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En su nuevo volumen de memorias, Francesc Miralles aborda con sabiduría y frescura las claves de los grandes libros de desarrollo personal, así como la alquimia para transformar el dolor y el sufrimiento en herramientas que inspiren a otros. Complementado con deliciosos viajes, anécdotas, descubrimientos y curiosidades, este libro es un mapa para los laberintos de la vida, así como el arte de resurgir de las propias cenizas. Este libro es la continuación de la biografía de Francesc Miralles, que se inició con el libro Los lobos cambian el río publicada también por Ediciones Obelisco.
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Seitenzahl: 474
FRANCESC MIRALLES
ESCRITO EN LA TIERRA
Sobre la cocina de los libros de éxito,
Si este libro le ha interesado y desea que le mantengamos informado de nuestras publicaciones, escríbanos indicándonos qué temas son de su interés (Astrología, Autoayuda, Ciencias Ocultas, Artes Marciales, Naturismo, Espiritualidad, Tradición...) y gustosamente le complaceremos.
Puede consultar nuestro catálogo en www.edicionesobelisco.com
Colección Espiritualidad y Vida interior
ESCRITO EN LA TIERRA
Francesc Miralles
1.ª edición en versión digital: noviembre de 2024
Maquetación: Marga Benavides
Diseño de cubierta: Enric Jardí Gráfico manual capítulo 62: Carol Bernabeu Bayarri
Conversión a ebook: leerendigital.com
© 2024, Francesc Miralles
(Reservados todos los derechos)
© 2024, Ediciones Obelisco, S.L.
(Reservados los derechos para la presente edición)
Edita: Ediciones Obelisco S.L.
Collita, 23-25. Pol. Ind. Molí de la Bastida
08191 Rubí - Barcelona - España
Tel. 93 309 85 25 - Fax 93 309 85 23
E-mail: [email protected]
ISBN EPUB: 978-84-1172-227-8
Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada, trasmitida o utilizada en manera alguna por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o electrográfico, sin el previo consentimiento por escrito del editor. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org ) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Índice
Portada
Escrito en la Tierra
Créditos
I. Vivir, escribir y amar
1. Terminal de salida
2. Un astronauta en la Tierra
3. La primera vez
4. La gata Mika y los años de subsistencia
5. El Haiku
6. La pobreza feliz
7. Otro callejón sin salida
8. Los soñadores
9. Cuando casi fui funcionario en Bruselas
10. Ilusión y caída
11. Lo contrario es lo conveniente
12. La venta japonesa
13. Si tienes un talento, regálalo (al principio)
14. La mala educación
15. Soledad, gatos y amor
16. El hombre de los cien nombres
17. Si no lo intentas, nunca lo sabrás
18. Samuel y el amor a las pequeñas cosas
19. El «sherpa» literario
20. El «coach» desconfiado
21. Cómo ser «sherpa» literario (aunque sea de ti mismo)
22. Rock’n’roll
23. El fenómeno Allan Percy
24. Himmler en Montserrat
25. Ultimátum a mí mismo
26. Las fiestas tristes
27. Nos hemos quedado sin papá
28. El último viaje juntos
29. Los pálidos
30. El síndrome del vicepresidente
31. Noches de radio
32. La entrada en el túnel
33. El tío María
34. La travesía del desierto
35. Llega un caballero negro
36. Regalos de amigos
37. Héctor García
38. Viaje a Ōgimi
39. En compañía de ángeles
40. La extraña fiesta
41. El reto romántico
42. Insomnio del bueno
43. La locura de «Ikigai»
44. ¿Cuál es tu deseo?
45. ¿Qué es el éxito?
II. Apuntes sobre la vida
1. Ámalo, cámbialo o déjalo
2. Lo que necesitamos hacer
3. Dos leyes a tener en cuenta
4. «Todavía no» es distinto de «no»
5. Agobio en las redes
6. Escritor prolífico
7. 4 Ingredientes para éxito literario
8. La magia del Wu Wei
9. Almas gemelas
10. Autores palizas
11. El cuello de botella
12. Un rayo de esperanza
13. Decálogo para no ser un autor pesado
14. Ser, hacer y tener
15. Dos historias rumanas
16. Morir en el escenario
17. Cartas de los lectores
18. Repetición es felicidad: el hombre de los champis
19. Si algo no existe, créalo
20. Contra lo esotérico
21. Dos hombres que caminan
22. La feria de Frankfurt
23. Enfadarse en silencio (This silence kills)
24. El éxito es droga dura —Andrew Ridgeley: ¿Y qué fue de la otra mitad de Wham!?
25. Las lecciones del gato Martínez
26. La buena acción de la semana
27. Eric Bocanegra
28. Saber callarse
29. Los cadáveres de un escritor
30. Principios de la república de Užupis
31. Hacer y callar
32. El perro de Thor
33. La estación más triste del mundo
34. El mal periodista
35. Un hombre en el camino
36. Los hechos extraños nunca vienen solos
37. La distancia entre los sueños y la realidad
38. Una libreta de cactus
39. La rigidez de los elfos
40. Las tres sillas de Thoreau
41. Porsche, el empresario y su madre
42. ¿Qué quieres ser mañana?
43. El otro Francesc Miralles
44. Semáforos rojos, semáforos verdes
45. El pastor sin vacas
46. Autores primerizos
47. Haz lo que no sabes
48. El arte de no enfadarse
49. Las cinco vidas de Peter Yang
50. El péndulo
51. El silencio (una especie en vías de extinción)
52. El gran antídoto del miedo es el amor
53. Ayuda del más allá
54. La voz del amor
55. Llegar al final del día
56. La luz de los corazones rotos
57. Un café con alma
58. Conversaciones telefónicas
59. El Megxperimento
60. Bajar la montaña juntos
61. Esa increíble cita conmigo mismo
62. La vida en tres palabras
63. Los cinturones de una meta
64. Mi guerra contra una mosca
65. La atención
66. Rituales frikis
67. La fortuna no es cuestión de suerte
68. La magia es lo único real
69. Instrucciones para cumplir un sueño
70. Mente de despedida
III. El cuaderno naranja –Diario de un retiro espiritual– (junio de 1998)
Nota preliminar
Agradecimientos
«No importa lo aislado que estés
y lo solo que te sientas.
Si haces tu trabajo
de forma verdadera y consciente,
amigos desconocidos vendrán en tu busca».
CARL GUSTAV JUNG
«Lo mejor que uno puede hacer cuando llueve
es dejar que llueva».
HENRY WADSWORTH LONGFELLOW
1
VIVIR, ESCRIBIR
Y AMAR
1
TERMINAL DE SALIDA
Te doy la bienvenida y gracias por estar aquí.
Mientras nace la primera página de este libro, siento que se abre un abismo bajo mis pies. Entre otras cosas, porque voy a contar mi vida desde que escribí mi primera novela hasta la actualidad. Con eso completo –por ahora– el proyecto que empecé con Los lobos cambian el río, aunque ambas obras se pueden leer de forma independiente.
El volumen que tienes en tus manos contiene, de hecho, tres libros. En el primero contaré, sin extenderme demasiado, todo lo que he aprendido de los libros y del arte de escribirlos. Hablaré de la cocina de los best sellers, de las ideas que triunfan misteriosamente y de las que pasan desapercibidas.
Como no todo el mundo quiere ser editor o escritor, todo eso nos servirá para hablar de los secretos de la felicidad.
A diferencia de mi primer escrito biográfico, del que 20 preguntas existenciales es un puente que nos lleva a este, me detendré poco en mi vida sentimental. Sí relataré algunos eventos personales que son necesarios para entender el cuarto de siglo que voy a comprimir en este volumen, espero que de manera entretenida e inspiradora.
No es mi andadura lo que interesa, sino lo que sirva de ella para aprender el arte de vivir.
Tras esta primera parte más cronológica y literaria, en Apuntes sobre la vida he seleccionado las mejores anécdotas y reflexiones de mi blog semanal, Monday News, aunque sólo algunos lunes logro subir material nuevo. Es una miscelánea de vivencias y filosofías cotidianas que espero que te hagan sonreír y que te sirvan para tu propio viaje vital.
En tercer lugar, encontrarás una sorpresa que, hasta hace pocas semanas, ni yo mismo imaginaba que entraría en este libro.
Katinka Rosés, madre de mi hijo y amiga del alma, me hizo llegar tres cuadernos de viaje que hacía más de veinte años que no veía. Dos eran muy breves, pero el que recoge mi primer retiro budista en un monasterio de la Alpujarra es un libro completo en sí, ya que tiene 138 páginas.
Dado que lo escribí en apenas diez días, es la prueba de que tenía mucho tiempo –cuento lo que viví y cómo lo viví casi a tiempo real– y que soy un pésimo meditador. Las peripecias que se narran me han recordado a El espejo vacío, de Janwillem van de Wettering, o a la película Sabiduría garantizada, de mi admirada Doris Dörrie.
Tras releerlo, me di cuenta de que este manuscrito en una gruesa libreta de tapas naranjas es un libro en toda regla; uno de mis mejores, de hecho. Y está escrito con tanta precisión –regalos del aburrimiento– que la versión que vas a leer apenas tiene algún retoque. Esta obra inédita y vivencial ha escapado de una bolsa, donde dormía desde finales del siglo pasado, para completar Escrito en la Tierra.
Es un placer para mí que hagamos juntos este viaje. Sin más preámbulos –bueno, queda uno más–, vamos a empezar.
2
UN ASTRONAUTA EN LA TIERRA
Éste era el título que yo quería poner al principio, porque siempre me he sentido un bicho raro, como el Space Oddity del que habla David Bowie en su canción. Si estas memorias han llegado a tus manos, es posible que también te hayas sentido así.
No encajar se vive como un drama en la adolescencia y la primera juventud, cuando necesitas el calor y seguridad del círculo. Tratando de agradar, uno llega a convertirse en esclavo de los demás y sufre cada vez que no recibe la validación necesaria.
Por suerte, éste es un sarampión que se cura con la edad. Llega un momento en el que comprendes que no puedes ni debes gustar a todo el mundo. Madurar es aceptar que algunas personas te amarán y otras te ignorarán o te aborrecerán incluso.
Asumir esto es liberador, como afirman los filósofos Ichiro Kishimi y Fumitake Koga en su recomendable Atrévete a no gustar. El hermano de mi mejor amigo, JR, iba más lejos aún. Tras llegar los tres a una fiesta de gente realmente antipática, nos dijo: «Yo aquí quiero quedar mal».
A la hora de encargar la cubierta a Enric Jardí, un diseñador al que admiro profundamente, pensé que sería más divertido que en la portada se me viera en mi escritorio lleno de desorden con el casco de astronauta, navegando entre mundos imposibles. Para evitar el efecto vaca-vaca, el título cambió a Escrito en la Tierra.
Sin duda, se habrá usado antes para muchas otras cosas, pero, como decía Jaume Rosselló, mi maestro en el mundo editorial, «¿Cuántos libros hay que se llaman El budismo?».
Para singularizarlo está, además el subtítulo, así que este libro que contiene tres obras se llama: Escrito en la Tierra: Sobre la cocina de los libros de éxito, la felicidad y otros secretos de la vida.
La portada es muy diferente a la de Los lobos cambian el río, tan sobria y conceptual. De hecho, cuando se la mostré a mi amiga Xenia Vives y le dije lo que había pagado por ella, se partió de la risa, mientras gritaba: «¿Te han cobrado eso por cuatro piedras?».
A mí me gustan mucho las dos, porque además se trata de dos libros muy diferentes. El primero narra un cúmulo de calamidades, además de hablar de los maestros inesperados de la vida. Este aborda todo lo demás, cualquier cosa que eso pueda significar.
En esta primera parte voy a compartir muchas experiencias y visiones, y puede que hayas oído ya algunos chascarrillos en mis charlas y entrevistas. Si detectas una de esas anécdotas, estimado lector, te recomiendo que saltes al siguiente capítulo. No pierdas el tiempo con cosas que ya conoces.
En todo caso, estoy seguro de que aquí hay algo para ti. Puedo sentir tu aliento a unos 25 centímetros de la hoja, que según dicen es la distancia media del lector.
Gracias, de nuevo, por venir. Nos espera un viaje hacia finales del siglo XX que empieza en un aeropuerto de la India, con el olor a incienso mezclado con el de basura quemada.
Veamos qué pasó.
3
LA PRIMERA VEZ
La India siempre ha sido una vía de escape para los occidentales en crisis. Quizás hoy lo sea un poco menos, porque el Bombay que yo conocí en aquel primer viaje a Asia era un tremendo caos. Los elefantes y las vacas circulaban o bloqueaban el tráfico, mientras grupos de cerdos campaban a sus anchas frente a edificios públicos.
Desde el boom de Ikigai, que ha sido tres años n.º 1 en ventas en la India, he regresado a menudo al país. El Bombay actual es un nido de autopistas flanqueadas de edificios modernos y una contaminación que apenas permite respirar.
La India que yo encontré a las puertas del año 2000 era todavía lo que el viajero imagina en una aventura. Con Katinka, mi pareja, recorrimos el país más de un mes en vagones de tren de tercera clase, descansando nuestros huesos en pensiones llenas de ratas y cucarachas. También conocimos al misionero Vicente Ferrer, que atendía en Anantapur a un millón de pobres.
En la mayoría de lugares, antes de las nueve la gente se iba a dormir y quedaba todo cerrado. Tampoco había Netflix ni Internet por móvil en aquella época, por lo que cada noche dedicaba unas tres horas a escribir. Lo hacía con bolígrafo en una libreta que había comprado en un puesto de la calle.
Al terminar aquel primer periplo, en el que perdimos ocho kilos cada uno, regresé a Barcelona con esa libreta que contenía mi primera novela escrita a mano hasta el final. Sorprendido ante mi propia hazaña, la pasé pacientemente al ordenador y, con la inconsciencia del principiante, la envié a un importante premio de novela infantil en catalán.
Hecho esto, me olvidé de aquel mundo lejano y volví a mi trabajo de freelance como traductor, entre otras cosas, tras haber renunciado a mi empleo como editor.
Meses después se falló el premio y leí en la prensa el nombre del ganador. Lógicamente no era yo. Unos días después, sin embargo, me llamó la editora del sello que organizaba el premio y me dijo:
—La verdad es que el catalán que escribes no acaba de ser correcto, pero al jurado le gustó mucho tu novela y recomienda su publicación. ¿Estás dispuesto a entrar en el juego de las correcciones?
Dije que sí dando saltos de alegría y me puse manos a la obra. Adriana, una amiga filóloga, revisó el texto –yo había sido escolarizado en castellano y muchas cosas no sabía cómo se escribían– y pulí un poco más el estilo. Cuando lo tuve listo, lo llevé a la editorial y, sintiendo que mis pies no tocaban el suelo, firmé mi primer contrato como novelista.
Creo que recibí unos 600 euros de los que me sentí tremendamente orgulloso.
Medio año después, me dieron el primer ejemplar impreso. Jamás olvidaré la mañana que, estando en un café, abrí por fin el sobre. Contemplé asombrado la portada y las ilustraciones de interior que nadie me había mostrado en el proceso de edición.
Una semana más tarde me llegó la primera caja de libros, que repartí entre mis amigos, que parecían más felices que yo.
Uno de ellos, que dirigía una fábrica de colorantes para plástico, convenció a todos los obreros que tenían hijos de que compraran mi libro. Luego se acercó a mi casa para que le firmara medio centenar de ejemplares, cada uno dedicado al niño que iba a leerlo.
En esos modestos inicios recibí un cariño y amistad que nunca después he vuelto a encontrar.
Años después, cuando eres visto como un autor de éxito –aunque yo nunca me he considerado así– desapareces como persona. Nadie recomendará tu libro a los trabajadores de una fábrica, ni saldrá contigo a celebrar que has conseguido esto o aquello. Los viejos amigos creen que las cosas te van más que bien y que no necesitas ayuda. Piensan que estás demasiado ocupado para hacer «cosas normales», por lo que dejan de llamarte para ver partidos de fútbol.
Así es como vas desapareciendo humanamente y te conviertes en alguien que hace cosas y que consigue cosas. Atiendes mensajes de personas que te piden trabajo o una recomendación, de autores debutantes que te hacen consultas (intento contestar siempre que puedo); te llegan propuestas, invitaciones, quejas porque vas tarde con alguna entrega…
Pero no nos desviemos de aquel 2001 en el que sentí que mi modesta carrera literaria arrancaba por fin.
4
LA GATA MIKA Y LOS AÑOS DE SUBSISTENCIA
Por aquel tiempo, y durante quince años, viviría en la calle Tagamanent n.º 5 junto a Mika. Nunca he estado tan apegado a ningún animal como a esa gata atigrada de pelo largo que encontré en un viaje por Francia.
Bajábamos en coche desde Münster, con mi novia alemana y algunos amigos de allí, en dirección a un camping de la Costa Brava. En una de las últimas paradas antes de dejar Francia, en una estación de servicio un hombre de la limpieza sacó de la basura dos bebés de gato. Algún desgraciado los había arrojado allí.
Yo me quedé con la gata atigrada y la hermana de mi novia adoptó una gata de pelaje gris casi azul que se llamaría Magic.
Fue todo un reto viajar y dormir en tiendas de camping con las dos gatitas, pero logré llegar a Barcelona con Mika dentro de mi mochila. Yo acababa de regresar de mi estancia en Alemania y estaba buscando piso, por lo que me quedé una semana con mis padres.
Como mi madre era modista, cada vez que cogía la aguja para hilar una tela, la gata tiraba del otro lado del hilo, lo cual complicaba mucho su tarea. La buena mujer suspiró aliviada el día que nos marchamos, primero a un piso minúsculo de la calle Banys Vells y luego a Tagamanent.
En este último piso viviría primero con Christiane y, durante más de diez años, con Katinka, con quien acabaría teniendo un hijo. Mucho antes de eso, sin embargo, nuestra vida era una lucha constante por la subsistencia, siempre al límite.
Antes de introducirme en el mundo editorial, al que volveremos en breve, durante varios años viví de dar clases de alemán, principalmente.
Después de unos cursos deliciosos en Hibernia, una escuela irlandesa del Maresme donde fui tratado por sus dueños como un hermano, los tumbos de la vida laboral me llevaron a una escuela de azafatas, el peor empleo que he tenido.
No hacía demasiadas horas en ninguno de esos centros, así que me tenía que buscar clases particulares para juntar un mínimo sueldo. Para ello colgaba regularmente anuncios en panaderías, y la respuesta solía ser bastante buena, porque no hay tantos profesores de alemán.
El alumno más raro que llegué a tener, sin duda, fue uno que me llamó para pedir clases de conversación por teléfono. «Nunca me verás», me advirtió, «pero te ingresaré puntualmente el precio de las clases en tu cuenta. ¿Te parece bien que te llame cada mañana de 7 h a 8 h?».
Así fue como, durante tres meses, tuve que levantarme cada día a las 06:45 para dar palique a mi alumno fantasma. Me contaba que, después de las clases, limpiaba una fábrica mientras escuchaba CDs con lecciones de alemán.
Muerto de sueño, hablaba con él sobre su trabajo y sobre viajes. Mi misterioso interlocutor había estado el verano anterior en una isla griega que a mí me gustaba mucho, así que le pregunté qué le había parecido.
—No vi nada –dijo–. Estaba siempre en el agua.
En una de mis campañas para captar nuevos alumnos, tras colgar medio centenar de anuncios, nadie llamó. O como mínimo ya no dejaban mensajes en el contestador, puesto que yo me pasaba el día fuera de casa.
Cada tarde al volver, totalmente reventado, me encontraba con que nadie había solicitado información, lo cual era inusual. Empezaba a preocuparme.
Transcurrió una semana así y me dije que aquello era un misterio.
Este se resolvió una mañana que me encontré a un amigo por la calle y me preguntó:
—¿Por qué cuando llamo a tu casa me contesta un puto gato?
Sorprendido, hice la prueba de llamar a mi propio teléfono desde una cabina (en aquella época casi nadie tenía móvil) y, después de tres llamadas, oí el maullido quejumbroso de mi gata Mika. Luego la señal para que dejara el mensaje. Colgué.
Al llegar a casa, encontré a la gata ronroneando sobre el contestador, una máquina antigua (iba con microcasetes) que siempre estaba caliente. Era invierno y el animal lo usaba como estufa. De repente entendí lo que había sucedido.
Una de las mañanas que se había apalancado sobre el aparato, había activado por azar el botón de grabar nuevo mensaje de saludo. Tras el pitido, la gata se había asustado, reaccionando con un maullido entrecortado. Eso era lo que había quedado grabado en el contestador y lo que oían los futuribles alumnos al llamar. Misterio resuelto. Nadie se había atrevido a pedir información a un gato.
5
EL HAIKU
Tras mi paso por el sello de autoayuda y el viaje a la India, las clases de alemán habían quedado sustituidas por tareas editoriales. De vuelta a la vida del freelance, trataba de subsistir con traducciones y encargos muy esporádicos, mientras mi pareja daba algunas clases de alemán.
De vez en cuando visitaba alguna escuela donde leían Perdido en Bombay, y me hicieron un par de entrevistas en radios locales, pero pasaba la semana trabajando de sol a sol en unos trabajos que no me daban para vivir.
Para empeorar aún más la situación, dediqué muchos meses a escribir mi primera novela juvenil. Me presentaría a un concurso en el que sabía que no tenía posibilidades, el Gran Angular en catalán. Me faltaba oficio y los libros que ganaban premios siempre se ocupaban de problemas sociales.
Inspirado por mis amores platónicos, de los que hablé sobradamente en Los lobos cambian el río, me propuse escribir una historia muy sencilla: el primer enamoramiento de un chico tímido y acomplejado en un instituto público.
¿A quién podía interesar esa vida de mierda que, sin misterio alguno, se parecía a la mía de adolescente?
Eso sí, había encontrado un título bonito: Un haiku para Alicia.
Para acabar de complicar las cosas, yo en aquella época estaba convencido de que no podía escribirse nada bueno sin una primera versión a mano en una libreta bien gruesa, y con estilográfica. En algún lugar había leído a un editor decir que él podía detectar aquellos libros escritos directamente en ordenador, como si estuvieran apestados.
Cargado de manías, cada día me sentaba de 13:30 a 16:00 en la mesa de la cocina a escribir y reescribir con mi pluma. En muchos párrafos me costaba comprender mi propia letra. Luego habría que pasar todo eso al ordenador y repasarlo de nuevo. Es decir, que la redacción requeriría el doble o triple de tiempo que si la hubiera hecho directamente en ordenador.
Con todo, logré mantener la mentalidad de maratoniano hasta el final. El deadline era el 12 de septiembre de aquel 2001, cuando habría que llevar a la editorial cinco copias encuadernadas del manuscrito.
En mi audiolibro Click, donde explico los momentos en los que das un salto cuántico en tu existencia, explico así aquel proceso:
Mi amigo Gabriel García de Oro, experto en storytelling, siempre dice en sus cursos que el principal músculo del escritor no es el cerebro, sino el culo.
Yo había decidido sentarme a escribir todos los días esas dos horas y media, aunque no lograra avanzar. Y, de hecho, muchas veces asistía a la lucha entre mi cuerpo y mi mente. El cuerpo quería largarse a otra parte, no estaba «metido» en la novela, pero la mente lo obligaba a permanecer ahí, aunque fuera para releer páginas anteriores y tomar notas de cara a futuros capítulos.
Y entonces sucedía la magia. Había un momento en el que vencía la resistencia de la que hablábamos antes, cosa que podía suceder tras media hora o más de lucha. Entonces me sumergía en el texto y fluía en él, me dejaba arrastrar.
En ese estado de flow el tiempo deja de existir, así que a veces la escritura se alargaba mucho más allá de las cuatro, sin que me diera cuenta.
Tras el tremendo engorro que supuso pasar todo aquello al ordenador, dos horas antes de que venciera el plazo de entrega aún no sabía cómo terminar la novela. Había estado toda la noche tecleando, pero a las siete de la mañana aún me faltaba darle el cierre.
Conmocionado por el ataque a las torres gemelas, que había visto la tarde antes por televisión, estuve tentado de acabar la historia de amor con el torturado Genís Gràcia viendo esa escena. Sería como si el mundo entero se viniera abajo mientras él sufre por Alicia. Afortunadamente, opté por un cierre mucho más sencillo y natural.
Hecho esto, imprimí una copia y fui a duplicar y encuadernar cinco ejemplares a un Workcenter de la avenida Diagonal. Tras entregarlos, me olvidé totalmente del asunto.
6
LA POBREZA FELIZ
Seguramente conoces París era una fiesta, cuyo título original se traduce literalmente como «una fiesta que cambia de sitio». Describe los años bohemios de Hemingway en la capital francesa de 1921 a 1926, aunque lo escribiría mucho después y se publicaría de forma póstuma en 1964.
Por aquel entonces, Hemingway estaba casado con Hadley Richardson y, tras haber sobrevivido a la Primera Guerra Mundial, pertenecía a la «generación perdida». Allí conocería a Gertrude Stein, Ezra Pound o Scott Fitzgerald, entre otros.
Woody Allen adaptó este libro a su manera en Medianoche en París.
Hay un fragmento muy famoso de estas memorias que romantiza el hecho de vivir a salto de mata. De hecho, es el final de la obra:
«París siempre valía la pena, y uno recibía siempre algo a cambio de lo que allí dejaba. Yo he hablado de París según era en los primeros tiempos, cuando éramos muy pobres y muy felices».
Es posible que la escasez se valore más a posteriori, al igual que a lo largo de un viaje incómodo clamas al cielo, pero luego lo recuerdas con cariño y acabas incluso volviendo a ese lugar infernal. Tal como reza un proverbio chino: «Cuando los calvos mueren, la nostalgia los convierte en cabezas rizadas».
Algo así me sucede a mí con los meses que siguieron a aquel esfuerzo sostenido con la libreta, la pluma y la madre que los parió.
Debido a todo el tiempo que había invertido en eso, las facturas por pagar se habían ido acumulando. Llegó un momento en el que no ingresábamos nada y debíamos cuatro meses de alquiler.
Habíamos recibido ya la carta del juzgado para echarnos del piso, sin posibilidad de ir a ningún otro.
Un sábado por la noche que no habíamos comido en todo el día, abrimos la nevera y sólo encontramos una botella de cava que alguien había olvidado en alguna fiesta. Nada más.
Resignados, empezamos a juntar las monedas que teníamos en los bolsillos y cajones. Entre los dos juntamos 60 céntimos de euro, lo cual sólo llegaría para comprar una barra de pan el domingo.
Y entonces se hizo la magia.
Justo cuando acababa de apilar la última moneda de diez sobre el montoncito, sonó el teléfono a las 22:30 de la noche.
A esas horas sólo podía ser un amigo aburrido, pensé. Para mi sorpresa, al otro lado me habló el presidente de la editorial que convocaba el premio. El jurado se había reunido en una cena y Un haiku para Alicia había ganado el premio Gran Angular.
Además de la publicación, pronto llegaría suficiente dinero para pagar los alquileres y comprar comida.
He comprobado que una constante en la vida es que, cuando estás en la total miseria, si no desesperas, el destino suele premiarte con un punto de giro digno de una novela como la que inspiró ¡Qué bello es vivir! Se trata de aguantar hasta que surja algo bueno.
Churchill lo resumía así en una frase que se ha convertido en un leitmotiv de mi vida: «Si atraviesas el infierno, no te detengas, sigue caminando».
7
OTRO CALLEJÓN SIN SALIDA
La noticia del premio fue toda una sorpresa, tanto en mi entorno como en la propia editorial, que era la misma que había publicado mi novela infantil de la India.
De hecho, al ir a las oficinas a recoger el cheque, noté frialdad por parte de la editora que había publicado mi primer libro. Me dijo que había tenido un «oponente fuerte», o algo así, lo cual significaba que ella había apostado personalmente por otro manuscrito.
Ésta es una de las cosas buenas de los premios que no tienen dotaciones enormes. Por mucha presión que se reciba de la editorial, al final el jurado vota lo que le da la gana. Puedo dar fe de ello porque he sido jurado de tres premios de novela juvenil, y nunca me he dejado influir por otra cosa que no sea mi propio criterio.
Cuando llegó el acto oficial de recibir el premio, delante de la prensa y el público, cometí uno de los mayores errores de mi vida.
Por aquella época mi timidez aún era enfermiza, por lo que no estaba seguro de poder dar la rueda de prensa sin sucumbir a un ataque de pánico. Éste fue el motivo por el cual no invité al acto a mi madre, a quien habría dado la mayor alegría de su vida.
Doce años después de su muerte, lo sigo lamentando.
Un haiku para Alicia fue un éxito, por tratarse de una novela juvenil en catalán. Se reeditó más de diez veces en poco tiempo, y fui a cientos de escuelas donde la tenían como lectura obligatoria. En estas sesiones, además de responder a las preguntas de los alumnos, yo organizaba siempre un concurso de haikus.
Por regla general, el ganador solía ser el peor alumno de la clase, quizás porque, al estar desahuciado escolarmente, tenía una libertad para crear de la que carecía el resto.
Mi anterior novela, Perdido en Bombay, también se estaba reeditando regularmente, así que pensé que la editorial debía de estar contenta y escribí una segunda novela con aquel primer protagonista. Tras mandarla a la editora, la respuesta fue un silencio –impermeable a e-mails de recordatorio– que duró más de un año.
En aquel entonces, yo no concebía publicar en otro sello que el que había apostado por mí, así que esa vía literaria quedó muerta.
Mientras esperaba en vano el feedback de mi nueva novela infantil, que se desarrollaba en Tailandia, donde había estado meses antes, tomé un cambio de rasante. Decidí que escribiría mi primera novela para adultos.
En aquella época, a los autores de LIJ (literatura infantil y juvenil) les colgaban el sambenito de que no podían salir de ese grupo de lectores. Estaban destinados a escribir sólo para las aulas, bajo prescripción de los profesores.
Yo quería romper con eso y, sabiendo que lo tenía difícil para que un sello de adultos quisiera publicarme, se me ocurrió una locura: escribiría seis novelas en una.
8
LOS SOÑADORES
Aquel proyecto, que me dio bien pocas satisfacciones, se publicó hace un par de años en castellano –es decir: veinte años después del original catalán– bajo el título Los soñadores.
Explicaré la rocambolesca manera en la que llegó a ver la luz a partir del prólogo que compuse para la edición de Malpaso, a quien agradezco que hayan rescatado esta rareza.
Como sucede a la mayoría de los escritores, para mi nuevo libro tenía demasiadas ideas bullendo en mi cabeza. ¿Cuál elegir? Me di cuenta de que muchas de las historias tenían un factor común: un ser humano enfrentado a un sueño aparentemente imposible.
Puestos a hablar de imposibles, yo me temía que, si encontraba un editor, mi primera novela para adultos sería tal fracaso que no me querrían publicar nunca más. Eso me llevó a una conclusión alocada: ¿por qué no incluir todas esas historias dentro de una misma novela? Así me aseguraría de que vieran la luz, como un parto de sextillizos, antes de estrellarme.
Tras completar la obra, emprendí la odisea de buscar un editor para la novela raruna que había parido. Era una época en la que aún se mandaba a las editoriales el manuscrito encuadernado con espiral, junto con tus datos de contacto.
Lancé mi misil literario a seis o siete sellos y, a excepción de uno, no logré respuesta alguna. Ni siquiera la nota estándar de rechazo que coleccionan muchos autores consagrados.
El único feedback que obtuve fue de un joven editor, Bernat Puigtobella, que entonces trabajaba en Edicions 62. No sólo tuvo la amabilidad de leer mi manuscrito, sino que me convocó en su despacho para comentarme la novela.
Me hizo comentarios muy precisos sobre cada una de las historias, demostrando que había leído el manuscrito con detenimiento. Luego vino el jarro de agua fría:
—Dicho todo esto, mi respuesta es que no puedo publicarla. Sobre todo, porque no sabría cómo venderla.
Con el paso de los meses, la falta de respuestas fue apagando mis esperanzas, mientras yo continuaba de freelance. Nadie quería aquel libro firmado por mí, aunque empezaban a irme bien las cosas con obras de autoayuda bajo seudónimo. Aun así, de vez en cuando imprimía y encuadernaba mi novela para darla a leer a algún amigo.
Una tarde que acarreaba uno de aquellos mamotretos en la bolsa, subí a la librería de FNAC de Plaça Catalunya a curiosear.
Un hábito que coservaba de cuando ejercía de editor era leer siempre que podía el Publisher’s Weekly y explorar las novedades de las librerías. Mientras paseaba entre las mesas, leía sinopsis y cataba primeras páginas como si me fuera la vida en ello.
En una de esas razzias, me fijé en un nuevo sello de narrativa contemporánea. No conocía la editorial, pero los diseños eran modernos, y publicaban traducciones de obras underground como el Sarah de J. T. Leroy.
Al hojear uno de aquellos libros, mi intuición me habló en voz alta y clara: «Ellos publicarán tu novela».
Obedeciendo aquel mensaje de los servicios secretos del inconsciente, miré en los créditos dónde se encontraba la editorial. Era en una calle cercana al parque de la Ciutadella.
Era bastante tarde cuando decidí tomar el metro y presentarme allí sin cita alguna. Para mi desolación, al llegar la persiana metálica estaba casi echada. Sólo se levantaba un palmo del suelo, prueba de que quedaba alguien dentro, quizás el personal de limpieza.
Siguiendo el impulso que me había llevado hasta allí, apunté mi número de teléfono en la portada y deslicé el manuscrito bajo la persiana. Luego me largué.
Veinticuatro horas después me llamaron por teléfono. El editor de la colección quería verme para publicar la novela.
Firmamos un contrato sin anticipo y me dejaron elegir la imagen de portada, para la que utilicé una fotografía de Maria Castells, hermana de quien había vendido mi primer libro en su fábrica. Mostraba a un hombre de espaldas, sentado en la playa.
Pocos meses después, el libro salía al mundo. Un par de periodistas amables dedicaron una columna a mi opera prima que incluía seis novelas en una.
Un año más tarde había vendido menos de ciento cuarenta ejemplares. Con todo, yo seguía intentando darla a conocer.
En Sabadell, a veinte kilómetros de Barcelona, se inauguró una nueva biblioteca y me invitaron a presentar mi novela en un flamante auditorio con capacidad para cientos de personas.
Emocionado con aquella oportunidad, pagué 80 euros que no tenía a un joven y talentoso actor de l’Institut del Teatre para que leyera partes de mi libro mientras yo le ponía banda sonora al piano.
Al arrancar el acto, nos quedamos sin palabras. No había venido nadie.
Un cuarto de hora después, las dos organizadoras obligaron a un viejo que pasaba por allí a quedarse y ellas mismas se sentaron a hacer bulto en la sala desierta.
Realizamos el show de 45 minutos que habíamos ensayado para tres personas que se encontraban allí a la fuerza. Al terminar, el actor y yo regresamos a Barcelona en coche bajo un silencio sepulcral. Yo tenía el alma en los pies cuando me entró el SMS de un amigo enfermero que estaba trabajando.
«¿Cómo ha ido?», preguntó.
Yo le expliqué sin tapujos que había sido un fracaso vergonzoso. Fue entonces cuando este amigo me mandó una observación que jamás he olvidado. Desde el quirófano donde hacía guardia me dijo:
«Ten en cuenta, Francesc, que hay cosas en la vida que no salen a la primera».
Y tenía mucha razón, porque seis años después publicaría amor en minúscula, que sería traducida a veintisiete idiomas. Pero ya llegaremos ahí.
9
CUANDO CASI FUI FUNCIONARIO EN BRUSELAS
Desanimado por una vida literaria en caída libre, el anuncio de unas oposiciones como editor de la Unión Europea me volvió pragmático y razonable. Por poco tiempo, afortunadamente.
El empleo no tendría nada que ver con los libros. Se trataba de ocuparme de los boletines que publicaba España en el Parlamento Europeo. El sueldo era astronómico, comparado con las penurias que estaba pasando. Por otro lado, trasladarme a otro país me serviría para poner tierra de por medio de aquella vida que había entrado en vía muerta.
Lo supe con poca antelación, y además tenía trabajos por entregar; apenas pude estudiar. Me leí un par de veces el temario en el tren que iba a Madrid, donde tenían lugar las oposiciones.
A pesar de eso, es sorprendente lo cerca que estuve de acabar en Bruselas. De haber sucedido, ahora no estaría aquí contando nada de esto. Aprobé los dos primeros exámenes y en el tercero caí por poco. Me quedé a las puertas de ser un bien pagado funcionario de la Unión Europea.
Lo más curioso de aquella oposición –la única a la que me he presentado– es que, reconcentrado sobre los exámenes, descubrí a aquel mismo editor que me había contratado la novela. También él quería escapar de la precariedad y la pobreza.
«¿Y ahora qué?», me preguntaba.
Además del esfuerzo constante, quizás la principal clave para salir de cualquier atolladero es ser amable con la gente. Y no sólo porque tener buenas relaciones con los demás te da salud y felicidad, como concluyó el largo estudio de la Universidad de Harvard. Las oportunidades también dependen de los aliados que te vas haciendo por el camino.
Al final de mi etapa en la editorial donde sufrí mobbing, trabé buena amistad con una de las empleadas. Se llamaba Esther Sanz y, además de escritora, hoy es una valorada editora en un prominente sello de romántica.
Fue ella quien, tras saber que yo vagaba fuera de órbita, vino a verme con una propuesta que lo cambiaría todo. Me vino a decir:
—El otro día estuve en unas jornadas de formación para editores donde daba clase una agente joven que se llama Sandra Bruna. Dijo que a ella le gustan los autores de infantil y juvenil, como tú, porque está convencida de que pueden escribir buenas novelas de adultos.
—¡Wow! –exclamé agradecido–. ¿Cómo puedo contactar con Sandra?
—Será muy fácil –me dijo Esther–. Le he pedido su tarjeta y ella ya sabe que la llamarás.
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ILUSIÓN Y CAÍDA
Aunque he contado decenas de veces esta historia, me parece tan relevante para el cambio de fortuna que, si no te suena del todo, te aconsejo que prestes atención. Puede irte, literalmente, la vida en ello.
A menudo arruinamos procesos que requieren de una fase de maduración a causa de la impaciencia o de la ira, que muchas veces van juntas. Valorar desde un punto de vista emocional lo que está sucediendo suele ser la tumba de muchos proyectos.
Lo entenderás muy fácilmente con la vivencia que voy a exponer, aunque exigirá un relato bastante más largo que los anteriores.
Tras llamar al teléfono de la tarjeta que me había dado Esther, una voz alegre y juvenil me atendió, dándome cita pocos días después. Era la misma Sandra Bruna, que hacía poco que se había emancipado de la agencia donde trabajaba desde los 18 años y tenía la suya propia con un equipo mínimo. Creo que eran tres en total.
Por aquel entonces se llamaba B&B y ocupaba un piso muy pequeño de Gran de Gràcia.
Aquella joven rubia de ojos claros y sonrisa radiante me devolvió la ilusión desde el minuto cero. Le hablé de las reediciones de mis obras de LIJ, así como de una novela breve que había escrito y que se llamaba Barcelona Blues. Contaba la vida de un maduro editor de autoayuda, con muchas anécdotas de mi amigo y maestro Jaume Rosselló, quien había dirigido la oficina infernal de la que escapé para ir a la India.
Tras leerla, Sandra me dijo que le gustaba y prometió mandar mi manuscrito a varias editoriales.
Realmente lo hizo, porque no tardaron en llegar las negativas. El editor de un sello literario de Random House Mondadori incluso la riñó por haberle mandado aquel manuscrito. Le vino a decir: «Pero, Sandra, ¿es que no te das cuenta de lo que nosotros publicamos?».
Al final, una agencia literaria es un negocio, no una institución benéfica como la de Vicente Ferrer. Hay que pagar sueldos, alquiler e impuestos, además del caro stand de las ferias editoriales. Por lo tanto, tras cuatro o cinco intentos sin éxito de venderte, lo habitual es que tu obra acabe en un cajón y a otra cosa. Y con él, ese autor prometedor acaba en el cajón también.
Los frentes abiertos que llega a tener un agente son casi infinitos, por no hablar de los miles de e-mails que inundan su carpeta de entrada. Por consiguiente, cuando un manuscrito se encalla, pondrá su foco en otros que sean más fáciles de vender.
Esto lo sé ahora, que conozco a fondo el mundo editorial. En aquel momento tan delicado de mi carrera no podía adivinarlo.
Yo era alguien que había renunciado a todo por su sueño de escribir. Había publicado y reeditado varias veces mi primer libro para niños. Había ganado contra todo pronóstico un gran premio con mi debut en la novela juvenil, que era uno de los títulos más vendidos de la editorial. Prueba de ello era que no paraba de ir a escuelas.
Sin embargo, no había logrado comentario alguno acerca de mi novela infantil en Tailandia, y mis intentos de entrar en la literatura de adultos habían sido un fracaso.
Mi esperanza de que una agente literaria pudiera sacarme de la parálisis empezó a desvanecerse cuando Sandra Bruna dejó de contestar a mis correos. Llamé un par de veces, pero tampoco me devolvía las llamadas. Era como si hubiera muerto para ella.
Me sentía frustrado y muy enfadado. ¿Qué hacer?
Aquí fue cuando un consejo que me había llegado, en mis tiempos de editor, a través de Jaume Rosselló obró un verdadero milagro.
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LO CONTRARIO ES LO CONVENIENTE
Se trate de un amante, de un amigo o de un agente literario, lo normal cuando no te contestan es que uno acabe estallando. El ghosting –por usar lenguaje juvenil– de Sandra me invitaba a terminar nuestra relación con una salida de tono de esas que no te perdonan.
Un problema que tenemos las personas amables, y creo que yo lo soy, es que cuando perdemos el oremus, nos pasamos tres pueblos.
Fue justo entonces, cuando estaba a punto de mandarlo todo al traste, que recordé la anécdota que me había contado el editor jefe que me enseñó todo cuanto sé de este negocio.
Si no recuerdo mal, la frase era de un maestro de Yoga que, teniendo la revista Integral un amplio consejo de redacción, quiso poner paz durante una agria discusión. Este sabio tenía un lema cuando las emociones negativas dominaban a alguien. Y era:
Lo contrario es lo conveniente.
Es decir, cuando una persona está fuera de sí a causa de la ira, logrará resultados mágicos si hace exactamente lo contrario de lo que le pide el cuerpo.
Yo tenía curiosidad de saber si esa táctica funcionaba, así que decidí probarme a mí mismo en mi lance con la agencia B&B.
¿Qué era lo que me pedía el cuerpo? Mandar a paseo a quien me ignoraba dolorosamente, no respondiendo desde hacía un mes a mis correos y llamadas. Rescindir nuestro trato, no sin antes haber expresado mi enfado ante la falta de consideración.
¿Qué era lo contrario de eso (lo conveniente)? Dar las gracias a la agente literaria por seguir teniéndome en su lista de autores, aunque no había dado ni un céntimo a la empresa. Celebrar el privilegio y la alegría de estar con ella, aunque aún no hubiera sucedido nada.
Esto último es lo que expresé en un correo muy cariñoso (después de dos o tres sin respuesta), en la que además le proponía llevarla a un restaurante japonés de alto copete que acababa de abrir cerca de su agencia. Así celebraríamos la vida y la amistad.
Lo creas o no, querido lector, su respuesta me llegó de inmediato. Como si, más allá de las palabras, hubiera percibido el cambio de energía, su respuesta fue tan amable y cariñosa como mi propio mensaje.
Era un claro caso de contagio emocional.
Aceptaba agradecida la invitación al japonés gourmet, y la cita quedó fijada para muy poco después.
Lo que sucedió allí merece un capítulo aparte –bueno, van a ser dos o tres–, porque fue entonces cuando descubrí lo que denomino «venta japonesa».
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LA VENTA JAPONESA
Sintetizando mucho, se trata de no mencionar jamás aquello que quieres vender. Es decir, aunque te guste saber «qué hay de mi pobre libro», ese tema tiene que ser tabú durante toda la reunión. Se puede hablar de cualquier cosa, menos de aquello que te interesa y que puede estresar al otro o ponerle en guardia.
Está en sintonía con el protocolo de conversación del Chanoyu, la ceremonia japonesa del té, motivo por el que lo he bautizado así. En la reunión se habla sólo de temas agradables, que nos unan o relajen. Cualquier punto que suponga un conflicto o desafío queda excluido de la mesa del té.
Aplicado al mundo de la venta o la representación, consiste en silenciar el objetivo para hacer sentir al otro cómodo y relajado. Como veremos más adelante –lo expliqué también en mi fábula Mazal–, si el tema al final ha de salir, que no sea de tu boca.
Antes de saber qué sucedió en ese restaurante japonés, voy a hacer un salto hacia delante. Una década después, tras haber vendido millones de libros en muchos idiomas –Ikigai llevaba ya 40 y seguía sumando–, empecé a ir a las ferias del libro a ayudar a la agencia a lograr ventas.
La más espectacular fue en una Feria del Libro de Londres, en la que invité secretamente a medio centenar de editores a una exclusiva tetería japonesa de Fitzrovia. Había alquilado el establecimiento entero con su servicio, que servirían té y pasteles a los editores. Estos no sabían a qué venían, pero quizás por eso acabaron acudiendo.
A lo largo de la fiesta, se proyectó en una pantalla la novedad: el libro Ichigo-ichie, un bello concepto filosófico de la ceremonia del té japonesa. Viene a significar: lo que vamos a vivir en este momento no se repetirá nunca más. Tras aquella inusual presentación, logramos vender el libro en veinte idiomas de golpe.
Más allá del tema y del país de inspiración, sin embargo, esto no fue una «venta japonesa» como la que quiero ilustrar. Los editores llegados a la Feria de Londres acabaron sabiendo qué se pretendía ofrecer, y la base de este método de venta es el misterio.
Reproduciré un ejemplo real de «venta japonesa» tal como lo expliqué en un curso de mi buen amigo Álex Rovira.
Se trata de una estrategia misteriosa pero muy efectiva que tiene que ver con el concepto taoísta del Wu Wei, el arte de no hacer.
Imagina que eres un escritor de autoayuda que viaja a la Feria de Frankfurt para vender su último libro. Llevas años en la industria y has acudido a este encuentro de profesionales del sector para lograr traducciones de tu última obra.
Gracias a un contacto facilitado por tu agencia literaria, consigues que un importante editor británico acepte una invitación para cenar.
Cuando te lo encuentras a la puerta del restaurante, notas frialdad y un poco de tensión. Te da la mano formalmente mientras le agradeces haber aceptado la invitación. Está claramente a la defensiva, algo muy común cuando alguien cree que vas a venderle algo.
Pero aquí es donde entra la «venta japonesa», que ahora verás cómo se desarrolla.
Previamente, te has preparado a fondo para este encuentro. Recordemos que la buena suerte se da cuando la preparación se encuentra con la oportunidad.
Has averiguado que es un gran apasionado de la liga inglesa de fútbol, la Premier, y que años atrás, antes de ser nombrado editor jefe de un prestigioso sello, escribió una novela policíaca y la publicó en una pequeña editorial.
Os sentáis a la mesa y dejas claro que la cena corre de tu cuenta. Esto pone aún más a la defensiva al editor, que elige dos platos de precio modesto y una botella de agua.
Tú pides una copa de vino.
Al principio de la cena, el editor sigue envarado e incómodo. Ha venido por compromiso, y espera que en cualquier momento le presentarás la obra que has venido a venderle. Está acostumbrado a dar negativas, así que te dirá que ahora han reducido el plan editorial, pero que puedes mandar el manuscrito a su editora de mesa, que lo dará a un lector profesional de confianza, etcétera.
Con eso quedaría zanjada la cuestión y sólo habría que esperar a que terminara la cena para escabullirse.
Sin embargo, tú no vas a hacer nada de eso. Salir del camino trillado, de lo previsible, es tu baza en este juego.
Nada más empezar el primer plato, comentas con entusiasmo las últimas noticias de la Premier. Manifiestas tu sorpresa ante el bajo rendimiento de algunos equipos prometedores, para luego destacar un jugador revelación del que hay que esperar grandes cosas.
Sorprendido, el editor se mete de lleno en la conversación y aporta sus propias opiniones al respecto. Cuando el tema se centra en los métodos de Jürgen Klopp y su trabajo extraordinario con el Liverpool, el editor pide una cerveza y te cuenta, apasionadamente, por qué el entrenador alemán es el mejor del mundo.
Con el segundo plato, ya totalmente relajados, explicas tus paseos por la feria de Frankfurt, donde has acudido para captar tendencias. Concretamente, le cuentas que te gusta ir al pabellón norteamericano para ver los últimos lanzamientos de novela negra.
El editor se sorprende ante tu interés, porque te conoce como autor de autoayuda, igual que el sello donde él ahora trabaja. Le das dos o tres títulos poco conocidos que has leído los últimos años. Uno de ellos resulta ser muy de su agrado, así que comentáis con todo detalle los mejores momentos de la trama.
Tras pedir los postres, le preguntas por aquella novela policíaca que él escribió años atrás y por qué no ha vuelto a publicar. Le muestras tu intención de leerla, porque hasta ahora no has podido conseguirla, pero te atrajo la sinopsis.
El editor se emociona ante tu conocimiento y se ofrece inmediatamente a enviarte un ejemplar. Luego te explica, apenado, que desde que dirige el sello de autoayuda, sus nuevas responsabilidades no le dejan tiempo para escribir.
Le dices que eso no puede ser, que debería reservar un espacio para sí mismo, por muchas responsabilidades que tenga. Renunciar a su pasión de novelista no es justo para él ni para los lectores que esperan una segunda obra por su parte.
En este punto de la conversación, los papeles se han cambiado totalmente. Al darse cuenta el editor, cuando os sirven los cafés, de repente se preocupa y empieza a elucubrar:
«¿Es posible que este tipo me haya citado sólo para charlar? Es una persona agradable, pero me extraña que, dedicándose a escribir autoayuda, que es lo que yo edito, no haya soltado prenda de su última obra…».
El editor recuerda entonces que has estado paseando por el pabellón americano. Entonces le salta la alarma:
«Quizás su intención era ofrecerme su último libro, pero ya se lo ha comprado un editor de la competencia y ahora tira pelotas fuera».
Por si acaso, decide que antes de que se le escape la primicia, debe pasar al ataque, y le suelta:
—Oye, ¿y tú en qué estás? ¿No tienes ningún libro para mí?
Tú rebuscas en tu bolsa, como quien no quiere la cosa, y le entregas un ejemplar de tu libro, junto con un extracto en inglés.
Sin duda, va a ser leído con mucha atención por quien, al principio de la velada, no quería saber nada de tu obra.
Si analizamos las claves de la «venta japonesa», llegaremos a estas conclusiones:
1. Establecer una conexión personal cálida y relajada es requisito primordial de toda relación interpersonal, incluyendo la venta.
2. Interesarse por los temas predilectos de la otra persona logra milagros, en especial si incluye una pasión personal o un problema que debe resolver.
3. El misterio, lo que no se dice, es clave en la venta –también lo es en la seducción–, del mismo modo que lo que no sabemos de una historia es lo que nos empuja a continuar leyendo.
13
SI TIENES UN TALENTO, REGÁLALO
(al principio)
Volviendo a «lo contrario es lo conveniente», tras invertir los ánimos –mi ira y la prevención de ella–, explicaré lo que sucedió en esa comida y las cosas asombrosas que ocurrieron después. Lo que vas a saber demuestra que un pequeño «click», un cambio de mentalidad, puede desatar la magia.
El restaurante se encontraba en la calle Ros de Olano, ofreciendo una fusión muy elaborada de cocina nipona y mediterránea.
Aunque yo no tenía intención de vender nada, sí apliqué sin saberlo los principios de la «venta japonesa» al desarrollo del encuentro. Cero hablar de mi libro. Cero hablar de editores. Cero protestar por la no respuesta a mis mensajes.
En lugar de eso, la comida deliciosa de más de dos horas se amenizó charlando sobre su hijo, el fútbol –ella es socia del Barça–, viajes soñados para el futuro y, como un ingrediente más del almuerzo, ella me explicó las dificultades de arrancar una agencia literaria con poco personal y una cantidad ingente de trabajo.
Más allá del día a día de la agencia, me contó que uno de los cuartitos del piso de Gran de Gràcia donde operaba B&B estaba inundado de manuscritos no solicitados. De esos mamotretos encuadernados en espiral como el que yo había pasado bajo la persiana metálica de la editorial tres años antes.
En los postres de un almuerzo que estaba siendo más que agradable, ahí vi mi oportunidad.
Antes de explicar qué le propuse a quien todavía hoy es mi agente, permíteme que haga un punto y aparte.
Después de la publicación del tercer libro de ikigai en 2021, que se dirige a los adolescentes –su título es El pequeño ikigai–, he visitado muchas escuelas e institutos para hablar con chavales preocupados por su futuro.
Especialmente, quienes han detectado dentro de sí mismos un talento, un don determinado que quieren convertir en su propósito de vida, te preguntan cosas como: «Pero… ¿podré vivir de esto?». Mi respuesta siempre es algo así:
—No te preocupes ahora por el dinero. Eso es algo que llegará después, según lo bueno que seas en lo tuyo y la suerte que tengas. En este punto, solamente deben preocuparte dos cosas: 1) desarrollar tu talento, 2) buscar la manera de que el mundo sepa que lo tienes, aunque sea trabajando gratis al principio.
Volviendo al año 2004, en el que sucedió el prodigio que voy a contar, yo no sabía aún si era un buen escritor, pero intuía que tenía un don especial para detectar cuando un texto era comercial.
Lo experimenté durante mis años de editor, cuando quise comprar el primer libro de cuentos de Jorge Bucay, no siendo aún conocido. Sin embargo, la editorial latinoamericana ya lo había comprometido con otro sello. Acabaría vendiendo millones de ejemplares.
Ya en esa época, cuando me hallaba ante un manuscrito susceptible de tener éxito, sentía un calambre en mi columna vertical, independientemente de que me gustara el género o la misma escritura.
—Yo te puedo hacer la criba de esos manuscritos que te llenan el cuarto –ofrecí a Sandra Bruna–. Tengo experiencia en esa tarea. Si te parece bien, pasaré cada viernes por la agencia y elegiré tres para llevármelos a casa y valorarlos el fin de semana. Te haré un pequeño informe conjunto de cómo los he visto. Ahora mismo estoy desocupado y no me tendrás que pagar nada.