Tres noches en el paraíso - Annette Broadrick - E-Book
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Tres noches en el paraíso E-Book

Annette Broadrick

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Beschreibung

Hipnotizado por su belleza e inocencia, Steve Antonelli rescató a Robin McAlister y la acogió en su isla desierta. Robin era demasiado joven para el experimentado detective de homicidios, pero sus dulces besos despertaron sus sentimientos más profundos. Aun así, no era posible que se convirtiera en el marido de nadie. Hasta que los hermanos de Robin decidieron intervenir y le entregaron personalmente una invitación... ¡a su propia boda!

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2000 Annette Broadrick

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Tres noches en el paraíso, n.º 1025 - mayo 2019

Título original: Marriage Prey

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1307-855-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

Los Ángeles, California

Finales de marzo.

 

Steve Antonelli se desperezó de su sueño, vagamente consciente de que algo marchaba mal. Durante los dos últimos meses, desde que volvió a Los Ángeles después de las vacaciones en su exótica isla, había tenido cada noche el mismo sueño erótico. El mismo sueño que lo transportaba a aquel paraíso tropical con todos sus recuerdos asociados.

Pero aquella noche no. El sueño había desaparecido. Algo no andaba bien. Su habitación, habitualmente tan oscura, con sus cortinas siempre cerradas, resplandecía con una extraña luz. Y no podía haber amanecido. Aún no.

Incluso aunque hubiera amanecido, no tenía por qué levantarse. Tenía el día libre. Solo unas pocas semanas de vuelta a sus actividades como detective de homicidios habían bastado para borrar todo recuerdo de sus vacaciones, pero solamente durante el día. Y ahora incluso sus sueños parecían haber vuelto a la normalidad…

Aunque aún seguía medio dormido, Steve sabía que no corría ningún peligro. El sistema de alarma altamente sofisticado que había instalado en su apartamento último modelo lo habría alertado de la presencia de cualquier posible intruso. Entonces, ¿de dónde procedía aquella luz? Gruñendo, rodó sobre su espalda y abrió los ojos. Y lo que vio le hizo incorporarse como movido por un resorte.

Tres hombres se encontraban alrededor de la cama, dos a cada lado y otro a los pies. Eran muy altos; medirían al menos más de uno noventa. Parecían cortados por un mismo patrón: hombros anchos y caderas estrechas, vestidos con ropa vaquera. Los tres con las piernas separadas y los brazos cruzados sobre el pecho, mirándolo con actitud amenazadora.

–¿Qué…? –empezó a exclamar Steve, intentando alcanzar la pistola que siempre dejaba a su alcance.

Pero no estaba allí. El hombre que se encontraba a su derecha se le adelantó para enseñarle la pistola, que estaba encima de la cómoda, antes de dejarla en su sitio. En aquel instante sí que se sintió desnudo. No tener ropa era una cosa, pero estar inerme era otra completamente distinta.

–¿Quiénes sois y qué diablos estáis haciendo aquí? –inquirió al fin.

El hombre que estaba situado a los pies de la cama, y que parecía levemente mayor que los otros, continuó mirándolo fijamente en silencio hasta que le preguntó a su vez, con un murmullo tranquilo:

–¿Tú eres Steve Antonelli?

–¿Cómo habéis conseguido entrar?

–Jim se encargó de tu sistema de alarma. Nos comentó que era algo muy sofisticado. Estamos impresionados.

Steve se frotó la cara. ¿Qué tipo de pesadilla estaba teniendo? ¿Acaso era un castigo por el sueño de alta carga erótica que había estado disfrutando? Volvió a abrir los ojos. No. Los tres tipos seguían allí, mirándolo como tres cazadores que hubieran estado contemplando su presa. Y Steve tuvo la inequívoca sensación de que «él» era su presa. Todavía nadie había realizado ningún movimiento amenazador contra su persona, pero ciertamente no tenía la impresión de que fueran a venderle cosméticos de Avon. Y sin embargo se sentía extrañamente tranquilo, a pesar de las circunstancias.

–¿Vais a decirme de una vez quiénes sois y a qué habéis venido? –preguntó de nuevo, apretando los dientes.

–Cuando tú nos digas si eres o no Steve Antonelli –replicó el que antes le había dirigido la palabra.

–Por supuesto que soy Steve. Seguro que lo habéis visto en mi buzón de correos –gritó–. ¡Y ahora decidme de una vez quiénes diablos sois y qué estáis haciendo en mi casa!

Los tres se miraron entre sí y luego a Steve. El que llevaba la voz cantante le contestó:

–Hemos venido a entregarte personalmente la invitación a la boda de nuestra hermana, la semana que viene, en Texas.

Ahora sí que estaba soñando. Tres desconocidos presentándose en su dormitorio, despertándole de madrugada… ¿para invitarle a una boda? Aquello no podía estar sucediendo. Steve se dejó caer de nuevo en la cama, enterró el rostro en la almohada y murmuró:

–Apagad la luz cuando os vayáis, ¿vale?

Se dijo que, cuando se despertara, le encantaría contarle a su amigo Ray el más ridículo sueño que había tenido en mucho, muchísimo tiempo. Se suponía que lo vería más tarde, aquella misma mañana, en su restaurante favorito de Sunset Boulevard, pero todavía faltarían un par de horas hasta que se levantara.

–Un buen intento, amigo –pronunció la misma voz, a los pies de la cama–. Pero tenemos que asegurarnos de que no faltes a la boda. ¿Qué te parece si te vistes y preparas para que te acompañemos nosotros?

Steve abrió un ojo y vio las piernas del sujeto que estaba a su lado. Aquel sueño tan particular se estaba convirtiendo lentamente en una pesadilla. Aquellos tipos seguían allí. Así que se sentó e hizo las sábanas a un lado. No se molestó en cubrir su desnudez cuando les dijo con tono formal, mientras se dirigía al cuarto de baño:

–Si me disculpan, caballeros…

Y cerró la puerta a su espalda. Apoyado en el lavabo, se miró en el espejo. ¿Qué podía haberle causado un sueño tan estrambótico y absurdo? Su cuerpo todavía presentaba los signos de su reciente estancia en una isla tropical: estaba intensamente bronceado a excepción de la zona cubierta por el traje de baño. Se frotó el estómago plano y luego se rascó el pecho, con gesto pensativo. ¿Estaría finalmente perdiendo la cabeza después de tantos años de servicio? Unas vacaciones de tres semanas de duración habrían debido bastar para despejarle la cabeza y dar un merecido descanso a su cuerpo. Y había regresado a casa para enfrentarse nuevamente con la realidad.

Parte de su rutina consistía en reunirse con Ray en su encuentro semanal. Sacudiendo la cabeza, abrió el grifo de la ducha y esperó a que el agua saliera caliente antes de meterse. Para cuando se hubo secado, afeitado y lavado los dientes, estaba ya dispuesto a reírse del absurdo sueño que había tenido y a empezar un nuevo día. Abrió la puerta del cuarto de baño y se dirigió al vestidor del dormitorio. Pero a medio camino se detuvo en seco.

Los tres tipos de su pesadilla se habían alineado frente a la puerta, bloqueándole la salida. Aquello no era ningún sueño.

–Renuncio –pronunció, alzando las manos–. Habéis ganado. Y ahora contadme quién os ha contratado para gastarme esta broma tan original. ¿Ha sido Ray? Nunca pensé que tuviera mucha imaginación, pero tengo que reconocer que la ocurrencia ha sido buena. Los tres parecéis verdaderamente tres matones de una película de vaqueros. Solo os faltan los revólveres.

El único que había hablado de los tres miró a sus compañeros.

–Es increíble. Este tipo aún sigue fingiendo que no conoce a Robin.

Steve los miró de hito en hito, incapaz de articular una sola palabra, hasta que finalmente se las arregló para preguntar:

–¿Robin? –se aclaró la garganta–. ¿Por casualidad os estáis refiriendo a Robin McAlister?

–Me alegro de que tu memoria esté mejorando. –comentó otro de los tipos, tomando por primera vez la palabra.

–No le pasa nada malo a mi memoria. Lo que no comprendo es lo que tiene que ver Robin con vosotros.

–Bueno –dijo el tercero, que también había permanecido callado hasta entonces–, es muy sencillo. Somos los hermanos de Robin y hemos venido a asegurarnos de que la semana que viene estés presente en la boda de nuestra hermana… dado que tú vas a ser el novio.

Capítulo Dos

 

 

 

 

 

Los Ángeles, California.

Diciembre del año anterior.

 

 

Steve entró en su apartamento, desconectó el sistema de alarma y pasó luego a la cocina, agotado. No podía recordar la última vez que había comido. Abrió la nevera y sacó una botella de cerveza, su remedio favorito para conciliar el sueño cuando tenía el estómago vacío. La luz parpadeante del contestador telefónico registraba tres llamadas y pulsó el botón de lectura.

–Hola, Steve – pronunció una voz femenina, muy sexy. Steve la reconoció en seguida: era la de Alicia–. Hace semanas que no sé nada de ti, cariño. Soy consciente de lo muy ocupado que has estado, pero te echo de menos. Llámame, ¿vale? Cuando quieras. A cualquier hora del día o de la noche –terminó con una risita maliciosa.

–Hey, Steve, amigo, llámame, ¿de acuerdo? –fue el mensaje de la siguiente llamada. Era Ray. Steve había tenido que cancelar sus dos últimas reuniones programadas.

El tercer mensaje lo inquietó. Era su padre:

–Steve, llámame cuando llegues esta noche. ¿Lo harás, por favor?

Miró su reloj. Eran más de las once. Pero su padre nunca se acostaba temprano. Levantó el auricular y marcó su número. Respondió a la primera llamada.

–¿Qué es lo que pasa? –se apresuró a preguntarle Steve.

–Eso es lo que me gustaría a mi saber –replicó Tony Antonelli.

–No sé de qué estás hablando, papá. Tu llamada parecía urgente.

–Y lo era. Estoy preocupado por ti, Steve. Has cancelado las dos últimas cenas familiares que tu madre había planeado. La de hoy era muy importante para ella. Necesito saber qué diablos te está pasando.

–Son solo cuestiones de trabajo, papá.

–Estás dejando que eso te afecte demasiado, hijo –le comentó su padre con tono suave.

–Solo tenía cinco años –se pasó una mano por la frente–. Cinco. La niña estaba jugando en su jardín cuando fue víctima de un tiroteo entre bandas. Voy a cazarlos, papá. No importa el tiempo que tarde.

–Lo comprendo, de verdad que sí. Y admiro tu dedicación, pero, hijo, tienes que tomarte algún respiro si no quieres acabar mal… Sé que no estás comiendo ni durmiendo bien. Tienes que hacer algo para escapar de esta dinámica en la que has caído últimamente.

–Ya lo sé.

–Se suponía que hoy era tu día libre, ¿no?

–Sí.

–¿Y cuándo fue la última vez que disfrutaste de un día libre?

–No puedo recordarlo.

–Ajá. ¿Y si te tomas alguno por Navidad? Solo faltan dos semanas. ¿Podemos contar con que vendrás a vernos?

–Estaré allí –sonrió Steve–. Te lo prometo.

–Bien. Te quiero, hijo.

–Yo también, papá –repuso antes de colgar.

Subió las escaleras dejando un rastro de ropa a su paso hasta llegar al cuarto de baño del dormitorio. Permaneció durante un buen rato bajo el chorro de agua caliente de la ducha, se secó y se fue a la cama. Su último pensamiento fue que realmente necesitaba volver a llevar una vida normal.

 

Austin, Texas.

 

–Solo piensa en ello, Robin, diez días para olvidarte de todo –le dijo Cindi Brenham con un suspiro de anhelo–. Diez días enteros de crucero por el Caribe sin nada que hacer excepto disfrutar de una comida deliciosa y flirtear con hombres estupendos. Romperemos sus corazones, tomaremos el sol y luego volveremos aquí para terminar con el último semestre antes de la graduación. Enfrentémoslo: nos debemos una pequeña diversión durante nuestro descanso.

Cindi se hallaba sentada frente a Robin McAlister en la terraza de una pequeña cafetería cercana al campus de la Universidad de Texas. A pesar de que estaban a mediados de diciembre, hacía una mañana cálida y soleada. Robin observó detenidamente a su amiga y compañera de apartamento. A veces se preguntaba cómo era posible que dos personas de aspecto y carácter tan distintos como ellas fueran tan buenas amigas. Porque lo eran ya desde su primer día de colegio en Cielo, una pequeña ciudad al Oeste de Texas. Desde entonces siempre habían conservado su relación, a través del instituto, y nadie se había sorprendido de que hubieran escogido matricularse en la misma universidad.

Cindi pretendía licenciarse en Informática, mientras que Robin había puesto sus objetivos en Relaciones Públicas. Ya habían pasado los últimos dos veranos haciendo prácticas en esos dos campos y estaba previsto que abandonaran el campus en pocos meses. Mientras tanto, estaban impacientes por romper la rutina de las clases para empezar algo completamente distinto.

–Es demasiado bueno para que sea cierto, Cindi –suspiró Robin–. ¿Estás segura de que entendiste correctamente lo que te dijo tu madre?

Cindi asintió con la cabeza, sacudiendo su rizada melena morena.

–La tía Nell compró dos billetes para un crucero que zarpará el cinco de enero para volver el quince, pero el tío Frank se encuentra en el hospital recuperándose de un ataque cardíaco. Ellos no pueden ir, y ya es demasiado tarde para recuperar el dinero. Es una perfecta oportunidad para nosotras.

Aquello le pareció maravilloso a Robin. Una ocasión perfecta para evadirse por un tiempo… La idea de escapar de sus tres hermanos, siempre tan excesivamente protectores con ella, le resultaba cada vez más seductora. Amaba a su familia, por supuesto. Sus padres eran extremadamente cariñosos y generosos. Robin se sentía agradecida de haber heredado la alta estatura de su madre, su esbelta figura, su cabello rojo y sus ojos verdes. De soltera su madre había sido una famosa modelo, y la propia Robin había recibido numerosas ofertas para dedicarse a esa profesión desde que salió del colegio. Por supuesto, para entonces ya había sido lo suficientemente prudente como para no mencionarle esas ofertas a su familia, sobre todo a su padre.

Robin no había podido imaginar, al llegar a la adolescencia, que su cariñoso y bondadoso papá se convertiría de repente en un ceñudo y posesivo cancerbero. Y lo que era peor: conforme ella siguió creciendo y madurando, entrenó a sus hermanos para que la vigilaran como tres feroces ángeles guardianes. Jason, con veintiocho años, era el mayor, y se llamaba igual que su padre. Jim contaba veinticinco y Robin casi veintidós. Josh, con diecinueve, era el benjamín. Robin había esperado que sus hermanos relajaran su vigilancia una vez que entrara en la facultad, pero no había sido así. En aquel entonces Jim todavía seguía en la Universidad de Texas. Para cuando se graduó, Josh ya había asumido el papel de macho protector en la vida de su hermana. Lo suficiente como para que Robin decidiera escapar de aquel acoso y cometer locuras de vez en cuando. Como la de irse de crucero por el Caribe en pleno invierno.

–Entonces, ¿qué me dices? –le preguntó Cindi, impaciente–. ¿No crees que sería un descanso perfecto después de tantos meses de estudio?

–No solo eso –asintió Robin–, sino que no habría forma humana de que alguno de mis hermanos consiguiera un billete a estas alturas. Así tendría la oportunidad de hacer algo sola, sin que nadie me vigilara o ahuyentara a cualquier candidato a salir conmigo, que es lo que han venido haciendo durante los últimos años.

–¿Entonces irás? –inquirió Cindi–. Le dije a mamá que la llamaría esta noche para darle una respuesta.

–¿Pero qué le diré a mi familia? A mi padre no le gustará nada la idea –pronunció Robin, reflexionando en voz alta.

–Pues entonces espera a decírselo hasta justo antes de la partida. Y aunque sea tarde, sabrá exactamente a dónde vas y con quién. Además, ¿qué podría ser más seguro que un crucero? En todo caso, ya eres una mujer adulta. Tendrá que darte el certificado de libertad en algún momento.

–Oh, oh –exclamó Robin escéptica–. Por lo que a mi padre respecta, sigo siendo el bebé que cargaba en brazos o que montaba con él en su caballo. Es sorprendente que mis hermanos no me odiaran por la cantidad de mimos que recibía.

–Ese es un detalle muy dulce… –sonrió Cindi–. Detrás de ese exterior huraño, tu padre es un pedazo de pan. Nunca fue capaz de negarte algo durante mucho tiempo. Se rinde al primer brillo de lágrimas que detecta.

–¿Piensas entonces que es mejor que espere a decírselo hasta justo antes de que nos marchemos?

–En efecto. Así no tendrás que aguantarlo demasiado. Para cuando vuelvas, ya se habrá calmado totalmente. Quizá.

–Ya –rio Robin–. Así es mi padre.

–Así también dispondremos de tiempo para comprarnos ropa adecuada. ¡Oh, Robin! ¡Nos lo vamos a pasar de maravilla! ¡Visitar las islas del Caribe!

–Ojalá no nos mareemos…

Cindi se levantó y le dejó a la camarera una propina encima de la mesa.

–Bueno, estamos a punto de averiguarlo, ¿no?

 

Santa Monica, California.

28 de diciembre.

 

–Reconócelo, Steve –le dijo Ray cuando salían de la pista después de haber jugado su último partido de tenis–. Trabajas demasiado y no estás en buena forma física. No puedo creer que hayas perdido este último juego –le dio unas palmaditas en la espalda–. Nunca creí que llegaría el día en que pudiera ganarte de una forma tan aplastante. Amigo, ya no eres el que eras…

–Para ya, Cassidy. Simplemente he tenido un mal día. Ya verás la próxima ocasión. Entonces te recordaré quién soy.

–Quizá, pero si quieres un consejo, lo que ahora necesitas es tomarte unos días libres… unas vacaciones.

Steve se enjugó el sudor del rostro con la toalla, antes de agarrar la botella de agua y beberse la mitad sin respirar. Luego miró a su alrededor, aliviado, admirando la forma en que las altas palmeras se recortaban contra el intenso azul del cielo.

–Me estás ignorando –le reprochó Ray al cabo de unos minutos.

–Qué va. De hecho, estoy pensando en lo que acabas de decirme. Y da la casualidad de que estoy de acuerdo contigo.

–¿A qué parte te refieres? ¿A lo de que estás bajo de forma o a lo de que necesitas unas vacaciones?

–A las dos cosas. Resulta que un viejo amigo de mi padre fue a visitarlo con su familia a Santa Barbara cuando yo estuve allí la semana pasada. Precisamente me aconsejó que me tomara unos días libres para visitar su isla en las Islas Vírgenes…

–¿«Su»isla? ¿Estás hablando en serio? ¿Posee una isla entera?

–Solía jugar al béisbol con papá, y decidió invertir el dinero ganado y retirarse a un lugar exótico y tranquilo. Me comentó que su mujer y él duraron allí cerca de nueve meses hasta que se dieron cuenta de que no estaban hechos para vivir en un edén semejante, sin comodidades, ni comunicaciones, ni supermercados… –comentó, irónico–. Ahora solo utilizan la casa para pasar allí algún fin de semana, pero la mayor parte del tiempo solo vive en ella una familia nativa que se la cuida. Me dijo que la casa estaba esperándome, pidiendo a gritos que la dieran algún uso.

–¿Cómo es que mi familia no conoce a nadie que posea alguna isla? –exclamó Ray con una sonrisa–. ¿Piensas aceptar la oferta?

–Sí. Es más, ayer hablé con el capitán para pedirle algunos días. Después de las vacaciones volveremos a ocuparnos del caso.

–Ojalá pudiera acompañarte… pero hasta mayo no tengo vacaciones.

–La verdad es que pretendía irme solo –le confesó Steve, recogiendo su bolsa–. Cuanto más pienso en ello, más me atrae la idea de pasar una temporada en absoluta soledad. No tener que hablar con nadie, levantarme a la hora que quiera, disfrutar de la lectura, tomar el sol…

–Haciendo ese papel de Robinsón Crusoe… ¿no echarás de menos algo de compañía femenina?

Steve se echó a reír, sacudiendo la cabeza.

–Eso es lo último que me apetece. Creo que finalmente pude convencer anoche a Patricia de que nuestra relación no tenía ningún futuro, a pesar de sus esfuerzos por persuadirme de lo contrario. La soledad me parece de lo más atrayente después de mi experiencia con ella durante los últimos meses.

–Es una pena que no puedas complementar tu buena apariencia con mi personalidad vital y chispeante –comentó Ray–. Reconócelo, amigo. No aprovechas debidamente tus encantos.

Steve miró el rostro salpicado de pecas y el pelo rojo de su amigo, sonriendo. Ray era un imán para las chicas, y lo sabía.

–Dame un respiro. No puedo competir contigo.

–Tal vez –admitió Ray, encogiéndose de hombros–. Pero a tu favor tienes ese aspecto de italiano, y ese aire distante, para no hablar de esos hoyuelos en las mejillas y de ese pelo rizado. Con todo eso logras atraerlas sin que te des cuenta. Como ahora –añadió, pesaroso.

–¿De qué estás hablando? –le preguntó Steve, frunciendo el ceño.

–De esas dos que nos están mirando ahora mismo –respondió su amigo, señalando con la cabeza a las dos jóvenes que estaban abandonando la pista detrás de ellos–. No te han quitado el ojo de encima durante el último set.

–Muy gracioso.

–¿Sabes, Steve? Uno de estos días vas a perder ese corazón tuyo tan acorazado que tienes, y cuando te pase, descubrirás lo que sentimos el resto de los mortales –sonrió–. Espero estar cerca para verlo cuando suceda.

–Ya te lo he dicho, Ray. Ser poli no te permite conservar relaciones sentimentales. Cada tipo casado con quien trabajo o está punto de divorciarse o tiene broncas constantemente en casa debido a los turnos o el peligro de la profesión, para no hablar del mezquino sueldo.

–Pues cambia de empleo.

–Me gusta lo que hago. La mayor parte del tiempo. Pero desde Navidad he estado pensando seriamente en tomarme un descanso. ¿Qué es lo que tiene el verano para que se produzcan tantos delitos? Creo que nunca me acostumbraré a la inhumanidad del ser humano para con su prójimo.

–Yo espero que no, desde luego. De otra manera dejarías de ser el gran policía que eres.

–Eso díselo a mi jefe –cuando llegaron a sus coches, Steve se volvió hacia su amigo antes de subir al suyo–. Ya te avisaré si por fin me voy de viaje. Y cuando vuelva, recuerda que me debes la revancha.

–Prométeme que no te llevarás una raqueta al viaje.

–¿Y con quién podría jugar al tenis en una isla desierta? –rio Steve–. Estaré tan aislado que ni siquiera podré enviarte una postal.

–¿Sabes? Es la primera vez que te oigo reír en mucho tiempo –le confesó Ray, poniéndose repentinamente serio–. Me encantará ver que recuperas tu sentido del humor.

 

Miami, Florida.

5 de enero.

 

–Oh, Robin, esto es horrible –susurró Cindi con gesto dramático, acodadas las dos en la barandilla del barco y viendo cómo los otros pasajeros del crucero subían a bordo.

–Bueno, no es exactamente lo que esperábamos, ¿verdad? –repuso Robin, compungida.

–Yo todavía no he visto a nadie que baje de los sesenta años, ¿y tú?

–Supongo que tus tíos pertenecerían a algún club de la tercera edad o algo así…

–Nunca se me ocurrió esa posibilidad –respondió Cindi–. ¿Qué vamos a hacer?

–Disfrutar de nuestra mutua compañía –rio Robin–. Eso es lo que vamos a hacer. Vamos a ponernos toda nuestra ropa nueva, la más sexy, a comer hasta que no podamos más y a entretenernos soñando con los hombres más guapos del mundo.

Cindi echó un vistazo sobre su hombro:

–Bueno, lo cierto es que he visto a algunos miembros de la tripulación que no están muy mal. ¿Quién sabe? Quizá se apiaden de nosotras. ¿Has notado que no hay ninguna mujer sola? Todas vienen acompañadas de hombres.

–Quizá entonces sabían algo que nosotras ignorábamos. Tal vez consiguieron un folleto especial que les advirtió de que se presentaran con su propio acompañante masculino.

–Como una de esas fiestas a las que te llevas la bebida de casa, ¿no?

–Algo parecido.

Se miraron la una a la otra y se echaron a reír. Todavía estaban riendo cuando un miembro de la tripulación se detuvo a su lado y se dirigió a ellas: