El peligro sienta bien - Annette Broadrick - E-Book
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El peligro sienta bien E-Book

Annette Broadrick

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Beschreibung

Él huía de su pasado; ella, de su vida... El agente Jase Crenshay sabía que nadie lo buscaría en aquella aislada cabaña. Necesitaba soledad; ni familia, ni amigos preocupados… nadie que lo culpara de nada. Las heridas de su cuerpo no tardarían en curarse, pero las de su alma eran otra historia. Aunque era evidente que la mujer que apareció de pronto en su puerta necesitaba ayuda, Jase prometió que sólo la dejaría refugiarse de la tormenta. La inocencia y la ternura de Leslie O'Brien eran mucho más de lo que él merecía. Pero aquel inesperado encuentro podría salvarlos a ambos…

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

28036 Madrid

 

© 2005 Annette Broaderick

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El peligro sienta bien, n.º 1488 - julio 2022

Título original: Danger Becomes You

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1141-128-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Capítulo Dieciséis

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

Un ruido fuera de la cabaña lo despertó, poniéndolo en alerta. Se había quedado dormido mientras leía. A pesar de la nevada que estaba cayendo, había alguien fuera.

¿Habría alguien buscándolo? Nadie excepto su comandante sabía que estaba en la cabaña de un amigo en Míchigan, recuperándose de sus heridas.

Jason se levantó de la silla y tomó su bastón. Buscó su arma reglamentaria y se acercó sigilosamente a la ventana. Desde donde estaba, no podía ver el pequeño porche, pero sí el camino de acceso y no había huellas en el suelo.

Sus años en la fuerza aérea lo habían vuelto cauteloso y precavido y sabía que, a pesar de la furia de la tormenta, había oído.pasos sobre el suelo de madera del porche. ¿Quién sería y cómo habría llegado hasta allí? No le gustaban las sorpresas y, mucho menos, los invitados inesperados.

Alguien llamó a la puerta.

–¿Quién está ahí?

–Siento molestarlo –respondió una temblorosa voz de mujer–. Mi coche se salió de la carretera y me quedé atrapada en la cuneta. ¿Podría usar su teléfono para pedir ayuda?

Aquello no le gustaba. La carretera que pasa– ba por allí era secundaria y terminaba en el lago, a unos treinta kilómetros. ¿Qué estaría haciendo allí?

Al ver que no contestaba, ella volvió a hablar.

–¿Hola? Sé que molesto, pero sólo quería…

Él abrió la puerta y la vio frente a él. Llevaba un abrigo ligero, con capucha, que apenas le llegaba a los muslos, dejando ver sus vaqueros y sus botas. Sus ojos eran del color del whisky y su rostro estaba pálido.

Abrió la puerta y dejó la pistola a un lado.

–Pase.

Ella se dio prisa en entrar. Después de cerrar la puerta, él se giró y vio que la mujer tenía la vista puesta en la pistola. ¿Qué pensaría que iba a hacer, disparar a cualquiera que llamara a su puerta? Sin decir nada, se acercó a la mesa y dejó la pistola. Se giró y la vio allí junto a la puerta. Parecía haberse quedado de piedra y estaba temblando. La nieve que llevaba en la ropa, se estaba derritiendo y cayendo al suelo.

–Mire, señorita. No tengo ninguna intención de dispararle, así que quítese el abrigo antes de que tenga que secar todo el suelo.

–¡Oh! –dijo mirando el charco que se había formado a sus pies.

Se quitó rápidamente el abrigo y miró a su alrededor en busca de un sitio donde dejarlo.

La electricidad se había ido hacía un par de horas y la habitación estaba iluminada por una lámpara de queroseno que había en la mesa, donde había estado leyendo.

–Hay un perchero junto a la puerta –dijo él secamente.

La miró quitarse los guantes y colgar el abrigo antes de secarse las manos en los vaqueros. Al mirar a su alrededor, su expresión denotó nerviosismo.

La cabaña tenía una sola estancia, con una cocina en un extremo. Junto a la mesa y las sillas, había un sofá que había conocido épocas mejores, una butaca desfondada y, en el otro extremo, un par de literas. En el centro de la habitación había una estufa, única fuente de calor. También había un pequeño baño junto a la cocina.

Al quitarse el gorro, descubrió que tenía el pelo corto, con rizos rubios que rodeaban su rostro. Era alta, delgada y tenía el aspecto de una adolescente. Sus ojos transmitían inocencia, al contrario que sus gruesos labios.

Ella tomó una vieja toalla que colgaba cerca de la puerta y secó el charco. Al agacharse, los vaqueros marcaron la forma de su trasero y de sus largas y torneadas piernas y Jason retiró la mirada, molesto por el modo en que se sentía impresionado. No había visto a una mujer desde que abandonara el hospital, meses atrás. Sabía que no era una agradable compañía para nadie y menos aún, para una inocente adolescente.

Dejó el bastón a un lado y se sentó en la misma silla que ocupaba antes de que ella llegara. El dolor en el hombro, costado y muslo, de donde le habían sacado las balas, lo devolvió al presente, recordándole por qué había querido estar solo mientras se recuperaba. Ni siquiera había querido decirle a su familia dónde estaba. Al ver que se incorporaba, volvió a mirarla. No la quería allí, pero tampoco podía negarle refugio.

–Quisiera hacer una llamada para pedir ayuda.

Él se quedó mirándola en silencio. Tenía un ligero acento del sur, lo que podía explicar por qué llevaba una ropa tan inadecuada para el invierno y su imprudencia al viajar bajo aquella tormenta.

–Quizá no se haya dado cuenta de que estamos en mitad de una tormenta de nieve. No encontrará a nadie dispuesto a arriesgar la vida para sacar su coche de la nieve.

Ella trató de ocultar su pánico, pero él supo adivinarlo en sus ojos. Se dio media vuelta y tomó su abrigo.

–¿Qué está haciendo?

–Me iré a mi coche hasta que amaine la tormenta.

Él sacudió la cabeza, incrédulo.

–No me parece una buena idea, señorita Alabama. Si vuelve al coche puede morir por congelación mientras espera a que pase la tormenta. Podría durar días.

Ella se giró lentamente hacia él, levantando la barbilla.

–Mi nombre es Leslie O'Brien y soy de Tennessee, no de Alabama. Y respecto a lo de morir congelada, haré lo que pueda por mantenerme abrigada, puesto que ésa parece la única opción que tengo en este momento.

«Deja que se marche. No la quieres aquí contigo, así que deja que se congele», pensó él.

–No haga tonterías. Se quedará aquí hasta que alguien venga a ayudarla –dijo y señaló su bastón–. Siento no poder ayudarla. Todavía no puedo caminar sin caerme.

Leslie se cruzó de brazos y le lanzó una mirada gélida.

–¿A qué tonterías se refiere? –preguntó ella ignorando su último comentario.

–En primer lugar, a conducir con este tiempo. ¿Ha conducido bajo la nieve alguna vez?

Sus labios se tensaron.

–Lo cierto es que no. Cuando salí del motel al amanecer, no esperaba encontrarme con una nevada. Los copos comenzaron a caer cuando estaba a tan sólo sesenta kilómetros de mi destino. No pensé que se formaría una tormenta tan rápido.

Él sacudió la cabeza.

–Se quedará aquí hasta que pase la tormenta. Como verá, no hay electricidad, cosa habitual durante las tormentas –dijo y señaló la cafetera que había sobre la estufa–. Hay café si quiere.

Ella asintió y se acercó a la estufa para calentarse las manos. Él tomó su bastón y fue a la cocina para llevarle una taza. Ella se sirvió café y se acercó a la mesa para dejar su taza en el extremo opuesto a él. En lugar de sentarse, miró alrededor de la habitación.

–¿Puedo usar el baño?

Él señaló con la barbilla hacia una puerta.

–Está ahí.

Ella atravesó la cocina, abrió la puerta del cuarto de baño y entró.

¿Qué demonios iba a hacer con aquella mujer? No podía dejar que saliera a la tormenta y se helara. Pero tampoco la quería allí. En aquella cabaña, que se utilizaba como refugio de cazadores, no había intimidad.

Había ido hasta allí por propia decisión. Quería estar completamente recuperado antes de enfrentarse al mundo exterior y necesitaba estar solo para luchar contra sus propios demonios.

 

***

 

Leslie se apoyó contra la puerta del baño y sintió un escalofrío. Hacía frío y se preguntó si el agua estaría congelada. Al menos no estaba a la intemperie.

¿Qué iba a hacer?

Llevaba tres días huyendo, pagando en metálico la gasolina, los moteles y la comida para no dejar rastro, pero no se sentía segura. Quería llegar a la casa de su primo, convencida de que allí estaría a salvo. Necesitaba un sitio donde quedarse mientras decidía qué hacer.

Su primo Larry era dueño de una cabaña de dos plantas que usaba en vacaciones. Estaba en algún sitio de aquella carretera, junto a uno de los lagos. Años atrás, su madre y ella solían pasar dos semanas con ellos en verano, pero ahora, el lugar parecía diferente, especialmente con toda aquella nieve. No tenía ni idea de lo cerca que estaba de la casa de su primo. Antes de salirse de la carretera, estaba pendiente de encontrar el camino de entrada a la cabaña.

Aquella mañana, al abandonar el motel, el cielo estaba gris y soplaba un fuerte viento. Aquel hombre tenía razón: no había reparado en aquellas condiciones, si no, no habría salido del motel. En cualquier caso, cuando la nieve empezó a caer estaba tan sólo a sesenta kilómetros de la cabaña de Larry, así que decidió continuar. Cuando vio que los copos eran cada vez más grandes, se asustó. Apenas podía ver la carretera y los limpiaparabrisas no daban abasto. Por supuesto que no se hubiera lanzado a conducir bajo la tormenta si lo hubiera sabido. A pesar de lo que su anfitrión pensara, no era ninguna estúpida.

Aunque todo eso no importaba ahora. No había manera de dar marcha atrás en el tiempo y cambiar la decisión que la había llevado a aquella situación. Se enfrentaba a la posibilidad real de morir congelada si regresaba a su coche. Si se quedaba, tendría que enfrentarse a aquel malhumorado extraño, lo que le ponía entre la espada y la pared.

Su suerte la estaba abandonando en el momento en que más la necesitaba. De todos los sitios donde podía haber caído, había ido a parar junto a un ermitaño que odiaba a la gente. O quizá sólo odiara a las mujeres. Fuera lo que fuese, era evidente que no deseaba tenerla allí.

Era alto, de constitución fuerte y unos treinta y tantos años. No sabía lo que le pasaba en la pierna, pero se había dado cuenta de que no apoyaba el peso en ella. Un afeitado y un buen corte de pelo mejorarían su aspecto.

Lo que más le desconcertaban eran sus ojos. Eran de un azul intenso y su mirada era penetrante.

De pronto, Leslie reparó en su reflejo en el espejo. Tenía ojeras y estaba pálida como la nieve. Sacó un peine de su bolso y se lo pasó por el pelo. Se lo había cortado la primera noche en que huyó, en un intento de cambiar su aspecto. Nunca había sido el tipo de mujer en el que la gente reparaba y confiaba en poder hacerse pasar por otra persona, si su situación se volvía preocupante.

Leslie se estremeció. Si permanecía en el baño más tiempo, iba a congelarse. Bajó los hombros y abrió la puerta, decidida a ser amable a pesar del mal humor de su anfitrión.

Él no se había movido de su silla y parecía absorto en el libro que estaba leyendo. Ella se sentó y se tomó el café, a la espera de que levantara el rostro, hablara, o hiciera cualquier otra cosa aparte de ignorar su presencia.

–Creo que sería una buena idea que me dijera su nombre.

–Jason –contestó sin mirarla.

Estupendo, Jason sin apellido. La pistola estaba sobre la mesa. ¿Acaso era un delincuente? ¿O un paranoico?

–Si tiene hambre, hay una cazuela con estofado en la cocina. Sírvase usted misma.

Volvió su atención al libro, dando por cumplidas sus obligaciones como anfitrión.

Lo cierto era que estaba muerta de hambre. No había parado más que a echar gasolina desde que saliera del motel. Sólo había tomado comida basura, lo que probablemente era uno de los motivos por los que estaba temblando.

Fue a la cocina y levantó la tapa de una gran cacerola. Después de abrir dos armarios, encontró un plato y se sirvió el sabroso estofado.

–¿Quiere un poco? –le preguntó.

–Sí, gracias –contestó él después de unos segundos.

Se sorprendió al ver que mostraba cierta educación. Llenó otro plato y los puso sobre la mesa.

Él cerró el libro y tomó una de las cucharas que ella le ofrecía. Enseguida empezó a comer.

–¿Cuándo cree que pasará la tormenta?

Él se tomó su tiempo antes de contestar. Sacudió la cabeza y se encogió de hombros.

–Lo siento, no tengo una bola de cristal –dijo y siguió comiendo.

–Una vez deja de nevar, ¿se derrite la nieve?

Él suspiró.

–Sí, con el tiempo. Probablemente para marzo.

–¡Marzo! Pero si quedan dos meses.

Él la miró inexpresivo.

–Alguien debería haberle dicho que Míchigan en invierno no es el mejor sitio para pasar las vacaciones, a menos que le gusten los deportes de invierno.

De repente, se había quedado sin apetito. A aquel paso, la nieve le impediría encontrar el camino a la casa de Larry.

Se sentó y escuchó los sonidos a su alrededor. Oyó el crujido de la leña en la estufa, la rama de un árbol rozando el lateral de la cabaña y el viento soplando como si de un fantasma se tratara. El olor del estofado y del café daban un delicioso aroma a la cabaña y la lámpara que había sobre la mesa emitía un reflejo dorado.

Estudió las paredes y la cubierta inclinada, soportada por gruesos maderos. Era una pena que aquel sitio no tuviera un techo que resguardara el calor.

Cuando Jason habló, ella se sobresaltó.

–¿Cómo dio con este sitio? No vi ninguna huella.

–Vi el humo de la chimenea de casualidad, mientras trataba de encontrar la manera de sacar mi coche de la cuneta. Comencé a caminar en línea recta entre los árboles, por donde no había demasiada nieve. Tengo que admitir que me estaba comenzando a poner nerviosa justo antes de encontrar la cabaña.

Leslie recogió los platos después de que acabaron de comer y los lavó. Aunque su reloj marcaba poco más de las tres, la luz estaba desapareciendo rápidamente. El viento parecía haber incrementado su intensidad desde que estaba allí. No tenía ni idea de los lejos que estaba su coche. Había tenido mucha suerte de encontrar la cabaña. Se estremeció y se rodeó con los brazos.

Finalmente, Leslie se apartó de la ventana. Miró a Jason y descubrió que la estaba observando.

–Tendré que quedarme a pasar la noche –afirmó.

–Eso parece.

–No tengo ropa.

–No me sorprende. Usted sólo quería usar el teléfono, no mudarse a vivir aquí.

Estuvo a punto de sonreír. Tenía una curiosa manera de resaltar lo evidente. Quizá la tensión de los últimos tres días había afectado a su cabeza, pero ya no encontraba a aquel hombre tan intimidatorio como le había parecido en un primer momento, tan sólo grosero.

Claro que también podía dispararla en cualquier momento, aunque no creía que fuera a hacerlo. Le daba la impresión de que usaba la pistola para protegerse y no para agredir.

Observó la ropa que llevaba puesta y suspiró.

Él se puso de pie y caminó hasta el otro lado de la cabaña.

–Veré qué le puedo dejar para dormir.

Ella lo siguió y lo observó mientras abría un cajón y sacaba un chándal, además de sábanas y mantas.

–Hay almohadas en la cama –dijo señalando las literas.

–Gracias –dijo ella tomando lo que le ofrecía y se acercó a la cama de abajo.

Aunque era alta, aquellos pantalones y camisetas le quedarían enormes.

Se giró y lo miró.

–Espero que no le importe, pero me estaba preguntando si podríamos colocar algo que nos diera cierta intimidad.

La miró como si hubiera perdido la cabeza. Le daba igual lo que él pensara y se cruzó de brazos sosteniéndole la mirada.

–No creo que una manta le dé intimidad a menos que quiera colocarla desde la cama de arriba. Si es eso lo que quiere, hágalo.

Él se dio media vuelta y caminó sobre sus pasos hasta el otro extremo. Se metió en el baño, cerró la puerta y abrió la ducha. Normalmente usaba una manta eléctrica para relajar los músculos de su muslo, pero al no haber electricidad, su única opción era el agua caliente. Al menos era un alivio que tanto el agua caliente como la cocina funcionaran con gas. Le gustaba usar aquel lugar. Tenía todas las comodidades de un hogar, excepto por la electricidad, que se iba a cada rato. Incluso había un pequeño lavaplatos y un horno, además de una despensa que había llenado para no tener que salir de allí.

Tenía espacio suficiente para hacer su terapia y recuperar así la movilidad de su pierna.

Después de ducharse y vestirse, Jason se sintió mejor. Abrió la puerta y regresó a la cálida estancia, dando gracias por tener suficiente leña apilada para mantener aquel sitio caliente hasta la primavera, hubiera o no electricidad. Para entonces, confiaba en estar de regreso con su unidad.

Aquella idea no le agradaba. Todavía tenía pesadillas por el ataque y se sentía tremendamente culpable de haber dirigido a su escuadrón hacia una emboscada, deseando haber sido uno de los dos muertos.

Leslie había colocado dos mantas, una hacia el lado que daba a su cama y la otra, a los pies. Puesto que la cama estaba en un rincón de la cabaña, los otros dos lados estaban protegidos de su mirada.

–¿Se siente más segura ahora?

Ella se giró y lo miró.

–Sí, gracias –contestó educadamente, levantando ligeramente la barbilla.

Aquel gesto era una clara señal de que no se dejaba amilanar por él.

A pesar de todo, estaba impresionado. En una situación como aquélla, muchas de las mujeres que conocía, estarían llorando. Pensó en su madre y en Ashley, la esposa de su hermano mayor, Jake, y sonrió. Aquellas dos mujeres eran de armas tomar.

Se acercó a su silla y se sentó. Estaba leyendo la biografía del general Patton. Su vida era fascinante. Aquella biografía le había hecho olvidarse de su actual situación.

Tenía que pensar qué hacer con su carrera militar. Podía pedir una excedencia, pero si lo hacía, ¿qué haría después?

Siempre le había gustado su carrera militar hasta aquella última misión de reconocimiento. A pesar de que sus superiores le habían dicho varias veces en el hospital que no había nada que hubiera podido hacer por salvar la vida de los dos hombres y que el resto del escuadrón, a pesar de sus heridas, había sobrevivido gracias a su agilidad mental, estaba teniendo problemas para recuperar la confianza en sí mismo.

–Si me disculpa, creo que me voy a acostar. Me he levantado muy temprano esta mañana –dijo ella.

Él levantó la mirada y comprobó que Leslie se había puesto el chándal que le había dado. Llevaba el pantalón doblado en la cintura y aun así le arrastraba. La camiseta le quedaba mejor y al menos la mantendría caliente.

Su determinación lo sorprendía por alguna razón.

–Trataré de no hacer ruido para no molestarla –replicó él.

Ella asintió y regresó junto a la litera. Jason la observó meterse en la cama, antes de que la manta cayera y la ocultara.

No sabía si sentirse halagado o insultado.