que la iglesia en la que vamos a casarnos está en parte de su propiedad.
–Vaya –dijo Fenella con calidez–. Parece divino. A mí no me importaría tener que llevarme bien con un típico macho italiano.
Sarah abrió los ojos en ese momento. Había estado a punto de quedarse dormida.
–Vamos, Lottie. Ya deberías estar en la cama.
Al oír su nombre, la pequeña pareció muy reacia a dejar la reunión.
–No, mami –protestó–. De verdad...
–Uh, uh...
Lottie tenía una gran capacidad persuasiva y normalmente la resistencia de su madre no ganaba ante la dura combinación de dulzura y lógica de la pequeña. Pero las cosas fueron distintas aquella noche. Una mezcla de agotamiento y de una extraña sensación de insatisfacción se apoderó de Sarah, que empleó un duro tono de voz.
–A la cama. Ahora.
Lottie miró el cielo por encima del hombro de su madre y parpadeó.
–No hay luna –susurró con la preocupación reflejada en la cara–. ¿No tienen luna en Italia?
En un instante, la frustración de Sarah desapareció. La luna era una especie de amuleto para su hija, le daba seguridad.
–Sí, tienen luna –contestó–. Pero esta noche debe estar acurrucada detrás de las nubes. Mira, tampoco hay estrellas.
Lottie pareció un poco más relajada.
–Si hay nubes, ¿quiere decir que va a llover?
–Oh, Dios, no digas eso –terció Angelica, riéndose–. Decidimos casarnos aquí precisamente por el tiempo. ¡En la Toscana nunca llueve!
Iba a llover.
De pie junto a la ventana abierta de su despacho, Lorenzo respiró el olor a tierra seca y miró el oscuro cielo. Hacía mucho calor, pero una súbita brisa agitó las copas de los cipreses del jardín. Afortunadamente se avecinaba un cambio.
La sequía había durado meses. El suelo estaba árido y lleno de polvo. Alfredo había utilizado casi todos los barriles de agua de lluvia que tenían guardados para emergencias, pero aun así, el paisaje que rodeaba al palazzo Castellaccio era marrón y seco.
Repentinamente oyó un gemido de placer. Se dio la vuelta justo a tiempo para ver al amante de su ex mujer echado sobre el desnudo cuerpo de ella, acariciándole un pezón con la lengua.
Mientras la enorme pantalla de plasma reflejaba una imagen de los labios abiertos de Tia, mordazmente pensó que aquellas escenas estaban muy bien hechas. Ricardo Marcello no era muy buen actor pero se esmeraba mucho en las escenas de sexo, por lo que la película, que versaba sobre la vida del científico italiano del siglo XVI Galileo, contenía más escenas de sexo de las que había planeado inicialmente.
Asqueado, tomó el mando a distancia y detuvo el film justo en el momento en el que la cámara estaba mostrando de nuevo el maravilloso cuerpo de Tia. Girando alrededor del sol garantizaba todo un éxito de taquilla, pero a la vez representaba el momento más bajo de su capacidad creativa, el momento en el que había vendido su integridad.
Lo había hecho por Tia. Porque ella se lo había suplicado. Porque podía. Y porque, de alguna manera, había querido resarcirla por lo que no podía darle.
Con amargura, pensó que había terminado perdiéndolo todo.
Como si hubiera percibido el estado de ánimo de su dueño, el perro que había estado durmiendo acurrucado en una esquina del sofá de cuero que había en la sala levantó la cabeza y se apresuró en bajar al suelo para acercarse a Lorenzo. Presionó su larga nariz en la mano de éste. Lupo era una mezcla entre un perro de caza y un perro lobo. Era todo un misterio. Pero aunque su pedigree no estaba muy claro, su lealtad hacia su amo sí que lo estaba. Al acariciarle las orejas al perro, Lorenzo sintió que su enfado lo abandonaba. Tal vez aquella película le había costado perder a su esposa, así como su autoestima y casi su visión creativa, pero al mismo tiempo había sido el punto de inflexión que había necesitado para darle un giro a su vida.
El libro de Francis Tate reposaba sobre el escritorio que había junto a él. Lo tomó y acarició la portada. Había llevado en su bolsillo aquel ejemplar durante numerosos viajes y lo había leído en infinidad de descansos de rodajes de películas. Lo había encontrado por casualidad en una librería de segunda mano en Bloomsbury durante su primer viaje a Inglaterra. Por aquel entonces había tenido diecinueve años y había estado trabajando como corredor de una película en Londres. Había echado muchísimo de menos su casa y al haber visto la palabra «Ciprés» en el título del libro, éste le había atraído muchísimo.
Distraído, ojeó algunas páginas de la novela y recordó las imágenes que siempre se apoderaban de su mente al leerlas, imágenes que no habían perdido su frescura tras los veinte años que habían pasado desde que había disfrutado de aquella historia por primera vez. Tal vez no fuera a resultar muy comercial, quizá fuera a costarle más que las ganancias que podría obtener, pero realmente quería hacer aquella película.
Involuntariamente recordó a la chica del The Rose and Crown, Sarah, mientras había subido andando por aquella colina llena de trigo, la luz que se había reflejado en sus desnudos brazos y su precioso pelo caoba. Se había convertido en una especie de inspiración en su mente; aquella imagen representaba la esencia de la película que quería crear. Algo sutil, tranquilo, sincero.
En ese momento, un trozo de papel cayó del libro y fue a parar al suelo. Era la carta de los editores de Tate.
Gracias por su interés, pero la decisión de la señorita Halliday acerca de rodar una película basada en el libro de su padre El roble y el ciprés es inalterable en este momento. Sin duda le informaremos si la señorita Halliday cambia de opinión en el futuro.
SARAH SE despertó sobresaltada y se sentó en la cama. Tenía el corazón revolucionado. Durante las anteriores semanas se había acostumbrado a la sensación de despertarse sobre una almohada húmeda debido a sus lágrimas, pero aquello era algo distinto. El edredón que había apartado a un lado estaba absolutamente empapado y la camisa de algodón con la que se había acostado, que había sido de Rupert, estaba muy húmeda. Todo estaba oscuro. Demasiado oscuro. Oyó como caía agua. Estaba lloviendo. Mucho. Dentro de la habitación...
Le cayó una gota en el hombro. Se apresuró en levantarse de la cama y presionó el interruptor para encender la luz. Pero nada se iluminó. Aunque estaba demasiado oscuro, instintivamente levantó la cabeza para mirar al techo... y una nueva gota le cayó entre los ojos. Maldijo en voz baja.
–Mami –murmuró Lottie desde su cama–. Lo he oído. Son diez peniques más que tienes que poner en la caja de las palabrotas.
Sarah oyó como se movían las sábanas de la cama de su hija al sentarse ésta en el colchón.
–Mami –repitió la pequeña–. Todo está empapado.
–Parece que hay goteras en el techo –respondió Sarah, forzándose en mantener un tranquilo tono de voz–. Venga, vamos a buscar un pijama seco para ti y a comprobar qué pasa.
A continuación tomó a Lottie de la mano y palpando las paredes del dormitorio salió al pasillo, donde hizo lo mismo para intentar llegar a las escaleras de la vivienda.
–Por favor, ¿podemos encender la luz? –pidió la pequeña, nerviosa–. Está muy oscuro.
–El agua debe haber fundido los plomos. No te preocupes, cariño, no es nada de lo que tengas que tener miedo. Estoy segura de que...
En aquel momento se oyeron unos gritos provenientes de la parte de la vivienda en la que se encontraba la habitación de Angelica. Estaba claro que ésta se había dado cuenta de la crisis. La puerta de su dormitorio se abrió.
–Oh, Dios.... ¡despertad todas! ¡Está colándose agua por el techo!
Lottie agarró con más fuerza aún la mano de su madre ante la histeria que reflejaba la voz de su tía.
–Ya lo sabemos –contestó Sarah, forzándose en controlar lo irritada que estaba–. Vamos a mantener la calma mientras averiguamos qué ocurre.
Pero su hermana sólo se tranquilizaba en los costosos spas a los que acudía. Fenella se acercó a ella como un espectro en la oscuridad. Ambas se abrazaron y comenzaron a sollozar.
–Amores, ¿qué ha ocurrido? –terció Martha, uniéndose al grupo–. Pensé que por error me había quedado dormida en la bañera. Todo está empapado.
–Debe haber un problema con el techo de la casa –contestó Sarah cansinamente–. Mamá, cuida de Lottie. Angelica, ¿dónde puedo encontrar una linterna?
–¿Cómo voy a saberlo? –espetó su hermana–. Eso es asunto de Hugh, no mío. Oh, Dios, ¿por qué no está él aquí? O papi. Ellos sabrían qué hacer.
–Yo sé qué hacer –aseguró Sarah entre dientes mientras se dirigía hacia las escaleras tras entregarle su hija a su madre. Precisamente aquello era lo que ocurría cuando no había un hombre alrededor que lo hiciera todo; las mujeres desarrollaban algo llamado independencia–. Voy a encontrar una linterna y a salir fuera para descubrir qué ocurre con el tejado.
–No seas tonta... no puedes subir al tejado con este tiempo –se burló Angelica.
–Cariño, tu hermana tiene razón –dijo Martha–. No es buena idea.
–Bueno, pues decidme si tenéis otra mejor –respondió Sarah en tono grave.
Por toda la oscura casa se oía el sonido de la lluvia. Cuando llegó a la cocina para buscar la costosa colección de herramientas de Hugh, sus pies se encontraron con varios charcos que había en el suelo.
Cuando por fin encontró las herramientas, comprobó aliviada que entre éstas había una pequeña linterna. La encendió e iluminó las paredes. El agua caía del techo a raudales. Entonces abrió las puertas que daban al jardín y salió fuera.
Fue como entrar en la ducha completamente vestida. Empapada, respiró profundamente y se forzó a andar hacia delante. Cuando estuvo a suficiente distancia, enfocó el tejado de la casa con la linterna. Pero la leve luz de ésta no dejaba ver cuál podía ser el problema.
–¡Sarah... estás empapada! ¡Entra, cariño! –gritó su madre desde la puerta. Se había puesto un chubasquero sobre su elegante camisón de La Perla. También llevaba un paraguas–. Aquí no podemos hacer nada. Angelica y Fenella se han llevado a Lottie con ellas para pedirle ayuda al atractivo vecino de al lado.
Sarah enfocó la parte más alta del tejado.
–Pero estamos en medio de la noche. No puedes aparecer en casa de alguien a estas horas.
–Cariño, somos unas señoritas en apuros –gritó de nuevo Martha para que su hija la oyera–. Es una emergencia. No podemos esperar a mañana –añadió, entrando de nuevo en la vivienda.
–Habla por ti –contestó Sarah en voz baja, disgustada. Se acercó a tomar una de las sillas del patio para subirse a ella. Sujetó la linterna con los dientes y se ayudó del desagüe para subir al tejado a continuación.
Arrodillada sobre las tejas, comprobó que éstas fueran suficientemente firmes para soportar su peso. Con mucho cuidado se puso de pie y sujetó de nuevo la linterna con las manos. El tejado estaba inclinado hacia arriba en la parte que cubría el área principal de la casa y subió por las tejas para comprobar su estado. Parecía que no faltaba ninguna. Entonces dirigió la linterna hacia la parte más alta, donde se encontraba el techo de la cocina. Parecía haber un hueco...
En ese momento oyó a alguien hablar desde el suelo y repentinamente todo se vio iluminado por una cegadora luz blanca. Tuvo que llevarse las manos a los ojos para evitar que la luz la deslumbrara, momento en el que se le cayó la linterna.
–¡Maldita sea!
–Quédese donde está, no se mueva.
Sarah no podía ver absolutamente nada ya que la potente luz la cegaba por completo. Intentó ver al italiano poseedor de aquella grave voz al mismo tiempo que se arrodilló para tratar de tapar cuanto pudo de sus desnudas piernas con la empapada camisa de algodón.
–Le he dicho que se quede quieta. A no ser, desde luego, que quiera matarse.
–Ahora mismo me tienta hacerlo... –respondió ella entre dientes– teniendo en cuenta que estoy medio desnuda y usted está iluminándome con esa potente luz. ¿Podría apagarla?
–Si lo hago, ¿cómo va a ser capaz de ver para bajarse de ahí? –contestó el hombre, que tenía una voz muy masculina y profunda.
–Me las estaba arreglando bien hasta que llegó usted.
–Se refiere a que todavía no se ha roto el cuello. ¿Qué demonios creía que estaba haciendo al subir ahí arriba con este tiempo?
–Parece usted mi madre –espetó Sarah–. No habría subido aquí si hiciera otro tipo de tiempo ya que lo que estoy intentando descubrir es por dónde está colándose el agua. Me parece que ahí arriba puedo ver un...
–En realidad, no quiero saberlo –interrumpió él, exasperado–. Sólo quiero que se acerque muy despacio al borde del tejado.
–¿Está usted loco? –dijo ella, apartándose algunos empapados mechones de pelo de la cara–. ¿Por qué?
–Porque sé que en el borde hay una viga que soportará su peso.
–¡Oh, muchas gracias! Supongo que es de acero reforzado...
–Sarah, simplemente hazlo –contestó el italiano, tuteándola.
Al oír que él la llamaba por su nombre, ella sintió como algo se le revolvía por dentro. Boquiabierta, tardó unos segundos en ser capaz de hablar.
–¿Cómo sé que puedo confiar en usted? –preguntó, malhumorada–. Ni siquiera lo conozco.
–No es el momento para presentaciones minuciosas. Pero me llamo Lorenzo y ahora mismo soy lo único que la separa de una terrible caída.
Aquella voz estaba teniendo un efecto muy inconveniente en Sarah, que se sintió muy irritada.
–No quiero ser grosera, Lorenzo, pero no tienes ningún derecho a decirme lo que dedo hacer. No soy tonta; antes de subir al tejado comprobé que fuera seguro. Las tejas están muy bien colocadas...
Al dar un paso al frente, sintió como una de las tejas se rompía bajo sus pies. Angustiada, gritó. Moviendo los brazos, intentó no perder el equilibrio. Repentinamente tuvo miedo.
–Tranquila –dijo él–. No te ha pasado nada.
–Es muy fácil para ti decirlo; no eres tú el que está a punto de caer por el tejado.
–Eso no va a ocurrir.
–¿Cómo lo sabes?
–Porque no voy a permitir que ocurra. Tienes que escucharme detenidamente y hacer lo que te diga, ¿está bien?
–Está bien –respondió ella, observando como aquel hombre enfocaba con su potente linterna la parte más baja del tejado.