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Gaziel es el autor del mejor libro escrito en español sobre la guerra de 1914-1918 por un testigo ocular?, decía ya la Enciclopedia Espasa-Calpe en los años 20. El joven periodista catalán Agustí Calvet (que utilizó el seudónimo de Gaziel) fue corresponsal de guerra cuanddo apenas si existía tal profesión, y el reportero español que más directamente conoció las trincheras de la Primera Guerra Mundial. Sus crónicas desde los escenarios de las batallas del Marne y Verdún, desde la ocupada Serbia o la levantisca Macedonia, son consideradas hoy obras maestras. Por primera vez se reúne en este libro una amplia muestra de esos reportajes, que incluye algunos nunca recogidos en volumen. La selección ha sido realizada por Manuel Llanas, biógrafo de Gaziel, que firma el prólogo, en el que recuerda la trayectoria de quien empezó como un ?periodista accidental? y acabaría convirtiéndose en director de su diario, La Vanguardia. El epílogo del libro lo ha redactado uno de los más brillantes continuadores actuales de Gaziel, el corresponsal de guerra Plàcid Garcia-Planas. Estamos, en suma, ante un gran texto de periodismo narrativo porque, cuando se habla de guerra desde las trincheras, el propio Gaziel escribió que ?todo lo que nos han contado y lo que hemos leído parece ahora pura novelería?.
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Gaziel En las trincheras
Prólogo Manuel LlanasEpílogo Plàcid Garcia-Planas
Bajo el seudónimo de Gaziel escribió el periodista Agustí Calvet (Sant Feliu de Guíxols, 1887 – Barcelona, 1964). Mientras estudiaba filosofía en París, el estallido de la Primera Guerra Mundial cambió su vida: irrumpió en las páginas del diario La Vanguardia de Barcelona con sugestivas crónicas y reportajes escritos en pleno frente. Todos ellos evidencian una enorme capacidad de observación, que se eleva por encima de la marea de acontecimientos. Vivir la guerra le permitió perfilar su conocimiento del alma humana y —en una paradoja del destino que él mismo reconoció— le hizo descubrir su capacidad para seducir a los lectores. La gran trayectoria periodística que inició entonces culminaría con su etapa como director de La Vanguardia en el período 1920-1936, truncada por la Guerra Civil y el exilio.
Primera edición digital: noviembre de 2011 Segunda edición digital: abril de 2014
© de esta edición: Editorial Diéresis, S.L. Travessera de les Corts, 171, 5º-1ª 08028 Barcelona Tel.: 93 491 15 60www.editorialdieresis.com
© de las crónicas de Gaziel: Lluïsa Calvet Bernard © del prólogo: Manuel Llanas © del epílogo: Plàcid Garcia-Planas
Diseño: dtm+tagstudy
ISBN: 978-84-938702-2-5
Todos los derechos reservados. No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.
Varios testimonios coetáneos coinciden en ello y hoy no podemos más que corroborarlo: Agustí Calvet (1887-1964), universalmente conocido por el seudónimo de Gaziel, fue un periodista per accidens, tanto por la índole y el calado de su formación intelectual como por los motivos azarosos que le condujeron a la práctica del oficio, a raíz del estallido de la Primera Guerra Mundial. En síntesis, su perfil respondía perfectamente al de un estudioso y erudito: licenciado en Filosofía y Letras por la Universidad de Barcelona en 1908, doctor tres años después en la misma disciplina por la de Madrid (única universidad de España donde por aquel entonces podía obtenerse tal grado académico), secretario (1911-1914) del flamante Institut d’Estudis Catalans y opositor frustrado a una cátedra de historia de la filosofía (1913), en el verano de 1914 se hallaba en la Sorbona ampliando estudios de su especialidad, al tiempo que frecuentaba el Colegio de Francia. Fue en París, pues, donde el 1 de agosto le sorprendió la declaración de guerra a Alemania y el subsiguiente decreto de movilización general. A partir de las experiencias vividas durante aquel mes en la capital francesa, Gaziel iba redactando un diario personal que, ya de vuelta en Barcelona a primeros de septiembre —y cediendo a los ruegos de Miquel dels Sants Oliver, director a la sazón de La Vanguardia—, tradujo al castellano y transformó para aquel rotativo en las crónicas que constituyen la serie Diario de un estudiante en París, un scoop periodístico de perdurable recuerdo[1].
En tal contexto, Oliver, que veía en él su sucesor como principal responsable de La Vanguardia, le ofreció la corresponsalía de París[2] mientras destinaba a Enrique Domínguez Rodiño a Berlín[3]. Cuando, a primeros de diciembre de 1914, Gaziel obtenía en el Quai d’Orsay la acreditación de corresponsal de guerra, pocas dudas debían de enturbiarle el ánimo acerca de la decisión tomada: se había dado a conocer de forma fulminante, finalmente lograba un empleo dignamente retribuido[4], tenía una novia borgoñona —Louise Bernard, con la que se casaría en marzo de 1915— y, por añadidura, podía asistir en primera fila al gran espectáculo bélico que conmocionaba al mundo entero[5]. Bien es cierto que corría el riesgo de alejarse, tal vez definitivamente, de su vinculación intelectual y académica con la filosofía; tiempo atrás, sin embargo, Eugeni d’Ors había explicado, desde las páginas de La Veu de Catalunya, que para las vocaciones filosóficas el contacto con la guerra y con el periodismo resultaban una escuela de incomparable utilidad[6]. Por otra parte, el 10 de mayo de 1915 confesaba por carta a su amigo Manuel Reventós que la guerra le había permitido descubrir sus aptitudes para el periodismo:
Después vino la guerra a confirmar mis incurables pesimismos sobre la especie humana y a destruirme, de paso, mi pobre barraca de cañas que tenía arreglada en París en santa paz. ¡Pero ya lo has visto! Eso, que primero pareció una gran desventura, fue en realidad el camino de una ventura mayor, de tal suerte que yo a veces me pregunto estupefacto (y si fuera algo iluminado lo creería de veras) si la guerra europea o mundial, con todas sus catástrofes sobrecogedoras, no ha sido nada más que el medio empleado por la incomprensible mano de la Providencia para que su servidor humilde pudiera desarrollar su esencia (como decían los hegelianos) de un modo satisfactorio. Gracias a la guerra, en efecto, yo descubrí que poseía la facultad nunca sospechada de charmer a cierta gente[7].
Instalado de nuevo en la capital de Francia, la corresponsalía de La Vanguardia le obliga a un intenso ritmo de trabajo, del que da fe una carta a Narcís Oller del 10 de julio de 1915:
Sin embargo, por ahora sólo tengo horas para laborar y ni un solo minuto para trabajar de veras, es decir, para mí. Pronto se cumplirá un año que colaboro continuadamente en «La Vanguardia». Llevo ya escritos, en este tiempo, cuatro volúmenes de 350 páginas (!!!). Yo mismo me asusto a veces al ver lo que llego a escribir en un mes. Es un trabajo seguido, que no se acaba nunca; los hechos se suceden con una rapidez vertiginosa, y yo voy anotándolos a toda prisa, sin poder discernirlos ni escogerlos, cuesta abajo como una riada turbia[8].
A mayor abundamiento, en febrero de 1916 comienza a escribir artículos sobre la guerra para una revista barcelonesa, Hojas Selectas[9], y un año después nace, en París, su primer hijo[10]. Fueron unos años de plenitud vital, como lo prueba el siguiente fragmento de una carta a un amigo suyo y compañero de generación, Lluís Nicolau d’Olwer, fechada el 25 de junio de 1915:
A pesar de que seas una especie de Schopenhauer meridional y sin metafísica, debo objetarte que el matrimonio hay ocasiones en que es un verdadero hallazgo. Porque lo que yo puedo decir de él hasta hoy es que el Hado quiera hacérmelo ver indefinidamente como hasta ahora. Madame y yo vamos tomando de la forma más ligera posible las contingencias fatales de la vida. Y, por si acaso, nos dedicamos principalmente a recorrer las estupendas catedrales que aún quedan en Francia. Hoy en Chartres, mañana en Rouen, pasado mañana en Orléans y más tarde donde sea, vamos corriendo tranquila y dulcemente este país maravilloso y suave. Yo llevo siempre conmigo la libreta donde destilo, uno a uno, los mamotretos que nos salvan la vida[11].
Con los mamotretos alude, claro está, a las crónicas escritas para La Vanguardia, sobre cuya recepción entre el público lector interroga repetidamente, ya desde diciembre de 1914, al propio Nicolau, a quien también recaba la opinión:
Veo que los mamotretos van manando. Hoy envío ya el 7º. Dime, con toda franqueza, si te gusta y gustan. Es para guiarme que te lo pido. Ya sabes que mi vanidad está muy por encima; pero mi interés está completamente por debajo. [13 de diciembre de 1914]
Te agradezco mucho lo que me dices de mis crónicas. ¿Te gustan a ti y gustan al pueblo soberano? Pues ya vamos bien. En cuanto al mundo del intelecto, no hay que escucharlo mucho. [18 de enero de 1915]
Si todavía tienes ánimo de ir hojeando mis mamotretos, dime si «el pueblo sigue siéndome fiel» y si ha sido de su gusto la serie titulada Bajo el yugo imperial. [25 de junio de 1915]
Salvo un viaje por Grecia y Serbia en octubre y noviembre de 1915, emprendido cuando parecía que el principal escenario bélico se situaba en los Balcanes, Gaziel lleva a cabo su tarea periodística sin moverse de Francia. Aun así, abandona París a menudo, bien por iniciativa propia o bien invitado, por parte de alguno de los ejércitos aliados, a integrar alguna expedición de periodistas. Con el alejamiento de la capital se incrementan las dificultades en el envío de los artículos, algunos de los cuales tardan hasta semanas enteras en llegar a La Vanguardia, que además los recibe a veces —y así los publica— en desorden cronológico. He aquí los engorrosos e inverosímiles pasos que debió seguir, en marzo de 1915, una serie de crónicas escritas por el periodista mientras residía en una casa de campo del municipio de Becquigny:
Cuando se presentó ayer mañana en mi cuarto, Fourchon [un criado de la casa] venía a buscar mi correspondencia. En esta parte atribulada de Francia, los correos oficiales funcionan con una lentitud tan desesperante y una irregularidad tan notoria, que la mejor manera de enviar la correspondencia consiste en entregarla a alguien que vaya a París y se encargue buenamente de echarla al correo en la capital. El viejo Fourchon lleva mis cartas a Becquigny y las deposita, con un óbolo espléndido, en las manos de alguno de los campesinos que diariamente se dirigen a Montdidier. Una vez allí, el portador la entrega a su vez a un correo improvisado que hace continuos viajes a París, y éste se encarga de los trámites finales. Yo no estoy muy seguro de que mis cartas resistan unas pruebas tan crueles, pero como no hay más remedio, me consuelo pensando que, en todo caso, lo más grave que podrá sucederme será el tener que transcribir de nuevo la copia de mis escritos, que conservo, naturalmente, como oro en paño[12].
En ocasiones le asalta la pesadumbre de estar renunciando a su vocación literaria y filosófica[13], pero con el tiempo lo que más le contraría y aflige es la fatiga de presenciar la guerra y sus infinitos sufrimientos. Así lo manifiesta en sendas cartas a Narcís Oller:
Ni usted ni nadie puede imaginarse lo cansado que estoy de asistir activamente al desarrollo de la lucha europea. Hace dos años que no paro: he escrito montones de papel, he recorrido media Europa, he visto cosas espantosas e inolvidables, muchas de las cuales he tenido que callar, y estas son precisamente las más negras. Llegado a este punto, sólo ansío noche y día la paz de fuera, que me devolverá mi humilde pero serena paz de dentro. [29 de julio de 1916]
El invierno avanza, la primavera se acerca y con ella la hora de la gran matanza, que hemos de esperar será la última de la guerra actual. Yo me dispongo a continuar mi labor de cronista, con el corazón verdaderamente enfermo, se lo aseguro. [15 de febrero de 1917]
Gaziel abandona Francia en enero de 1918; el mismo año, cuando la guerra se extinguía, regresa transitoriamente durante los meses de septiembre y octubre. A lo largo de todos estos años escribió nada menos que 315 crónicas para La Vanguardia y 35 para Hojas selectas; y aprovechando el éxito cosechado por la serie Diario de un estudiante en París y por el libro homónimo que la recogía (tres ediciones entre 1915 y 1916), la misma casa editorial Estudio le publicó una amplia selección en cuatro volúmenes de las aparecidas en el rotativo en 1914, 1915 y 1916: Narraciones de tierras heroicas (1916), En las líneas de fuego (1917), De París a Monastir (1917) y El año de Verdún (1918) —de ahora en adelante denominados respectivamente con las iniciales NTH, ELF, DPM y ADV. De ello se deduce, por consiguiente, que las crónicas de 1917 y 1918 no se reunieron nunca en volumen, aunque estaba previsto hacerlo[14]. Los 169 artículos recopilados en dichos cuatro libros equivalen, aproximadamente, al 52% de los publicados en La Vanguardia y presentan variantes respecto a los originales. Gaziel los revisa estilísticamente, les cambia a veces el título, los reduce de extensión —son textos, por lo general, larguísimos— y ocasionalmente los redistribuye en series diferentes. El criterio que parece guiarlo, en la selección y en todas estas manipulaciones, es cualitativo y, a la vez, representativo de las múltiples facetas de la contienda.
En síntesis, las crónicas de guerra publicadas en La Vanguardia responden a cuatro tipologías:
1) REPORTAJES DISPUESTOS DE FORMA SERIADA como resultado de expediciones, emprendidas en solitario o en compañía de otros periodistas y organizadas o autorizadas por los estados mayores de los ejércitos aliados. Las expediciones recorren zonas devastadas y recientes escenarios de guerra, las proximidades de los frentes de combate o bien instalaciones militares o paramilitares (aeródromos, campos de internamiento de prisioneros, industrias de guerra, hospitales). Este grupo de artículos, el más numeroso, constituye de hecho el más característico de una corresponsalía de guerra. Ahora bien: a los corresponsales de la conflagración de 1914-1918 no se les solía permitir el desplazamiento a las líneas de fuego, de modo que se convertían en una especie de invitados de excepción a distintas dependencias de la retaguardia. Al parecer, murió uno solo, Serge Basset, enviado de Le Petit Parisien al sector británico, donde lo abatió una bala alemana[15]. El alejamiento del teatro de operaciones y la falta de contacto con los combatientes, Gaziel los deplora una y otra vez[16]. En una ocasión, ya en la primavera de 1917, se le presenta la oportunidad de pasar dos días en primera línea (la fortificación de Verdún) sin las atenciones protocolarias que, dispensadas por los estados mayores, edulcoran y falsean la realidad:
Pero esta vez dejaremos toda la región complementaria del frente, que en anteriores viajes nos preocupaba tanto, para fijarnos únicamente en la parte extrema y avanzada de las líneas de fuego. El interés de nuestra excursión consiste, precisamente, en que sólo da comienzo en el mismo lugar donde las anteriores terminaban. Verdún será nuestro punto de partida, no nuestra meta. En vez de estar alojados en la retaguardia, en cualquier hotel provinciano de Châlons-sur-Marne o Bar-le-Duc, para salir desde allí a recorrer el frente a manera de turistas guerreros, hoy vamos a pasar la noche en la ciudadela misma de Verdún, confundidos entre los soldados y albergados por ellos. […]; y así habremos vivido parte de dos días entre los soldados, en pleno frente, sin coches automóviles, mesas pródigas ni ninguno de los innumerables estorbos que, por lo general, suelen convertir los viajes a las líneas de fuego en una suerte de giras campestres, y la guerra casi en un espectáculo de escenografía. Esta vez va de veras[17].
En ocasiones, imposibilitado de acceder a informaciones de primera mano, los reportajes, también organizados en series, reconstruyen, a partir de testimonios orales y de documentos, los efectos de la guerra en varias poblaciones.
2) COMENTARIOS Y REFLEXIONES sobre las naciones en lucha, sobre la marcha del conflicto, las aristas que presenta y, más intemporales e ideológicos, sobre las causas de las guerras. En tales artículos, Gaziel trata de distanciarse de los hechos que contempla, demasiado inmediatos, y, con la ganancia de perspectiva, analizarlos:
Me place, de tarde en tarde, hacer alto en medio del torbellino de impresiones pasajeras en que estamos sumergidos, para sacar la cabeza a flote, siquiera sea un instante, y extender la mirada a nuestro alrededor[18].
En rigor, tal propósito lo manifiesta ya el cronista desde el comienzo de su labor. Así, en un artículo de dos años antes advertía al lector de que
no todo ha de ser, en mis crónicas, cuestión de grata amenidad y de leve y fugaz literatura. Al lado de la visión de los campos de batalla, de los personajes curiosos que encuentro a mi paso, pondremos un ancho margen para las altas ideas y los fecundos planes de gobierno. Y así tú tendrás un conocimiento integral de los sucesos mundanos, y mis páginas serán a manera de un vasto y complejo panorama de estas tierras heroicas en el cual vendrán mezclados, en la debida proporción de equilibrio, lo útil con lo profundo y lo agradable[19].
Se hace difícil no ver, en este punto de vista del observador, una resonancia del ideario orsiano[20]. Una afinidad que se percibe con especial nitidez durante su primera salida de París, que tiene lugar en Senlis (uno de los escenarios de la batalla del Marne) a mediados de diciembre de 1914. Gaziel coincide allí con un colega, corresponsal del Chicago Express, un individuo que, a su juicio, encarna los peores defectos del periodismo deshumanizado, mecanizado y trivial; así, anota incansablemente datos históricos, económicos y geográficos, se interesa obsesivamente por las estadísticas y el cálculo exacto de los daños causados por el ejército alemán, abruma a sus interlocutores con torrentes de farragosa erudición y, en suma, no va más allá de la descripción epidérmica de la realidad. Nos hallamos, al cabo, ante un reportero vulgar, insensible y superficial. En acusado contraste, Gaziel aspira a erigirse en un periodista totalmente distinto, un cronista espiritual que, sirviéndose de la observación desinteresada y curiosa, despliega mecanismos reflexivos destinados a penetrar las apariencias, interpretarlas y, en paralelo, muestra sentimientos humanitarios ante las calamidades bélicas[21].
3) ESTAMPAS DE PARÍS y de otras ciudades y poblaciones bajo el impacto de la conflagración. Constituyen un intento de reflejar la alteración de la vida cotidiana y el estado de ánimo de la población civil y, al mismo tiempo, una descripción de los resortes espirituales más íntimos de la sociedad francesa.
4) PERFILES HUMANOS de protagonistas de la guerra y entrevistas con jefes militares.
Fruto del consenso entre los autores del prólogo y del epílogo, la selección de crónicas aquí reproducidas responde a un doble criterio, representativo y cualitativo. Todas pertenecen a la primera de las tipologías descritas, que con fundamento podría denominarse «El periodista en las trincheras» y que numéricamente resulta, con diferencia, la más nutrida[22]. Se abre con una serie de crónicas que, recogidas en Narraciones de tierras heroicas y fechadas a finales de diciembre de 1914 y comienzos de enero de 1915, recogen la segunda salida del corresponsal, que tiene lugar, en compañía de un propietario rural y de su administrador, por escenarios de la reciente batalla del Marne. Todas ellas evidencian todavía una entusiasta expectación por la trascendencia de la experiencia que le ha cabido vivir; se diría que el cronista asiste a un espectáculo fascinante, ansioso de comunicar novedades e impresiones[23]. La selección de crónicas de En las líneas de fuego exhibe un amplio abanico de temas: el reflejo de la penosísima vida de los combatientes en las trincheras, el sufrimiento de la población civil sometida al bombardeo enemigo y la magnitud del esfuerzo bélico francés. Un esfuerzo que, puesto de manifiesto por la industria de guerra, describe a través de una visita a una fábrica de armas que le induce a reflexionar amargamente sobre las nefastas consecuencias del progreso técnico en la calidad moral del ser humano. En tercer lugar, bajo el epígrafe De París a Monastir se agrupan las siete crónicas de mayor intensidad dramática del volumen, centradas en el arduo y arriesgado recorrido hasta Monastir (actualmente Bitola, Macedonia), entonces primera población serbia después de la frontera griega. Acompañado por un danés a quien conoce durante el viaje a Grecia y que resulta ser un espía al servicio de Alemania, Gaziel recorre, en medio de un temporal de nieve, parajes de abrupta geología habitados tan sólo por lobos. Y alojado en un ruin hostal del camino, contempla la llegada de compactas comitivas de misérrimos campesinos serbios, ateridos de frío, hambrientos y fugitivos de su país invadido; un episodio desolador y patético que le provoca una meditación angustiadamente humanista:
Estas son escenas que infunden una congoja indecible, una piedad ilimitada, una tristeza radical y un hastío soberano del mundo. Ninguna, entre las que he presenciado durante el curso de la guerra, me produjo la conmoción de esa horda de lugareños harapientos, medio desnudos, barridos de sus tierras como despojos de basura humana.
¿Qué crimen horrendo han cometido estas gentes? ¿Cuál es su falta imperdonable? ¿Qué mal han hecho? […]
Llamémosla inglesa, turca, serbia, italiana u holandesa, la turbamulta de los desheredados permanece siempre la misma, sumergida en su miseria, sujeta a todos los males y arrastrada, sin tener arte ni parte, a sufrir todas las calamidades de la vida[24].
Por su parte, a El año de Verdún corresponden dos series de crónicas. En la primera, «La batalla de Verdún», Gaziel pisa durante cuatro días los alrededores de la célebre batalla cuando se cumplía apenas un mes de su inicio; por primera vez, el ejército francés autoriza a los corresponsales extranjeros a presenciar en directo las fases de una ofensiva[25], experiencia que resulta traumática y dolorosa. Así, la contemplación de la colina de Douaumont, donde murieron 100.000 soldados franceses, la visión de una fosa común en la que yacen rimeros de cadáveres espantosamente mutilados o, aún, la visita a un hospital de campaña en el que los heridos exhalan atroces alaridos llega a producirle un malestar físico y anímico que le bloquea hasta el espíritu observador:
¿Qué debilidad o fetichismo es ése, que impulsa a admirar los lugares testigos y sustentadores de una catástrofe? Mezclarse entre los combatientes, publicar sus sufrimientos heroicos, compartir sus riesgos y penalidades, no es un ejercicio inútil cuando se acompaña de piedad y melancolía. Pero admirar la guerra, presenciarla como un simple y satisfecho excursionista; escalar alturas estratégicas y contemplar un monte, a lo lejos, por la rara fruición de saber que en él murieron millares de hombres; gozar de un panorama macabro como de un teatro (la frase es ya corriente, el teatro de la guerra), requiere una virtud de que carece la pobre simplicidad de mi alma[26].
La segunda serie de El año de Verdún, «Una excursión por la Champaña», presenta, más allá del contenido, una novedad formal en las crónicas. En realidad, comienza con una autocrítica, basada en el hecho de que el corresponsal novel e inexperto (él mismo), impulsado por sus ideas acerca del carácter épico de la contienda y por la avidez del público lector hacia las novedades espectaculares, tiende a exaltarse la imaginación y a acometer, no el relato desnudo de los hechos, sino una epopeya que, involuntaria e insensiblemente, hincha la realidad y, por consiguiente, la adultera:
Esta operación, este abultamiento, los realiza el cronista con ingenuidad, sin darse cuenta de que echa a perder el precioso caudal de sus impresiones llanas, con el buen deseo de acercarse más a la verdad estricta ornándola de accesorios subjetivos, en vez de presentarla en su objetividad. El estilo del narrador se hace ampuloso y retumbante. Acuden a su pluma, como en catarata, palabras descomunales y que tienden siempre a exceder el contenido que expresan. Y lo que en realidad fue natural, acompasado y diáfano, se convierte en una bruma oratoria donde resuenan a intervalos, como truenos gordos, las palabras gigantesco, monstruoso, cataclismo, tromba, huracán y tormenta. Todos los cronistas hemos sido víctimas de este sarampión expresivo. Confesarlo ya casi equivale a librarnos de él[27].
Con la experiencia adquirida, pues, la sensibilidad del cronista se ha enriquecido y se halla en condiciones de representar la realidad sin tonos hiperbólicos. La nueva modalidad ensayada consiste en una crónica breve, que, integrada por «apuntes y esbozos», transcribe, apenas sin retoques, las notas impresionistas del carné de viaje sobre lo que ha visto, oído y percibido, sin elaboración posterior:
dibujando figuras como en croquis al lápiz, trazando paisajes como simples acuarelas, con la línea escueta y una ligera mancha de color, y expresando emociones con la misma vivacidad y rapidez que tuvieron al brotar en mi espíritu[28].
Del resultado de la experiencia —que a fin de cuentas no debió de satisfacerle dado que no la repitió— dan fe las diecinueve anotaciones o estampas esquemáticas escogidas, una especie de crónicas embrionarias escritas al compás de breves intervalos de tiempo.
Finalmente, las crónicas de 1917, no recogidas en volumen, describen dos expediciones a galerías subterráneas construidas por el ejército francés. La que le conduce a Argonne (en sus crónicas, Argona) constituye una de las vivencias más amargas del periodista, quien, harto de la guerra y de sus consecuencias, se ve en la obligación profesional de vencer la repulsión que le provoca ya irreversiblemente:
Cuando en raros momentos de descanso y de recordación silenciosa vuelvo los ojos hacia atrás, y me doy cuenta del inmenso cúmulo de sucesos, figuras, paisajes y escenas que han desfilado ante mí desde agosto de 1914, llego a sentir la saturación, el peso, casi el hastío de una experiencia excesiva —el mal de Ulises, que es la penitencia inevitable a todo pecado de curiosidad.
[…] hay que resignarse a la matanza continua, siguiéndola en sus peripecias y tratar de describir nuevos aspectos suyos sin atender a nuestra repugnancia, que no debe ser nada lógica cuando son tan pocos los que la comparten[29].
Es en Argonne donde Gaziel constata, una vez más, la aparatosa complejidad organizativa de la contienda y lo calamitosa que ha resultado la aplicación del progreso técnico al perfeccionamiento del exterminio recíproco de los ejércitos en lucha.
En una crónica de febrero de 1915, Gaziel urde una ficción futurista en la que un hipotético erudito del siglo XXI prepara un ensayo sobre «París en el siglo XX». Un ensayo para el que se documenta, entre otras fuentes, con artículos suyos sobre la vida cotidiana de la capital en tiempos de guerra:
Algunos de los datos que hoy yo puedo ofrecer por primera vez al público moderno, han sido extraídos de las correspondencias de la época que un tal Gaziel mandaba desde Francia al periódico La Vanguardia de Barcelona, el mismo que aparece todavía con el propio nombre, después de una existencia gloriosísima y más que centenaria. Y aunque me ha sido de todo punto imposible identificar la personalidad del corresponsal, cuya extraña firma es sin duda un pseudónimo, debo decir no obstante que en su tiempo fue bastante leído y que podemos considerarle como un espíritu prudente, algo observador y, sobre todo, veraz[30].
Prudente, observador y veraz: así quiso el cronista Gaziel que se le recordara y justo es que así sea.
En cualquier caso, corría 1924 cuando la Enciclopedia Universal Ilustrada Europeo-Americana, de la editorial Espasa-Calpe (tomo 25), le dedicaba un extenso artículo, notoriamente encomiástico. Un artículo que afirma tajantemente, refiriéndose a El año de Verdún, que «puede decirse que éste es el mejor libro escrito en español sobre la guerra de 1914-1918 por un testigo ocular». Por aquel entonces, nuestro hombre era ya el codirector de mayor peso de La Vanguardia; y sus artículos semanales en el rotativo le iban convirtiendo en lo que será indiscutiblemente poco después: un hito del periodismo de orientación en España. En efecto: hasta 1936, fecha en que el estallido de la Guerra Civil le obligó a partir hacia el exilio, la figura de Gaziel no hizo más que agigantarse. Se convirtió en el periodista más leído de Cataluña, respetado y acreditado en Madrid[31], que dirigía (en solitario desde 1933) el periódico de mayor tirada de España. Gaziel abrazó el oficio de periodista merced a una guerra y, veintidós años después, otra guerra, mucho más cercana, le forzó a abandonarlo para siempre.
Manuel Llanas
Universitat de Vic
[1] En sus memorias, Gaziel atribuyó el éxito público logrado por el Diario a la inusitada expectación generada por las novedades de aquella guerra. Lo cierto es que en varios países latinoamericanos aparecieron ediciones pirata del volumen, y que distintos periódicos (entre los cuales el colombiano El Tiempo) reprodujeron sin permiso aquellos artículos a medida que se difundían en La Vanguardia. Los responsables de tales fraudes los acompañaban, para colmo, de una desfachatez sin límites; así, cuando Gaziel viajó por Colombia en 1937 coincidió con el director de El Tiempo, que lo saludó efusivamente después de contarle sin ningún rubor que estuvo saqueando sus artículos durante toda la Primera Guerra Mundial. Más aún: poco después del final del conflicto bélico, y aprovechando la fama alcanzada por Gaziel, un impostor lo suplantaba pronunciando conferencias en su nombre por varias repúblicas americanas (cf. Para desvanecer un fantasma. LV, 11-V-1921, p. 10). Un testigo de primer orden, Miquel dels Sants Oliver, evocó así la formidable acogida de aquellos artículos entre los lectores: «Con dificultad se hallaría en los anales de la prensa española un éxito periodístico más rápido y brillante que el de dicha aparición. El lector lo recordará, seguramente: cuando el verano pasado salieron en las columnas de La Vanguardia los primeros artículos del diario de un estudiante en parís, no se oía hablar de otra cosa. En las peñas literarias, en los cafés, en los trenes, en las tertulias de balneario y estación veraniega, eran comentados y ponderados diariamente aquellos capítulos […]. Con mis treinta años de experiencia profesional, yo no puedo citar, porque no lo conozco, un caso semejante» (Prólogo a Gaziel. Diario de un estudiante en París. Barcelona: Estudio, 1915, p. VII). La repercusión del fenómeno en la expansión del periódico fue notoria; sin que por supuesto quepa deducir que el mérito recaiga exclusivamente en Gaziel, baste decir que La Vanguardia casi duplicó la tirada entre 1913 (58.000 ejemplares diarios) y 1918 (100.000) (cf. Josep Lluís Gómez Mompart. La gènesi de la premsa de masses a Catalunya (1902-1923). Barcelona: Pòrtic, 1992, p. 133).
[2] La ardiente francofilia de su corresponsal en París reportó a Oliver graves problemas con el propietario del rotativo, Ramón Godó, germanófilo furibundo. Según Gaziel, sus violentos enfrentamientos por este motivo precipitaron la muerte, en 1920, del director (cf. Història de «La Vanguardia» (1881-1936) i nou articles sobre periodisme. Barcelona: Empúries, 1994, p. 80-95).
[3] Cf. Un homenaje. A Domínguez Rodiño y ‘Gaziel’. LV, 22-X-1915, p. 5, donde se reseña el almuerzo de homenaje que la redacción del periódico, encabezada por Oliver y presidida por Ramón Godó, ofreció a los dos corresponsales destacados en escenarios opuestos de la contienda. Merece la pena añadir que el sustituto en la corresponsalía berlinesa de La Vanguardia fue, en 1929, Augusto Assía, residente por aquel entonces en Alemania y amigo de Pilar Escofet, hija de uno de los codirectores del rotativo. Para las crónicas de Domínguez Rodiño —que, al parecer, obtuvo la plaza de corresponsal gracias a la recomendación que Àngel Guimerà hizo llegar a Oliver—, consúltese el trabajo de final de licenciatura en Periodismo de Beatriz Guillén Onandía titulado Gaziel y Domínguez Rodiño. La pluralidad de La Vanguardia durante la Primera Guerra Mundial (Universitat Abat Oliba-CEU, 2006), donde se halla además un breve perfil biográfico.
[4] En el «Homenot» de Josep Pla dedicado a El senyor Miró i Folguera i el periodisme a Barcelona el 1919 (volumen 11 de la Obra completa. Barcelona: Destino, 1969), el escritor pone en boca de Miró las palabras siguientes: «Le he hecho esta pregunta porque la costumbre que ha habido en el periodismo de este país en mi tiempo ha sido la gratuidad sistemática. Los primeros que han empezado a cobrar con una cierta puntualidad han sido los corresponsales de la última guerra. Se puede decir que Gaziel ha sido el primero que ha vivido de este oficio. Antes se daba un carné al corresponsal y se le deseaba explícitamente un buen viaje» (p. 568). [La traducción al castellano de esta y de las posteriores citas en catalán de distintos autores (de Domènec de Bellmunt, Eugeni d’Ors y Eugeni Xammar) se deben al autor del presente prólogo]. Recordando sus años de corresponsal, el 5 de julio de 1935, en carta a Augusto Assía, Gaziel declaraba sin embargo que su sueldo por aquel entonces no pasaba de escuálido: «Yo he vivido varios años en París, casado y con un hijo, durante las terribles penurias de la guerra mundial, y con un sueldo mensual de 300 pesetas».
[5] En el capítulo dedicado a Gaziel dentro del volumen Figures de Catalunya (Barcelona: Llibreria Catalònia, 1933), más una entrevista que una semblanza biográfica, Domènec de Bellmunt valora los distintos factores que nuestro hombre puso en juego a fin de decidirse definitivamente: «Gaziel se lo pensó un poco. Le hacía gracia que un erudito especializado en Filosofía tuviese que verse en aquel embrollo, entre trincheras, ejerciendo de reportero bélico. No sentía el periodismo. Sin embargo, Francia le atraía por un motivo sentimental: cortejaba a una muchacha de Borgoña, y todas las ocasiones para ver y pasar unas horas a su lado le eran agradables. De otro lado, el interés humano del gran cataclismo de la guerra despertaba su curiosidad de humanista».
[6] Cf. Cavaller de la legió d’honor, glosa de 29 de enero de 1906 reproducida en Eugeni d’Ors. Glosari 1906-1907. Barcelona: Quaderns Crema, 1996, p. 34-36, y escrita a raíz de la concesión de la Legión de Honor a Ludovic Nadeau, corresponsal de Le Journal en la guerra ruso-japonesa. Algunos fragmentos de este artículo de Xènius encajan admirablemente con la coartada intelectual asociable al acceso de Gaziel al periodismo profesional: «Se dice que, cuando Descartes se decidió a seguir su vocación filosófica, se apresuró a entrar en un ejército, por entender que, necesitando sus meditaciones futuras alimento de realidad, nada más generosamente y deprisa podía dárselo que la riquísima escuela de observación que es la guerra. (…). Del mismo modo, la profesión que hoy pone en contacto con la vida es la del gran periodismo, y acaso para una vocación filosófica que no se conformara con hacer meditaciones sobre meditaciones, con elaborar libros sobre los libros, pero que quisiera, ante el Drama de la naturaleza y del vivir humano, penetrar originalmente su sentido, cuando no darle él mismo sentido —en virtud e imperio de arbitrariedad triunfadora—, acaso para una tal vocación filosófica, digo, el mejor régimen de crecimiento lo constituyeran unos años de aprendizaje —que serían al mismo tiempo años de aprendizaje y años de viaje— en la áspera milicia que hoy esparce sus tropas a través de la tierra, para servicio y honor de Nuestra Señora la Reina Curiosidad».
[7] Los extractos epistolares de Gaziel reproducidos en este prólogo se han traducido del catalán.
[8] Esta carta —y todas las dirigidas al novelista que exhumo a partir de ahora— se encuentra en el epistolario del fondo Narcís Oller conservado en el Institut Municipal d’Història de Barcelona (Ca l’Ardiaca), signatura N.O.I. 318-342.
[9] Se trata de un magacín de la editorial Salvat que publicaba, además de las de Gaziel —que se suceden irregularmente hasta marzo de 1921—, otras colaboraciones sobre la guerra, todas ellas profusamente ilustradas con fotografías. En el caso de nuestro autor, se trata de reflexiones y de análisis sobre la marcha de los acontecimientos bélicos y sobre las naciones en armas.
[10] Fue el mes y año (marzo de 1917) en el que una intensísima ola de frío se abatió sobre la ciudad; el Sena se heló, el carbón escaseaba y muchos parisinos tuvieron que albergarse en edificios caldeados, como iglesias y sedes de organismos oficiales. Gaziel describió este panorama en el artículo La cuesta de Enero. LV, 21-II-1917, p. 10-11.
[11] Esta carta, como todas las demás al mismo corresponsal que extracto a continuación, se conserva en el archivo de la Abadía de Montserrat (Fondo Lluís Nicolau d’Olwer. Correspondencia).
[12]Por los campos de batalla. IV. El secreto de Fourchon. LV, 25-III-1915, p. 13. Hay que añadir que, ya en París, las corresponsalías del periodista debían pasar por el trance de la censura militar, lo que las retenía más tiempo todavía.
[13] Véase el siguiente fragmento de una carta al escritor Narcís Oller del 8 de marzo de 1915: «Si yo tuviera tiempo, estimadísimo maestro Oller, si yo no tuviera que ganarme afanosamente, como un sencillo obrero del espíritu, nuestro pan de cada día (y digo nuestro porque ya no soy el único que lo come en mi casa), entonces quizá sí que podría escuchar, sin ruborizarme tanto como ahora, las palabras fervientes de usted. Yo siento a veces girar dentro de mí unas nieblas de ensueño tan bellas, que me coge la fiebre de dejarme volar plenamente en mitad de ellas, y de extraer sus luces por alguna exquisita y cordial fantasía. Pero, por ahora, soy demasiado esclavo de las cosas externas. Y no puedo hacer nada más que esperar la buena hora de escribir algún día lo que hoy no puedo hacer más que soñar».
[14] Según una nota autógrafa de Gaziel relativa al inventario de sus artículos que se conserva entre su documentación personal, un sexto volumen, titulado De Joffre a Foch, debía reunir una antología de las crónicas de 1917 y 1918. Sin embargo, la editorial acabó por desestimarlo debido al final de la guerra y a la subsiguiente y aparente pérdida de interés del público por el conflicto.
[15] Gaziel se hizo eco de la muerte de Basset en el mismo lugar donde sucedió y pocos días después (cf. Con los ejércitos británicos. XII. A las puertas de Lens. LV, 9-IX-1917, p. 8).
[16] Cf. Los cronistas modernos, crónica de noviembre de 1916 perteneciente a la serie Una excursión por la Champaña y reproducida en el presente volumen (p. 293-296). Gaziel pone ahí de manifiesto que los corresponsales, incapacitados de presenciar la guerra en directo y percibiendo sólo sus apariencias, se veían obligados a escribir artículos trufados de anécdotas, inservibles para captar puntualmente el latido de la realidad.
[17]En pleno frente. La ciudadela de Verdún. LV, 31-III-1917, pàg. 10. Como prueban algunas de las crónicas recogidas en el presente volumen, Gaziel había estado ya en contacto directo con los combatientes, aunque no tanto tiempo y siempre a través del filtro de un oficial que dirigía la expedición de los corresponsales. Unos meses después constataba, asombrado, que tras tres años de guerra no había visto aún al enemigo, lo cual dista de ser cierto a la vista de algunas crónicas de este volumen (cf. Con los ejércitos británicos. VIII. La aviación. LV, 23-VIII-1917, p. 12-13).
En cualquier caso, estos testimonios suyos coinciden con las observaciones, notoriamente caricaturescas, de otro periodista y corresponsal, Eugeni Xammar, que durante un tiempo mandó crónicas de guerra desde el frente británico al rotativo barcelonés La Publicidad: «Hacer de corresponsal en el frente durante la Primera Guerra Mundial era un trabajo muy poco militar, por no decir nada en absoluto, muy diferente de lo que había sido en guerras anteriores y de lo que tenía que ser durante la Segunda Guerra Mundial, cuando los periodistas morían en el frente como moscas. De 1914 a 1918, un corresponsal de guerra era un hombre enjaulado en un hotel o un château situados a unos cien kilómetros del frente, que salía de casa a media mañana para ir a pasear siempre a respetable distancia de los campos de batalla, que de vez en cuando oía, muy lejanos, unos cuantos cañonazos esporádicos y a la hora que las gallinas van a dormir volvía a casa, donde un oficial de estado mayor, ante unos mapas y unos gráficos, explicaba a los corresponsales todas las cosas que habían pasado aquel día y que ellos no habían visto y algunas de las cosas que probablemente pasarían el día siguiente y que ellos tampoco verían» (Eugeni Xammar. Seixanta anys d’anar pel món. Barcelona: Pòrtic, 1974, p. 167-168).
[18]El doble prodigio. LV, 23-V-1917, p. 10.
[19]Narraciones de tierras heroicas. IV. Intermedio. Relaciones diplomáticas. LV, 3-I-1915, p. 14.
[20] Me refiero, claro está, a la captación de las «palpitaciones del tiempo», actividad de la sociedad moderna que, según Ors, corresponde al periodista más que al filósofo, al historiador, al científico o al poeta. No todos los periodistas, sin embargo, estaban llamados a tan alta función, sino tan sólo una clase determinada: «Imaginad un periodista que, en lugar de detenerse en lo exterior, en las apariencias, en la corteza, reúne todos los hechos que atesora, con universal curiosidad, y los desnuda, los monda, por así decirlo, y extrae de ellos la jugosa pulpa simbólica. Y rima sus símbolos, y descubre su juego de armonías. Y, en este juego de armonías, prescinde aún de lo accidental y encuentra en su fondo, magnífica y soberana, la ley; y, profundizando, profundizando, ve, entre los valores ideales que la rodean, cuáles son supérstites del pasado, cuáles presentimientos del porvenir, cuáles roca viva de lo eterno. Y que, una vez logrado todo ello, sabe, desinteresadamente, en un momento dado, derribar y contradecir lo dicho y borrar lo escrito, porque ha escuchado una nueva palpitación que parece contradictoria. Y que, después, esta palpitación que había parecido contradictoria es precisamente una rima más en su construcción, y que esta, otra vez, aparece como apoteósicamente verdadera a la luz… —Este será el supremo periodista. Este será el que oiga las palpitaciones del tiempo. Su información será de ideas; mejor, de almas. Hará gacetillas de eternidades» («Més sobre la dignitat de l’ofici de periodista», en Eugeni d’Ors. Glosari 1906-1907. Barcelona: Quaderns Crema, 1996, p. 38. Esta glosa, aparecida en el periódico La Veu de Catalunya el 3 de marzo de 1906, es la siguiente de la citada en la nota 6, con la que se relaciona de forma directa).
[21] A este propósito de Gaziel se refería sin duda Miquel dels Sants Oliver al afirmar que «en cada figura resplandece una idea general o se encarna un sentimiento, y todas juntas alcanzan el doble valor de la caracterización individual y del sentido alegórico» y que el joven periodista escribía «con la vista fija en lo futuro y aun en lo eterno» (Prólogo a Gaziel. Diario de un estudiante en París, cit., p. XI).
[22] La gran mayoría procede de alguna de las recopilaciones en volumen que, publicadas entre 1916 y 1918 y citadas más arriba, hay que considerar como la última versión que su autor ofreció de ellas; otras, en cambio, se reproducen directamente de las páginas del periódico (La Vanguardia) donde vieron la luz y del que ahora emergen por vez primera. Una nota al final del presente volumen (p.375) da cuenta de la procedencia exacta de todas y cada una. Asimismo, para los criterios de edición véase la nota editorial que figura a continuación de este prólogo.
[23] Tiempo después, cuando la contemplación de la guerra le tenía literalmente asqueado, Gaziel confesaba, no sin rubor, ese ánimo inicial suyo: «[…] en sus comienzos [de la conflagración], sentí (y casi me parece, actualmente, vergonzoso decirlo) una suerte de impaciencia, de curiosidad instintiva, de anhelo involuntario de ver cosas grandes y maravillosas» (La movilización civil. LV, 23-II-1917, p. 11).
[24]Cómo murió Serbia. IV. Los campesinos de Murichovo. LV, 5-III-1916, p. 13-14 (artículo reproducido en De París a Monastir, p. 296 y 298, y en el presente volumen, p. 163-170).
[25] «Hasta ahora sólo había sido posible visitar los lugares y cercanías del frente después de los acontecimientos que los hicieron famosos. […]. Por fin, es posible sorprender la actividad guerrera en su aspecto esencial, y no únicamente su espectro o reminiscencia» (Impresiones de la gran batalla. I. Las cercanías del frente. LV, 2-IV-1916, p. 11; artículo reproducido en el volumen El año de Verdún, p.8).
[26]Impresiones de la gran batalla. V. Douaumont. LV, 27-IV-1916, p. 11 (artículo reproducido en El año de Verdún, p. 45-46 y en el presente volumen, p. 213-219).
[27]Una excursión por la Champaña (Apuntes y esbozos). LV, 6-X-1916, p. 11 (artículo reproducido en el volumen El año de Verdún, p. 288-289).
[28]Ibidem; en el volumen El año de Verdún, p. 291.
[29]En las catacumbas de Argona. I. Hacia las avanzadas. LV, 23-VI-1917, p. 8 (artículo reproducido en el presente volumen, p. 327-333).
[30]Desde Francia. Singularidades de la vida de París. LV, 14-II-1915, p. 16.
[31] Un botón de muestra, más que relevante. El 15 de julio de 1933, todo un presidente de gobierno de la Segunda República, Manuel Azaña, se dolía en su dietario de que Gaziel, desde La Vanguardia, ya no le apoyaba (cf. Manuel Azaña. Diarios. 1932-1933. Barcelona: Crítica, 1997, p. 400).
Los textos seleccionados se han transcrito íntegramente y con escrupulosa fidelidad a los originales, que se han acomodado a los usos vigentes en materia ortotipográfica, ortográfica y léxica.
Cuando Fontainebleau era todavía un pequeño lugar rodeado de selva espaciosa y desierta, no frecuentada aún por las raudas jaurías de los reyes de Francia, un preclaro Borbón mandó construir, cerca de aquella aldea, un soberbio castillo destinado a la más linda y suave de sus favoritas.
Esta mansión, escondida en un parque donde se reúnen el aire más puro y el más grato silencio, experimentó con el tiempo grandes y favorables mudanzas. Sus fundadores murieron, y el castillo y su parque fueron pasando a través de manos que supieron embellecerlos lenta y exquisitamente. Continuadas generaciones de hombres de clara estirpe o de elevado ingenio dejaron algo de su fuerza o su gloria en aquel apartado lugar. Y un día Voltaire, buscando un retiro sedante, pudo escribir en el parque, bajo la fina quietud de los árboles, algunos versos pomposos de su Henriade.
Pero llegados los tiempos de la Revolución, el famoso castillo cayó convertido en ruinas. Los campesinos sublevados y hambrientos, bailaron por las noches con alegría infernal alrededor de los escombros y a la luz de las hogueras. Hoy sólo quedan del antiguo edificio los cimientos hundidos bajo tierra, el parque inmenso y silencioso, y un grande y viejo caserón que antes sirvió de hospedería al castillo. En él habita actualmente el heredero de sus antiguos dueños, hombre noble y cultísimo, de trato exquisito, cuya amistad me honra y me deleita.
A mediados de diciembre, una tarde fría y nebulosa de invierno, yo subía despacio la cuesta que va desde una aldea cercana hasta el enorme portalón del castillo. Era mi primera visita a aquel histórico lugar desde mi vuelta a Francia, y los motivos que me inducían a acudir a mi amigo eran sobremanera graves y abrumadores. Acababan de demostrarme, en París, que toda tentativa para visitar los campos memorables del Marne sería por completo inútil.
Hallé a mi amigo —a quien llamaré en adelante monsieur de Villecerf— instalado en un pequeño salón de su casa, cuyos muros están recubiertos por viejas molduras. M. de Villecerf se hallaba sentado en un profundo sillón, al amor de la lumbre, departiendo con un viejo señor envuelto en un amplio carrick ceniciento. A los lados de la gran chimenea, los montantes de mármol salvados de una cámara del antiguo castillo, reproducían los bustos juveniles y tersos de dos gentilísimas doncellas. El áureo resplandor del hogar se proyectaba sobre la superficie del mármol. Al temblor de las llamas, los cuerpos sonrosados parecían palpitar bajo la tibia caricia del fuego. Tres candelabros de plata alumbraban, con velas delgadas, el centro de la estancia. Y a través de las ventanas se veía extinguirse, sobre la masa densa y azulada del parque, la luz crepuscular.
Estaba yo tan preocupado con mis malandanzas que, sin dar tiempo a que me presentara al viejo señor desconocido, expuse mi situación a M. de Villecerf y le pregunté si tenía en su mano algún medio eficaz para sacarme de mi pesimismo. Yo quería, a todo trance, ir a recorrer las llanuras del Marne y llegar hasta las líneas de fuego.
Vi con sorpresa que, al oír mis palabras, se dibujaba en el rostro de M. de Villecerf una fina sonrisa de gozo. Mi amigo, después de escucharme, se quedó meditando durante breve rato, con la cabeza en la mano. Y de pronto, alzándose con un impulso muy suyo, franco y cordial, vino hacia mí, me tomó de la diestra y me dijo:
—Venga usted acá, ambiciosillo inexperto pero afortunado. No se apure usted. Yo no veo ningún medio para hacer que usted llegue hasta las líneas de fuego. Pero puede hacer algo mejor que eso. Mi esposa está todavía en Burdeos, en casa de mis padres. Mis hijos han vuelto al colegio. Yo estoy, por lo tanto, completamente solo, y voy a aprovechar esta ocasión para arreglar un asunto muy importante y urgente de mis tierras del Marne. Dentro de algunos días yo iré a Vitry-le-François. Si usted quiere acompañarme, queda usted invitado desde este momento... Tengo el gusto de presentarle a monsieur Popinot, el administrador de mi patrimonio del Marne, persona cultísima y muy amiga mía, que nos acompañará en nuestra excursión.
Quedé absorto y como anonadado de gozo, al oír a mi amigo. Saludé a M. Popinot y entonces observé que tenía el rostro dulce y expresivo, el pelo cano, la barba argentada, el color tostado, y los ojos límpidos y serenos de un viejo poeta.
Pasamos la noche en apacible amistad, hablando de nuestra próxima excursión. M. de Villecerf me dijo que, de sus tres automóviles, sólo conservaba un viejo Panard de cuarenta caballos, que a pesar de sus achaques servía admirablemente para nuestra excursión. Baltasar, el criado irlandés de M. de Villecerf, nos acompañaría. Y para no dejarla sola con la servidumbre, vendría también con nosotros el amor de los amores de mi amigo, Faulette, la galga inglesa, ha salido a mi encuentro, poniendo sus patas sobre mis hombros, alta y erguida, moviendo la cola y acercando a mi rostro la punta húmeda de su hocico.
M. de Villecerf estaba aguardando de pie, con una mano apoyada contra la capota de su viejo Panard, y la otra colgando airosamente de su cinturón de cuero amarillo. Llevaba puesto un abrigo de pardo color, amplio y holgado como un manto antiguo. Sus botas de campo brillaban, tersas y bruñidas, ciñendo la curva firme de las piernas. Los pliegues bombachos de un pantalón cetrero le cubrían los muslos. Tenía, como siempre, su ancho plastrón de seda negra anudado al cuello, sirviendo de fondo lustroso a los haces plateados de su luenga barba. Y puesta gallardamente sobre la cabeza —con la arrogancia de un mozo y la distinción inimitable que a menudo acompaña a la alcurnia— llevaba una soberbia montera de terciopelo, color verde mar, con una hoja seca de laurel atravesada en la cinta.
M. Popinot estaba a su lado, en actitud silenciosa y benigna, como puesto a la sombra de su noble señor. Llevaba dos libros apretados debajo del brazo, como un colegial. Le he preguntado si eran alguna compilación de leyes o prontuario administrativo. M. Popinot me ha respondido casi avergonzado, mirándome con sus ojos serenos de viejo poeta:
—Es una vieja edición holandesa del texto latino de los Comentarios de César.
Y M. de Villecerf ha añadido:
—M. Popinot es un amante apasionado de la antigüedad.
En esto, he mirado despacio por la extensión de los campos que la terraza del castillo domina, y he visto que el día se alzaba sobremanera límpido. Baltasar, el criado de M. de Villecerf, ha terminado de colocar en el coche un verdadero arsenal de cosas útiles y provechosas: cajas de conserva, aguas minerales, vinos, quesos, mantas, ropas, abrigos, planos de carreteras, guías, un admirable botiquín de campaña, una lámpara de alcohol, y todo cuanto pudiera aconsejar la previsión más discreta.
Por fin, M. de Villecerf nos ha invitado a subir en el automóvil. Faulette se ha acurrucado a nuestros pies, como una suave y palpitante alfombra. Y una vez cerrada la capota del coche, Baltasar ha puesto en marcha el motor, y el auto ha comenzado a andar con impulso insensible. En aquel instante, M. de Villecerf ha dicho: