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Holly ha dejado su vida en Liverpool. Intenta dejar atrás el drama de su antiguo trabajo y olvidar a esos amigos que, cuando ella más los necesitaba, le dieron la espalda y se forja una nueva vida en la vieja cabaña de su querida abuela en Snowdonia, Gales. Al igual que hizo su abuela, Holly pretende vivir como una ermitaña, porque si hay algo que ha aprendido de su vida en Liverpool es que no puede confiar en nadie.Chloe empieza a sentirse atrapada en su precioso apartamento del elegante barrio de Chelsea, en el corazón de Londres. Los fotógrafos la persiguen dondequiera que vaya y le hacen preguntas que no quiere responder. Sueña con abandonar el caos de Londres y empezar una nueva vida en un lugar donde nadie la reconozca. Un día se sube a un taxi, le da al conductor mil libras y le pide que la lleve a un pueblecito de Gales. Cuanto más se aleja de Londres, más aliviada se siente.Ethan se despierta en una cama de hospital sin recordar ni quién es ni por qué está allí. La policía afirma que ha provocado la muerte de su mejor amigo, pero Ethan se niega a creerlo. Hasta que recupere la memoria no sabrá la verdad y huye de Cambridge, donde estudia, para tratar de poner en orden sus pensamientos. La Navidad está próxima y la campiña galesa se cubre de nieve. El ambiente navideño comienza a inundar las antiguas cabañas de los pueblos. Aquí se entrelazan los destinos de Holly, Chloe y Ethan cuando intentan superar juntos los miedos y penas que les han perseguido en sus vidas.Esta es la primera parte de Enredo de Navidad en Snowdonia.-
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Lilly Emme
Primer domingo de Adviento
Translated by Ana Lydia García del Valle
Saga
Enredo de Navidad en Snowdonia – Parte 1
Translated by Ana Lydia García del Valle
Original title: Jultrubbel i Snowdonia: 1
Original language: Swedish
Copyright © 2019, 2021 Lilly Emme and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726922882
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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Me estiré para coger el vaso de la mesita de noche y bebí un sorbo del agua del tiempo, me levanté y me arrastré con desgana hasta la cocina.
El termómetro de fuera indicaba diez grados bajo cero. Dentro no hacía mucho más calor, apenas catorce grados. Me puse el jersey de lana gorda y solté unos cuantos improperios para mis adentros por no haber comprado todavía un calefactor.
Cogí el último trozo de leña de la bolsa de papel y lo arrojé a la estufa. Arrugué la bolsa y la eché también. El fuego chisporroteó al prender el papel.
La única razón por la que había elegido la vieja cabaña de mi abuela como mi nuevo hogar era porque estaba apartada y tan aislada que probablemente ni siquiera existían escrituras legales.
Mi abuela había crecido en esta antigua cabaña y en ella había vivido toda su vida. Aquí fue donde tuve que mudarme al dejar rápidamente mi puesto de contable en la cancillería de la iglesia. Mi apartamento de Liverpool era moderno y cálido. Ahora solo esperaba que la antigua casa de la abuela estuviera por lo menos lo suficientemente retirada como para vivir en paz.
La cabaña estaba situada a las afueras de Bach Tref Môr, en el centro del Parque Nacional de Snowdonia. En total, el pueblo tenía cien habitantes, pero el número iba descendiendo con rapidez año tras año. Fuera de la temporada turística, ya no se encontraban muchos puestos de trabajo en la zona. Sin embargo, algunos conseguían unos ingresos dignos alquilando habitaciones a todos los excursionistas que llegaban a visitar la conocida montaña Snowdon. La montaña y el ferrocarril de vía estrecha que transportaba a los visitantes hasta la cima gozaban de una increíble popularidad.
En la cocina, puse a hervir agua y saqué una desgastada taza de porcelana de florecitas que era la favorita de la abuela. Era la última de una docena de elegantes tazas que había tenido. Metí una bolsa de té y eché el agua hirviendo.
La vista desde la ventana era maravillosa. El lago brillaba a varios centenares de metros y la campiña galesa se encontraba precisamente a la vuelta de la esquina. Era casi diciembre y al otro lado de la ventana se veía una insólita gruesa capa de nieve. Era tan hermosa que casi se saltaban las lágrimas al quedarse observando un buen rato.
Me subí al viejo sofá de la cocina que había quedado de la abuela y me senté con las piernas cruzadas. El fuego y el té empezaban por fin a hacer efecto. Como mi última etapa en Liverpool antes de llegar aquí había sido complicada, me encontraba baja de energía en este momento. Ahora necesitaba paz y tranquilidad, una oportunidad de sanar. Durante las primeras semanas en la cabaña, no había hecho mucho más que dormir y descansar. Hoy era uno de los primeros días en los que no me sentía agotada ya antes de desayunar. Este podría incluso ser un día estupendo.
El claxon de un vehículo me despertó de la ensoñación. El nuevo cartero pitaba tres veces al llegar. Lancé un hondo suspiro, salí al recibidor y metí los pies en un par de botas altas de goma que había ahí. No tenía por qué ponerme nada de abrigo, porque no tenía ni la más mínima intención de hablar con él.
Con los días se había ido volviendo más atrevido y ayer había comenzado con algo nuevo: se quedaba dentro de la camioneta de correos, en mi camino de entrada con mi correo en su regazo y esperaba a que yo saliera a hablar con él. Se negaba a meterlo en el buzón. ¿Estaba eso siquiera permitido?
Abrí la puerta y la cerré rápidamente detrás de mí. Hacía tanto frío que parecía que de mi boca salía humo. Ahí, en el camino, estaba parado la horrible camioneta roja con esa molesta corona real pintada en un lado.
—¡Hola, Holly!
Saludé con la cabeza de manera seca para darle a entender que no tenía ganas de hablar.
—Qué precioso día de invierno, ¿verdad? Brilla el sol y la nieve...
—¿Hay correo para mí hoy, Baptiste? —le pregunté cruzando los brazos. El frío calaba hasta los huesos. Le miré tan intensamente como pude, pero sus oscuros ojos brillaron al mirarme y eso me enfadó aún más.
—Pues claro, de lo contrario, no habría venido, ¿no? —contestó él con una amplia sonrisa. Seguro que solo para que yo pudiera ver sus perfectas hileras de dientes blancos; sin ninguna caries, hasta donde alcanzaba la vista.
—Hoy parece que es una carta escrita a mano. No es muy común, ya sabes, la mayoría de la gente recibe solo publicidad y…
Metí las manos por la ventanilla de la camioneta. Baptiste agarraba deliberadamente la carta con fuerza y no parecía que tuviera intención de soltarla en los minutos siguientes.
—Tengo frío, ¿podrías darme la carta?
Di unos saltitos para evitar que se me congelasen los dedos de los pies.
—Llevo levantado desde las cinco. ¡Qué amanecer más increíble! El cielo estaba de color rosa y la escarcha formaba una capa que protegía a toda la Madre Tierra.
Volví a poner los ojos en blanco. Me importaban bastante poco las largas exposiciones de Baptiste sobre el increíble paisaje. Era demasiado: muy amable, extremadamente alegre, excesivamente positivo, intenso y desmedidamente guapo.
—¡Ahora, gracias!
Baptiste tendió el sobre y luego lo retiró rápidamente.
—¿Sabías que el pub, El Arpa y el Cerdo, ahí en el centro, está disponible para alquilar? A lo mejor podías llamar y preguntar si te pueden traspasar el local, ¿no?
Lo miré sinceramente sorprendida. Llevaba su cabello castaño con un corte perfecto y tenía una piel extremadamente resplandeciente. ¡Estaba loco! El Arpa y el Cerdo llevaba cerrado por lo menos quince años.
—¿Y qué has pensado que voy a hacer yo exactamente con un viejo pub destartalado?
Le arranqué la carta de la mano, me di media vuelta y me fui hacia la puerta.
—¿Servir comida? En algo tendrás que ocuparte, ¿no?
Le hice una peineta sin ni siquiera girarme. Convertirme en la mejor amiga del cartero no estaba en mi agenda cuando me mudé aquí. De hecho, no tenía ningunas ganas de conocer a nadie en este pueblo. La abuela había vivido como una ermitaña, y yo tenía la intención de seguir sus pasos. Ya me había hartado de socializar y había perdido la esperanza de volver a encontrar un entorno decente. Lo de las relaciones no parecía ser lo mío y era difícil saber en quién se podía confiar. La gente no dudaba en apuñalarte por la espalda a la primera de cambio. En mi antiguo trabajo me había equivocado con muchos compañeros. Ninguno de los supuestos amigos que allí tenía había acudido al rescate cuando más lo había necesitado. Nadie había creído mi versión de lo sucedido.
Pero no tener una meta para el día a día tampoco era muy saludable. En eso el molesto Baptiste tenía razón, por desgracia. Tendría que pensar en qué podía hacer ahora que ya no trabajaba para la Iglesia.
Dentro, en la cocina, el fuego ya se había reducido de forma alarmante. Pronto tendría que ir a Bach Tref Môr a buscar a alguien que vendiera leña. Eso, o salir al campo y talar un árbol de manera ilegal.