Entre dos fuegos - Annette Broadrick - E-Book

Entre dos fuegos E-Book

Annette Broadrick

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Beschreibung

¡Lo habían encontrado en la cama con la hija del senador! Aunque no recordaba nada, Jared Crenshaw estaba completamente seguro de que entre él y Lindsey Russell no había pasado nada. Sabía que si hubiera saboreado la pasión con aquella mujer lo recordaría, por mucho que tuviera amnesia. Aun así se había armado un terrible escándalo. Así que Jared se casó con Lindsey porque era lo que debía hacer. Y cuando estuvieron juntos en la cama, Jared confirmó que sus sospechas eran ciertas: nunca había estado con aquella mujer porque ella nunca había estado con ningún hombre. Era evidente que le habían tendido una trampa… aunque era una trampa maravillosa.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

28036 Madrid

 

© 2004 Annette Broaderick

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Entre dos fuegos, n.º 1477 - julio 2022

Título original: Caught in the Crossfire

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1141-126-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

Era mediados de octubre. Los Crenshaw de Texas estaban dando una fiesta y habían invitado a todo el mundo. Esa mañana, en una ceremonia privada, Jake, el hijo mayor de Joe y Gail Crenshaw, se había casado con Ashley, la hija única de Kenneth Sullivan, el capataz de Joe, y todos los amigos y vecinos estaban celebrándolo con una de las famosas barbacoas de Joe.

Los enormes robles que rodeaban la casa de estilo colonial resplandecían con pequeñas bombillas y docenas de antorchas daban luz a los invitados y ahuyentaban a los mosquitos.

El patio se había preparado como pista de baile y personas de todas las edades bailaban al ritmo de un grupo de música country.

Heather, la hija de cuatro años de Jake, de su primer matrimonio, corría entre los invitados con Blackie, su cachorrillo de tres meses, pegado a sus talones.

Joe y Gail la miraban divertidos desde una mesa, cerca del patio. La vida había cambiado mucho para ellos durante los últimos meses, desde que Jake supo que tenía una hija. Después de mucho tiempo, Gail era abuela. Era inmensamente feliz.

–Estoy encantada de ver a Heather jugar con los otros niños. Ha mejorado mucho desde que celebró su cumpleaños hace tres meses. Entonces, no dejó los brazos de Jake en toda la tarde.

–Creo que el cachorrillo la ha ayudado a superar su timidez –Joe miró a la gente que se apiñaba en la pista de baile–. Parece que todo el mundo está pasándoselo muy bien. Me alegro de que el tiempo haya ayudado.

–Nunca ha hecho mal tiempo en una celebración nuestra –Gail se rió–. ¿Te habías dado cuenta?

–Supuse que era lo que querías y he hecho todo lo posible por complacerte.

–Eres un presuntuoso –ella se inclinó hacia él y le dio un beso fugaz–. A veces me preguntó cómo he podido aguantarte todos estos años.

Él la estrechó contra sí y la besó en el cuello.

–¿Quieres que te lo recuerde? –le preguntó él seductoramente.

Ella se ruborizó y cambió de conversación antes de que él siguiera por ese camino.

–Me alegro de que Jake y Ashley decidieran tener un noviazgo corto. Heather quiso que Ashley viviera con ellos en cuanto le dijeron que pensaban casarse. Es maravilloso que Jake vuelva a estar feliz después de estos años solo.

El grupo estaba tocando una canción lenta y Joe y Gail miraron a Jake y Ashley que bailaban muy abrazados.

Joe echó una ojeada para ver si encontraba a sus otros tres hijos.

–Espero que los otros tres sigan el ejemplo de Jake y sienten pronto la cabeza.

Los vio debajo de uno de los enormes árboles observando la fiesta desde una distancia prudencial. Joe los adoraba, aunque había sido complicado criarlos. Lo que no quería hacer uno, quería hacerlo el otro. Gail decía que eran fogosos. Él creía que eran indisciplinados y revoltosos.

Sin embargo, tenía que reconocer que no habían salido nada mal. En realidad, estaba francamente orgulloso de ellos.

Gail y él se quedaron asombrados cuando Jason, el hijo menor, se presentó inesperadamente el día anterior. Había entrado en el ejército y en ese momento tenía un rango elevado y peligroso en el cuerpo de Operaciones Especiales.

Jude, el tercero, había estado los últimos tres años en la Agencia Nacional de Seguridad y estaba trabajando en una misión secreta en las afueras de San Antonio. Hacía ya mucho tiempo que Joe había aprendido a no preguntar nada sobre los trabajos de sus dos hijos menores. Estaba contento de que Jude hubiera estado suficientemente cerca como para poder ir a la boda.

Jared era el que le preocupaba algo más. Siempre había sido muy independiente. Era ingeniero petrolífero y estaba contratado en una de las mayores petroleras del mundo. Parecía contento con su trabajo de mediador de la empresa y viajaba de un punto candente del mundo a otro. Acababa de volver de Arabia Saudita.

Joe sabía que Jared hacía bien su trabajo. Tenía motivos, Jared había encontrado petróleo en el rancho un año antes de licenciarse en la Universidad de Texas. Sin embargo, le preocupaba que Jared buscara el peligro allá donde fuera. O era un temerario o estaba convencido de que era inmortal. Siempre se había expuesto mucho, desde niño. No se creía que Jared fuera a sentar la cabeza pronto.

Gail sonrió al ver a sus hijos enterándose de las vidas de los otros. Hacía mucho tiempo que los cuatro hermanos no estaban juntos.

Los hombres Crenshaw eran altos, rubios y con un aire atlético que hacía que cualquier ropa les sentara bien. Aunque comprarles ropa cuando eran niños resultaba una pesadilla porque no encontraba pantalones que se sujetaran en sus caderas ni que les cubrieran las piernas. Todos tenían el porte y el carisma de Joe, el porte y el carisma que la habían cautivado hacía tantos años. Se enamoró como una loca y nunca se arrepintió de lanzarse al matrimonio al poco de conocerse.

–Es estupendo tener a los cuatro en casa –comentó Joe como si le hubiera leído el pensamiento Gail.

–A mí me parece un milagro –replicó ella delicadamente.

–Una fiesta maravillosa… como siempre –les felicitó un vecino mientras se sentaba enfrente de ellos–. Os aseguro que no parecéis tan mayores como para tener cuatro hijos tan grandes y fuertes.

Joe miró a Gail con una ceja arqueada y una sonrisa provocadora que hizo que ella se sonrojara antes de que los dos soltaran una carcajada.

–En eso estoy de acuerdo contigo, Stu –replicó Joe.

 

 

–Jared, ¿conoces a la pareja que acaba de llegar? Ella está muy bien –le preguntó Jason.

Jared miró por encima del hombro y vio a la pareja a la que se refería su hermano.

–Sí, claro.

–¿Quiénes son? –le preguntó Jude.

–Es el senador Russell.

–¿De verdad? –intervino Jason–. ¿Qué hace un senador en una de nuestras fiestas?

Jared dio un sorbo de una botella de cerveza que tenía en la mano.

–Buena pregunta. Sabemos que la familia ha estado intentando conseguir más concesiones de agua. El senador preside el comité que decidirá si se aplica la ley que acaba de aprobarse. Quizá papá haya pensado que un encuentro casual entre las partes interesadas y Russell ayude un poco.

Los tres observaron cómo algunos invitados saludaban a la pareja. El senador Russell tenía un aspecto imponente. Era alto y delgado y tenía una cabellera blanca y tupida. Su voz profunda podía oírse incluso desde aquella distancia.

–¿Es su mujer? –preguntó Jason.

Jared no había quitado los ojos de la joven desde que había llegado.

–No. Es viudo desde hace algunos años. Me pregunto si es su hija.

La mujer tenía una melena morena recogida en la nuca. El peinado indicaba distinción. Parecía una mujer cara, algo que no era sorprendente dada la fortuna del senador. Además, estrechaba las manos como una reina que saludara elegantemente a sus súbditos.

–Si me perdonáis, creo que voy a presentarme. A lo mejor puedo distraerla mientras está aquí.

–Y conseguir su número de teléfono. Si fracasas, a lo mejor Jude o yo tenemos alguna oportunidad –comentó Jason.

Jared se alejó de sus hermanos entre las risas de éstos.

 

***

 

Una barbacoa texana no se parecía nada a las recepciones a las que Lindsey Russell iba con su padre en Washington. Sonrió al ver lo bien que estaban pasándoselo los invitados. La mezcla de música, conversaciones cruzadas y carcajadas no se parecía nada a lo que ella estaba acostumbrada y se sentía un poco abrumada.

Hacía algunos años que no iba a Texas. Ni siquiera había acompañado a su padre cuando había ido allí para encontrarse con sus electores. Se había quedado en una serie de colegios privados y luego en la Universidad de Georgetown, donde se licenció el junio anterior. Entonces, Lindsey comprendió que su padre había planeado que ella se quedara en Washington para actuar de anfitriona en cenas y otras recepciones. A su padre le divirtió que se licenciara en Historia del Arte porque realmente daba igual, ya que no tendría que ganarse la vida por sí misma. Él tenía pensado mantenerla hasta que se casara. Además, él, naturalmente, se ocuparía de que su futuro marido tuviera medios para darle una vida como a la que ella estaba acostumbrada.

Durante los últimos tres años, Lindsey deseó sinceramente que su padre se casara con alguna de las mujeres que cortejaba y que la dejara a ella tranquila. Sin embargo, no parecía que pasara de la amistad con las mujeres y Lindsey había empezado a resignarse. Parecía como si él nunca la fuera a dejar tener su propia vida y tomar sus decisiones. Él no la hacía caso cuando ella intentaba decirle que no quería casarse todavía. Su objetivo más inmediato era encontrar un trabajo y mantenerse por sí misma. Su padre era como una gallina clueca que no la dejaba sola ni un instante y que la abrumaba para que supiera lo que más le convenía.

Ella había hecho todo lo posible por agradarlo. Había sacado muy buenas notas en el colegio e incluso se quedó en Washington para ir a la Universidad de Georgetown en vez de ir a la de Vassar, que era la que ella había elegido.

Lindsey había tomado una decisión firme y a él no le había gustado. Ella había creído que al quedarse con él unos meses después de terminar la Universidad aceptaría de mejor grado su intención de marcharse de casa. ¿Cómo había podido ser tan ingenua? Tendría que haber sabido que si había transigido con todo lo que él había querido durante toda su vida, en ese momento él tampoco iba a permitir que tomara una decisión sin su consentimiento. De ahí la acalorada discusión de esa mañana.

Ella había estado dos semanas en Nueva York visitando a Janeen White, una amiga de la Universidad. Habían congeniado inmediatamente cuando Janeen le contó que había elegido aquella Universidad para alejarse de su bienintencionada pero entrometida familia, que vivía en Nueva York. La familia de Janeen tenía una buena posición y se movía en los mejores ambientes. Sus padres, como el senador, creían que sabían lo que le convenía a Janeen. Ella, sin embargo, les hizo frente y se fue a estudiar a Washington.

Durante los cuatro años que pasó lejos de su familia, Janeen levantó las barreras que necesitaba en lo referente a su familia. Cuando se licenció, consiguió un trabajo en el Metropolitan Museum y se fue a vivir a su propio piso.

Gracias a Janeen, Lindsey, durante una visita a Nueva York, consiguió una entrevista con el conservador del museo. Lindsey casi se desmayó cuando el conservador le ofreció ser ayudante de un ayudante y empezar a trabajar en enero.

No podía contener la emoción y aquella mañana, durante el desayuno en el rancho de su padre, le dijo que a principios de años se iría a vivir a Nueva York.

La reacción de su padre pudo oírse en México. Lindsey nunca lo había visto tan enfadado. Pero tampoco le había llevado la contraria nunca.

Ella se había mantenido firme, pero también mantuvo la calma y le costó muchísimo no dejarse llevar por la furia. Todavía temblaba cuando se acordaba de la escena.

–¿Qué quieres decir con que has aceptado un trabajo en Nueva York? ¿Te has vuelto loca? –le preguntó él mientras daba un golpe en la mesa.

Afortunadamente, ya habían terminado de comer, aunque las tazas de café se derramaron en la mesa.

Él la miró fijamente sin importarle el estropicio.

–Papá –replicó ella sin perder la calma–, entendería tu reacción si yo tuviera dieciséis años y acabara de decirte que iba a fugarme con un domador de elefantes, pero tengo veinticinco años y la mayoría de la gente de mi edad lleva muchos años trabajando.

–Tú no eres la mayoría de la gente, Lindsey. Tú eres mi hija y no hay ningún motivo para que te pongas a trabajar y menos de ayudante de un ayudante. Es rebajarte.

–Yo les pagaría por tener la oportunidad de trabajar en el museo –dijo ella en tono paciente–. Voy a aprender de especialistas y conseguiré la mejor formación posible en mi terreno.

–Tu terreno… No puede decirse que tener cierto interés por la Historia del Arte sea un terreno profesional.

–Más aún –ella no dejó de mirarlo a los ojos–, cuando decida casarme, si lo hago, yo decidiré quién es el novio; no lo harás tú, ni tus amigos con hijos casaderos ni el que tenga el boleto ganador en alguna rifa de la alta sociedad…

Él se levantó y la miró con furia.

–Estás insubordinándote y no lo consentiré. ¿Me has entendido?

Ella también se levantó y se apoyó en la mesa para sujetarse.

–¿Te das cuenta de lo que has dicho? Acabas de darme la razón. Sólo alguien sumiso puede insubordinarse y yo no soy uno de tus subordinados.

–Me debes respeto y no veo que tu actitud de esta mañana sea nada respetuosa.

–Claro que te respeto. Siempre lo he hecho. La cuestión es que ésta es la primera vez que no me he conformado cuando has decidido el siguiente paso que tenía que dar.

–¡Maldita sea! No te he llevado a todos esos internados y colegios tan selectos para que ahora te enfrentes a mí. ¿Qué ha sido de la joven dulce y obediente que yo quería?

–Ha crecido, papá –Lindsey suspiró y fue a dirigirse hacia su cuarto.

–Tu madre estaría espantada ante la idea de que vivieras sola en Nueva York. Espantada.

Contaba con eso. Era uno de sus recursos para conseguir que hiciera lo que él quisiera.

Lindsey se paró en la puerta y se dio la vuelta.

–¿Sabes una cosa, papá? He oído distintas variaciones de ese comentario durante toda mi vida. No sé lo que mi madre habría querido para mí a estas alturas de mi vida, pero tú tampoco lo sabes. Mamá murió hace diecisiete años y yo ya no soy la niña de ocho años que quedó contigo. El mundo ha cambiado mucho durante ese tiempo y yo también. Te quiero, nunca lo olvides, pero ya soy adulta. Soy perfectamente capaz de cuidar de mí misma. Independientemente de lo que digas, me voy a Nueva York en enero.

Él se congestionó de ira.

–Esta discusión no va a quedar así, aunque te vayas de la habitación.

Él, por lo menos, le había advertido de que esa casa sería un campo de batalla durante lo que quedaba de año.

Era verdad que ella no tenía necesidad de trabajar. La ultima primavera, al cumplirse lo estipulado, había recibido la herencia de su madre, ante la furia de su padre, que ya no podía amenazarla con no darle dinero si no hacía lo que él quería. Ya no podía amenazarla con nada y ella sintió un alivio enorme ante esa sensación de libertad.

Efectivamente, esa noche había ido para ayudar a limar las tensiones entre ellos. Para ella era muy fácil asistir a la fiesta de una familia que había ayudado económicamente para que su padre fuera senador, aunque no conociera a nadie.

Los niños corrían de un lado a otro y ella se había dado cuenta de que casi todos los hombres mayores estaba reunidos alrededor de la parrilla y que las mujeres mayores se entretenían entre ellas.

Todas las mujeres de su edad tenían pareja. Ella se sentía un poco desplazada al estar con su padre. Sabía codearse tranquilamente con estadistas e incluso con la realeza, pero nunca había aprendido a tratar con vaqueros o rancheros texanos y sus novias o esposas.

La casa de los Crenshaw le había sorprendido. Las paredes de adobe y las tejas rojas hacían que pareciera sacada de una película. El enorme patio estaba rodeado de arbustos de la zona y el extenso césped era el sitio ideal para dar una fiesta.

En Texas, todo el mundo había oído hablar de la familia Crenshaw. Sus posesiones en Hill Country era tan grandes como Rhode Island, o mayores. Su padre le había contado que esas tierras eran de los Crenshaw desde hacía bastantes generaciones.

Su padre le interrumpió los pensamientos.

–Hay una serie de personas con las que quiero hablar –le explicó él con una sonrisa, como si no llevaran todo el día discutiendo–. ¿Por qué no vas con esas mujeres y conoces a algunas de estas personas?

Él no esperó la respuesta y Lindsey se quedó mirando cómo se abría paso entre la gente, estrechaba manos y recibía palmadas en la espalda. Él estaba en su elemento y ella completamente fuera de él. Miró a las señoras que él le había mencionado. La más joven tendría unos cincuenta y tantos años.

–Buenas noches –un voz profunda surgió inesperadamente–. Creo que no nos conocemos.

Ella se volvió para ver de dónde había salido esa voz. Se encontró con un hombre que irradiaba confianza en sí mismo. Tenía motivos. Era rubio, alto, de hombros anchos y caderas estrechas, era la encarnación de la esencia texana, con una sonrisa resplandeciente en un rostro bronceado y unos ojos tan azules que daban ganas de zambullirse en ellos. Seguramente sabría la impresión que causaba en las mujeres, pero eso no le restaba un ápice de atractivo.

A ella se le aceleró el pulso y sonrió, más por nerviosismo que por él. Un hombre apuesto con vaqueros ajustados tenía algo que la atraía más que todos los hombres con traje y corbata que había tratado durante su vida.

Él alargó la mano y ella se la estrechó.

–Me llamo Jared Crenshaw –se presentó él mientras ponía la otra mano sobre la de ella–. Tú debes de ser… –hizo una pausa y sonrió de oreja a oreja.

Ese Jared Crenshaw podía ser un peligro para su estabilidad mental.

–Lindsey Russell –terminó ella con una sonrisa igual de franca.

De modo que era un Crenshaw. Ya entendía que pareciera tan seguro de sí mismo. Su belleza rubia habría sido suficiente para atraer a cualquier mujer, pero, además, tenía dinero y prestigio.

–Encantada de conocerle, señor Crenshaw. Es el primer Crenshaw que conozco.

Él la miró fijamente a los ojos.

–Resulta que el señor Crenshaw es mi padre. Por favor, llámame Jared.

Ella retiró la mano delicadamente.

–No le conozco lo suficiente como para tomarme esa confianza.

Él sonrió con picardía y ella supo sus pensamientos como si los hubiera dicho en voz alta. Lindsey se sonrojó y esperó que él no se hubiera dado cuenta. Nunca había sentido tan abrumadoramente la presencia de un hombre.

Qué encanto. Jared nunca había visto a una mujer adulta que se ruborizara. Ella le gustaba. Tenía unos ojos muy expresivos rodeados de unas pestañas tupidas, una sonrisa preciosa, como si no tuviera muchos motivos para sonreír, un cuerpo esbelto y su cabeza casi no le llegaba a los hombros. En realidad, no era su tipo. En principio, a él le gustaban altas, rubias y con ganas de pasárselo bien sin ataduras. La verdad era que le gustaban las mujeres… cualquier tipo de mujeres. Lo único que no le interesaba por el momento era casarse con una.

La hija del senador era distinta y le gustaba esa diferencia. Su belleza quizá fuera más sutil, pero no menos impresionante.

–Entonces, tendremos que hacer algo para que te sientas en confianza –ella volvió a ruborizarse y él extendió la mano con la palma hacia arriba–. Te presentaré a la gente.

Él esperó a ver qué hacía ella. Estaba provocándola para ver si podía derribar un poco el muro de cautela que parecía rodearla. Él podía captar las dudas que la abrumaban, no sabía muy bien cómo tratarlo sin parecer brusca. Su educación se impuso y posó la mano en la de él. Él estuvo a punto de abrazarla. Era un encanto.

–Creo que la mitad de las personas que hay aquí son parientes míos –Jared le guiñó un ojo–. Naturalmente, ninguno es tan guapo como yo –ella lo miró atónita y él soltó una carcajada–. Era una broma. Me parece que vas a tener que acostumbrarte a mi sentido del humor.

Si las cosas le iban bien, ella pasaría bastante tiempo con él. No le importaba que fuera la hija de un senador, sólo quería estar un rato con ella.

Lindsey no sabía cómo tomarse los comentarios de Jared. Podía estar bromeando o ser un arrogante insufrible.

–Espero que tengas hambre –le comentó él mientras cruzaban el césped entre la gente–. Papá hace la mejor barbacoa que hayas comido en tu vida.

A ella no le gustaba especialmente la barbacoa, pero prefirió no decirlo.

–La verdad es que no tengo mucha hambre –replicó ella a medio camino entre la educación y la sinceridad–, pero, naturalmente, probaré un poco.

Él no dejó de mirarla fijamente a la cara y ella llegó a preguntarse si tendría una mancha o algo parecido.

–¿Me pasa algo? –preguntó ella por fin.

–Nada, señora –él sonrió–, no le pasa nada, sólo que es muy atractiva. ¿Sabes? Me extraña no haberte visto antes. ¿Tu padre no tiene un rancho al otro lado de New Eden?