Estar con los que mueren - Joan Halifax - E-Book

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Joan Halifax

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Beschreibung

El enfoque budista sobre la muerte puede ser de gran beneficio para todo tipo de personas, sean cuales sean sus orígenes o creencias. Lo demuestran cuatro décadas de trabajo de Joan Halifax con las personas que están muriendo y con sus cuidadores. Basado en las enseñanzas budistas tradicionales, su trabajo es una fuente de sabiduría para aquellos que tienen la tarea de cuidar a una persona que está muriendo, lo mismo que para quienes se enfrentan a su propia muerte o para los que desean explorar y contemplar el poder transformador del proceso de morir. Las enseñanzas de Joan Halifax muestran cómo desplegar y entrar en contacto con nuestra fortaleza interior y cómo podemos ayudar a otros que están sufriendo a hacer lo mismo.

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Joan Halifax

Estar con los que mueren

Cultivar la compasión y la valentía en presencia de la muerte

Prólogo de la doctora Ira Byock

Traducción del inglés de María José Tobías

Título original: BEING WITH DYING

© 2008 by Joan Halifax

© 2019 by Editorial Kairós, S.A.

Numancia 117-121, 08029 Barcelona, España

www.editorialkairos.com

© de la traducción del inglés al castellano: María José Tobías

Revisión: Alicia Conde

Composición: Pablo Barrio

Diseño cubierta: Katrien Van Steen

Primera edición en papel: Febrero 2019

Primera edición digital: Marzo 2019

ISBN papel: 978-84-9988-667-1

ISBN epub: 978-84-9988-696-1

ISBN kindle: 978-84-9988-697-8

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita algún fragmento de esta obra.

A Francisco Varela (1946-2001)

«Al morir, serás lo que tu experiencia sea.»

Sumario

PrólogoIntroducción: Sanar el abismoPARTE I: El territorio inexplorado1. Un camino de descubrimiento: La noche dichosaMeditación: ¿Cómo quieres morir?2. El corazón de la meditación: Lenguaje y silencioMeditación: Espalda fuerte, corazón suave3. Superar el efecto puercoespín: Pasar del miedo a la ternuraMeditación: Compasión: ponerte en el lugar del otro4. La marioneta de madera y el hombre de hierro: Compasión sin ego, optimismo radicalMeditación: Contemplando nuestras prioridades5. En casa en el infinito: Habitando en las moradas sin límitesMeditación: Moradas sin límites para vivir y para morir6. Ya estás muriendo: Reconocer la impermanencia, la inexistencia del ego y la libertadMeditación: Las nueve contemplacionesPARTE II: No transmitir miedo7. Ficciones que ocultan y sanan: Afrontar la verdad y encontrar significadoMeditación: Ser testigo de las dos verdades8. Las dos flechas: Siento dolor y no estoy sufriendoMeditación: Afrontar el dolor9. No transmitir miedo: Transformar el veneno en medicinaMeditación: Dar y recibir a través de Tonglen10. Cuida tu vida, cuida el mundo: Percibir mis propios límites con compasiónMeditación: Cuidado sin límites11. La red enjoyada: Comunidades de cuidadoMeditación: El círculo de la verdad12. Los sanadores heridos: El lado oscuro del cuidadorMeditación: Los cuatro recordatorios profundosPARTE III: Tejer un lienzo completo13. Portales a la verdad: Del miedo a la liberaciónMeditación: Meditación caminando14. Abrazar el camino: Cómo recordar, valorar, expresar y encontrar sentidoMeditación: Dejar ir a través de la respiración15. Entre la vida, entre las personas: Cómo perdonar, reconciliar, expresar gratitud y amarMeditación: Moradas infinitas que transforman las relaciones16. Cabalgando las olas del nacimiento y la muerte: Aquietar las aguas del morirMeditación: Meditación conjunta y escáner corporal17. La rama rota del pino: Muertes de aceptación y liberaciónMeditación: Disolución de los elementos tras la muerte18. Gratitud hacia el vehículo: Cuidado del cuerpo tras la muerteMeditación: Meditación en la tumba19. El río de la pérdida: Sumergirse en la penaMeditación: Afrontar el dueloEpílogo: Ser uno con el morirAgradecimientos

Prólogo

«Estar con los que mueren» es una frase que describe acertadamente la condición humana. Probablemente somos la única especie consciente de nuestra propia mortalidad. Si bien la capacidad de contemplar la muerte es un rasgo humano esencial, la mayoría de las personas evita pensar sobre cuál podría ser el final de su vida.

Mientras que el posicionamiento dominante de la cultura occidental hacia la muerte es la evasión, desde hace más de 2.500 años los budistas han estudiado cuál es la mejor manera de vivir en presencia de la muerte. En cierto sentido, una lesión o una enfermedad que ponga en riesgo nuestras vidas nos convierte a todos en budistas, y nos despierta de la ilusión de la inmortalidad de repente y sin vuelta atrás. Desde el momento mismo del diagnóstico, la muerte se convierte en una alarma que no deja de sonar. Como una llamada de teléfono temida, podemos intentar eludirla, pero el ruido siempre está ahí. Podemos desviar la atención con información médica o mediante una actividad frenética. Podemos beber o consumir drogas para amortiguar su sonido, pero en los momentos de silencio percibimos siempre el sonido de la llamada. Finalmente, y casi siempre de forma reacia, descubrimos que solo respondiendo a la llamada cabe esperar que se silencie ese sonido estridente que resuena en nuestro interior.

Las enfermedades mortales nos llevan a un lugar –desde el punto de vista metafórico, a un desierto o a la cima de una montaña– donde, al sentarnos, el fuerte viento o la realidad desmontan todas las trampas de la vida, como el exceso de ropa, el maquillaje y los accesorios. Nos quedamos desnudos, solo «yo» con mi inspiración y mi espiración en este momento, aquí y ahora. La enfermedad revela todo esto en cada momento de cada día.

Estamos, y siempre hemos estado, a un simple latido de la muerte. Este hecho incuestionable no tiene por qué ser deprimente. Más bien, como Roshi Joan Halifax transmite de manera elocuente en este extraordinario libro, nuestra disponibilidad a morir puede apaciguar y avivar nuestra manera de vivir y de relacionarnos entre nosotros.

Al sentarnos solo con nuestra respiración quizá nos demos cuenta de que al perder todo aquello que hemos asociado a la vida, descubrimos una vida nueva dentro de nosotros: primaria, elemental y pura. No es fácil. La aparición de una enfermedad puede resultar aterradora. La orientación de alguien como Roshi Joan, una persona familiarizada con este terreno presentido, resulta muy valiosa. E incluso solos, contamos con la sabiduría de nuestros cuerpos. Nuestra inspiración nos proporciona exactamente eso, inspiración, y nuestra espiración, como el sonido «aaah», nos permite asentarnos con calma en esta nueva realidad.

Es indudable que la mortalidad nos enseña mucho acerca de la vida, si se lo permitimos. He conocido pacientes que me han comentado muchas veces que sufrir una enfermedad grave y posiblemente mortal les ha obligado –o les ha dado la oportunidad– de establecer una nueva prioridad en cuanto a aquellas cosas a las que dedicaban tiempo y energía. Si le preguntas a una persona que está en la lista de trasplantes de corazón o de hígado, o a alguien que se enfrenta por tercera o cuarta vez a una quimioterapia para luchar contra el cáncer «qué es lo que más importa», su respuesta siempre incluirá los nombres de aquellos a los que ama. Tras un diagnóstico, muchas personas deciden finalizar rápidamente sus proyectos o delegar sus responsabilidades laborales en otros. La mayoría decide pasar más tiempo con la familia y los amigos. Es muy común que las personas den más importancia a los aspectos estéticos de la vida, incluyendo la alimentación (cuando pueden disfrutarla), la naturaleza, los niños, la música, el arte y otros tipos de belleza.

Sería erróneo dar la impresión de que, al reconocer la mortalidad y la proximidad de la muerte, se debe abrazar la muerte o volverse pasivo mientras uno se prepara para «ir amablemente hacia esa noche tranquila». De hecho, según mi experiencia, dentro de una actitud de fortaleza emocional y psicológica ante la vida y la muerte siempre existe un elemento de desafío. Quizás el acto más valiente a la hora de afrontar la muerte es el amor de una persona hacia otra. El amor entre dos personas es un acto deliberado de creación y de afirmación de la vida. En el contexto de una enfermedad progresiva e incurable, el amor es una declaración de fuerza mayor por la que afirmamos que, independientemente de aquello que podamos o no podamos cambiar, incluida la propia muerte, ¡el otro nos importa!

He visto una y otra vez a personas admirables responder ante aquello que sentían que era la aproximación más injusta y más inaceptable de la muerte viviendo cada momento incluso más intensamente. Y esto no constituye una negación, sino una respuesta sofisticada ante una situación difícil y no deseada. Una de estas personas, una adolescente con leucemia recurrente, afirmó sobre su menguante vida: «Es lo que es». Sabía que le quedaba un tiempo limitado de vida, y aun así no estaba dispuesta a concederle a la muerte más poder del debido. Más bien, estaba decidida a abrazar la vida con mayor intensidad durante el tiempo que pudiera restarle.

Estar en el proceso de morir no es una cuestión filosófica o metafísica separada de la realidad de la vida; es más bien una práctica de importancia profunda y pragmática. Este libro supone un regalo de sabiduría y una guía práctica sobre cómo vivir.

Doctora Ira Byock

Introducción Sanar el abismo

En muchas enseñanzas espirituales, el enorme abismo entre la vida y la muerte se colapsa en una energía integrada que no se puede fragmentar. Desde esa perspectiva, negar la muerte es negar la vida. Vivir bien es morir bien. No hay por qué equiparar la vejez, la enfermedad y la muerte con el sufrimiento; podemos vivir y practicar de tal manera que la muerte sea un rito natural de tránsito, una culminación de nuestra vida, incluso la liberación máxima.

El bello y difícil trabajo de ofrecer un cuidado espiritual a aquellos que están muriendo ha surgido como respuesta a la versión norteamericana vinculada al miedo de «la buena muerte», esa muerte que con demasiada frecuencia niega la vida, esa muerte antiséptica, medicada, envuelta en tubos, institucionalizada. Y nuestra notoria ausencia de rituales significativos, de manuales y de recursos para una muerte consciente ha generado una plétora de literatura. Si bien las técnicas de cuidado compasivo se han elaborado específicamente para aquellos que están muriendo y para los cuidadores, muchas de dichas técnicas pueden ir dirigidas también a aventureros sanos; acompañantes dispuestos no solo a explorar toda la gama de posibilidades de la vida, sino también a enfocarse de manera pragmática en la única certeza que existe en nuestras vidas.

Tras cuatro décadas acompañando a los que están muriendo y a sus cuidadores, creo que estudiar el proceso de cómo morir bien beneficia incluso a aquellos de nosotros que podríamos tener aún muchos años de vida por delante. No cabe duda de que aquellos que están enfermos o sufriendo, muriendo a causa de la vejez o de enfermedades catastróficas, pueden estar más receptivos a la hora de explorar esta gran cuestión de la muerte que aquellos que son jóvenes y saludables, o quienes creen todavía en su propia indestructibilidad. Aun así, cuanto antes abracemos la muerte, más tiempo tendremos para vivir a fondo y vivir en la realidad. Nuestra aceptación de nuestra muerte influye no solo en la experiencia de morir, sino también en la experiencia de vivir; la vida y la muerte se encuentran en el mismo continuo. Uno no puede vivir una vida plena y luchar por mantener a raya lo inevitable…, aunque muchos intentemos hacerlo.

En nuestra desazón, a menudo bromeamos sobre la muerte: lo único tan cierto como los impuestos. Woody Allen tipificó conocidamente la actitud que la mayoría de nosotros consideramos divertida y normal, al decir: «No me da miedo morir, pero no quiero estar ahí cuando eso ocurra».1 Divertido, sin duda; pero la trágica distorsión es que cuando evitamos la muerte, evitamos también la vida. Y no sé tú, pero en mi caso quiero estar ahí durante todo el proceso.

Cuando un grupo de personas se reúne en un retiro de meditación, pueden surgir cambios importantes en la mente y en la vida de las personas. Con frecuencia me viene a la mente un retiro en particular, pues lo que allí ocurrió un día ilustra con intensa claridad la fragilidad de estos cuerpos humanos en los que habitamos y la gravedad de aquello que los budistas denominan «el gran asunto de la vida y de la muerte».

Este retiro en concreto tuvo lugar en algún momento en la década de los 1970, en un tranquilo centro en la Isla de Cortés, en Canadá, un lugar llamado por aquel entonces Cold Mountain Institute. Era la mañana de apertura del programa y acabábamos de finalizar el primer periodo de meditación sentada en silencio. La campana sonó suavemente para anunciar el final del periodo y todos estiramos las piernas y nos pusimos de pie para la práctica caminando, pero un hombre permaneció sentado.

Recuerdo mi preocupación cuando me giré para mirarle. ¿Por qué no se levantaba? Él seguía sentado en la posición de loto, con sus piernas perfectamente flexionadas y los pies descansando sobre sus muslos. De repente, ante mi sorpresa, su cuerpo se inclinó hacia un lado, desplomándose flácido, hasta caer al suelo. Murió instantáneamente. Varios médicos y enfermeras que estaban participando en el retiro ayudaron a practicarle una reanimación cardiopulmonar y le administraron oxígeno, pero ya era demasiado tarde. Más tarde supimos que su aorta había estallado mientras estábamos todos sentados.

Este hombre estaba sano; no llegaría a los cuarenta años. Probablemente cuando vino a este retiro no podría haber imaginado que moriría en él. Y pese a todo, ese día sesenta personas se sentaron a meditar, pero solo se levantaron cincuenta y nueve.

Esta historia resulta inquietante para la mayoría de nosotros, que nos movemos por la vida sintiendo y actuando como si fuéramos inmortales. De manera elocuente repetimos de memoria tópicos acerca de la muerte como parte de la vida, como una fase natural del ciclo de la existencia, y sin embargo no es este el lugar desde el cual la mayoría actuamos realmente. La negación de la muerte campa a sus anchas a lo largo de toda nuestra cultura, dejándonos lamentablemente desprevenidos cuando llega nuestro momento de morir o nuestro momento de ayudar a otros a morir. Con demasiada frecuencia no estamos disponibles para aquellos que nos necesitan al estar paralizados por la ansiedad y la resistencia, y tampoco estamos disponibles para nosotros mismos.

Al trabajar con personas que están muriendo, muchas veces he sentido como si tuviera que disculparme por ser budista, preocupada de que mi práctica pudiera parecer sectaria e inapropiada para el Occidente judeocristiano. Pero con los años he visto hasta qué punto han ayudado las enseñanzas del Buda a los vivos y a los moribundos de todas las creencias, y mis reservas han desaparecido. Es del todo crucial que descubramos una visión de la muerte que le dé valor a la vida. El encuentro entre Oriente y Occidente ha desenvuelto los regalos del amor y de la muerte, y ahora podemos ver que son dos caras de la moneda de la vida. Espero que este libro, resultado de cuarenta años de trabajo realizado en el campo del cuidado compasivo de las personas que están muriendo, pueda transmitirte algunas de las extraordinarias posibilidades que se pueden abrir para cada uno de nosotros en la vida cuando nos enfrentamos a la muerte.

En este libro no he hecho una gran diferencia entre vivir y morir. Las meditaciones y las prácticas que se ofrecen aquí, con algunos cambios mínimos, se pueden hacer para uno mismo si está enfermo o agonizando, para un ser querido que esté muriendo, para el cuidador, para todos los seres o simplemente porque estas reflexiones harán que nuestra vida sea más intensa y más tierna. Habitualmente creamos una falsa dicotomía entre vivir y morir, cuando en realidad no hay separación entre ellas, solo interpenetración y unidad.

Después de cada capítulo del libro se ofrecen sugerencias de meditaciones que puedes realizar por tu cuenta y así tener alguna experiencia práctica de lo que supone empezar a observar este asunto fundamental de esta forma focalizada e integrada.

Las prácticas son Upaya, que se traduce del sánscrito como «medios hábiles»: las técnicas y las tecnologías que podemos utilizar para ser más hábiles y más efectivos en nuestro proceso de vivir y de morir a través del entrenamiento de nuestro corazón y de nuestra mente. Estas prácticas son puertas por las que entrar una y otra vez, hasta que las hagas tuyas a través de tu propia experiencia con ellas.

A veces digo que nuestro monasterio en Santa Fe debería tener un eslogan colgando en la puerta que dijera: «Aparece». Eso es todo lo que tenemos que hacer cuando meditamos: solo aparecer. Llevarnos a nosotros mismos y a nuestros pensamientos y nuestros sentimientos a la práctica de estar con lo que hay, ya estemos cansados, enfadados, temerosos, afligidos o simplemente reacios y poco dispuestos. Realmente no importa lo que sintamos; simplemente venimos al templo y nos sentamos. Por lo tanto, experimenta utilizando cualquier cosa que te surja como un componente de tu práctica de meditación. «Vaya, mira quién anda por aquí hoy: la resistencia. Qué interesante.» O quizá: «Hoy siento miedo. Voy a sentarme con él».

Nuestra actitud de apertura y de inclusión es esencial como base para trabajar con los que están muriendo, con la muerte, con el cuidado y con el duelo. La única forma de desarrollar apertura ante las situaciones tal como son es practicando tanto la presencia como la paciencia. En la medida de nuestras posibilidades experimentamos todo lo más plenamente posible, sin renunciar a la intensidad de cualquier experiencia, por muy aterradora que pueda parecer en un principio.

En realidad, este es un estado absolutamente ordinario. Yo lo llamo «el dharma que no es para tanto»: simplemente la vida del día a día. No es nada especial. Con este tipo de conciencia abierta y espaciosa estamos completos, y este momento está completo. No hay nada especial que realizar, nada fuera de aquello que se va desplegando en un momento dado.

La práctica contemplativa es una actividad absolutamente natural. Podemos vivir de esta manera sencilla con las cosas tal como son. Aunque no hay duda de que haberse entrenado en este proceso a través de la meditación sentada ayuda, no hace falta reservar un momento o un lugar en concreto, ni crear un estado mental especial para poder hacerlo. Tampoco tenemos que forzar la experiencia en nosotros mismos. Cuando surjan experiencias mentales inusuales o un esfuerzo autoconsciente, simplemente observa, acepta y luego deja ir. Percibir, relajar y soltar: tres aspectos clave de la atención plena. La mente del no saber es simple, directa, abierta y renovada. Este tipo de mente es como las nubes del cielo, como el agua fluyendo, como una ligera brisa; nada la obstruye.

Ya sea que estés pensando, escribiendo, caminando o sentado en silencio, tienes que estar dispuesto a hacer uso de todos los ingredientes de tu vida tal como se presentan ante ti. Te prometo que, como escribió el poeta Rilke,2 «ninguna sensación es definitiva».

Por muy insoportable que parezca cualquier incomodidad, al final todo lo que experimentamos es temporal. Y por favor, haz el maravilloso esfuerzo de aparecer en tu vida, a cada momento, en este momento… porque es perfecto tal como es.

PARTE IEl territorio inexplorado

Para muchos de nosotros, el viaje que nos lleva a estar con el proceso de morir comienza con un diagnóstico, ya sea el nuestro o el de un amigo o un familiar: un diagnóstico de alzheimer, de cáncer, de diabetes, una insuficiencia cardiaca. Para otros, es la pérdida de un hijo en la guerra, un disparo a una hija en el patio de un colegio, la muerte de un minero del carbón bajo el peso aplastante de la tierra y de las piedras. Súbitamente nos vemos lanzados a un territorio inexplorado, dejamos atrás todo lo familiar y entramos en lo desconocido. En términos budistas, se nos lleva a la esfera del «no saber», de la «mente de principiante».

Al estar con los que están muriendo nos vamos a enfrentar con este no saber, por mucho que intentemos cartografiar o controlarlo todo. Nos preguntamos: ¿Qué se sentirá al morir? ¿Sufriré? ¿Estaré solo? ¿Dónde iré después de morir? ¿Se me echará de menos? ¿Es dolorosa la muerte? ¿Será un alivio? Cuando nos hacemos estas preguntas, surge nuestro no saber, porque la verdad es que nunca podremos responderlas.

No saber puede resultarnos raro. En nuestro mundo se valora mucho el conocimiento conceptual, y sin embargo en muchas culturas la sabiduría se equipara no con el conocimiento, sino con un corazón abierto. Además, ¿cómo podemos saber qué va a ocurrir en el momento siguiente? El antropólogo Arnold van Gennep denomina a este proceso de alejamiento, de separarnos de lo predecible y habitual, la primera fase en un rito de paso durante el cual entramos en lo desconocido.3

Esta fase inicial de separación es donde la mente del no saber se abre y se reafirma. La disposición a estar abierto en medio de la incertidumbre es lo que refiere el antiguo poema budista «El samadhi del espejo precioso» como «abrazar el camino».4

Un maestro zen dijo que la sabiduría es una mente dispuesta. Esta mente fresca y abierta es la mente que no se apoya en hechos, conocimientos o conceptos. Es más profunda que nuestro condicionamiento. Es la mente que no está apegada a ideas fijas acerca de uno mismo o de los demás. Es la mente valiente que es capaz de separarse del paisaje habitual de la agitación mental y habitar en la realidad silenciosa de cómo son las cosas, y no de cómo creemos nosotros que deberían ser. El no saber refleja el potencial que tienen todos los seres de tener una mente clara y abierta: la mente sabia de la iluminación que no tiene base y es al mismo tiempo íntima, transparente, inconcebible y omnipresente.

La verdadera naturaleza de nuestra mente se asemeja a un gran océano, sin límites, completo y natural tal como es. La mayoría de nosotros escogemos vivir en una pequeña isla en medio de este océano para sentirnos seguros y tener un punto de referencia familiar. Y entonces nos olvidamos de mirar más allá de nuestro paisaje aparentemente estable y seguro hacia la inmensidad de quienes somos realmente.

Cuando morimos, las cuerdas que nos mantienen aferrados a la costa de la vida se sueltan. Entramos en aguas desconocidas, muy lejos de nuestro terreno familiar. André Gide nos recuerda que no podemos descubrir nuevos territorios sin perder de vista la costa durante un tiempo.5 Esta es la naturaleza del morir: dejarse llevar hacia lo desconocido, soltar nuestras amarras y abrirnos a la inmensidad de quienes somos en realidad.

1.Un camino de descubrimientoLa noche dichosa

Yo crecí en el sur, y cuando era niña una de las personas más queridas para mí era mi abuela. Me encantaba pasar los veranos con ella en Savannah, donde trabajaba como escultora y artista grabando lápidas para la gente del lugar. Mi abuela era una mujer de pueblo extraordinaria que con mucha frecuencia ayudaba a las personas de su comunidad acompañando a los amigos que estaban muriendo, pues era alguien capaz de sentirse cómoda cerca de la enfermedad y de la muerte.

Sin embargo, cuando ella cayó enferma, su propia familia no pudo ofrecerle la misma presencia compasiva. Mis padres eran buenas personas, pero igual que ocurría con otros miembros de su misma clase social en esa época, no tenían ninguna preparación para estar con ella mientras experimentaba sus últimos días de vida. Cuando mi abuela sufrió un cáncer y después un infarto, la ingresaron en una residencia de ancianos y básicamente la dejaron sola. Y su muerte fue larga y difícil.

Este hecho ocurrió a principios de los años sesenta del pasado siglo, cuando las instituciones médicas trataban el proceso de la muerte, igual que el proceso del parto, como una enfermedad. La muerte se solía «manejar» en un entorno clínico fuera de casa. Fui a visitar a mi abuela a una habitación enorme y sencilla en el hospital, una habitación llena de camas con personas que habían sido inadvertidamente abandonadas por sus allegados, y nunca podré olvidar cómo le rogaba a mi padre que la dejara morir, que la ayudara a morir. Mi abuela necesitaba que estuviéramos presentes con ella, y ante ese sufrimiento, nosotros nos alejamos. Cuando finalmente murió, yo sentí una profunda contradicción: una profunda pena y un profundo alivio. Cuando la miré en el ataúd en la sala de velatorio, pude ver que esa terrible frustración que había marcado sus rasgos ya no estaba. Por fin parecía estar en paz. Mientras me encontraba ahí de pie mirando su dulce rostro, me di cuenta de hasta qué punto su sufrimiento había estado arraigado en el temor de su familia a la muerte, incluido el mío. En ese momento, adquirí el compromiso de practicar el estar presente para otros durante sus procesos de muerte.

Aunque me educaron como protestante, tras la muerte de mi abuela no tardé mucho en convertirme al budismo. Sus enseñanzas le dieron perspectiva al sufrimiento de mi juventud, y además el mensaje de Buda era claro y directo: la liberación del sufrimiento se encuentra dentro del sufrimiento mismo, y cada individuo debe encontrar su propio camino. Pero además el budismo sugiere también un camino a través de nuestra alienación y hacia la libertad. El Buda enseñó que debemos practicar estar al servicio de los demás mientras cultivamos la concentración profunda, la compasión y la sabiduría. También enseñó que la iluminación no es una experiencia mística, trascendente, sino un proceso continuo que requiere tres cualidades fundamentales: valentía, intimidad y transparencia, y que el sufrimiento disminuye cuando la confusión y el miedo se transforman en apertura y fortaleza.

Cuando tenía veinte años, entré en «la caverna del dragón azul», ese espacio oscuro en mi interior donde se habían acumulado todas las inmundicias de mi vida.6 Sabía instintivamente que tenía que lograr la sanación a través de mi propia experiencia; que mi relación habitual con la angustia solo se podría resolver enfrentándola totalmente. Sentí que hacerme amiga de la oscuridad era una cuestión de supervivencia y supe de forma intuitiva que pensar en ello no serviría de mucho. Tenía que practicar con ello; es decir, tenía que sentarme en silencio y mirar hacia dentro para que mi sabiduría natural pudiera aparecer.

Los movimientos por los derechos civiles y las protestas por la guerra de Vietnam me hicieron entender que, al igual que yo, el resto del mundo también sufre. Sentí en lo más profundo de mi ser que las enseñanzas y las prácticas budistas podrían ser la base para trabajar y transformar la experiencia de alienación tanto individual como social, y así empezaron a crecer en mi interior las fuertes raíces del compromiso con la acción social.

Descubrí que trabajando con aquellos cuyos problemas eran más graves que los míos yo podía poner en perspectiva mis propias dificultades.

La muerte de mi abuela me llevó a la práctica de la antropología médica en un gran hospital municipal en el condado de Dade, Florida. La muerte se convirtió en mi maestra al ser testigo una y otra vez de cómo se ponían claramente de relieve todos los asuntos espirituales y psicológicos para aquellos que se estaban enfrentando a la muerte. Descubrí la prestación de cuidados como un camino, y como una escuela para desaprender aquellos patrones de resistencia tan arraigados en mí y en mi cultura. También aprendí que cuidar nos exige estar en calma, soltar, escuchar y estar abiertos a lo desconocido.

Algo que me preocupaba continuamente era la marginalización de las personas que estaban muriendo, el miedo y la soledad que experimentaban los moribundos, y la vergüenza y la culpa que rodeaba a los médicos, a las enfermeras, a aquellos que estaban muriendo y a las familias, a medida que las olas de la muerte iban venciendo a la vida. Sentí que el cuidado espiritual podía reducir el miedo, el estrés, la necesidad de determinados medicamentos y caras intervenciones, los pleitos y el tiempo que los médicos y las enfermeras deben dedicar a tranquilizar a la gente. También podía beneficiar a los cuidadores profesionales y a los familiares al ayudarles a reconciliarse con el sufrimiento, la muerte, la pérdida, el duelo y el sentido.

Mientras trabajaba con los que estaban muriendo, con los cuidadores y con otras personas que experimentaban la catástrofe, yo practicaba meditación para darle a mi vida una base fuerte de práctica y un corazón abierto para poder ver a través de él más allá de lo que creía conocer. Me sentí muy agradecida al descubrir que el budismo ofrece muchas prácticas y muchas perspectivas para trabajar de forma hábil y compasiva con el sufrimiento, la muerte, el fracaso, la pérdida y el duelo: aquello que san Juan de la Cruz llamó «la noche dichosa».7 Este gran santo cristiano reconoció que el sufrimiento puede ser una suerte porque sin él no hay posibilidad de madurar. Durante años, esa dichosa oscuridad ha constituido la atmósfera que ha aportado claridad a mi vida, una vida que había considerado a la muerte como una enemiga y que estaba a punto de descubrir la muerte como una maestra y una guía.

Como joven antropóloga continué explorando la muerte a través del estudio de los registros arqueológicos de la historia humana. A lo largo de los siglos y en todas las culturas, la cuestión de la muerte ha suscitado miedo y trascendencia, practicismo y espiritualidad. Las tumbas neolíticas y las pinturas rupestres paleolíticas reflejan el misterio a través de huesos, piedras, cuerpos curvados como fetos e imágenes de muerte y trance en las paredes de las cuevas.

Incluso hoy en día, no importa si vivimos cerca de la tierra o en apartamentos elevados, la muerte es un manantial profundo. Muchos sentimos que a este manantial se le ha despojado de su misterio. Y aun así tenemos la intuición de que hay un fragmento de eternidad en nuestro interior que se libera en el momento de la muerte. Esta intuición nos pide que seamos testigos, que percibamos una parte de nosotros mismos que quizás haya estado escondida y en silencio.

Cuando la muerte se acerca, la persona que está agonizando puede oír una tenue vocecita que la invita a la libertad. Al estar con personas que están muriendo, al sentarme en silencio en meditación y al estar en los límites de culturas diferentes a la mía, yo también me he encontrado con esa vocecita. Está ahí para hablar con nosotros, si le ofrecemos el silencio suficiente para ser oída.

MEDITACIÓN

¿Cómo quieres morir?

Hace unos años un amigo que estaba muriendo me leyó algunas líneas de la epopeya hindú Mahabharata. Me hicieron sonreír. Al virtuoso rey Yudhistira (hijo de Yama, el Señor de la Muerte) se le pregunta: «¿Qué es lo más asombroso del mundo?». Y Yudhistira replica: «Lo más asombroso del mundo es que a cada momento la gente muere a nuestro alrededor y aun así no nos podemos figurar que nos vaya a suceder a nosotros».8

Al enseñar cómo cuidar a los que están muriendo suelo comenzar haciendo preguntas que investigan nuestras ideas en torno a la muerte, incluyendo todo aquello que podamos haber heredado de nuestra cultura y de nuestra familia. Analizar nuestras propias historias de lo que creemos que ocurrirá cuando estemos muriendo puede ayudarnos a aprender, además de abrirnos a nuevas posibilidades.

Empezamos con una pregunta muy directa y muy simple: «Si piensas en tu muerte, ¿cuál sería para ti el peor escenario posible?». La respuesta a esta pregunta se oculta bajo la piel de nuestras vidas y da forma a muchas de las elecciones que hacemos a la hora de gestionarlas. En esta práctica tan poderosa de autoindagación te pido que escribas, sin reservas y con detalles (incluyendo cómo, cuándo, de qué, con quién y dónde) la peor muerte que puedas imaginar para ti. Escribe desde un estado mental totalmente abierto, sin filtros, y deja que al escribir emerjan todos los elementos espontáneos de tu psique. Dedica cinco minutos a hacerlo.

Cuando hayas terminado, pregúntate cómo te sientes, cómo se siente tu cuerpo y qué te surge en este momento, y escribe también estas respuestas. Ahora es crucial que lleves a cabo una observación personal honesta. ¿Qué te está diciendo tu cuerpo? ¿Cómo te sientes? Permítete unos minutos para escribir cómo te hace sentir imaginar el peor escenario de tu muerte.

Después dedica otros cinco minutos para responder una segunda pregunta: «¿Cómo quieres morir realmente?». Una vez más, escribe con todo el detalle posible. ¿Cuál sería tu momento, tu lugar, tu tipo de muerte ideal? ¿Con quién estarías? Y una vez más, cuando hayas terminado, presta cierta atención a lo que está ocurriendo en tu cuerpo y en tu mente, escribe también estas reflexiones.

Si te es posible, realiza este ejercicio con otra persona y verás lo diferentes que son vuestras respuestas. Curiosamente, es muy posible que tus peores miedos no sean los suyos y que tus ideas sobre una muerte ideal no coincidan con las de otra persona. De hecho, mis propias respuestas a esas preguntas han ido cambiando con el tiempo. Hace años, mi peor muerte era una muerte prolongada. Hoy siento que sería más duro morir de una muerte violenta, sin sentido. Una muerte prolongada podría darme el tiempo para prepararme más plenamente. Además, al morir podría ser de utilidad a otros.

En una facultad de teología en la que impartí algunas clases sobre la muerte, un tercio de los asistentes respondió que quería fallecer mientras dormía. Y en otros contextos donde he planteado esas preguntas, más de los que hubiera imaginado querían morir solos y en paz. Muchos querían morir en la naturaleza. Y entre las miles de respuestas que he recibido ante esta pregunta, solo unos pocos dijeron que les gustaría morir en un hospital o en una residencia, incluso cuando es un hecho que allí es donde acabaremos la mayoría de nosotros. Y casi todo el mundo quería morir de alguna forma que fuera fundamentalmente espiritual. La muerte violenta y azarosa se valoraba como una de las peores posibilidades. Morir sin dolor y con asistencia espiritual se consideró como una de las mejores muertes.

Para concluir, después de investigar cómo quieres morir, plantéate una tercera pregunta: «¿Qué estás dispuesto a hacer para morir de la forma que quieres?». Nos esforzamos al máximo para educarnos y formarnos en nuestra vocación; la mayoría de nosotros invertimos una gran cantidad de tiempo en cuidar nuestros cuerpos, y usualmente dedicamos energía a cuidar de nuestras relaciones. Así que pregúntate ahora qué estás haciendo con el fin de prepararte para una posible muerte sana y apacible. ¿Y cómo puedes dar lugar a la posibilidad de una experiencia de iluminación sin muerte, en este momento y en el momento de tu muerte?

2.El corazón de la meditaciónLenguaje y silencio

Hace años pasé algún tiempo con un anciano lama tibetano que parecía disfrutar al ver que se acercaba el momento de su muerte. Le pregunté si estaba contento porque ya era viejo y estaba preparado para morir. Él contestó que se sentía como un niño que iba a regresar con su madre. Toda su vida había sido una preparación para su muerte. Me dijo que esa larga preparación era lo que realmente le había dado vida. Ahora, ya a punto de morir, por fin desplegaría la mente a su verdadera naturaleza.

Una práctica espiritual nos puede proporcionar un refugio, un amparo en el cual desarrollar una comprensión acerca de lo que está ocurriendo tanto fuera como dentro de nuestras mentes y nuestros corazones. Nos puede proporcionar estabilidad, algo tan importante para los que cuidan como para aquellos que están muriendo. Puede desarrollar cualidades mentales saludables como la compasión, la dicha y el desapego; cualidades que nos dan la resiliencia para afrontar y posiblemente transformar el sufrimiento. Además, una práctica espiritual puede ser un lugar donde aquello que Keats llamaba la «capacidad negativa» de la incertidumbre y de la duda se transforme en un refugio de lo verdadero.

Una mujer describía su experiencia de meditación como verse sostenida en los brazos de su madre. Decía que cuando meditaba no estaba escapando de su sufrimiento; por el contrario, se sentía acogida por la ternura y la fortaleza. Al abandonarse a su dolor y a su incertidumbre, descubrió la verdad del no saber en esa misma rendición. Esta experiencia le proporcionó una ecuanimidad mucho mayor.

Nuestros propios sentimientos pueden ser intensos y perturbadores cuando nos sentamos en silencio con una persona que agoniza, cuando somos testigos del desbordamiento emocional de los familiares en duelo o cuando luchamos por estar plenamente presentes y en calma mientras nos enfrentamos al miedo y a la rabia, a la tristeza y a la confusión de aquellos cuyas vidas están atravesando un cambio radical. Quizá queramos encontrar formas de aceptar y transformar el calor o el frío de nuestros propios estados mentales. Si hemos establecido unos buenos cimientos en una disciplina contemplativa, quizá podamos encontrar quietud, amplitud y resiliencia en la tormenta; incluso en la tormenta de nuestras propias dificultades en torno a la muerte.

Los budistas suelen referirse a sus rutinas habituales de meditación como una práctica, pues se practica el estar presentes. No tenemos que hacerlo perfecto; solo tenemos que estar ahí para hacerlo. Y una práctica habitual de meditación nos trae otros regalos asociados, como el lenguaje y el silencio, regalos que suelen venir juntos. El lenguaje aporta momentos de lucidez a nuestras mentes y a nuestros corazones, mientras que el silencio es esencial para cultivar esa concentración profunda, esa tranquilidad y esa estabilidad mental en nuestro interior. Las estrategias contemplativas que utilizan estos dos regalos entrelazados nos preparan no solo para morir, sino también para ofrecer cuidados. Algunas de ellas incluyen el silencio, la concentración y la apertura, mientras que otras incluyen el desarrollo de la imaginación orientada de manera positiva y la generación de cualidades mentales saludables.